«En mi opinión el uso de esa cruel arma en Hiroshima y Nagasaki no fue una ayuda material en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y se disponían a rendirse debido al efectivo bloqueo marítimo y los exitosos bombardeos con armas convencionales.» – William Leahy, jefe de Estado Mayor de los EE.UU.
«La guerra habría terminado en dos semanas… La bomba atómica no tuvo absolutamente nada que ver con el fin de la guerra.» – Curtis LeMay, General de la U.S.A.F.
«Precisamente cuando los japoneses estaban dispuestos a capitular, seguimos adelante e introdujimos en el mundo el arma más devastadora que había visto, y en efecto dimos el visto bueno a Rusia para que se extendiera sobre Asia Oriental. Sugiero que fue la decisión equivocada. Fue un error por motivos estratégicos. Y fue un error por motivos humanitarios.» – Ellis Zacharias, director adjunto de la Oficina de Inteligencia Naval de los EE.UU.
«Cuando no necesitábamos hacerlo, y sabíamos que no necesitábamos hacerlo y ellos sabían que no necesitábamos hacerlo, los utilizamos como un experimento para dos bombas atómicas.» – Carter Clarke, Brigadier General de la Inteligencia Naval de los EE.UU.
Domingo de resaca, echándome unas risas con la página web Nukemap, que utiliza el motor de Google Maps para simular los efectos que tendría una bomba atómica lanzada sobre cualquier punto del planeta. Puedes elegir la ciudad que más rabia te dé y fijar un montón de parámetros divertidos: la calle exacta donde impactará la chufa, sus kilotones y libras de presión por pulgada cuadrada (o bien escoger uno de los muchos modelos prefijados que se incluyen, desde Fat Man y Little Boy hasta el típico artefacto terrorista artesanal, emulando a un villano de la serie 24), si detonarla en el suelo o a cierta altura, obtener información acerca del índice de radiación, el número de muertos y heridos instantáneos, el tamaño del cráter, el impacto humanitario… Por petición de un par de colegas, he simulado la explosión de una mini-bomba casera de un kilotón sobre un polígono en las afueras de Ferrol (una amiga que quería liquidar a su ex-jefe sin reparar en gastos), y la de un misil yanqui Minuteman III directamente contra el palco del Santiago Bernabeu (lo cuál me ha parecido poco práctico, porque la onda expansiva de radiación térmica se ha acabado llevando por delante también el Vicente Calderón, con lo majos que son los colchoneros…).
Llegué hasta la web de Nukemap merced a un entretenido articulín publicado en el diario La Vanguardia, en el que la periodista Gina Tosas se preguntaba qué ocurriría si la bomba de Nagasaki cayese en Barcelona. Era el típico texto chorra para un domingo de agosto parco en noticias, pero también resultaba comprensible atendiendo al dato de que esta pasada semana se han cumplido 70 años del lanzamiento de las mascletás de Hiroshima y Nagasaki, lo que equivale a decir 70 años de la puesta de largo de la era atómica, la guerra fría y los rusos como necesario nuevo enemigo de occidente.
¿Y qué pasaría si la bomba de Nagasaki cayera en Barcelona? El artículo en cuestión se limitaba a listar los fríos datos sobre víctimas y ondas expansivas que facilita Nukemap, sin entrar en otro tipo de consideraciones que acaso tengan más chicha especulativa. Porque una de las cosas que pasarían, sin la menor duda, es que los medios de comunicación y los revisionistas históricos afines a la potencia agresora tratarían de vender la burra de que, al fin y al cabo, los barceloneses nos lo habíamos buscado. Al menos esa es la actitud que uno puede leer y escuchar estos días por parte de los “fachas de lluvia fina” pro-yanquis respecto a los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Según parece, como se trataba de japoneses malos se lo merecían. Sí, incluso los panaderos, lampistas, carteros, bomberos, dependientes, peluqueros, putas, pescateros, bibliotecarios, cantantes de cabaret, jardineros, sexadores de pollos y demás civiles completamente desvinculados del esfuerzo de guerra imperial (supongo que, por cuestiones de coherencia moral, quienes sostienen dicho argumento lo seguirían defendiendo con idéntica vehemencia aunque sus propias familias hubiesen vivido allí en aquel momento). Entre ese facherío-merluzo, el horror de los bombardeos incendiarios contra las ciudades alemanas de Dresde o Hamburgo aún puede llegar a despertar cierta empatía, pero ¿atomizar a 150.000 japoneses? Anda y que les den por culo, eran malditos amarillos…
El caso, como de costumbre, es pasarle el paño a la historia de los EE.UU. hasta dejarla limpia de cualquier rastro de salvajada genocida. Los yanquis, como sabe cualquiera que conozca a fondo la filmografía de John Wayne, sólo han participado en guerras justas (repetid conmigo: “guerra justa, guerra justa, guerra justa” hasta que la idea se os fije en el cerebro). Nunca exterminaron a los indios, los 20 millones de galones de napalm/agente naranja arrojados en Vietnam eran solo para desinfectar la selva (por si venían visitas)… y por supuesto su única motivación detrás del Proyecto Manhattan fue acabar con la Segunda Guerra Mundial de la forma más rápida y limpia posible. Ya. Claro. Risas enlatadas, por favor…
Si el uso de armamento atómico precipitó o no el final de la contienda militar más cafre de la historia es algo que se sigue debatiendo a día de hoy. Los fans de la lluvia radiactiva y las explosiones en forma de hongo dicen que fue mucho mejor hacer eso que tener que invadir Japón de manera convencional, una campaña cuyos índices de bajas hubieran resultado ciertamente inasumibles (eso nadie lo niega; hasta los informes más optimistas de la «Operación Downfall» hablaban de medio millón de muertos por la pata baja). La guerra es desde luego un asunto muy chungo, en el que la moralidad de los actos concretos suele aparcarse en favor de consideraciones más generales (llevado hasta una situación lo bastante límite, cualquier bando acabará haciendo lo que tenga que hacer para derrotar al contrario). Sin embargo, en este caso el sofisma no cuela: soltar que las únicas dos opciones para forzar a Hirohito a capitular eran invadir Japón o nukearlo supone una falacia lógica de lo más perversa (en concreto la que se conoce como “falsa dicotomía”, que consiste en barajar sólo dos posturas extremas sin tener en cuenta todo el continuo de posibilidades intermedias). Pero claro, es que aquí de lo que se trata, ya lo he dicho más arriba, es de depurar como sea las responsabilidades morales del vencedor. Todo un poco asquerosito, la verdad.
Porque afirmaciones tan contundentes como “las bombas atómicas ganaron la paz”, o “la bomba atómica fue la bomba humanitaria” (sí, tal es el calado de las paridas que uno puede leer en internet haciendo una simple búsqueda de Google) distan mucho de ser unánimes entre los historiadores y expertos en armamento nuclear. Más bien lo contrario. Algunos, como Max Hastings (autor del libro Némesis: La derrota del Japón) aseguran que, con bombas o sin ellas, el sistema industrial del sol naciente se hubiera colapsado igualmente por sí solo en muy poco tiempo. Otros, como Ward Wilson en Five Myths About Nuclear Weapons apuntan que la expiración del pacto de no agresión entre japoneses y soviéticos, y el consiguiente avance del ejército rojo vía Manchuria con un millón y medio de soldados, fue un factor tan o más decisivo; y aún otros, como Howard Zinn en The Bomb, dejan claro que en la orden de dar luz verde a los bombardeos no sólo pesaron las consideraciones puramente bélicas, sino también los motivos de fachada política, cierto nivel de racismo y la oportunidad irrepetible de hacer dos pruebas nucleares sobre víctimas reales. Todos coinciden en que, sea como fuere, con dejar caer una de las dos peladillas hubiese habido más que de sobras (de hecho, la reunión definitiva para discutir la rendición había dado comienzo antes de la detonación de Nagasaki). Pero claro, una de las bombas era de uranio y la otra de plutonio, así que si puedes montártelo guapamente para probar ambas y comparar resultados, pues miel sobre hojuelas, ¿no?.
En resumen, pocas voces autorizadas, salvo quizás algún tertuliano de Cuarto Milenio, se atreven ya a discutir que en el verano del 45 el Imperio del Japón tenía la guerra perdida por completo y que estaba bastante convencido de rendirse. Tan pronto como al año siguiente, el Departamento sobre Bombardeos Estratégicos de los EE.UU. presentó su Resumen de la guerra del pacífico, en el que decía, entre otras cosas: «Basándonos en una detallada investigación de los hechos y en el testimonio de los dirigentes japoneses supervivientes que estuvieron implicados, es la opinión de este estudio que sin duda antes del 31 de diciembre de 1945, y con toda probabilidad antes del 1 de noviembre de 1945, Japón se habría rendido incluso si no se hubiesen lanzado las bombas atómicas, incluso si Rusia no hubiese entrado en la guerra, e incluso si no se hubiese planeado ni considerado ninguna invasión.» Si camina como un pato, grazna como un pato y tiene pinta de pato…
Pero el quid de la cuestión es que al aparato politico-militar norteamericano ya no le bastaba sólo con rendir Japón. Ni siquiera con rendirlo cuanto antes para evitar más muertes de soldados aliados (un goteo que seguía aumentando con cada día que duraba la refriega). No, querían alguna cosa más. Querían probar un juguete nuevo en el que habían invertido un pastizal, y querían hacerlo mientras siguiese habiendo la excusa de una guerra total contra un enemigo al que consideraban humanamente inferior (ya lo dijo clarinete el propio presidente Harry S. Truman: “cuando te enfrentas contra bestias, tienes que tratarlas como a tales”). Querían, también, lanzar un mensaje geoestratégico a los soviéticos sobre quien era el nuevo sheriff de cara al reparto posterior del mapamundi. Por último, querían purgar Pearl Harbour, que aún les resultaba humillante, así como castigar con contundencia los numerosos crímenes de guerra nipones (la Marcha de la Muerte de Bataán, las atroces torturas de prisioneros, los experimentos con seres humanos…). Devolvérselas todas juntas. En una palabra: venganza; y para eso hacía falta echar a rodar el bulo propagandístico de que el enemigo no se iba a rendir hasta que los Marines hubiesen tomado la última habitación de la última barraca de Tokyo (un enemigo rodeado por completo en una isla, sin capacidad para reabastecerse, sin flota operativa y con una fuerza aérea que se limitaba ya casi por entero a los kamikazes…).
Personalmente no tengo demasiado problema con todo eso, lo entiendo y lo disculpo en el contexto de una contienda a gran escala y al calor de una opinión pública que pedía sangre (según una encuesta de opinión de 1944, el 13% de los norteamericanos estaban a favor de erradicar a TODA la población de Japón; así de quemado andaba el personal…). No me habría gustado estar en la piel de Truman durante aquellos días, y está claro que una vez tomada la decisión no le quedaba otra que tirar millas y convencer al mundo (e incluso a sí mismo) de que había hecho lo correcto. Incluso estoy dispuesto a admitir que el recuerdo de los infiernos de Hiroshima y Nagasaki ejerció un poder disuasorio razonablemente efectivo sobre las dos superpotencias de la guerra fría, propiciando unos protocolos de seguridad draconianos para minimizar la posibilidad de cualquier futuro intercambio (ya fuese voluntario o accidental) de misilazos nucleares.
Lo que me toca de manera poderosa los cataplines es que, setenta años después, se sigan haciendo esfuerzos conscientes por adornar la historia con excusas de tebeo, tratando de convertir casi en un acto de bondadosa clemencia lo que de hecho fue una puñetera animalada (como dijo el almirante William Leahy, «al ser los primeros en usar la bomba hemos adoptado un estándar ético común a los bárbaros de la Alta Edad Media»). Estaría bien que, algún día, el gobierno norteamericano de turno dejara de insultar la inteligencia universal y reconociera todo el abanico de motivos por los qué se llevaron a cabo realmente las misiones del Enola Gay y el Bockscar: “Sí, usamos bombas atómicas contra los japoneses porque los odiábamos, porque era necesario atar en corto a los soviets y porque queríamos comprobar de primera mano qué le pasa a la carne humana cuando la sometes a 13 kilotones de uranio o a 25 kilotones de plutonio.” No haría falta decirlo de manera tan cruda, por supuesto. Pero eso fue lo que hubo. Lo demás, pamplinas.
Y quien aún no lo vea claro, basta con que se haga a sí mismo una sencilla pregunta: ¿Se hubiera utilizado la bomba atómica contra Alemania? ¿En plena Europa occidental, matando a blanquitos y con el riesgo manifiesto de irradiar a los países vecinos? No padre. Los teutones eran adversarios con los que los aliados podían equipararse hasta cierto punto a nivel político, militar y moral. Hoy mismo, en cualquier convención de juegos es común encontrarse con wargamers tontolabas que muestran una admiración sincera por tipejos del calado de Rommel o Von Mannstein, llegando a disculparlos como “militares profesionales” que se limitaron a «hacer su trabajo” y nunca abrazaron la causa del nazismo (lo cuál me recuerda aquel cuento de Woody Allen sobre el barbero del Führer, cuando dice “Como declaré ante el tribunal de Nuremberg, no sabía que Hitler era nazi”). Vamos, que por ejemplo el mariscal Von Leeb, máximo responsable del sitio de Leningrado que se saldó con cinco millones de muertos, tiene el atenuante de que “era majete” (católico y anti-nazi para más señas; es sorprendente lo bien que lo disimulaba el hijo de la grandísima puta). Por contra, ni siquiera los más resueltos generales japoneses, los Yamamoto y Kuribasashi, han gozado jamás de ese aura romántica. Eran malvados y punto, sin espacio para matices.
Eso sí… si los nazis llegan a lanzar un par de pepinos atómicos sobre (por ejemplo) Plymouth y Brighton, y luego van y pierden igualmente el conflicto, hoy día en los colegios eso se explicaría como la madre de todos los crímenes de guerra. Porque incluso en la matanza indiscriminada de civiles hay muertos de primera y muertos de segunda, como bien saben los keyboard heroes que ahora defienden esas «bombas atómicas humanitarias” sin que se les caiga la cara de vergüenza. Sí, no hay duda de que el Dr. Strangelove estaría orgulloso de vosotros…
Enhorabuena por el artículo. Se puede, y se debe, decir más alto, pero no más claro. Un tema tabú aún, pero clarísimo. Citas a Howard Zinn, un grande ya desaparecido, supongo que conoces su obra «La otra historia de los EEUU», imprescindible para entender nuestra era. Y como veo que te va el barro, si no conoces «El mito de la guerra buena», te invito a disfrutarlo, ambos editados en castellano por Hiru, una editorial marginal que publica cosas que Planeta jamás publicará. Y enhorabuena por tu divulgación de los juegos y adyacentes, me divierto mucho y comparto lo que se dice por ahí de que saben a poco esos videotochos. Salud!
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