PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017 (PARTE TRES): LAS 70 TONADAS

Y vamos chapando ya el chiringo de la presente edición. La lista de las 70 Tonadas, pese a ser el item más casual de los PAMUNDI MUSIC AWARDS, suele ser también el más celebrado por la peñuqui (una manera lúdica de decir que al artículo de resumen del año y a la lista de los 20 Discazos nadie les hace ni puñetero caso). A finales de año, la playlist llegó a acumular más de 600 canciones, pese a lo cual el proceso de filtrado hasta llegar a las 70 definitivas ha sido muy rápido una vez que me he puesto a ello, porque lo tenía ya todo bastante escuchado. Tres artistas (Rosalía, Slowdive y LCD Soundsystem) han aportado dos tonadas cada uno, pero el resto de la ensalada no podría ser más variado. Ni siquiera falta la música de banda sonora, pues el tema de apertura (que en las últimas ediciones suele ser una licencia cachonda que me tomo) es el espectacular crescendo Supermarine, compuesto por Hans Zimmer para la película Dunkerque. La monda, vamos.

Aquí abajo tenéis la lista completa de Las 70 Tonadas y la correspondiente playlist de Spotify (en orden de escucha desde la tonada 70 a la 1). Os dejo también sendos enlaces a la lista de los 20 Discazos, y al artículo resumen del año. El diseño de los cartelitos, precioso como siempre, ha corrido en esta ocasión a cargo de David Aguirre, a quien doy mil gracias y mando mil abrazos (y le debo una cena en el Muten Roshi Ramen). Una de las cosas más divertidas de esta movida es encargarle al diseñador gráfico de turno los banners que necesito, soltándole como inspiración un par de conceptos que me vienen en automático a la cabeza, y ver por donde sale. Los conceptos de este año fueron «Estatuas» y «Aniversario»; que a partir de eso el tío llegara hasta la idea del perrico de La voz de su amo mezclado con Stranger Things, es una muestra de genialidad acojonante; o quizás de que, con buen criterio, decidió pasar absolutamente de lo que le dije. Fuera la opción que fuese, el resultado ha sido una chulada. Ah, y ya que estoy, gracias también a Kekilla Puchades, por ayudarme con TODO y ser básicamente un solete (no le gusta el disco de Rosalía; pero oye, tampoco se puede estar acertada siempre…).

Y ahora sí, que corra el aire. Si sigo vivo para entonces, nos vemos en los PAMUNDI MUSIC AWARDS 2018 (o sea, a mediados del 2019…).

 

 

70.  Hans Zimmer – Supermarine
69.  Ángel Stanich – Mátame camión
68.  Methyl Ethel – Ubu
67.  The Brian Jonestown Massacre – Resist Much Obey Little
66.  Omni – Equestrian
65.  Biznaga – Mediocridad y confort
64.  Future Islands – Ran
63.  IDLES – Mother
62.  Joe Crepúsculo – Música para adultos
61.  Alvvays – Dreams Tonite
60.  Sparks – I Wish You Were Fun
59.  Tronco Abducida por formar una pareja
58.  Torres – Skim
57.  Everything Everything – Ivory Tower
56.  Nudozurdo – Beso Co-Rector
55.  Chelsea Wolfe – 16 Psyche
54.  James Holden & The Animal Spirits – Spinning Dance
53.  White Reaper – Daisies
52.  Murciano Total – Cencia 1 (No sabes nada sobre mí)
51.  Lana Del Rey Love
50.  Alt-J – Deadcrush
49.  The Killers – The Man
48.  Metz – Cellophane
47.  The Pains of Being Pure At Heart – My Only
46.  Beck – Colors
45.  The Magnetic Fields – ’71: I Think I’ll Make Another World
44.  Ride – Lannoy Point
43.  Carolina Durante – La noche de los muertos vivientes
42.  Noel Gallagher’s High Flying Birds – The Man Who Built The Moon
41.  The Soft Moon – Burn
40.  Broken Social Scene – Skyline
39.  The xx – Dangerous
38.  Brand New – Can’t Get It Out
37.  Girlpool – 123
36.  Mogwai – 20 Size
35.  Maria Arnal i Marcel Bagés – No he desitjat mai cap cos com el teu
34.  Exquirla – Un hombre
33.  Curtis Harding – Need Your Love
32.  St. Vincent – Los Angeles
31.  James McAlister, Sufjan Stevens, Nico Muhly, Bryce Dessner – Mercury
30.  Sierra – Perfectamente
29.  Ex Eye – Xenolith; the Anvil
28.  Charlotte Gainsbourg – Deadly Valentine
27.  King Gizzard & The Lizard Wizard – Rattlesnake
26.  Slowdive – No Longer Making Time
25.  Motorpsycho – A.S.F.E.
24.  Tori Amos – Reindeer King
23.  LCD Soundsystem – Call The Police
22.  Miguel – City of Angels
21.  Kendrick Lamar – HUMBLE.
20.  The National – The System Only Dreams in Total Darkness
19.  Psychotic Beats – From Disco Section to House Foundation
18.  The War On Drugs – Thinking Of A Place
17.  Blanck Mass – Rhesus Negative
16.  SZA – Drew Barrymore
15.  The Horrors – Machine
14.  Neuman – Deleted Files
13.  Perfume Genius – Wreath
12.  Lorde – Green Light
11.  Fever Ray – To The Moon And Back
10.  Aldous Harding – Imagining My Man
9.    Wolf Parade – King of Piss And Paper
8.    Ariel Pink – Time to Live
7.    Rosalía – De Plata
6.    The Black Angels – Half Believing
5.    Slowdive – Star Roving
4.    Los Planetas – Islamabad
3.    LCD Soundsystem – How Do You Sleep?
2.    BROCKHAMPTON – BOOGIE
1.    Rosalía – Catalina

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017 (PARTE DOS): LOS 20 DISCAZOS

Veinte discazos, veinte, para celebrar el finiquitado 2017. En mi artículo resumen del año ya pormenorizo los motivos de algunas de las presencias y ausencias más sonadas de la lista, pero no estaría de más destacar otros dos o tres álbumes bastante bellos que, tras cada escucha, veía clarinete que acabarían entre los 20 elegidos, pero que a ultimísima hora se acabaron cayendo más por mis preferencias puntuales del momento que porque me parezcan objetivamente peores que los que sí han entrado: hablo sobre todo del Para quienes aún viven, de Exquirla (intensísimo cóctel del post-rock y flamenco mano a mano entre los miembros de Toundra y el cantaor Niño de Elche, musicando el poemazo La marcha de 150.000.000 del autor valenciano Enrique Falcón). Hablo también del Hiss Spun de Chelsea Wolfe (que ha virado más que nunca hacia el sludge metal y le ha salido su obra más disonante, menos tarareable pero a la vez más escalofriante), y del V de The Horrors (ejercicio notablemente divertido de «pop neworderiano», liderado por dos pedazo de singles como Machine y Something to Remember Me By). Ha habido más, pero estos tres me parecen los principales damnificados a día de hoy. Aún así, estoy muy contento con las listas definitivas. Tanto con esta como con la de las 70 Tonadas. Ya me diréis qué os parecen a vosotros.

 

20
The xx
I See You

 

 

 

19
Mogwai
Every Country’s Sun

 

 

 

18
Sparks
Hippopotamus

 

 

 

17
Perfume Genius
No Shape

 

 

 

16
Charlotte Gainsbourg
Rest

 

 

 

15
Nudozurdo
Voyeur Amateur

 

 

 

14
Bell Witch
Mirror Reaper

 

 

 

13
St. Vincent
Masseduction

 

 

 

12
Blanck Mass
Worldeater

 

 

 

11
Ex Eye
Ex Eye

 

 

 

10
Aldous Harding
Party

 

 

 

9
King Gizzard
and the Lizard Wizard
Flying Microtonal Banana

 

 

8
Fever Ray
Plunge

 

 

 

7
Wolf Parade
Cry Cry Cry

 

 

 

6
Lorde
Melodrama

 

 

 

5
Brockhampton
Saturation III

 

 

 

4
Ariel Pink
Dedicated to
Bobby Jameson

 

 

3
LCD Soundsystem
American Dream

 

 

 

2
Slowdive
Slowdive

 

 

 

1
Rosalía
Los Ángeles

 

 

 

 

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017 (PARTE UNO): RESUMEN DE MI AÑO MUSICAL

Pues oye, aquí estamos, otra vez con los PAMUNDI MUSIC AWARDS. Tarde, como siempre (mirad la fecha de publicación de esto, por Dios…) pero, como digo, aquí estamos. El CRI-TE-RIO (El concepto «criterio» es © de Chema Pamundi 2018, todos los derechos reservados) ha llegado de nuevo para alumbraros. Mientras vosotros os matábais a pajas, yo he estado matándome a confeccionar listas musicales, así que no me déis la charlita con que llevo dos meses de retraso, haced el favor. La martingala esta de los PAMUNDI MUSIC AWARDS tuvo su primera edición a principios del 2008. Empezó de manera bastante casual en una lista de correo con colegas y mira, a lo tonto a lo tonto resulta que he llegado hasta el 2018. Lo que significa que toca décimo aniversario del asunto. No soy nada de efemérides, la verdad, de modo que mi manera de celebrar los 10 años de PAMUNDI MUSIC AWARDS va a consistir en hacer lo de siempre, que para lo que cobro ya es bastante.

Aún así, he de reconocer que me sorprende no haberme cansado aún de esto, una década después. Seguir encontrando divertido hacer algo tan rimbombante, que me da tanta faena y que a la vez tiene un interés tan relativo salvo para cuatro amigos cercanos. Pero es que, de verdad, me lo paso cañón cazando reseñas de discos potencialmente interesantes (para mí); usando la aplicación Shazam para identificar al vuelo un estribillo que se me engancha en el hilo musical de una tienda; dejando que Spotify me sugiera nuevos artistas afines a mis gustos; y luego filtrando toda esa ingente cantidad de información, escuchando cada álbum una y otra vez mientras trabajo o hago otras cosas, y puntuándolo en un excel, tema por tema (y aplicando luego un factor corrector por el conjunto del álbum, porque las más de las veces una obra musical es mejor o peor que la simple suma de sus canciones). Es un proceso que me obliga a estar pendiente, a consumir mucha música que de otro modo dejaría pasar por pura pereza; y cada año descubro cosas que me dejan del revés, me maravillan o me enamoran (y, si estoy realmente de suerte, las tres cosas a la vez).

BROCKHAMPTON, una de las sorpresas más refrescantes del 2017.

Sobre esta edición en concreto de los PAMUNDI MUSIC AWARDS tengo que decir que posiblemente sea mi favorita hasta la fecha; no porque la presente cosecha de discos y tonadas me parezca superior a las anteriores (objetivamente hablando, no lo es), sino porque me parece que tanto la lista de los 20 Discazos como la de las 70 Tonadas son las más «genuinamente mías» que he elaborado nunca. Esta vez, quizás porque me puse más tarde que de costumbre, no me fijé en otras listas de “lo mejor del año”, de esas que te acaban influyendo aunque no quieras. Decidí mis rankings sin tener ni idea de cuál había sido el disco «top» del 2017 según Pitchfork, Popmatters, Consequence of Sound, The Needle Drop, Hipersónica ni las demás webs-gurú de las que suelo alimentarme. Me limité a escuchar una mezcla de lo que me interesaba de salida, más lo que tenía buenas críticas, y elaboré un listado, creo, bastante “puro”, centrado en mis gustos y punto. Igual esa es la razón de que, por primera vez desde que hago esto, mi disco favorito haya acabado siendo uno nacional, y además uno que bebe de un género tan ignoto para mí como el flamenco. O no… porque justo a pocos días de decidir el ranking definitivo, leí que ese mismo disco había arrasado entre buena parte de los medios y el público especializado. Hay que joderse. No soy original ni cuando lo intento. Ay Pamundi, puto hipster…

2017 ha sido un año de muchísimas e inesperadas decepciones musicales: Future Islands, The War on Drugs y Japandroids han facturado discos cuquis y punto. ¡Viva! es lo más calculado y autocomplaciente que han publicado jamás Los Punsetes, letras de impacto fácil y melodías que suenan a versiones peores de sus propios clásicos (Tu puto grupo, por ejemplo, es una especie de relectura de Opinión de mierda, pero bastante más inofensiva). The National, con los experimentos guitarreros de Sleep Well Beast, a la búsqueda de una frescura que yo no era consciente de que hubiesen perdido (al parecer, ellos sí), dejan cierta sensación de que costará verles reeditar algún día la inspiración de High Violet, un trabajo cuyo impacto se me antoja, cada vez más, como fruto de un momento muy concreto de la carrera y la vida de Matt Berninger y compañía (también de mi vida: las canciones de High Violet parecían interpelarme directamente, cosa que no me ha vuelto a ocurrir con ellos). Rostam (ex-Vampire Weekend que el año pasado sacó un disco sensacional a medias con Hamilton Leithauser, vocalista de The Walkmen) ha editado una voluntariosa pero fallida colección de semi-singles que, más que cantados, parecen maullados por un gato al que le estuviesen haciendo cosquillas en las pelotas. El retorno de RIDE se ha quedado en un ejercicio de nostalgia que me ha servido para bailar un par de singles mientras me acordaba de lo buenos que eran en la época de Nowhere y Going Blank Again. The Magnetic Fields han intentado repetir con 50 Song Memoir lo que ya de salida era claramente imposible de repetir (la obra maestra 69 Love Songs), y a Stephen Merritt le ha quedado un falso disco conceptual de cincuenta canciones al que le sobran veinticinco (las 25 que no sobran son estupendas, ojo). Arcade Fire, empecinados, como en Reflektor, en intentar ser lo que no son (y no son un grupo de dance-rock), han añadido a su catálogo el innecesario Everything Now, un petardo sobreproducido, escaso de estribillos destacables y pedante incluso para sus estándares (la canción en la que se citan a sí mismos, explicando que la escucha de su primer álbum salvó del suicidio a una chica, es una de las mayores mierdas auto-indulgentes que he escuchado jamás).

Arcade Fire buscando el norte perdido.

¿Significa eso que el 2017 ha sido un año de música mediocre? Ni de coña. Significa que el hueco dejado por todas esas decepciones ha sido ocupado con creces por otras propuestas, más desconocidas para mí, pero estupendas. BROCKHAMPTON me han tenido hip-hopeando por casa arriba y abajo unas cuantas tardes, con las tres entregas de Saturation cada una más eléctrizante que la anterior. Aldous Harding me ha enamorado con su folk para días lluviosos y ese timbre de voz que parece romperse para acabar rompiéndote a ti. La experimentación al límite de Ex Eye y Bell Witch me ha encogido el corazón: los primeros mezclando sus sonidos endemoniados con los latigazos de saxo jazzístico de Colin Stetson (magistral, as always), los segundos cascándose una ópera post-doom-metal (o lo que sea) compuesta por un único tema de 83 minutos de duración que, como leí por ahí “Hay que escuchar al menos una vez en la vida” (yo lo he escuchado unas cuantas, y no me canso). Blanck Mass me ha proporcionado la alegría del año: Benjamin John Power, una de las dos mitades de mis adorados Fuck Buttons saca disco en solitario, un fiestón de drone expansivo absolutamente brutal (¿Habéis escuchado esa salvajada titulada Rhesus Negative? ¿LA HABÉIS ESCUCHADO?), y encima me entero de que el duo se ha reunido de nuevo y ya trabaja en su cuarto álbum. ¡Ole!

Para completar la foto, ahí van unos cuantos favoritos emocionales que si han mantenido el tipo: Ariel Pink (cada vez más marciano y más incapaz de componer un disco que baje del notable alto), St. Vincent, Mogwai, Perfume Genius… y King Gizzard & The Lizard Wizard, que merecen mención aparte: no satisfechos con su Nonagon Infinity del curso pasado (un festival psicodélico que se podía escuchar en loop interminable) han publicado CINCO PUTOS DISCOS a lo largo del 2017, cuatro de ellos muy buenos y uno excelente (Flying Microtonal Banana, que ha entrado en la lista), dando así una nueva dimensión a la expresión “ir sobrados”. También están los que han vuelto del semi-retiro en un estado de forma primoroso, como Slowdive, que nos han mecido y acurrucado una vez más con su shoegazing cósmico, igual que si estuviésemos en 1995; o los incombustibles Sparks (46 años hace ya que los hermanos Mael debutaron, bajo el nombre de Halfnelson) con las efervescentes pildorillas de pop cabaretero que forman el divertidísimo Hippopotamus; o los LCD Soundsystem de James Murphy, renovando la herencia musical de Bowie con American Dream, clase maestra de ritmos contundentes y letras demoledoras sobre la decepción y los finales traumáticos (tal como está el panorama musical, no nos podemos permitir que alguien de su talento se tire otros siete años entre álbum y álbum).

Encuentros con LCD Soundsystem en la tercera fase.

Y en la cima de la lista, el sorpresón antes apuntado: Los Ángeles, de la cantaora catalana de 24 años Rosalía, una obra de arte que ha hecho saltar por los aires todos mis esquemas mentales. Cante jondo-folk-pop de un minimalismo prístino, apabullante en su desnudez, con acumulación de tiempos lentos y letras sobre la muerte. Música a contracorriente, para escuchar de manera pausada en un mundo sin paciencia, con tendencia al fast-forward. Decir que es escalofriante no le hace justicia. Es el único disco del 2017 que ha logrado hacerme saltar las lágrimas. Me parece de traca la polémica en la que se ha pretendido meter a Rosalía desde algunos sectores de la crítica, acusándola de impostora por el simple pecado de ser joven y haberse convertido en una sensación, cuando al parecer hay tantos artistas de flamenco “genuinos” que siguen siendo desconocidos. Bueno, yo soy uno de esos fans de nuevo cuño que apenas había prestado atención a las coplas, las seguidillas y compañía, hasta que grupos como Los Planetas o Lagartija Nick empezaron a mezclar esa música con el indie-pop y nos enseñaron que todos los sonidos son compatibles y vienen de sitios muy parecidos.

Rosalía: cuando resulta que lo más rompedor es volver a lo más clásico.

Quizás sí, quizás soy un advenedizo, pero el caso es que el disco de Rosalía, que empecé a escuchar de casualidad (por una reproducción aleatoria del videoclip del single De plata en You Tube), me dejó pasmado; y poner en solfa a una artista por tomar un poso estilístico (en el que casi nadie se fijaba, no jodamos), jugar con él en su caja de arena y renovarlo (con resultados, además, despampanantes) me parece tan ridículo como si acusáramos de apropiación cultural a los westerns de Sergio Leone, por decir algo. En los 80, Dan Aykroyd y John Belushi fueron masacrados por varios popes del blues de toda la vida, pero lo cierto es que probablemente la banda sonora de Granujas a todo ritmo haya metido a más gente el gusanillo del blues en el cuerpo que ningún otro álbum de los últimos 40 años. Es decir que, sinceramente, creo que no hay debate; y si lo hay, me parece un rollo de debate.

¿Que Rosalía es una artista aupada por las élites de la cultura alternativa? Pues oye, igual sí, pero me pregunto por qué nadie arquea una ceja cuando esas mismas élites aúpan a Tame Impala, The War on Drugs o Joanna Newsom. ¿Que hacerse ahora de pronto fan del flamenco es pose? Mmmm, no lo sé; en principio, a corto plazo no tengo pensado ponerme a escuchar a La niña de los peines. Yo de flamenco sé lo mismo que de música africana (o sea, más bien cero), pero eso nunca me ha impedido emocionarme con las canciones de The tUnE-yArDs o del Paul Simon de Graceland. ¿Cuál es el puñetero problema? Los Ángeles me parece un disco de la hostia, así de simple; y me lo parece porque me recuerda a muchas cosas que ya me gustaban antes, desde Lisa Gerrard hasta Sharon Van Etten, Bon Iver, Sufjan Stevens o incluso Neutral Milk Hotel. Para mí es la misma intensidad, y los pelos que se me ponen de punta son los mismos. De verdad: dadle una oportunidad, sin prejuicios; y luego, si no os entra, pues no os entra.

Y eso es todo lo que tengo que decir a modo de resumen de mi año musical. En total, el 2017 me ha deparado la escucha de 249 álbumes. Tras la criba de rigor, el resultado final son las habituales listas de los 20 Discazos y las 70 Tonadas. En los enlaces lo teneis todo. A pasarla buena.

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017: LOS 20 DISCAZOS

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017: LAS 70 TONADAS

THE SCARIEST GUY IN AMERICA

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“She had to look away as the hatchet fell. She moved back into the cage nearer the boy and put her hands to her ears against the sounds he made – and against the splashing sounds, the hiss of fire and blood with its attendant reek of burning flesh, the low moans, the terrible thump of metal against bone, the sounds of breakage, and the liquid sounds which perhaps where worst of all. He was keeping her alive as long as he could, and she participated in her torture by her body’s blind attempts to survive it. Didn’t she know that it was better to be dead now? What awful fraud animated her? Her will to live was as cruel as he was.»

– Fragmento de Off Season, de Jack Ketchum.

 

Me acabo de enterar de que se ha muerto el escritor Jack Ketchum (nombre real: Dallas Mayr). De cáncer, a los 71 años; y creo que alguien tiene que salir a decir algo.

Me hice fan de Jack Ketchum en 2008. O sea, tardísimo, teniendo en cuenta que él empezó a publicar novelas en 1981. En realidad, un año antes ya había visto The Girl Next Door, espeluznante adaptación al cine del que quizás sea su libro más conocido, basado (libremente) en un caso real ocurrido en la América profunda de la década de los 60. Pero por aquel entonces yo no sabía quién era Ketchum ni le presté atención. Fue meses más tarde, al decidir que quería leer algo realmente extremo, que pusiera a prueba mis límites (algo similar a la repulsa casí física que experimenté en su día leyendo American Psycho) cuando le descubrí. Me estaba documentando sobre el movimiento literario splatterpunk de los 80-90 y me topé con su nombre, envuelto por los piropos que le lanzaba un Stephen King lleno de envidia sana (“Jack Ketchum es el tipo que da más miedo de América”; supongo que ahora, con Trump en el poder, King matizaría esa frase). Ketchum formaba parte de una generación de escritores poco conocidos, Brian Keene, Richard Laymon, Edward Lee, Poppy Z. Britte (quizás la que alcanzó más éxito de todo el pack)… que habían entregado su talento a explorar un género poco popular y a menudo incluso censurado por las propias editoriales y las cadenas importantes de librerías. Un género que dejaba el gore en mantillas y prefiguraba el torture-porn que se acabaría poniendo tan de moda gracias a películas como Hostel, Martyrs o A Serbian Film.

Ketchum me llamó la atención enseguida, por encima de los demás. En primer lugar porque, salvo excepciones, no trataba temas sobrenaturales (de memoria sólo me vienen a la cabeza She Wakes y, en menor medida, Ladies Night). El monstruo que a él le interesaba de verdad era el propio ser humano, en su peor versión. También me atrajo el hecho de que se tratase de un autor “maldito”, que al principio de su carrera apuntaba a ser “the next big thing” según bastantes críticos e incluso otros escritores (como su mentor Robert Bloch), pero cuyas aspiraciones de estrellato se vieron truncadas de manera casi definitiva cuando su propia editorial le presionó para mutilar y añadir un forzado final «feliz» a su novela de debut, Off Season, para acabar retirándola igualmente de las librerías ante el miedo de que su publicación les diera mala prensa. Así de cafre era Off Season, y así de poco se cortaba Jack Ketchum. El tipo siguió escribiendo toda su vida, logró hacerse un nombre, ganó el Bram Stoker Award cuatro veces (además de estar nominado otras tantas), y ha sido un autor de culto durante casi cuarenta años y una treintena de libros, entre novelas y antologías de ficción corta, algunos de los cuales han sido incluso adaptados al cine. Es decir, que acabó llegando igualmente a donde merecía. Pero leyéndole no puedes por menos menos que preguntarte qué hubiera ocurrido si Ballantine Books no le hubiera cortado las alas a Off Season. Quizás hubiéramos tenido a un autor al nivel de popularidad de Clive Barker, con una novela de éxito similar al de Tiburón o El exorcista y una versión cinematográfica (que nunca vio la luz) dirigida por, no sé… ¿Tobe Hooper?

Sea como sea, enséñame a un artista marginado e incomprendido y me caerá bien de manera instantánea. Me fui disparado para Amazon y encargué Off Season (que desde hace algunos años se vende por fin en una edición íntegra, incluído su desesperante final). Flipé. Me pareció exactamente el puñetazo en la tripa que yo buscaba, pero además me sorprendió la capacidad de Ketchum para hacer unas cuantas cosas que no me esperaba: la creación de un “setting” escalofriantemente vívido; la narrativa a base de frases cortas y directas «en tu puta cara», buscando aplicar a un texto escrito la inmediatez gráfica del cine; el pulso de tensión creciente que llegaba a ponerte histérico (me leí los últimos capítulos pensando “Tío, por favor, dame un respiro”); la astuta construcción, con cuatro pinceladas, de una galería de personajes con los que te identificas, para luego pasarlos por la trilladora ante tus ojos, con un lujo de detalles salvajes casi insufrible… Off Season ni siquiera tenía trama, en realidad, se limitaba a plantearte una situación horrorosa y llevarla tan lejos como fuera posible. Todo en el libro estaba supeditado a la idea central de hacerte pasar las de Caín. Ahí había un tío que trataba el terror no como un género, sino como un concepto. Me voló la cabeza.

En aquella época me leí también Survivor de J.F. González, Snuff de Erick Enck y Adam Huber, The Long Last Call de John Skipp y Spare Key de R. Frederick Hamilton, todas hiperbestias y divertidísimas, pero sólo correctamente escritas (salvo esa escena de Snuff en la que a un personaje le taladran la frente, le echan detergente por el agujero y el autor describe la agonía subsiguiente como un estallido de colores), y con un tono de tebeo implausible que acababa rebajando el suspense (en Survivor sale una abuela-asesina-ninja-psicópata a la que no me importaría homenajear en alguna aventura de Fanhunter). Concluí que a mí en realidad no me gustaba el splatterpunk, quien me gustaba era Jack Ketchum. Fue el único de todos esos autores al que volví varias veces: Offspring (secuela de Off Season, competente pero muy inferior al original), Old Flames, Right to Live, además por supuesto de las dos que se editaron en castellano, La chica de al lado y mi favorita Al otro lado del río (cojonuda mezcla de horror y western, a la que la película Bone Tomahawk le roba bastantes ideas). La propia Off Season también se acabó publicando por aquí, por cierto, bajo el título de Al acecho. Creo que aún se vende en digital. Como ya he dicho, lectura muy recomendable, si tu idea de pasarlo bien como lector es pasarlo mal.

En el año 2011 tuve la suerte de conocerle en persona. Vino como invitado al Festival de Sitges en calidad de guionista de la resultona The Woman, que servía como secuela directa de Offspring (siempre me ha parecido loquísimo que se hiciera peli de la segunda novela de la serie, pero no de la primera). Yo no soy nada mitómano, acercarme a los famosos me da una pereza tremenda y creo que ellos agradecen cada persona que opta por dejarles en paz, en lugar de pedirles una foto. Sin embargo, en este caso trinqué todos mis libros de Ketchum y le abordé en el bar del hotel Melià para preguntarle si, al acabar su rueda de prensa, le parecería ok firmármelos. Se mostró sorprendido y encantado. En realidad no lo hice por mí, lo hice porque creí que a él le haría gracia saber que en España había cuatro locos que le leíamos. Me firmó los libros y estuvimos hablando un ratito sobre el festival, sobre si algún día alguien tendría los redaños de llevar Off Season al cine como dios manda, y sobre lo chula que era la edición española de Al otro lado del río (fantástico trabajo de la editorial El Andén, ya desaparecida). Me pareció un tipo del que debía molar bastante ser amigo.

Se ha muerto Jack Ketchum y me da mucha pena, pero me consuela que su obra haya quedado, en cierto modo, completa. Hay treinta libros suyos que la mayoría de nosotros aún no nos hemos leído, y su legado ha acabado permeando a numerosos autores posteriores que, desde el género de terror, han intentado analizar las partes más jodidas de nuestro comportamiento. Dignificó la literatura de tapa blanda, con tamaño de bolsillo y en papel de pasta. Citando de nuevo a Stephen King “Ningún escritor de terror que haya leído a Ketchum puede evitar verse influenciado por él”.

The Girl Next Door empieza con la frase “¿Crees que sabes lo que es el dolor?” Desde luego, el muy cabrón de Ketchum sabía cómo mantenerte agarrado a un libro mientras te lo explicaba.

Thanks for all the shivers, Jack.

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THE HANDMAID’S TALE: LA MUJER DE ROJO

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Los ocho primeros episodios de The Handmaid’s Tale me han parecido fenomenales, sin duda las mejores 8 horas de televisión que he visto en lo que va de año. Aparte de la milimétrica puesta en escena, con esas composiciones de “simetría kubrickiana”, o de las sobresalientes interpretaciones (lo que hace Elizabeth Moss en el papel protagonista es increíble, pero es que incluso el a menudo insulso Joseph Fiennes me ha dejado atónito), aparte de todos los apartados artísticos y técnicos que pudiera enumerar, lo que más me ha cautivado de esos ocho episodios ha sido su narrativa sutil, apenas subrayada (en base a un uso tan inteligente como económico de los diálogos, los flashbacks y la voz en off), que logra comunicar al espectador la información justa y necesaria, tanto para poner la trama en contexto como para entender los estados de ánimo en que se mueven los personajes. Una puñetera maravilla. No obstante, hoy no vengo a escribir una reseña técnica sobre The Handmaid’s Tale sino a vomitar una serie de reflexiones que me ha dejado su visionado, recién acabado hará cosa de un par de horas. Por lo tanto, disculpad si este texto no tiene demasiada estructura ni dirección. Es casi un ejercicio de escritura automática; y sí, evidentemente contiene spoilers, así que si todavía no has visto la serie deja de leer ahorita mismo.

PRIMERA REFLEXIÓN: ¿A QUIEN LE IMPORTA EL REALISMO?
No acabo de estar de acuerdo en que The Handmaid’s Tale sea una ficción “escalofriantemente realista”, tal como he leído en diversas crónicas. Lo que nos cuenta resulta sólo un pelín más plausible que Los juegos del hambre o THX-1138: en un futuro cercanísimo, debido a una crisis de infertilidad generalizada en los seres humanos, Norteamérica se ha transformado en la “República de Gilead”, una dictadura heteropatriarcal en la que las mujeres han perdido casi todos sus derechos, han sido esclavizadas y sirven como vientres preñables para las clases acomodadas. La cosa ha ocurrido casi de la noche a la mañana, con los cabecillas del asunto logrando como por arte de magia no sólo derrocar al gobierno y controlar paramilitarmente todos los medios, sino ya de paso inculcar a las masas una teocracia loquísima, que mezcla el puritanismo del s. XVII con un catálogo de doctrinas que se dirían redactadas durante una noche de taja. Cuesta bastante tragarse que una sociedad avanzada en genética, fecundación in vitro y programas de adopción (en un planeta, además, superpoblado) pueda pasar de cero a cien ante un desafío similar en tan corto espacio de tiempo, del “Bah, no pasa nada” directamente al “¡Hostia-hostia-hay-que-montar-el-IV-Reich-rapidito-porque-VAMOS-A-MORIR-TODOS!”, sin pasos intermedios.

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Por fortuna, no parece que el “hiper-realismo” fuera una de las pretensiones de los creadores de la serie. Al igual que ocurre con la mayoría de distopías futuristas (desde Farenheit 451 hasta cualquier capítulo de Black Mirror), The Handmaid’s Tale es justo eso, un cuento, una hipérbole ideada para llevar las hipótesis que plantea hasta su punto de ruptura, y a partir de ahí analizar los rincones más inquietantes de la naturaleza humana. Lo cual no implica, claro está, que no hayan intentado narrar la fábula de la manera más verosímil posible. En este aspecto comparte espíritu, por ejemplo, con el remake de La guerra de los mundos dirigido por Steven Spielberg en 2005: en ambos casos el planteamiento es “Desde luego que no va a pasar, pero si lo hiciera, ¿cómo sería?”. Así que no, por mucho que a algunos les apetezca ver paralelismos directos, la serie no es un espejo de la América de Trump (aunque es una feliz coincidencia que se haya estrenado justo ahora, su gestación y rodaje tuvo lugar en plena campaña presidencial, cuando todo el mundo daba por hecha la victoria de Hillary Clinton), del mismo modo que la novela original en que se basa, escrita por Margareth Atwood en 1986, no era un espejo de la América de Reagan. Sus miras son, por suerte, más amplias, y por eso se ha mantenido como una historia relevante y “actual” durante más de tres décadas, con reediciones constantes y adaptaciones al cine (Volker Schlondörff la dirigió en 1990, con Natasha Richardson de protagonista), a radionovela e incluso a ópera de cámara.

SEGUNDA REFLEXIÓN: ¿A QUIEN LE IMPORTA EL FEMINISMO?
Del mismo modo, pongo en duda que The Handmaid’s Tale sea un manifiesto abierta y declaradamente feminista; y aquí coincido tanto con la actriz protagonista Elisabeth Moss como con la autora del libro Margareth Atwood, cuando apuntan a que la cosa va mucho más por el flanco de la metáfora sobre los totalitarismos como modelo, sobre los mecanismos que utilizan para moldear a la peña a la que oprimen, y sobre cómo los oprimidos aprenden a vivir con ello, a asumir que lo aberrante se ha convertido en su nueva cotidianeidad. Mientras me zampaba un episodio tras otro en modo atracón descontrolado (me acabé la temporada entera en tres sesiones), los referentes que me venían a la cabeza eran cosas como Raíces, 1984 o incluso Maus. El sujeto dramático central de The Handmaid’s Tale son las mujeres, cierto, pero podría ser cualquier otro grupo social y, con los cambios pertinentes, la historia funcionaría igual de bien. Por ejemplo, en un tono menos dramático los esclavizados podrían ser los pelirrojos, como en aquel videoclip de M.I.A. para su canción Born Free.

Eso no significa que la serie no aproveche para tocar de lleno temas vinculados al feminismo tan actuales como el derecho a disponer del propio cuerpo, la maternidad subrogada o los roles tradicionales en los que el hombre ha intentado siempre mantener encasillada a la mujer (en la República de Gilead sólo hay madres, criadas, esposas, carceleras y putas). Sin embargo, el discurso que deja ir no resulta complaciente ni unívoco hacia el feminismo, sino más bien al contrario: reparte sartenazos indiscriminados contra mujeres, hombres y viceversa, poniendo al descubierto varias de las contradicciones y puntos débiles presentes en cualquier movimiento ideológico, por muy cargado que esté de buenas intenciones. Algunas de las normas bajo las que funciona la República de Gilead son caricaturas deformadas del ideario feminista más radical, como la demonización del culto a los cánones de belleza física o el modo ejemplarizante en que se ajusticia a los violadores.

A pesar de su visión con tintes críticos del “feminismo de manual”, o quizás precisamente por atreverse a hablar de estas cuestiones sin esconder nada bajo la alfombra ni devenir en panfleto, preveo que The Handmaid’s Tale puede ser una obra importante a la hora de poner sobre la mesa algunos que otros debates de género. Si atendemos al volumen y profundidad de análisis que está generando en internet, parece claro que ha logrado un mayor nivel de impacto social que por ejemplo Girls u Orange is the New Black, por el simple hecho de que, debido a su factura lujosa, su naturaleza de evento televisivo y también por estar encuadrada en el género de ciencia-ficción, es un producto con capacidad para llegar a un público que no acostumbra a consumir este tipo de historias (me da la sensación de que tanto Girls como Orange is the New Black hablan casi de manera exclusiva a una audiencia ya conversa de antemano).

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TERCERA REFLEXIÓN: ¿A QUIÉN LE IMPORTA EL MUNDO REAL?
Para mí, la mayor bofetada de alerta que propina The Handmaid’s Tale no es contra el patriarcado, ni contra el fascismo, ni contra las contradicciones feministas, sino contra la clase media occidental. Cada vez que leo/oigo/veo a alguien referirse a la serie con cualquier variante de la frase “No estamos tan lejos de que ocurran cosas así”, me doy cuenta de hasta qué punto pone el dedo en la llaga. Porque no, no es que estemos lejos o cerca de que ocurran cosas así. Es que ESTÁN OCURRIENDO. Aunque ya he comentado antes que el planteamiento distópico de la serie me parecía un tanto inverosímil, los maltratos, abusos y violaciones que ilustra son tristemente extrapolables a nuestro mundo, sin demasiado esfuerzo. Están ocurriendo en Afganistán. En Irak. En Nepal. En Mali. En Pakistán. En Arabia Saudí. Están ocurriendo… pero en lugares que no nos interesan. Si The Handmaid’s Tale estuviera ambientada en la actual Arabia Saudí en lugar de en una Norteamérica futura, ¿quien cojones la vería? Casi nadie. Porque lo de Arabia Saudí son, al fin y al cabo, problemas de otras culturas y otros colores de piel.

Si lo que narra la serie nos afecta es porque su protagonista es una chica occidental en la que nos reconocemos. Así de crudo. La siniestra pero impepinable conclusión, pues, es que empatizamos más con una puñetera obra de ficción llena de actores y emitida por una multinacional (Metro Goldwyn Mayer en este caso), que con mujeres esclavizadas y torturadas, en tiempo real y a diario, a tres horas de avión de donde vivimos. La mayor bofetada de alerta que propina The Handmaid’s Tale es certificar algo que ya sabíamos, pero que conviene que nos repitan de cuando en cuando para que no se nos olvide: somos basura.

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CUARTA REFLEXIÓN: ¿A QUIÉN LE IMPORTAN LOS FINALES REDONDOS?
La única pega que puedo ponerle a The Handmaid’s Tale es su desenlace. Al empezar este escrito he dicho que los ocho primeros episodios me parecían fenomenales. Eso es porque los dos últimos no me lo han parecido tanto, ni de lejos. De repente, tras haberlo hecho casi todo a la perfección, en los dos capítulos de cierre la serie se pega un tiro en el pie detrás de otro, cayendo en todos los tópicos de guión y dirección (esa cámara lenta con la protagonista caminando por la calle convertida en una especie de Caperucita badass…), en todos los efectismos inverosímiles, en todos los giros de thriller y en todos los «feel-good moments» que había logrado evitar hasta entonces. Leo en otro artículo que su última escena es calcada a la de la novela y a eso respondo que, aunque así sea, el final de una historia no se construye sólo en base a su última escena, sino también en base a cómo has llegado hasta ella. La serie concentra en sus tres primeras horas gran parte de las tramas principales del libro y a partir de ahí amplía personajes, trasfondo, diálogos, situaciones y quiebros argumentales, modificando la historia original y, por lo tanto, modificando también las connotaciones de su desenlace (queriendo o sin querer). Sencillamente, llegados a esa última escena tenemos ya demasiada información sobre demasiadas cosas como para meternos en la furgoneta negra junto a la protagonista y darnos por satisfechos.

Así pues, The Handmaid’s Tale me ha dejado cierta sensación de estupefacción. Ocho episodios que he disfrutado como una bestia, y otros dos en los que he arrugado la nariz unas cuantas veces. Me han quedado en la memoria los suficientes buenos momentos como para seguir considerándome fan, como para seguir pensando que es la mejor serie del 2017 (al menos hasta que vea la conclusión de The Leftovers) y como para estar deseando que estrenen cuanto antes la ya anunciada segunda temporada. Pero no puedo dejar de sentir, hasta cierto punto, la misma sensación que cuando tu equipo va ganando un partido de fútbol por 3-0 y en los minutos de descuento el contrario te marca dos goles… y no te empata de milagro.

Si el final de The Handmaid’s Tale me ha tocado las narices de este modo es porque, por supuesto y pese a todo, me parece una pieza de ficción de consumo imprescindible. Sólo las cosas que te llegan de verdad al tuétano tienen capacidad para hacerte enfadar cuando no cumplen por completo tus expectativas.

Ah, y también creo que me va a gustar todavía más el libro…

Divertirse con las desgracias ajenas

En la página 3 de Will to Power, el suplemento sobre parahumanos nazis del juego de rol Godlike, figura uno de los “disclaimers” más chorras que yo haya visto jamás en una publicación lúdica. Hay que decir que, por lo demás, Godlike es un excelente producto que mezcla superhéroes y Segunda Guerra Mundial con una arrebatadora sensación de realismo sucio (y un sistema de reglas muy divertido). Pero, en esa página 3, a los autores Dennis Detwiller y Greg Stolze se les fue un poco la castaña. Presas de un arranque de tontería paternalista, decidieron incluir una caja de texto en la que, con muy malas maneras, desaconsejaban a los jugadores hacerse superhéroes nazis. De hecho empezaban llamando directamente “idiotas” a quienes demostrasen tal interés, y luego desarrollaban más el concepto hasta acabar sugiriéndoles que buscasen ayuda psiquiátrica. Supongo que a Detwiller y Stolze les ponía nerviosos que alguien les acusara de banalizar un tema tan siniestro o de hacer apología del nazismo, y decidieron curarse en salud marcando territorio justificativo.

Mi recomendación es que no les hagais ni puñetero caso. Godlike es un juego dirigido a un público adulto al que se le suponen dos dedos de frente. Afirmar que resulta inadecuado llevar nazis en él equivale a decir que resulta inadecuado llevar imperiales en Star Wars, sectarios de Yog Sothoth en Cultos Innombrables, mafiosos en Omertà o centuriones en Cthulhu Invictus (el Imperio Romano y el Tercer Reich, por cierto: dos regímenes totalitarios y belicistas, cuya economía subsistía gracias a la mano de obra esclava y que perseguían a la gente por motivos étnico-religiosos…). Montar una partida de Godlike llevando superhéroes nazis no va a convertir a tus jugadores en simpatizantes arios, a menos que ya lo fuesen antes de sentarse a la mesa (en cuyo caso, igual el lugar en el que estás arbitrando tus partidas no es un club de rol tal como pensabas; mira a tu alrededor… ¿van todos rapados y con chaquetas bomber?). Bruno Ganz tampoco se volvió nazi por interpretar a Hitler en El Hundimiento (un papel que, asumo, le resultó algo más intensito que jugar una puñetera partida). No, lo único que debería preocuparte si te decides a ello es que la aventura que arbitres merezca la pena. La cruz de hierro o El puente, por ejemplo, son dos excelentes películas bélicas que, con los cambios necesarios, dan para tramas de Godlike bastante chulas.

Hay temáticas que la industria de los juegos de mesa aún no ha sido capaz de digerir. El nazismo es una de ellas, pero aquí cabrían también la esclavitud, el asesinato y muchas otras de las lindezas que los seres humanos nos hacemos mutuamente. ¿Por qué alguien querría jugar a un juego que plantease dichas temáticas? Bueno, con las mismas yo podría contestar repreguntando por qué alguien querría ver La lista de Schindler o leer American Psycho. O, ya que estamos, por qué alguien querría jugar a un juego sobre la Guerra Civil Española y su cuarto de millón de muertos (según los recuentos más benignos). Ah no, calla, es verdad: que te interese lo bélico está bien visto, con independencia de la destrucción humana y material generada. En cambio, que te interesen La matanza de Texas o Maniac te convierte en poco menos que un psicópata no diagnosticado.

El presente videotocho es la sublimación de otra idea que acabé descartando: hablar sobre juegos controvertidos en general. Finalmente preferí centrar un poco más el asunto en los nazis, entre otras cosas porque la inmensa mayoría de juegos de “temática extrema” que encontraba eran en realidad lo de siempre: los jugadores llevando a los buenos en una situación peliaguda. Así es por ejemplo Freedom: The Underground Railroad, uno de los títulos que iba a videotochar originalmente (y que acabaré reseñando de todos modos, en otro contexto, porque creo que lo merece). Al final, cosas como Dead of Winter acaban aportando una experiencia de juego más atrevida y oscura que la de la mayoría de títulos basados en hechos históricos; pero claro, Dead of Winter no suele ser percibido como un juego de temática polémica porque incluye zombies, que rebajan el tono y lo sitúan en el género fantástico (donde cabe de todo y nadie se queja nunca). Ahora bien, imaginemos un Dead of Winter sin muertos vivientes y ambientado en el ghetto de Varsovia en 1943. El mismo juego exacto, con las mismas mecánicas, pero anda que no cambiaría la cosa. Tranquilos, no veremos publicado algo así, al menos a corto plazo. A falta de que nos llegue la versión en tablero de This War of Mine a cambiar un poco el panorama, puede decirse que de momento los juegos de tablero siguen sin atreverse a explorar los rincones más sórdidos del alma humana.

Ya que cito los videojuegos, hay que reconocer que en esa industria se andan con muchas menos puñetas morales. Soy bastante analfabeto al respecto (ni me entero de lo que se publica, ni me interesa demasiado; empiezo a aburrirme a los 5 minutos de que me pongan un joystick en la mano), pero basta con rascar un poco en Google para darse cuenta de que la revolución temática del entretenimiento está viniendo más por ese flanco que por el de los juegos de mesa, que siguen siendo infinitamente más conservadores. ¿Nos imaginamos algo parecido a Grand Theft Auto o a Papers, Please en torno a un tablerito de cartón y unas cuantas barajas de cartas? Complicado, ¿verdad?

Quizás la simulación sensorial directa que proponen los videojuegos nos resulta menos ofensiva porque “se limita” a ilustrarnos un mundo tal como es, nos sumerge en él de manera virtual sin que necesitemos imaginarnos nada: le damos al botón y, voilà, estamos dentro. En cambio, los juegos de tablero utilizan abstracciones en forma de reglas y componentes físicos un tanto arcaicos (fichas, cartas, dados, miniaturas), que generan cierto distanciamiento y te obligan a hacer un esfuerzo inmersivo consciente (“Ok, así que estos cubitos de madera representan esclavos”), algo que puede resultar incómodo y que tiende a trivializar la temática tocada, sea cual sea. Porque al final, incluso en un juego de tono tan grave como Labyrinth, que trata la guerra contra el terrorismo yihadista, lo que estás haciendo es jugar cartas molonas; y seguro que durante la partida se te escapa algún chistecito sobre Bin Laden y los atentados suicidas. O sea, te estás divirtiendo con cosas que teóricamente no deberían parecerte divertidas.

De hecho, la mayoría de juegos de tablero que siquiera rozan temas truculentos optan por ignorarlos o blanquearlos. Dejemos de lado la cuestión de la esclavitud como motor económico común a muchos eurogames (algo de lo que ya hablo en el videotocho), y tomemos como ejemplo en cambio a Pandemic, uno de los títulos mejor valorados a día de hoy por la comunidad jugona. Pandemic va sobre el estallido de un virus con potencial para exterminar a toda la humanidad, y sin embargo las palabras “enfermo”, “víctima” o “muerto” ni siquiera se pronuncian en su reglamento (vamos, igual sí que aparecen en algún párrafo perdido, pero yo no lo recuerdo). Ni en su caja. Ni en ninguna de sus cartas. Por supuesto, el juego tampoco contiene una sola ilustración en la que se vea aunque sea una cama de hospital, y su portada está ocupada por diversos médicos y operarios en actitud heroica (la portada de Pandemic Iberia, variante del original ambientada en España a mediados del s. XIX, tiene aún más guasa: en ella aparecen una enfermera sonriente y un científico mirando por un microscopio; parece el póster de una telenovela de época). El tema chungo se convierte así en familiar a base de barrer lo sórdido bajo la alfombra. Que, ojo, no lo critico de por sí. Pero me gustaría que también existieran juegos que cubriesen la otra posibilidad: la de tratar una pandemia mortal como lo que es, sin paños calientes y con mecánicas que obligasen a los jugadores a tomar decisiones éticas difíciles.

Hace tiempo, investigando en BoardGameGeek para ilustrar este videotocho, localicé un juego que me llamó la atención (y que al final se me pasó mencionar). Se llama Train, lo diseñó Brenda Brathwaite en 2009 y es casi inencontrable. De hecho, nunca se ha llegado a producir más allá de algún prototipo y no creo que su autora tuviera intención de venderlo, sino que más bien se lo planteó como una especie de instalación artística. En Train los jugadores deben llenar sus trenes de pasajeros de la manera más eficiente posible, y luego llevarlos hasta su destino, que es desconocido. Por el camino se van jugando cartas para entorpecer/favorecer el movimiento de los demás jugadores. Una vez que uno de los trenes alcanza el final de la línea, se da la vuelta a otra carta y se descubre que la estación de destino es Auschwitz, momento en el cual los jugadores deben decidir si dan la partida por terminada o si siguen jugando. Hasta donde sé, el juego ni siquiera explica cuáles son las condiciones de victoria. Train resulta interesante como idea, pero al carecer de los mecanismos de un juego completamente acabado creo que su planteamiento se queda a medio camino. Funciona más por el “shock value” de dar la vuelta a la carta de Auschwitz que otra cosa. Genera empatía, pero no genera debate.

A mí me interesan mis zonas oscuras, y creo que los juegos de mesa podrían ser un vehículo excelente para pasearme por ellas. Quiero juegos que no escurran el bulto, que me planteen dilemas morales, que me obliguen a reflexionar hasta el punto de modificar mi manera de jugar para hacer lo “correcto” antes que lo “práctico”. O, por qué no, que me lleven a la esquina contraria, a ese lugar realmente jodido en el que habitan personajes como el Harry Lime de El tercer hombre. Recordemos la escena de la noria, cuando Lime está en las alturas junto a su ex-amigo Holly Martins y de pronto se pone a señalar a la gente que camina por el parque bajo ellos y le dice aquello de “Mira ahí abajo… ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? ¿Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara, me dirías que me guardase mi dinero… o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? Y libre de impuestos amigo, libre de impuestos.”

Pues sí, a mí me interesaría jugar alguna tarde a ser Harry Lime.

El que susurra desde detrás de las pantallas

Hubo un tiempo en el que yo odiaba con toda mi alma La llamada de Cthulhu, el que hoy en día es sin ninguna duda mi juego de rol favorito. En cierto modo he estado siempre peleado con su reglamento, ese sistema de porcentajes plano, árido y caprichoso (¿Qué otro juego tiene “Tamaño” como característica?). Por eso pocas veces lo he utilizado, prefiriendo en su lugar otros más coloristas y peliculeros como Nemesis, Mundo de Tinieblas o Realms of Cthulhu (que corre sobre el chasis de mi adorado Savage Worlds). En aquellos tiempos, no obstante, si odiaba La llamada de Cthulhu era simplemente por lo que significaba. Lo detestaba con la irracionalidad adolescente de alguien que se había formado como rolero a base de Dungeons & Dragons, Traveller y Paranoia. En mi cabeza, esos tres juegos eran punk, mientras que La llamada de Cthulhu era música de ascensor. En las jornadas Día de Joc, y demás citas roleras de mediados de los 80, los jugadores de Cthulhu solían mirar a los dungeoneros con cierta condescendencia, como si nosotros fuéramos trasgos y ellos una especie de super-humanos, más inteligentes y poseedores de un saber oculto y ancestral que no podían compartir.

Los jugadores de Cthulhu se pasaban el día resolviendo sofisticados enigmas investigativos a base de recorrer caserones abandonados con ayuda de una linterna, visitar bibliotecas y consultar tomos arcanos. O sea, se pasaban el día “molando”. Los dungeoneros, por contra, éramos unos cafres descerebrados que sólo saqueábamos mazmorras, matando en el proceso a todo bicho viviente (o no muerto) que nos salía al paso. Ocupábamos el escalafón menos evolucionado de la pirámide rolera; y espérate, que con la llegada de Vampiro el asunto aún se puso más elitista: hubo a quien hasta le dio por decir que D&D no era rol…

Así las cosas, menospreciar La llamada de Cthulhu era para mí casi una cuestión de principios. Incluso cuando dirigía partidas de terror, evitaba todo lo lovecraftiano en la medida de lo posible para decantarme por el más clásico Chill, que tiraba de vampiros, fantasmas, momias, zombis, licántropos y demás antagonistas estilo peli de la Hammer. Sin embargo, Chill rara vez lograba el efecto que yo buscaba: toda su galería de monstruos estaba tan trillada que costaba un mundo sorprender y asustar a los jugadores. Faltaba algo consustancial al género de terror: el miedo a lo desconocido. Tras un par de partidas, de hecho, llegué a la conclusión de que el terror estaba muy bien para el cine y la literatura, pero que en cambio no era la ambientación más adecuada para jugar a rol. Me volví a la zona de confort de mis dragones y mis naves espaciales.

Por suerte, a principios de los 90 un par de amigos, Salva G. Toll y Miguel Antón, se dieron cuenta de que yo era un alma descarriada necesitada de terapia de choque (no podía ser que alguien cuyo género favorito era el terror le tuviese una tirria tan cargada de prejuicios a La llamada de Cthulhu), y no pararon hasta poner en mis manos un ejemplar de The Unspeakable Oath, un pequeño fanzine escrito por una peña de chiflados cthulhianos de Columbia, Missouri. Contra pronóstico, como si fuera un hechizo, The Unspeakable Oath me hipnotizó hasta el punto de hacer dar un giro de 180 grados a mi opinión respecto a La llamada de Cthulhu. John Tynes, Dennis Detwiller, John Crowe, Blair Reynolds, Mark Morrison, Scott Aniolowski y las demás firmas que sacaban adelante cada número de TUO (con una periodicidad aún más errática que la mía haciendo Videotochos) demostraban una pasión absolutamente contagiosa por el universo de Lovecraft, aparte de un talento descomunal para escribir reseñas, minuciosos artículos de reglas y, sobre todo, aventuras memorables.

Aquellos textos me hicieron, por fin, comprender y aceptar todos los motivos por los que el trasfondo de los mitos de Cthulhu le daba sopas con honda al de cualquier otro universo de terror (cósmico o no) convertido en juego de rol. Tras muchos años de evitar toda exposición a La llamada de Cthulhu, fallé con estrépito mi tirada de cordura y me tuve que rendir a la evidencia. Antes incluso de terminar de leer el primer número (que luego he releído muchas, muchas veces), ya estaba enganchado sin remedio. En realidad, a mí me seguía pareciendo que el juego de Chaosium tenía poco que ver con H. P. Lovecraft (un escritor que siempre me había gustado, por otra parte). O, al menos, que ambas fuentes mantenían el mismo tipo de relación epidérmica que D&D mantenía respecto a Tolkien. Los relatos de Lovecraft son desesperanzados, completamente antiheróicos y desprovistos del más mínimo fetichismo por lo sobrenatural. En La llamada de Cthulhu, en cambio, los personajes tienden a acumular cualquier objeto mágico o grimorio prohibido que se encuentran, y consideran la dinamita como el mejor método para resolver cualquier conflicto en el que haya sectarios implicados. O sea, que podemos decir que La llamada de Cthulhu inventó un subgénero nuevo, fusión de Lovecraft y de peripecias semi-pulp estilo Indiana Jones. El asunto estaba en que, ahora, había caído en la cuenta de que esa pirotécnica mezcla era la hostia de divertida (aunque tengo bastante claro que horrorizaría al escritor de Providence).

Como suele decirse “no hay nada más radical que un converso” así que, en cuestión de semanas, La llamada de Cthulhu pasó de ser un juego que yo ignoraba a convertirse en una obsesión. Empecé a comprarme y devorar todos los manuales a los que podía echar el guante. Por aquellas mismas fechas, el equipo creativo detrás de The Unspeakable Oath decidió lanzarse a por proyectos más ambiciosos, y a través de Pagan Publishing, su propia editorial, se puso a publicar suplementos y aventuras no oficiales. Fue como la tormenta perfecta para mí porque, como no podía ser de otro modo, todo lo que sacaban al mercado era oro puro: desde módulos cortos como Grace Under Pressure o Devil’s Children hasta campañas largas como Walker in the Wastes o Coming Full Circle, pasando por libros de trasfondo como Delta Green o The Golden Dawn. Material adulto, excelentemente escrito y documentado, y siempre mucho más pendiente de la parte narrativa y dramática de una partida de rol que de las mecánicas. Podríamos decir que Pagan Publishing se adelantó veinte años a lo que acabarían haciendo Kenneth Hite y Pelgrane Press con El rastro de Cthulhu.

De todos los libros editados en aquella época por la gente de Pagan, guardo un especial cariño por Walker in the Wastes, campañote-mamotreto de más de doscientas páginas, en cuerpo de letra 8 y con unos textos que alimentaban como un chuletón de dos kilos (contenía ideas para desarrollar aventuras secundarias en casi cada párrafo). Walker in the Wastes había sido diseñada teniendo en mente a los Guardianes de los Arcanos más veteranos, pese a lo cual fue la primera campaña de Cthulhu que arbitré, como el inconsciente que era. Qué queréis que os diga, yo tenía 26 años y todo me parecía fácil.

Pero eso no fue todo, ni de lejos. Como seguía sin gustarme el sistema Chaosium, me lié la manta a la cabeza y decidí utilizar el reglamento de Vampire: The Masquerade, rediseñándolo de arriba a abajo para cubrir mis necesidades. Aún hoy conservo dos cajas llenas hasta los topes de carpetas con todas las reglas caseras que fui inventando antes y durante la campaña (reglas de drogadicción, de artes marciales, de hipotermia, de dogfights aéreos, tablas para simular los efectos del crack bursátil del 29 en los PJs, una adaptación a wargame hexagonado para simular el asalto con efectivos del FBI a una base de cultistas en Alaska…); y a eso hay que sumarle la ingente cantidad de material de documentación histórica que llegué a reunir sobre los diversos temas, lugares y sucesos que cubre la campaña (y que no venían explicados en el propio módulo, claro). Porque en 1994, cuando querías saber cómo era un barco de exploración ártica del siglo XIX, no podías «googlearlo», sino que te tenías que ir a la biblioteca y pasarte la tarde leyendo y fotocopiando páginas de enciclopedias. De alguna manera, preparar una campaña cthulhiana en los años 90 era parecido al tipo de investigación que llevan a cabo los personajes de una partida de La llamada de Cthulhu: vas a la biblioteca y haces una tirada de Library Use.

Walker in the Wastes nos duró cuatro años de juego ininterrumpido, a un ritmo de entre una y tres sesiones semanales, con ese nivel de entrega y disciplina por parte de todos los jugadores que sólo se contempla cuando estás en plena veintena (a medida que vas ganando canas, cuesta más sacar tiempo para este tipo de proyectos roleros locos). Tuvo sus altibajos, en parte fruto de mi inexperiencia como Guardián de los Arcanos. Sin duda fue demasiado larga y ambiciosa (me saqué de la manga una subtrama en Viena, que la acabó estirando de manera algo innecesaria seis meses más), y es bastante probable que mis variantes al sistema de juego estuviesen descompensadísimas; pero, del mismo modo, me apuesto mi colección de dados poliédricos a que los seis jugadores principales que tomaron parte en ella (Pere, Miguel, Marta, Dicky, Xavi y Ramón), la recuerdan como una de sus experiencias lúdicas definitivas. Para mí desde luego lo fue.

Veinte años después de aquello, y pese a haber jugado otras doscientas partidas de rol desde entonces, seguimos recordando “El Walker” por encima de todas las demás: las sesiones hasta horas intempestivas de la madrugada en día laboral, las frases míticas de los PJs (tengo libretas y libretas llenas de ellas; las apuntábamos TODAS) y las docenas de escenas cumbre: el prólogo estilo La cosa con el ataque del Yigue en la península de Adelaida, la infiltración en la base de las islas Kuriles, la trágica muerte de Molly Mulligan por empeñarse en seguir una pista falsa absurda, la persecución en el desierto de Irak disparando una ametralladora Vickers desde la trasera de un camión, el puto pavor que daba el villano Reinhold Blair en cada una de sus apariciones, la pifia al traducir del chino el conjuro de Resurrección (que, en lugar de devolver la vida a uno de los PJs, lo convirtió en vampiro), la entrada de Calloway en el sanpan de los sectarios en Shanghai disparando una lluvia de plomo con sus dos pistolas Colt 1911, los fantasmagóricos restos del barco Erebus varado en medio de los hielos del ártico… momentazos que, cada vez que los recuerdo, vuelven a ponerme los pelos de punta. Aún hoy, Walker in the Wastes es el estándar contra el que comparamos cualquier otra partida de rol. Todo lo juzgamos en base a si nos ha parecido “mejor o peor que el Walker”. Tal fue el impacto que nos dejó.

Así que Pagan Publishing me abrió los ojos, haciéndome ver que La llamada de Cthulhu era el mejor juego de rol de terror jamás habido. No lo es por su sistema de porcentajes, ni por su exótica ambientación en los años 20 y 30, ni siquiera por el excelente catálogo de aventuras del que dispone. Es el mejor porque es el único que, tiroteos con Tommy Guns aparte… cuando tiene que dar miedo, da verdadero miedo. El suyo es un universo poblado por criaturas imposibles no ya de derrotar, sino en muchas ocasiones incluso de describir o comprender, y por investigadores que, en comparación, son falibles e insignificantes (por mucha dinamita que acumulen). Esa es una base excelente sobre la que trabajar, porque trata el miedo como una sensación visceral más allá del ámbito de la razón, y no como un ejercicio de estilo autoconsciente (que es en lo que caen casi siempre Kult, Ravenloft o Mundo de tinieblas, por poner tres ejemplos de ambientaciones que son “terroríficas” más por la forma que por el fondo). En mi partida más reciente de Cthulhu Invictus, sin ir más lejos, uno de los jugadores llegó a sentir tal nivel de mal rollo (no hablo de llevarse un sustazo puntual, sino de tener una sensación de escalofrío constante), que acabó cambiando su silla de sitio a media sesión, para no seguir dándole la espalda al pasillo a oscuras.

Eso es lo que tiene La llamada de Cthulhu, eso es lo que sigue teniendo tras cuatro décadas de historia sin haber pasado de moda. Por lo tanto, eso es lo que justifica el siguiente Videotocho reseñando la 7ª edición.

Pamundi Music Awards 2016 / Las 70 Tonadas

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Y como colofón de los Pamundi Music Awards 2016, la lista de las 70 Tonadas, que acostumbra a ser lo que más gracia le hace a todo el mundo (por aquello de la playlist de Spotify y tal). Cinco horas y pico de música a cargo de setenta artistas diferentes, con un poquito de todo. El orden de escucha va del 70 al 1, como de costumbre, y a quien le sorprenda el tema que he elegido como ganador, le diré que me sorprendió incluso a mí (voy ordenando las setenta canciones finalistas en una escucha definitiva de corrido, de modo que hasta el final del proceso no tengo claro cuál va a quedar primera ni última). Sin embargo, no hay otra que rendirse ante la cantidad de cosas que hace bien Angel Olsen a nivel vocal en Shut Up Kiss Me: le imprime personalidad, intensidad dramática y sobre todo veracidad (no intenta lucirse a base de gorgoritos impostados), para colofonear con un estribillazo a pleno pulmón (“Shut Up Kiss Me Hold Me Tight… oh-oh-oh-oooooh!”) que es sin duda ninguna la declaración de amor fou más arrebatada que he escuchado en todo el año.

Sobre el resto de la lista, una aclaración final: si no figura en ella ninguna canción de Beyoncé es sencillamente porque sus discos no están en Spotify, y se me han hinchado las narices de que cada año pase lo mismo, y la playlist me quede coja porque faltan cinco o seis artistas. Por tanto, esta vez he elegido directamente las 70 Tonadas sólo entre álbumes que estuviesen en Spotify. Una pena, porque Hold Up o Formation hubieran entrado de cabeza en el Top Ten. Pero oye, Beyoncé se lo pierde… 😀

Aquí abajo tenéis la lista completa de Las 70 Tonadas y la playlist de Spotify. En este otro enlace tenéis la lista de Los 20 Discazos, aquí tenéis El artículo resumen del año… y diría que eso es todo. Gracias a Ruben Hurtado por cascarse contra reloj el fantástico diseño de los cartelillos que han ilustrado esta edición de los Pamundi Music Awards, y a Keka Puchades por TODO, desde escucharse en primicia las listas y darme sus opiniones hasta ayudarme a maquetar todo esto, buscar las portadas de los discos, corregir los artículos las veces que haga falta y, en fin, lo que le pidas.

¡Nos vemos en los Pamundi Music Awards 2017!

70.  Cliff Martinez – Are We Having a Party
69.  Descendents – Limiter
68.  El último vecino – La entera mitad
67.  Pet Shop Boys – Pazzo!
66.  Band of Horses – Solemn Oath
65.  Los ganglios – Los arquitectos
64.  Drive-By Truckers – Ramon Casiano
63.  Sia – Waving Goodbye
62.  Beach Slang – Spin the Dial
61.  The Goon Sax – Telephone
60.  Suuns – UN-NO
59.  The xx On Hold
58.  St. Lenox – Fuel America
57.  Las bistecs – HDA (Historia del arte)
56.  Mitski – I Bet on Losing Dogs
55.  Ryley Walker – The Roundabout
54.  Parquet Courts – Dust
53.  Kevin Morby – I Have Been to the Mountain
52.  Manel – Sabotatge
51.  Schoolboy Q – Groovy Tony
50.  Pantha Du Prince – You what? Euphoria!
49.  El Palacio de Linares – Ataque de amor (Flipante)
48.  Cymbals Eat Guitars – Finally
47.  The Divine Comedy – How Can You Leave Me On My Own
46.  Norwell – Enter the Light
45.  D.D Dumbo – Walrus
44.  Alice Bag – Inesperado adios
43.  Japandroids – Near To The Wild Heart Of Life
42.  King Gizzard & The Lizard Wizard  – Gamma Knife
41.  Andy Shauf – The Magician
40.  Triángulo de amor bizarro – Nuestro siglo Fnord
39.  Ngaiire – House on a Rock
38.  Field Music – Disappointed
37.  Ital Tek – Murmur
36.  Rihanna, SZA – Consideration
35.  Lost Under Heaven – Lost Under Heaven
34.  The Avalanches – Because I’m Me
33.  Car Seat Headrest – Fill in the Blank
32.  Black Mountain – Florian Saucer Attack
31.  Whitney – Golden Days
30.  Death Grips – Giving Bad People Good Ideas
29.  Minor Victories – Scattered Ashes (Song For Richard)
28.  The Julie Ruin – I Decide
27.  Roly Porter – 4101
26.  Kate Tempest – Tunnel Vision
25.  Jenny Hval – Conceptual Romance
24.  Pinegrove – Size of the Moon
23.  Kendrick Lamar – untitled 03 05.28.2013
22.  Mogwai – Pripyat
21.  PJ Harvey – The Wheel
20.  Eluvium – Strangeworks
19.  Radiohead – Burn the Witch
18.  Anderson .Paak – Come Down
17.  Preoccupations – Preoccupations
16.  Shura – Nothing’s Real
15.  Danny Brown, Kendrick Lamar – Really Doe
14.  KAYTRANADA, Aluna George – TOGETHER
13.  The Radio Dept. – Committed To The Cause
12.  Run The Jewels – Legend Has It
11.  Swans – Frankie M
10.  Underworld – If Rah
9.    Jeff RosenstockStaring Out the Window at Your Old Apartment
8.    Hamilton Leithauser + Rostam – A 1000 Times
7.    clipping. – A Better Place
6.    The 1975 – The Sound
5.    David Bowie – Blackstar
4.    Kanye West – Famous
3.    A TriBe Called Quest – We The People…
2.    ANOHNI – Drone Bomb Me
1.    Angel Olsen – Shut Up Kiss Me

Pamundi Music Awards 2016 / Los 20 Discazos

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Pues venga, vamos con el solomillo de los Pamundi Music Awards. Tal como explicaba en la intro de mi artículo resumen del año, los siguientes 20 álbumes pintan un fresco mucho más benévolo y agradable de lo que ha sido en realidad el 2016. Parece difícil de creer que totems como P.J. Harvey (The Hope Six Demolition Project), Radiohead (A Moon Shaped Pool), M83 (Junk) o MIA (AIM) hayan editado trabajos nuevos y ninguno de ellos haya logrado colarse en la lista. Kendrick Lamar tampoco, cierto, pero en su descargo hay que decir que Untitled Unmastered no pretendía competir con nadie: es un simple recopilatorio de demos y descartes, y resulta normal que suene un tanto deslavazado y sin pulir (pese a lo cual sigue, siendo mejor que todos los anteriores que he citado juntos; de hecho, éste sí que llegó hasta la fase final para entrar en el Top 20).

Por segundo año consecutivo, un único representante español en la lista: Triángulo de amor bizarro (el curso pasado fueron Hazte lapón). La música de aquí, salvo excepciones, sigue dándome las alegrías justas. ¿Discos que «no están mal»? Muchos: los de Manel, Juventud Juché, El último vecino, Los ganglios, Las bistecs, El Palacio de Linares… ¿Discos que me hagan saltar los plomos? Pues eso… Triángulo de amor bizarro y para de contar. A ver si la cosecha del 2017 es más propicia. Vuelven Los Punsetes, y eso suele ser un buen síntoma.

TOTAL, que aquí abajo tenéis la lista de los 20 Discazos, y en este enlace la de Las 70 Tonadas.

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20

The 1975

I Like It When You Sleep, for You Are So Beautiful Yet So Unaware of It

 

 

 

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19

Ngaiire

Blastoma

 

 

 

 

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18

Anohni

Hopelessness

 

 

 

 

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17

Cymbals Eat Guitars

Pretty Years

 

 

 

 

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16

Underworld

Barbara Barbara, We Face a Shining Future

 

 

 

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15

King Gizzard and the Lizard Wizard

Nonagon Infinity

 

 

 

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14

Triángulo de amor bizarro

Salve discordia

 

 

 

 

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13

Pinegrove

Cardinal

 

 

 

 

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12

The Avalanches

Wildflower

 

 

 

 

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11

Jenny Hval

Blood Bitch

 

 

 

 

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10

Jeff Rosenstock

Worry

 

 

 

 

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9

Minor Victories

Minor Victories

 

 

 

 

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8

Kate Tempest

Let Them Eat Chaos

 

 

 

 

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7

Preoccupations

Preoccupations

 

 

 

 

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6

Beyoncé

Lemonade

 

 

 

 

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5

Swans

The Glowing Man

 

 

 

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4

Angel Olsen

My Woman

 

 

 

 

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3

Car Seat Headrest

Teens of Denial

 

 

 

 

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2

A Tribe Called Quest

We Got It From Here… Thank You 4 Your Service

 

 

 

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1

David Bowie

Blackstar

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2016 / El artículo

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Muy buenas tardes a todos, y bienvenidos a otra edición de los Pamundi Music Awards, un cachondo ejercicio anual de pedagogía melómana con el que intento iluminar a toda esa masa de vecinos de Matrix que han nacido con una oreja enfrente de la otra. Gente incapaz de diferenciar en primera escucha All You Need Is Love de un mono tití tocando el xilofón. Fans de Vetusta Morla, de Kings of Leon y de los representantes españoles en Eurovisión (tres colectivos cuya tragedia es que, en cuestión de mal gusto, se encuentran a menos distancia de lo que creen). Personas, en definitiva, más vacías por dentro que el hombre de hojalata de El mago de Oz, necesitadas urgentemente de alguien que les de un abrazo virtual y les descubra, para variar, algo de música con sentido y sensibilidad. Tranquilos, respirad, ya se pasa. Aquí estoy yo. Os traigo el CRITERIO.

Antes de empezar, un inciso: el año pasado pudo parecer que los Pamundi Music Awards evolucionaban desde el artículo escrito hacia el más vistoso formato de videotocho; y sin embargo aquí estoy otra vez, juntando letras. ¿A qué se debe este paso atrás, este retorno a los orígenes? Pues en parte a la falta de tiempo (escribir es algo que me sale solo, mientras que preparar dos vídeos de media hora me supone un trabajo de chinos), pero sobre todo, para qué negarlo, a la cantidad de problemas que acostumbra a poner You Tube a la hora de dejarte emitir pequeños insertos musicales de los álbumes y canciones que vas mencionando. Nunca me lo había planteado, pero ahora entiendo por qué, por ejemplo, en las videoreseñas de Anthony Fantano (en su canal The Needle Drop) nunca suena la música de la que está hablando. Me parece hasta cierto punto lógico que así sea (los derechos de autor y tal), pero yo hago esto para divertirme, no para sacar un duro, y los videotochos del año pasado me dieron tal nivel de quebraderos de cabeza (tuve que subirlos varias veces, y aún así uno de ellos sigue sin poder reproducirse en dispositivos móviles) que no tengo las más mínimas ganas de repetir en esta ocasión. El año que viene por estas fechas ya veremos.

En los vídeos del año pasado, por cierto, cometí un error de bulto: anuncíe que la presente entrega marcaría el décimo aniversario de los Pamundi Music Awards, y resulta que no. Tras bucear en la lista de correo donde en su día empecé esta chorrada, que con el tiempo se ha convertido en una de mis tonterías favoritas del año, he podido comprobar que la primera edición fue la del 2008. O sea, que la número X será la próxima (menos mal que no llegué a encargar la tarta).

Y ahora sí, vamos con el resumen pormenorizado del 2016 a nivel de tariaro-riaros, lariro-riros y chumba-chumbas:

MI 2016 MUSICAL: MUCHO RUIDO, LAS NUECES JUSTAS
Posiblemente éste haya sido el curso musicalmente más mediocre desde que los Pamundi Music Awards existen. En ninguna edición anterior había tenido tantos problemas para juntar 20 discazos y 70 tonadas de artistas distintos que mereciesen conformar lo mejor del año anterior. Todo el mundo coincide en que el 2016 fue un annus horribilis en numerosos aspectos, así que sumar a eso una oferta musical más bien pobre parece casi normal; y no creo que el haber escuchado bastantes menos álbumes esta vez (unos 220 en total, muy lejos de los más de 300 de las últimas dos ediciones) me haya hecho perderme joyas ocultas, sino más bien al contrario: llegado cierto momento, incluso, empecé a tener la sensación de que cada nuevo disco al que prestaba los oídos hacía bajar aún más la nota media y aumentaba mi mala gaita, así que decidí parar y centrarme en re-escuchar con mayor atención lo que sí me había hecho tilín.

Los principales sucesos musicales del año, de hecho, no tuvieron tanto que ver con la edición de ningún álbum como con fallecimientos ilustres: David Bowie, Prince, Leonard Cohen, George Michael, Rick Parfitt, Glenn Frey, Phife Dawg… eso marcó y restó importancia a todo lo demás, aunque en el caso de un artista total como Bowie, el proceso de morir le sirviera de combustible para dar a luz Blackstar, uno de los trabajos más despampanantes, crudos y auténticos de una discografía que pocas veces ha dejado de asombrar. Siete canciones que son verdaderos puzzles sonoros, mezcla de jazz, electrónica industrial, hip hop y lo que le echasen, y con unas letras tan escalofriantes como arcanas (referencias al paganismo, a la bisexualidad, estrofas cantadas en nadsat…), en las que Bowie acepta su «polvo al polvo» y lo interpreta como un proceso de transformación que lo convertirá en un ser eterno. Ante un fin de carrera así de apabullante, es difícil llevarle la contraria.

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Lo normal es que una obra como Blackstar, un disco sobre la muerte compuesto por alguien que se está muriendo a toda castaña, hiciera palidecer a cualquier otro álbum conceptual “basado en experiencias personales” que se editase a lo largo del año, y eso es justo lo que me pasó con el The Life of Pablo de Kanye West, un talento natural que sigue pariendo singles descomunales (Famous, Ultralight Beam…), pero cuyas letras autobiográficas sobre “el precio de la fama” llevan ya unos cuantos discos sonándome a murga de pobre chico rico.

En cambio, Beyoncé tiró por los mismos derroteros con Lemonade y triunfó en toda regla (otra vez; y ya van…). Una producción alucinante y unas canciones que esquivan a conciencia el estribillo-chicle para erigirse en un todo narrativo, un alegato confesional sobre la infidelidad vista desde la perspectiva de quien la sufre, y todo ello ilustrado por una película-videoclip de una hora de duración que convierte el set-list en su obra más ambiciosa hasta la fecha (y no me atrevo a decir que sea la mejor porque me faltan algunas escuchas comparadas). Beyoncé ya contaba con unas cuantas canciones dramón sobre sus tira y afloja con Jay-Z, pero Lemonade (cuyo título, al parecer, referencia a su propia abuela, que solía decir aquello de “si la vida te da limones…”) narra una sucesión de vivencias tan íntimas y descarnadas que incluso resultan incómodas de escuchar. O lo resultarían, si no se apoyaran en bombazos de la rotundidad de Formation, Sorry, Hold Up o Freedom, y en ese vozarrón que es en sí mismo un instrumento musical intratable. Si los 50 fueron de Elvis y los 60 de los Beatles, de momento el siglo XXI es incontestablemente de Beyoncé. Sigue ahí arriba, a la sombra de nadie.

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El diamante inesperado de año, para mí, fue de largo el We Got It From Here… Thank You 4 Your Service de los veteranísimos (empezaron en esto a mediados de los 80) A Tribe Called Quest. Un comeback/despedida deslumbrante, una especie de compendio de 30 años de hip hop que encadena lecciones de mojo y sartenazos políticos casi sin pausa, y al que aún cabe dar más mérito teniendo en cuenta que Phife Dawg, uno de los miembros fundamentales de la banda, murió cuando todavía quedaban canciones a medio componer. Posiblemente el disco del 2016 que más he escuchado, y con el que más he dado palmas mientras seguía el ritmo.

En un momento de crisis profundísima del indie rock (el intento de revival de los 90 no está colando, y el de los 80 es ya como un meme), aparecieron Car Seat Headrest, una banda a la que yo llevaba 12 discos sin hacer ni puñetero caso, y con el rabiosamente adictivo Teens of Denial se las ingeniaron para volver a enamorarme de las guitarras lo-fi, las melodías gritadas, los crescendos arrebatados y el espíritu “vamos a improvisar un estribillo a ver qué nos sale”. Me costó horrores elegir qué canción de este álbum incluir en la lista de las 70 Tonadas: lo de que no tienen una mala sonará a frase tópica, pero pocas veces me ha parecido más cierto.

Con que Angel Olsen hubiese igualado los registros de su anterior Burn Your Fire for no Witness yo ya me habría dado por contento, pero My Woman no es que supere dicho listón, es que lo pulveriza. Mucho más variado a nivel sonoro pero a la vez mucho más cohesionado, y lleno de unos matices vocales que hasta ahora Olsen no había explorado, o bien yo no había sabido detectar (me parecen brutales sus cambios de tono, del susurro y la fragilidad a la intensidad más dolorosa, en temas como Never Be Mine o sobre todo Shut Up Kiss Me). Siempre había visto a la de St. Louis como una especie de “mini Sharon Van Etten” y ahora en cambio, si me hicieran elegir entre las dos no sabría con cual quedarme. Así de bueno me parece My Woman.

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Swans cerraron de manera brillante la trilogía iniciada con The Seer (2012) y seguida con To Be Kind (2014). The Glowing Man es más pausado, más orgánico y menos inmediato que aquellos, motivo por el cual (supongo) decepcionó a algunos fans y críticos, aunque a mí me parece que tiene simplemente un 5% menos de obra maestra que los dos anteriores. Además considero fantástico que, en lugar de poner en piloto automático la máquina de hacer ruido, hayan vuelto a salirse de lo que todo el mundo esperaba, intercambiado la contundencia de apisonadora por sutileza (aún así, temas como Frankie M o el que da título al álbum me ponen el pelo para atrás igual que cualquiera de The Seer). Michael Gira ha confirmado que este disco cierra la actual etapa de Swans, que desaparecen como tales para reformularse en otra cosa; si los fans no supiéramos de lo que son capaces hagan lo que hagan, estaríamos preocupados.

El resto del frente guitarrero supuso una pedrea de errores y aciertos: los Pixies lograron esta vez esquivar el ridículo pero no el cansinismo con Head Carrier, un nuevo manchurrón en lo que hasta Trompe Le Monde había sido una discografía incomparablemente impoluta (nunca pensé que diría esto de ellos… pero me tienen hasta las pelotas). Viet Cong se rebautizaron como Preoccupations (a los gilipollas les ofendía su anterior nombre) y sacaron un álbum homónimo en el que siguieron picando piedra para convertirse en una de las mejores bandas de post-punk del planeta. Los australianos King Gizzard and the Lizard Wizard dejaron de parecerme una extravagancia gracias a Nonagon Infinity, cañonazo desarmante de psicodelia al límite (tan al límite, que el último tema del álbum ni siquiera se cierra, sino que acaba de modo que encadena perfectamente con el inicio del primero y permite seguirlo escuchando en un loop infinito). Cymbals Eat Guitars consiguieron por fin, a la cuarta, un disco al que no se le puede poner un solo inconveniente (Pretty Years). Aparte de ellos, otros artistas como Pinegrove, Minor Victories («supergrupo» formado por Stuart Braithwaite de Mogwai, Justin Lockey de Editors y Rachel Goswell, la vocalista de Slowdive), Jeff Rosenstock o Triángulo de amor bizarro también colaboraron a dignificar el estruendo eléctrico desde prismas muy diferentes.

The 1975 supusieron el “placer culpable del año”, con un disco que sí, será demasiado largo, demasiado accesible, demasiado copión y demasiado pedante (ese título…) pero tiene media docena de estribillos que te hacen levantar la bandera blanca. Las acusaciones de que son una especie de boy band con guitarra, bajo y batería suenan ridículas cuando pones la oreja atenta y descubres cosas tan marcianas como Paris, un hitazo de synth-pop de radiofórmula con una descorazonadora letra sobre la adicción a la heroína. Gustarán más o menos, pero van en serio; y la intro de Love Me no puede ser más molona ni darme más ganas de ponerme a bailar en moonwalk.

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Por el flanco de la electrónica, The Avalanches publicaron de una puñetera vez su segundo larga duración, Wildflower, «sólo» década y media después de su debut. Lo hicieron en medio de unas expectativas tan imposiblemente infladas por ver cómo continuaban el legado del imprescindible Since I Left You, que a la vez decepcionaron y maravillaron (aunque las partes de su disco que no me gustan se las perdono, y en cambio las que me gustan me parecen enormes). Jenny Hval armó con Blood Bitch su disco más compacto y fácil de escuchar, sin sacrificar por ello ni un gramo de hipnotismo fantasmagórico ni querencia por lo bizarro (no podría ser de otro modo, en una obra que mezcla menciones al vampirismo, la menstruación y Virginia Woolf). Underworld dieron un golpe sobre la mesa con Barbara Barbara, We Face a Shining Future, para anunciar que quizás ya no sean tan relevantes en el panorama del techno actual como lo eran en el de hace 20 años, pero que en lo fundamental (las canciones) siguen sonando igual de bien.

En un año lleno de divas que en general me produjeron la mayor de las indiferencias (los nuevos trabajos de Lady Gaga, Rihanna, Ariana Grande y, sí, lo siento, también el aclamado A Seat at the Table de Solange, me han aburrido cosa mala, más allá de algún que otro single), apareció de repente Ngaiire, una cantante de Papúa Nueva Guinea en la que no se fijaba nadie (y, por desgracia, sigue sin fijarse demasiada gente fuera del circuito australiano), y nos regaló Blastoma, toda una explosión de frescura, energía y colorido. Pop comercial inteligente y bien ejecutado.

PJ Harvey, ANOHNI (antes Anthony and the Johnsons) y Kate Tempest aportaron los tres álbumes más llamativos en cuanto a activismo político. A Polly Jean, The Hope Six Demolition Project le quedó poco cocido (no es un mal disco, pero sí es la primera vez que publica algo que me deja frío). A ANOHNI, su Hopelessness le salió rarísimo, con unas letras directas, explícitas y desprovistas de toda ironía que en algunos casos brillan (Drone Bomb Me es posiblemente la canción con la letra mas putamente ama del año), mientras que en otros caen un tanto en la autoparodia involuntaria (Obama parece una jota cantada por un tenor borracho). La que salió mejor parada de las tres fue sin duda Kate Tempest: los lisérgicos, lúcidos y ásperos recitados de Let Them Eat Chaos son un directo a la mandíbula de una sociedad occidental (sobre todo la británica, aunque temas como Europe is Lost nos tocan a todos) que cada vez se asemeja más a un mal episodio de Black Mirror.

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Entre los discos notables que no han pasado el corte de los Pamundi Music Awards 2016 me gustaría destacar, por especiales y diferentes, el Splendor & Misery de clipping., historia de ciencia-ficción narrada en clave de hip hop fraseado a mil por hora, con tal nivel de detalle técnico que casi parece una aventura del juego de rol Traveller (una ida de olla algo dura de escuchar de punta a cabo, pero al mismo tiempo fascinante); el The Wilderness de Explosions in the Sky, que por momentos (bastantes) reverdece aquella capacidad para transportarte a lugares cálidos y mulliditos que tenían cuando editaban maravillas como The Earth Is Not a Cold Dead Place; o el punk-pop vitamínico de Alice Bag, leyenda de la escena chicana que ha tenido que esperar hasta los cincuenta y muchos años para poder reivindicarse como solista, y lo ha hecho con un trabajo que mezcla energía, activismo, oficio y emoción a partes iguales (Inesperado adios, el baladón mariachi de cierre, pone los pelos de punta).

Y eso, básicamente, es lo que me ha cundido el 2016 en cuanto a música. Sin embargo y como de costumbre, mucho más elocuentes que cualquier artículo que os pueda escribir al respecto son mis ya habituales listas de Los 20 mejores discazos y las 70 mejores tonadas del año. Así que si os parece bien, dejémonos de parrafadas y démosles un repaso en los dos siguientes posts:

Los 20 mejores Discazos del 2016

Las 70 mejores Tonadas del 2016