Superbowl LI: Forajidos de leyenda

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La 51ª edición de la Superbowl sirvió para acabar de un plumazo con un buen montón de discusiones de barra de bar. ¿La mejor dinastía del fútbol americano? Check. ¿El mejor quarterback de la historia? Check. ¿El mejor entrenador de todos los tiempos? Check. Ni Montanas, ni Dolphins, ni Lombardis: Patriots, Brady y Belichick. Puede sonar fuerte, sí, pero es una afirmación avalada por las cifras en bruto, que ni el más desquiciado ataque de «forofismo hater» puede ya discutir. No es necesario que nos guste (a casi ningún no-fan de los New England Patriots le gusta), pero sí que toca reconocerlo, igual que a los culés nos toca reconocer las once Copas de Europa del Real Madrid. Quizás a mí, al ser seguidor de un equipo de “ADN loser” como Los Angeles Rams, me resulte más fácil asumir cosas de este tipo, pero en cualquier caso negar semejante evidencia equivaldría a negar que la Tierra es redonda y gira.

Y ni siquiera se trata de un debate sobre estadísticas, o sobre la consistencia en títulos que debe tener una dinastía para ser considerada como tal. Si el domingo 4 de febrero en Houston los Pats hubiesen palmado (algo que estuvieron haciendo durante 59 de los 60 minutos de “regulation time” de la final, y que si me apuras se merecieron en cuanto a calidad global de juego y desempeño táctico), a día de hoy seguiría pensando lo mismo. Me seguirían pareciendo una conjunción irrepetible que le ha dado a este deporte mucho más de lo que, presuntamente, le haya podido quitar mediante Spygates, Deflategates y otras mandangas. Nos caen mal, sí (aunque a mí ya se me ha pasado en buena parte), pero el caso es que van volando los años, van mutando las estrategias dominantes casi de una temporada a la siguiente (ahora triunfan los equipos de pase, ahora los de carrera, ahora los ultradefensivos…) y lo que siempre permanece ahí son los Patriots. Ni mucho menos inmutables, sino justamente adaptándose a todo: a las limitaciones de plantilla, a las lesiones, a las rondas inservibles de draft, a la incipiente cuarentena de su capitán y al hecho de que todos los demás equipos de la liga viven obsesionados por contrarrestarles.

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Los Patriots de Belichick & Brady han cambiado el fútbol americano como pocos equipos campeones precedentes. Desde una mentalidad de minuciosidad, pragmatismo, astucia y sacrificio colectivo por encima del dominio de los jugadores-estrella (en vez de pagarlos a precio de oro, se los fabrican), han hecho de la NFL un espectáculo todavía mejor de lo que era antes de que llegaran; y ojo, repito que lo digo como seguidor de los Rams, un club cuyas aspiraciones dinásticas se quedaron en un solitario título (demasiado poco para una generación de jugadores excepcionales) por culpa, justo, de los puñeteros New England Patriots. Fuimos sus primeras víctimas. El paciente cero. ¿Os ha dolido verles ganar todas estas Superbowls? Pues si no sois fans de los Rams, de los Panthers, de los Eagles, de los Seahawks o, ahora, de los Falcons, no tenéis ni puñetera idea de lo que duele.

Por encima de todo, lo que ha hecho míticos a estos Patriots es que, lejos de conseguir sus títulos desde una superioridad insultante (al estilo, por ejemplo, de las aburridas palizas que arreaban los Dallas Cowboys en los 90), los han conquistado de manera agónica, estableciendo una narrativa propia de los mejores thrillers. Si pusiera por escrito un Top Ten de las Superbowls más emocionantes y divertidas que he visto nunca, estos Pats aparecerían como mínimo en la mitad de entradas de dicha lista; y eso, ya los ames, los odies o te dejen indiferente, hay que agradecérselo. Su carrerón ha sido como una de esas sagas épicas que empiezan con la aparición del héroe (sus tres primeros títulos, cuando el mundo aún se preguntaba de dónde habían salido), continúan con el descenso a los infiernos (las dos finales perdidas contra los New York Giants de Eli Manning, un jugador cuya carrera anterior y posterior certifica que el lugar que ocupará en la historia será como némesis de Tom Brady), y culminan con la resurrección y victoria definitiva contra las fuerzas de las tinieblas cuando peor les pintaba la cosa. Los New England Patriots son Luke Skywalker disparando el torpedo de protones en modo manual contra la Estrella de la Muerte. Son Frodo Bolsón tirando el anillo al Monte del Destino con Gollum enganchado a la giba. Son John McLane correteando descalzo y en camiseta imperio por el Nakatomi Plaza mientras nos grita “¡Yipi-Kiai, hijos de puta!”.

Eli Manning, Tom Brady

Esta Superbowl LI, por ejemplo, ha supuesto la sublimación más delirante posible del concepto de “victoria contra pronóstico”. El “qué”, la victoria en sí, podría quedar como un peldaño más hacia la gloria eterna (simplemente otro de sus cinco anillos en década y media de «Patriot-tiranía»), pero es el “cómo” lo que la convierte en especial, en la mejor Superbowl jamás celebrada. Una final que nos ha dejado el récord absoluto de yardas de pase a cargo de un QB (466, Brady), el récord de primeros downs a cargo de un equipo (37, los Patriots), el récord de deficit de puntos remontados, 25, para ganar el título (nunca antes se le habían dado la vuelta a más de 10), el de minutos jugados (la primera vez en 51 ediciones que se llega a la prórroga)…

Pero, de nuevo, todo eso que acabo de citar es el “qué”, y yo he venido a hablar sobre todo del “cómo”. De que esos 25 puntos de desventaja se enjugaron en un límite de tiempo ridículo (19 de ellos en el último cuarto). De que para lograrlos, y forzar así la prórroga, los Patriots necesitaron anotar dos touchdowns con sendas conversiones de 2 puntos (o sea, Brady tuvo que cascarse cuatro pases buenos a la end zone sin margen de error; el equivalente a “cuatro Joe Montanas” de los de la última jugada de los 49ers en aquella Superbowl del año 89 contra los Bengals). O de que todo empezó a gestarse con un 4º y 3 que los de Boston sacaron adelante cuando perdían 28-3, a finales del tercer cuarto y en la yarda 46 propia, con dos cojones, un pase bueno a Danny Amendola que mantuvo latiendo el ataque y acabó derivando en cinco drives de anotación consecutiva (e incontestada por parte del rival). O de que la recepción-carambola de Julien Edelman en el momento más peludo del partido es LA jugada inverosímil para acabar con TODAS las jugadas inverosímiles; un sólo milímetro de rebote distinto del balón y quizás estaríamos comentando la primera Superbowl de los Falcons. De ese tipo de cosas quería hablar yo.

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El partido en sí fue una batalla loquísima entre dos entrenadores que se pegaron el uno al otro con todo lo que tenían a mano. Llegado el descanso parecía que Atlanta, bajo la batuta de Kyle Shanahan, el actual wonderboy de los coordinadores ofensivos de la liga, le había tomado la medida a los de Belichick, incapaces de frenar el aluvión que se les venía encima por tierra y aire. La cosa lucía 21-3 a favor de los Falcons, incluyendo una humillante intercepción a Brady para touchdown; y en el tercer cuarto aún se les haría más de noche con otro TD en contra para 28-3. Tras poco más de media hora de juego efectivo, los del equipo de Georgia ya estaban festejando el título. En las redes sociales (durante las finales me gusta pasearme por los foros de una y otra afición, a ver qué ambiente se mastica) sus fans se dedicaban a hacer porras sobre a quién de los suyos le iba a caer el MVP. El resto del partido parecía puro trámite. ¿Trámite? Parece que no aprendamos, coño. Delante estaban los Patriots. En coma, pero no muertos. Les hacía falta un milagro, pero era un milagro todavía en los lindes de lo factible. Eran 25 puntos en 20 minutos. Cualquier equipo de élite es capaz de lograrlo. El problema era anotar esos 25 puntos sin encajar ni uno más. O sea, había que ejecutar en ataque y en defensa de manera perfecta, algo que no parecía posible atendiendo al severo correctivo que los Falcons les habían estado propinando durante tres cuartos seguidos. Aún así, cuando leí a un veterano seguidor de Atlanta decirles a sus colegas “Boys, boys, calm down. This is far from over”, no pude por menos que darle la razón. Cautela.

Y entonces, de pronto, hicieron aparición dos factores que cambiaron por completo el cuadro. El primero ya lo conocemos de sobras: la legendaria capacidad de los Patriots para ajustar mecanismos cuando la cosa no les está funcionando, sobre todo cuando tienen a la vista un objetivo claro que les permite simplificar y centrar su juego, dejar a un lado las dudas y los nervios y entrar en modo berserker. Cuando están contra las cuerdas es cuando mejor juegan. El segundo factor fue producto de una estadística del partido que en ese momento aún no parecía gran cosa, pero que acabaría por revelarse como el agujero de iceberg que hundiría el Titanic de los Atlanta Falcons: el cansancio.

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En efecto, los Patriots, pese a su pírrica producción en puntos, habían tenido el balón en ataque el doble de tiempo que sus rivales, que habían anotado en drives rápidos como latigazos. Si tú tienes todo el rato a tu equipo de ataque sobre el terreno de juego, significa que el otro tiene todo el rato a su equipo de defensa; y las defensas, cuanto más juegan, más se agotan. Los ataques también, claro, pero el desgaste de la defensa suele ser mucho más intenso, más colectivo, y sus errores más costosos en cuanto a posición de campo. Además, la defensa de los Falcons se había tirado toda la función encadenando jugadas de anticipación en tromba, con el objetivo de llegar hasta Brady e impedirle lanzar cómodo, tratando de romper la dinámica de ataque de los Patriots en lo que se preveía como un partido a muchos puntos, en modo “toma y daca”. Hasta entonces les había funcionado a las mil maravillas (Brady recibió estopa a más no poder), tan bien, de hecho, que de manera inesperada habían logrado secar al ataque de Nueva Inglaterra casi por completo. No obstante, esa es una estrategia brutalmente exigente en lo físico y, quedando todavía un cuarto entero por jugar, se notó. La defensa de los Falcons estaba derrengada de tanto correr, pegar y morder.

Podríamos decir, simplificando, que Atlanta planteó la batalla a 45 minutos, a lograr en ese tiempo la ventaja de marcador suficiente como para gestionarla el resto del partido, mientras que los Patriots la plantearon a 60 minutos; y si una cosa es poco recomendable en este negocio es regalarles a Bill Belichick y Tom Brady el último cuarto de una Superbowl (la gestión de reloj: otra parcela del juego en la que nadie les va a enseñar a esta pareja nada que no sepan ya). Los Patriots escupieron la sangre de la boca, se levantaron e hicieron lo que se les da mejor, lo que les había hecho ganar cuatro finales antes de esta: capitalizar su desesperación para mantenerse vivos en el filo. Para ganar a base de dar la sensación de que TE VAN A GANAR. No hay otro equipo en el mundo que intimide más tirando de pura actitud y fuerza de voluntad.

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De pronto, los Falcons empezaban a llegar tarde a los placajes, las pantallas y las ayudas. De pronto, Brady tenía aire en el pocket y empezaba a ametrallarlos con pases rápidos y cortos, siempre a un receptor diferente, ganando yardas cada vez que soltaba el brazo. Poco a poco, de manera sistemática. De 5 en 5 y de 6 en 6. Lentos pero inevitables como la muerte. A la que se pusieron 28-9, aún fallando el punto extra de su touchdown, muchos miramos el crono, hicimos cuentas y llegamos a la conclusión de que, si New England seguía resolviendo en ataque y aguantando en defensa, había partido. Los Falcons también lo pensaron; y cuando quisieron darse cuenta estaban 28-12, luego 28-20, y finalmente 28-28 y de cabeza a la prórroga. El suelo se les había evaporado bajo los pies.

Aún así, a media remontada Atlanta lo tuvo una vez más. Sólo necesitaban un field goal para alejarse en el marcador hasta unos inalcanzables 31 puntos, y a cuatro minutos del final estuvieron ahí, con segundo down y en la yarda 23 de los Patriots. Todo lo que debían hacer era clavar rodilla en tierra en primer, segundo y tercer down, dejar agotar el tiempo, chutar a palos en el cuarto down y adios muy buenas. Sin embargo, el estado generalizado de shock y agarrotamiento en el que ya habían caído les hizo cometer el error de rifar otras dos jugadas para tratar de avanzar un poco más, y lo único que se llevaron de ahí fue un sack y un holding en contra, que les sacaron de distancia de chute. Lo que viene siendo pegarse un tiro en el pie, vamos (contra New England esa es otra cosa que suele pasar; y si no, que les pregunten a los Seahawks por su frivolité en la última jugada de la Superbowl del 2015).

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A esas alturas Atlanta era ya un animal moribundo. Cuando el árbitro tiró la moneda de la prórroga y salio que los Patriots empezarían atacando, todo el mundo supo que, de facto, el partido estaba decidido. Un ataque inicial de Falcons todavía podría haber sacado las suficientes fuerzas de flaqueza como para ganar aquello. Pero su defensa, sencillamente no. Ni cinco minutos les duraron a los Pats: 34-28 y otro Vince Lombardi que se va para Bostón. Quizás sea el último que ganen. Desde luego fue el mejor. Llevo 30 años tragándome Superbowls y no he visto nunca nada igual de épico que esto.

En el lado malo de la valla, los Falcons sufrieron la derrota más humillante, cruel y descorazonadora que se haya encajado en medio siglo de finales. Es infinitamente menos doloroso perder de 50 que perder así. Queda en el campo de batalla una afición destrozada, una ciudad que sigue sin haber ganado casi nada (esas imágenes de críos llorando con la camiseta del equipo puesta y la cara pintada de rojo y negro, las tiendas de Atlanta retirando en silencio todo el merchandising conmemorativo de una victoria que daban por hecha…), y un equipo joven, que tendrá que ser mentalmente muy fuerte, tendrá que demostrar que de verdad es «La Hermandad» («The Broterhood») de la que siempre presume, si quiere levantar cabeza y volver a ponerse tan a tiro de la gloria.

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Pero en fin, así son estas cosas. Para que existan unos Patriots que den una lección de historia es necesario que existan unos Falcons que la reciban. Atlanta tenía el partido ganado y no lo supo ganar. New England lo tuvo perdido y ni se le pasó por la cabeza perderlo. Esa es la diferencia entre el grupo de Bill Belichick y los otros 31 equipos de esta liga maravillosa, de este deporte como no hay otro. Esa viene siendo la puta diferencia desde hace quince años. No queda más que ponerse en pie y aplaudir, seas del equipo que seas.

Diumenge de Rams

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En el verano de 1978 yo tenía 9 años (a punto de cumplir 10), y en los cines de toda España se estrenaba la comedia dirigida y protagonizada por Warren Beatty El cielo puede esperar, remake de la muy entretenida El difunto protesta (Alexander Hall, 1941). Por aquel entonces Warren Beatty era una estrellaza de Hollywood cuyo anterior filme, Shampoo, había reventado la taquilla y le había valido una nominación a los Oscar (como guionista) y otra a los Globos de Oro (como actor de comedia). El cielo puede esperar suponía, además, su debut tras la cámara.

Por tanto, la película se estrenó a todo trapo en Barcelona, en el cine Coliseum (uno de los más grandes de la ciudad), con un cartel gigantesco presidiendo la fachada. Era una ilustración extraordinariamente detallada (obra de Birney Lettick, autor de muchas portadas para la revista Time), en la que se veía al protagonista vestido con chandal y zapatillas de deporte, mirando en actitud casual un reloj de mano, mientras ignoraba las luces celestiales que se anunciaban a su espalda. Lo que llamaba más la atención, no obstante, lo que le daba toda su fuerza visual y tenía capacidad para disparar la imaginación de un niño, eran las gigantescas alas de ángel con las que estaba equipado el personaje. En conjunto, parecía un superhéroe en su día libre. Es una ilustración de otra época, de una escuela que hoy apenas existe, de cuando los posters de cine eran pequeñas obras de arte que decían algo, que te intrigaban y te arrastraban a comprar una entrada. Hoy todo son putas fotos de cabezas flotantes.

Yo pasaba a menudo por delante del Coliseum y siempre se me quedaban los ojos clavados en el cartel, como si fuera un perro viendo una ristra de salchichas. Aquella imagen me generaba una fascinación y una curiosidad tremendas, y no me la quité de la cabeza hasta que por fin conseguí ver la película (al año siguiente, en un cine de verano en Tossa de Mar). Para ser una comedia romántica, me folló la mente más allá de toda lógica. Por algún motivo que ignoro se fijó en mi subconsciente hasta el punto de que aún hoy, cuatro décadas más tarde, se me hace un nudo en la garganta sólo con escuchar el estupendo tema musical de Dave Grusin.

De todos modos, más allá de la calidad de El cielo puede esperar como comedia con toques de género fantástico (a mí me parece que es estupenda y que le da sopas con honda a la original), lo que más me llamó la atención fue su trasfondo de fútbol americano: en principio el personaje central debía haber sido un boxeador, al igual que en la película de 1941, pero la negativa de Muhammad Ali a protagonizarla llevó a Beatty a asumir él mismo el papel, modificando la trama para que fuese el quarterback titular del equipo de fútbol americano Los Angeles Rams. Aunque en los años 70, en España, el fútbol americano era tan desconocido como el sánscrito, a mí eso me dio igual; con lo que yo me quedé prendado de inmediato fue con el equipamiento de los Rams y en especial con su casco, de un llamativo color azul y decorado por unos espectaculares cuernos amarillos. Me hice fan de los Rams antes incluso de hacerme aficionado al fútbol americano. Fue, simple y llanamente, un puñetero flechazo.

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A día de hoy los Rams siguen siendo mi primer equipo deportivo, por delante incluso del F.C. Barcelona. Cambiaría sin pensarlo un instante todas las Champion Leagues blaugrana por otros tantos trofeos Vince Lombardi para los carneros. Tengo tres sudaderas oficiales del equipo, además de una camiseta de Los Angeles Rams que me regalaron hace más de dos décadas y que ya apenas se tiene en pie pero que jamás tiraré a la basura (y menos ahora que vuelve a estar actualizada: en el 95 se mudaron a St. Louis, Missouri, y 20 años más tarde han vuelto a Los Angeles, donde han sido recibidos con los brazos abiertos y con un proyecto de estadio nuevo que quita el hipo). En el 2012 los Rams jugaron un partido oficial de temporada regular en Londres y allí estuve, puliéndome los ahorros que no tenía para poder verles palmar en directo en el estadio de Wembley (un 45-7 la mar de salao contra los New England Patriots). Este año repiten visita a la capital inglesa, para enfrentarse en el Twickenham Stadium a los New York Giants (probablemente mi segundo equipo preferido) y huelga decir que, a menos que antes me parta un rayo o me atropelle un trolebús, para allá que me iré otra vez. Mis amigos me dicen que estoy chalao. Yo les respondo que tenía 9 años.

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Uno se engancha a un club deportivo por razones muy diversas, aunque casi todas tienen que ver con vínculos emocionales y/o familiares. En el caso de los equipos de tu ciudad o tu país natal la conexión es evidente, pero en cuanto a las franquicias de ligas americanas que difícilmente has mamado desde pequeño, acostumbran a establecerse nexos singulares, y suelen tener que ver con la admiración que despiertan los ganadores. Así, quienes descubrimos la NBA en los 70 y principios de los 80 nos hicimos de los L.A. Lakers (Magic Johnson, Kareem Abdul Jabbar…) o de los Boston Celtics (Larry Bird, Kevin McHale…), mientras que quienes la descubrieron una década más tarde se hicieron de los Chicago Bulls (Michael Jordan y otros cuatro tíos que jugaban a su lado). De manera similar y hablando ya de fútbol americano, en España hay mucho aficionado veterano de los San Francisco 49ers y de los Cincinatti Bengals, porque fueron los dos rivales que se enfrentaron en la primera Superbowl que se televisó por estos lares, a finales de los 80 (recuerdo haber visto la emisión por TV3); y quienes empezaron a ver dicho deporte a principios de los 2000 se hicieron mayoritariamente de los New England Patriots, que en aquel entonces eran la fiebre a seguir.

Kurt WarnerLo de los Rams es, si cabe, más curioso. A lo largo de mi existencia, a base de charlar sobre la NFL aquí y allá, me he ido encontrando con un puñado de tipos de más o menos mi edad que también son seguidores del equipo, con un nivel de fanatismo parecido al mío (no diré que igual, porque yo rozo lo psicótico); y casi todos se convirtieron a la fe verdadera tras haber visto El cielo puede esperar a una edad en la que aquello tenía capacidad para afectarles profundamente. Somos de los Rams porque les vimos en una película, cuando ni sabíamos a qué deporte jugaban. Nos hicimos fans muchos años antes de tener la posibilidad de verles en acción, sin saber si eran buenos o malos; sin saber, de hecho, que se trataba de un equipo básicamente perdedor. No conozco muchos casos similares, y creo que el hacernos conscientes de este detalle nos llevó a encariñarnos con ellos mucho más de lo que sería razonable. Los Rams solo han ganado una Superbowl en sus 79 años de historia. Fue en 1999, contra los Tennessee Titans, y yo no puedo volver a ver los dos últimos minutos de aquel partido sin que se me humedezcan los ojos por las lágrimas. ¿Otro ejemplo? Uno de los momentos de mi vida en los que he sentido más orgullo, genuino y honesto orgullo, fue en abril del 2012, cuando Torry Holt, ex-jugador mítico de aquellos Rams campeones y que en ese momento militaba ya en otro equipo, decidió dejar definitivamente el deporte en activo. El día antes de anunciarlo en rueda de prensa firmó un contrato de 24 horas de duración con los Rams, para poder retirarse como jugador del club de sus amores. Si algún día Torry Holt necesita un trasplante de riñón, solo tiene que ponerse en contacto conmigo.

temp460102684--nfl_mezz_1280_1024¿Y cuál es exactamente el motivo de esta entrada de blog, aparte de explicar una colección de batallitas que van de lo irrelevante a lo directamente moñas? Pues que estamos en vísperas de Semana Santa y hoy en Catalunya es Diumenge de Rams, una festividad que lógicamente, como fan fatal de dicho equipo, observo con especial fervor, y que me impele a hacer públicos unos versículos en recordatorio de aquella única Superbowl que nos llevamos a las vitrinas, hace ya demasiados años…

PADRE NUESTRO DE LOS RAMS
Nick Foles que estás en el huddle,
santificadas sean tus estadísticas,
vengan a nosotros tus touchdowns,
hágase tu voluntad,
Así en los partidos de casa como en campo ajeno.

Las trescientas yardas de pase en cada partido,
dánoslas hoy,
y perdona nuestros insultos,
así como nosotros perdonamos tus intercepciones.

No nos dejes caer en el partido de wild card,
y líbranos del fumble,
Amen.



HECHOS DE LOS RAMS 2, 14-15

Entonces Kurt Warner, puesto de pie en medio de los once, levantó la voz y se expresó así: 4-21-13, formación en shot gun, play action hacía la derecha. ¡Hut-hut-hut!

Y he aquí que cuando Warner recibió el snap, un jugador de los Titans rebasó la linea en acción de blitz, y ya abalanzábase sobre Warner, presto a lograr el sack, cuando del cielo surgió un rayo de luz por entre las nubes, y escuchó Warner una voz que le decía así:

Y sucederá en los últimos tiempos,
que derramaré mi espíritu sobre todos los hombres.
Y obraré prodigios arriba en el cielo,
y milagros abajo en la tierra:
sangre, y fuego, y nubes de humo.
El sol se convertirá en tinieblas,
y la luna en sangre,
cuando llegue el día del Señor,
día grande y preclaro.
Y sucederá,
que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.
Y por cierto, Warner,
cambia la jugada a carrera,
que te van a placar con la pelota y vas a perder doce yardas,
y no en vano estáis ya en tercera y siete,
oh imbécil.

Y ocurrió que Warner, así inspirado, cambió la jugada sobre la marcha y cedió el balón a la mano a Marshal Faulk; y dícese que Faulk, en recibiendo el balón, corrió muchas yardas antes de caer placado. Y que aun en cayendo, viose que había superado la línea de anotación, y que por ello a los Rams les fue concedido el touchdown. Y prodújose mucho alborozo en Saint Louis, y mucha zozobra y crujir de dientes en Tennessee. Y así ocurrió, que los Rams ganaron aquella Superbowl a los Titans.

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La madre de todos los tripletes

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El lunes 18 de mayo quedará para siempre registrado en los anales periodísticos como el día en que, en casi toda España, el baloncesto se convirtió de repente en el nuevo deporte rey. Sólo así se explica que la noticia de que el Barça de fútbol acababa de ganar su Liga BBVA número 23 fuese secundaria para diversos medios generalistas y en teoría neutrales (aquí, insertar risas), los cuales prefirieron informar de manera destacada acerca de la Euroliga de basquet conquistada por el Real Maligno. Tres ejemplos al respecto: 1) El programa Jugones de La Sexta abrió con un reportaje de diez minutos sobre la gesta del baloncesto capitalino (cuando en toda la semana anterior no había dedicado ni diez segundos a mencionar que ese mismo fin de semana se disputaba la Final Four); 2) El diario ABC estampó en su portada a los héroes blancos de la canasta levantando el trofeo (no se recuerda que ocurriese lo mismo en ninguna de las dos Euroligas blaugrana ni por supuesto en la que ganó el Joventut de Badalona en 1994); y 3) El artículo de opinión de Alfredo Relaño en As se titulaba “Liga para el Barça, Euroliga para el Madrid” (en favor de Relaño hay que decir que fue el más avispado de la clase: él ya llevaba días hablando de basquet, consciente de que el fútbol era mejor no tocarlo mucho). Es decir, que el periodismo deportivo suele dedicar el 95% de su tiempo al balompie… salvo cuando el F.C. Barcelona se embolsa la Liga. ¿Alucinante? No hombre no, esto es España; y España, digan lo que digan, es aplastantemente merengue (y además es de derechas; aunque eso ya sería tema para otro artículo…).

8qtU0Posiblemente había ese domingo menos madridistas pendientes de la Final Four de baloncesto que del inútil hat trick que Cristiano Ronaldo se estaba cascando en Cornellà-El Prat a la misma hora (con absurda celebración de perdedor de Liga incluída)… o ya que estamos, menos de los que habrá echando espuma por la boca durante las próximas finales de Copa del Rey y Champions League, en las que ni siquiera jugará el equipo merengue. O sea, en realidad el baloncesto sigue interesándoles sólo a los forofos de toda la vida (entre los que me cuento, ojo), pero lo que importaba ese lunes en las entrañas de Mordor era poder celebrar algo, LO QUE FUERA, con tal de disimular el ruido que estaba haciendo el F.C. Barcelona como campeón liguero y más que probable tripletista (algo que debería ocurrir con cierta facilidad, salvo pájaras inexplicables ante el Athletic y la Juve). Así pues, que nadie se sorprenda si el 6 de junio los culés nos llevamos al saco nuestra quinta Copa de Europa de fútbol y al día siguiente la Sexta, ABC y Alfredito Relaño deciden destacar, no sé, el podio de Alberto Contador en la Critérium del Dauphiné, por ejemplo. Así son las cosas, y así nos las cuentan.

Es normal que en Merenguelandia intenten buscar cortinas de humo ante la resurrección azulgrana de la mano de Luis Enrique, porque lo cierto es que ha sido un milagro del todo inesperado, en una época que se intuía como de reconstrucción del equipo, con la desaparición o la metamorfosis a un rol menor de muchos de los jugadores que habían formado su gloriosa columna vertebral (Puyol, Xavi, Valdés…), otros que parecían estar iniciando un ocaso prematuro (Piqué, Busquets, Iniesta…), y sobre todo uno en particular que daba sensación de haber perdido de manera definitiva su toque divino (Messi). De hecho, a mediados del mes de diciembre, ante el contraste que suponía un Barça que jugaba rayando lo mediocre, y que aguantaba a trompicones tanto en Liga como en Champions frente a un Maligno que se paseaba en modo rodillo (racha de 22 victorias consecutivas y tal), la prensa cavernaria incluso vaticinó el imparable inicio de una dinastía blanca (Prueba 1 de la Acusación), lanzando una hiperbólica afirmación que sonaba a delirio de borracho: el equipo de Ancelotti estaba a la altura del mejor Barça de Guardiola, decían (Prueba 2 de la Acusación). Sí, y se quedaron todos tan panchos. Cobran cada final de mes como periodistas profesionales, pero en realidad son meros hooligans subvencionados.

Por suerte para las huestes blaugrana, todo ese precipitado ejercicio de wishful thinking se derrumbó con la llegada del mundialito de clubes (competición puta donde las haya, por las fechas en las que se juega, por el desgaste de viajes que exige, y porque ganarla apenas otorga prestigio pero perderla supone una humillación), que el Real Maligno conquistó bien pero al coste de desplomarse físicamente. Carletto se había pasado toda la primera manga de la temporada exprimiendo a los mismos 13 jugadores sin apenas rotaciones, y en ese mes de diciembre empezó a secárseles el depósito de combustible. Al principio pareció un bajón puntual, pero con el paso de las semanas se hizo evidente que la cosa iba a peor: jugadores fuera de forma, plaga de lesiones, cracks deprimidos o enfadados, e ideas de bombero en el despliegue táctico del equipo para intentar remendar los descosidos que quedaban al aire en los partidos decisivos (que Ancelotti prefierese el parche de incrustar a Sergio Ramos en el mediocampo antes que hacer jugar a Illarramendi o Lucas Silva, es una demostración palmaria de la fe que tenía en sus suplentes). Total, una temporada tirada a la basura.

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El fútbol es terriblemente injusto y volátil. En baloncesto, tenis, balonmano y casi cualquier otro deporte que se nos ocurra, aquel que juega mejor suele ganar al menos 8 de cada 10 veces; pero en fútbol, debido a sus tanteos relativamente bajos y su concepción un tanto arcaica del reglamento (la mayoría de decisiones se dejan a la inspiración del árbitro, incluída la duración exacta de los partidos), puedes estar dándole un baño de juego a tu rival, con un porcentaje de posesión humillante y un maremoto de ocasiones de gol… y aún así acabar palmando. Si esto te ocurre en un torneo de regularidad como la Liga, todavía tienes cierto margen para corregir dinámicas, pero en un campeonato de eliminatorias directas te vas a la calle al primer paso en falso. De ahí nacen expresiones como “la pelota no ha querido entrar” (sería inimaginable que Rafa Nadal o LeBron James usaran esa frase para justificar una derrota) o “las notas se ponen a final de temporada”, mantras para relativizar todos esos intangibles que, sumados uno encima de otro, acaban definiendo la finísima línea entre éxito y fracaso, entre el Barça de Guardiola que empieza su leyenda con un gol de Andrés Iniesta sobre la bocina en Stamford Bridge, y el Maligno de Mourinho que se queda a las puertas de una final por un penalti en el Allianz Arena, que Sergio Ramos chuta a la órbita baja de la Tierra.

Por lo tanto, tan ventajista fue hace meses machacar a Lucho por su irregular arranque de liga (algo en lo que TODOS los culés caímos), como lo es subirse ahora al carro de su victoria y en cambio llenarse la boca de explicaciones condescencientes acerca del descalabro merengue. Un sólo gol de Gareth Bale en la vuelta de semifinales contra la Juve (de los dos o tres que falló), y ahora el Maligno estaría en Berlín. Un mal partido de Ter Stegen en la vuelta contra el Bayern Munich (que nos apisonó en cuanto a ocasiones en la primera parte), y quizás el Barça habría caído eliminado. Lo mejor en estos casos es simplemente ser prudente y evitar pontificar, porque muchas veces no callarse en noviembre equivale a quedar retratado en junio. Sin embargo, lo que sí puede hacerse sin temor a meter la pata es analizar los fríos datos, tratando de establecer tendencias que aclaren lo ocurrido (aunque sea en parte); y los escalofriantes datos del Real Maligno señalan de manera clara a un culpable principal: Florentino Pérez, al que ojalá la providencia y las prestidigitaciones fiscales mantengan en la presidencia del Real Mordor durante muchos años. Mientra sigas ahí, sospecho que el F.C. Barcelona seguirá recortando poco a poco distancias a las hordas de Satanás en cuestión de palmarés.

El-Real-Madrid-de-Florentino-Perez-ya-ha-despedido-a-8-entrenadoresPrecisamente para evitar acusaciones de ventajismo, incluso voy a dejar de lado el hecho de que el Barça, en los últimos 25 años (o sea, desde la llegada de Johann Cruyff como entrenador), haya ganado más títulos de Liga que en sus 100 años anteriores (casi el doble de los que ha ganado el Real Madrid, por cierto), y me voy a centrar en los dos períodos de Florentino Pérez al mando de la entidad merengue: en su primera etapa presidencial, de seis años de duración (del 2000 al 2006), el Real Madrid conquistó dos Ligas y una Champions. En la segunda etapa de mandato de Floper, que empezó a mediados del 2009 (o sea, que lleva también seis años), de momento lleva ganadas 1 Liga, 1 Champions y 2 Copas del Rey. Sumándolo todo, en sus doce años de gobierno el florentinato ha aportado a la sala de trofeos del Bernabeu 3 Ligas, 2 Champions Leagues y 2 Copas del Rey. En ese mismo lapso de tiempo el Barça ha conquistado idéntico número de Copas del Rey y Champions Leagues (dos, ampliables a tres dentro de pocos días), y siete campeonatos de Liga. Se mire por donde se mire, es una comparativa demoledora, que deja claro de qué color es la hegemonía del fútbol español desde hace unos cuantos lustros (una pista: no es de color blanco). Lo dicho, Florentino quédate, por favor.

¿A qué se debe este nivel de arrase? Mi opinión es que, más allá de tácticas puntuales o del acierto/desacierto a la hora de elegir entrenadores (el Barça ha ganado ligas con Rijkaard, Guardiola, Vilanova, Luis Enrique… e incluso con el desastroso Tata Martino nos quedamos a un gol mal anulado de ser campeones), el factor dominante, la diferencia entre ambos clubes, es el modelo deportivo. El del Barça podrá ser más o menos criticable, sobre todo por su excesivo apego a un estilo futbolístico que requiere jugadores de características muy particulares (ahí están los semi-fracasos de Ibrahimovic, Villa o Fabregas, mega-cracks que no supieron adaptarse), pero es que el Real Maligno no tiene modelo ninguno. Los dos clubes son dos trasatlánticos con urgencias históricas que se renuevan de año en año, y con una política de fichajes a golpe de talonario (por cada Cristiano Ronaldo hay un Neymar, por cada Luis Suárez un Gareth Bale), pero al menos el Barça toma la mayoría de decisiones intentando cubrir necesidades a medio/largo plazo, mientras que el Real Madrid se limita a acumular los cromos que a su presidente le apetece tener en el álbum.

carlo1-479479Así, la caballería mediática madrileña no ha dudado en despedazar a Ancelotti por no haber ganado un solo título en este curso, sin valorar que el italiano, aparte de comportarse como un verdadero hombre de club y de lograr pacificar un vestuario que estaba en pie de guerra tras el paso de tierra quemada de Jose Mourinho, ha sacado auténtico petróleo (¡Ganó la Décima, leches!) a una plantilla absolutamente descompensada, sin apenas piezas relevantes de banquillo y con un once inicial que es la cama de un loco: un portero desquiciado, un centro del campo a base de mediapuntas reconvertidos (James, Isco…) y que se derrumba por la simple lesión de un jugador clase-media como Modric, mas una delantera liderada por un mega-crack planetario que, lejos de ejercer de líder motivador, se comporta como un niñato a la que la cosa se tuerce, y que parece dar la misma importancia a los registros personales que a los colectivos, sin ser consciente de que (por lo general) lo segundo es lo que lleva a lo primero y no al revés. No hay constancia de ninguna temporada en que la afición merengue haya tomado la Cibeles para celebrar una Bota de Oro o un Pichichi…

Por todo ello, y de esto es de lo que realmente quería hablar en la presente encíclica (la introducción me ha quedado larga, lo sé), si hay algo que lamento a estas alturas es que el rival del F.C. Barcelona en la próxima final de la UEFA Champions League sea la Juventus de Turín y no la turba de Chamartín. La mayoría de culés a los que conozco siguen con el complejo de inferioridad y el miedo escénico que transmite el Real Madrid, al que históricamente hemos visto como un supervillano que nos privaba de alcanzar la grandeza futbolística. Yo en cambio creo que, tal como estamos nosotros y tal como están ellos, éste era el momento perfecto para atropellarlos en una final europea, ante la mirada atónita del mundo entero. Si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta, en efecto, pero es que incluso sin dejarme llevar por la pasión dudo que ahora mismo haya demasiado color entre ambos equipos.

El F.C. Barcelona ha llegado al mes de mayo como el equipo físicamente más fuerte e intenso de la Tierra, algo que no ha sido común a lo largo de nuestra historia, y que queda en el haber de Luis Enrique, que ha estado finísimo midiendo las rotaciones. Tiene la mejor defensa (36 goles encajados en 58 partidos), el mejor centro del campo y el mejor ataque (me tengo que ir muchos años hacia atrás para encontrar un tridente más bestia que Messi-Suárez-Neymar). Obviamente en una final a 90 minutos puede pasar de todo; y en dos, más. Pero este año no puede haber excusas: cualquier cosa que no sea Liga, Copa y Champions sólo podrá computarse como un fracaso y una ocasión perdida.

El actual Real Madrid no nos supera en nada, ni en intensidad, ni en forma física, ni en despliegue táctico ni mucho menos en fútbol puro y duro (hablo por hoy, no por diciembre ni por marzo; lo digo por si alguien quiere recordarme los dos enfrentamientos ligueros de esta temporada en los que, es cierto, los Malos fueron mejores que nosotros). De hecho, la «Vecchia Signora» sí que nos aventaja en al menos un aspecto: en oficio, en saber explotar hasta el límite sus opciones, lo que se conoce como «fútbol subterráneo». Te meten un gol y sudas sangre para remontarles, y por ahí es por donde nos podrían complicar la vida (antes de la ronda de semifinales de la competición, por cierto, ya comenté que este equipo era el tapado, y que mucho cuidadito con ellos).

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De verdad, hacedme caso pueblo culé, en una hipotética final de Champions contra el Real Maligno tendríamos mucho más a ganar que a perder. Es lo que se conoce como «coste de oportunidad», aquello a lo que renunciamos para evitar un riesgo; y este es un coste de oportunidad demasiado alto como para ignorarlo. El F.C. Barcelona se ha pasado 90 años de historia perdiendo copas de Europa (hasta que por fin ganamos la primera en Wembley, en 1992). Hemos estado muchas décadas a la intemperie, ya sabemos lo que es pasar frío. Ellos no, ellos no lo saben. Es cierto que tuvieron que esperar más de tres décadas para ganar “la Séptima”, pero eso sólo significa que ya tenían seis para consolarse. Por lo tanto, perder una final de Champions League contra el equipo más laureado de la historia del fútbol, por mucho que sea tu enemigo más odiado, por mucho que escueza, por mucha mofa que generase cada vez que nos cruzásemos con un vikingo, en realidad no variaría en absoluto el actual status quo: ellos seguirían estando arriba, y nosotros abajo. Es decir, como ahora.

En cambio, si les ganásemos, se les acababa automáticamente la camama. Arrebatarles una Champions League en enfrentamiento directo sería un órdago ganador. Los Rebeldes de Star Wars sabían muy bien que su única posibilidad de nivelar la guerra contra el Imperio era reventando de un tiro la Estrella de la Muerte. Pues nosotros igual. Porque, reconozcámoslo, jamás les vamos a igualar a Champions Leagues ganadas. No con el actual nivel de competitividad en el fútbol. Necesitamos un acto de terrorismo deportivo. Necesitamos comernos sus tripas en una final cara a cara.

Sería tabula rasa. Tierra cero. Una victoria que valdría por las cinco Champions de diferencia que nos llevarían aún. Ya no podrían sacar a pasear sus copas de Europa sin que les recordásemos que, la que tenía que haber sido la undécima, se la birlamos nosotros. La sensación (imposible de rebatir) que flotaría en el aire sería que el único motivo por el que tienen las otras diez es porque no jugaron esas finales contra nosotros.

Y frente a una posibilidad así de jugosa, ¿nos vamos a conformar con un puñetero triplete?

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Diumenge de Rams

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En el verano de 1978 yo tenía 9 años (a punto de cumplir 10), y en los cines de toda España se estrenaba la comedia dirigida y protagonizada por Warren Beatty El cielo puede esperar, remake de la muy entretenida El difunto protesta (Alexander Hall, 1941). Por aquel entonces Warren Beatty era una estrellaza de Hollywood cuyo anterior filme, Shampoo, había reventado la taquilla y le había valido una nominación a los Oscar (como guionista) y otra a los Globos de Oro (como actor de comedia). El cielo puede esperar suponía, además, su debut tras la cámara.

Por tanto, la película se estrenó a todo trapo en Barcelona, en el cine Coliseum (uno de los más grandes de la ciudad), con un cartel gigantesco presidiendo la fachada. Era una ilustración extraordinariamente detallada (obra de Birney Lettick, autor de muchas portadas para la revista Time), en la que se veía al protagonista vestido con chandal y zapatillas de deporte, mirando en actitud casual un reloj de mano, mientras ignoraba las luces celestiales que se anunciaban a su espalda. Lo que llamaba más la atención, no obstante, lo que le daba toda su fuerza visual y tenía capacidad para disparar la imaginación de un niño, eran las gigantescas alas de ángel con las que estaba equipado el personaje. En conjunto, parecía un superhéroe en su día libre. Es una ilustración de otra época, de una escuela que hoy apenas existe, de cuando los posters de cine eran pequeñas obras de arte que decían algo, que te intrigaban y te arrastraban a comprar una entrada. Hoy todo son putas fotos de cabezas flotantes.

Yo pasaba a menudo por delante del Coliseum, y siempre se me quedaban los ojos clavados en el cartel, como si fuera un perro viendo una ristra de salchichas. Aquella imagen me generaba una fascinación y una curiosidad tremendas, y no me la quité de la cabeza hasta que por fin conseguí ver la película (al año siguiente, en un cine de verano en Tossa de Mar). Para ser una comedia romántica, me folló la mente más allá de toda lógica. Por algún motivo que ignoro se fijó en mi subconsciente hasta el punto de que aún hoy, cuatro décadas más tarde, se me hace un nudo en la garganta sólo con escuchar el estupendo tema musical de Dave Grusin.

De todos modos, más allá de la calidad de El cielo puede esperar como comedia con toques de género fantástico (a mí me parece que es estupenda y que le da sopas con honda a la original), lo que más me llamó la atención fue su trasfondo de fútbol americano: en principio el personaje central debía haber sido un boxeador, al igual que en la película de 1941, pero la negativa de Muhammad Ali a protagonizarla llevó a Beatty a asumir él mismo el papel, modificando la trama para que fuese el quarterback titular del equipo de fútbol americano Los Angeles Rams. Aunque en los años 70, en España, el fútbol americano era tan desconocido como el sánscrito, a mí eso me dio igual; con lo que yo me quedé prendado de inmediato fue con el equipamiento de los Rams y en especial con su casco, de un llamativo color azul y decorado por unos espectaculares cuernos amarillos. Me hice fan de los Rams antes incluso de hacerme aficionado 09000d5d8201f90a_gallery_600al fútbol americano. Fue, simple y llanamente, un puñetero flechazo. A día de hoy los Rams siguen siendo mi primer equipo deportivo, por delante incluso
del F.C. Barcelona. Cambiaría sin pensarlo
un instante todas las Champion Leagues blaugrana por otros tantos trofeos Vince Lombardi para los Rams (que desde el año 1995 ya no están en Los Angeles sino en St. Louis, aunque últimamente abundan los rumores acerca de su retorno a la soleada California). Mis amigos dicen que estoy chalao. Yo les respondo que tenía 9 años.

Uno se engancha a un equipo deportivo por razones muy diversas, aunque casi todas tienen que ver con vínculos emocionales y/o familiares. En el caso de los equipos de tu ciudad o tu país natal la conexión es evidente, pero en cuanto a los equipos de ligas americanas, que difícilmente has mamado desde pequeño (en especial la NBA y la NFL), acostumbran a establecerse nexos singulares, y suelen tener que ver con la admiración que despiertan los ganadores. Así, quienes descubrimos la NBA en los 70 y principios de los 80 nos hicimos de los L.A. Lakers (Magic Johnson, Abdul Jabbar…) o de los Boston Celtics (Larry Bird, Kevin McHale…), mientras que quienes la descubrieron una década más tarde se hicieron de los Chicago Bulls (Michael Jordan y otros cuatro tíos que jugaban a su lado). De manera similar y hablando ya de fútbol americano, en España hay mucho aficionado veterano de los San Francisco 49ers y de los Cincinatti Bengals, porque fueron los dos rivales que se enfrentaron en la primera Superbowl que se televisó por estos lares, a finales de los 80 (recuerdo haber visto la emisión por TV3); y quienes empezaron a ver dicho deporte a principios de los 2000 se hicieron casi mayoritariamente de los New England Patriots, que en aquel entonces eran la fiebre a seguir.

Kurt WarnerLo de los Rams, en cambio, es muy curioso. A lo largo de mi existencia, a base de charlar sobre la NFL aquí y allá, me he encontrado con
un puñado de tipos de más
o menos mi edad que son seguidores del equipo, con un nivel de fanatismo parecido al mío (no diré que igual, porque yo rozo lo psicótico); y casi todos se convirtieron a la fe verdadera tras haber visto El cielo puede esperar a una edad en la que aquello tenía capacidad para afectarles profundamente. Somos de los Rams porque les vimos en una película, cuando ni sabíamos a qué deporte jugaban. Nos hicimos fans muchos años antes de tener la posibilidad de verles en acción, sin saber si eran buenos o malos; sin saber, de hecho, que se trataba de un equipo básicamente perdedor. No conozco muchos casos similares, y creo que el hacernos conscientes de este detalle nos llevó a encariñarnos con ellos mucho más de lo que sería razonable. Los Rams solo han ganado una Superbowl en sus 79 años de historia. Fue en 1999, contra los Tennessee Titans, y yo no puedo volver a ver los dos últimos minutos de aquel partido sin que se me humedezcan los ojos por las lágrimas. ¿Otro ejemplo? Uno de los momentos de mi vida en los que he sentido más orgullo, genuino y honesto orgullo, fue en abril del 2012, cuando Torry Holt, ex-jugador mítico de aquellos Rams campeones y que en ese momento militaba ya en otro equipo, decidió dejar definitivamente el deporte en activo. El día antes de anunciarlo en rueda de prensa firmó un contrato de 24 horas de duración con los St. Louis Rams, para poder retirarse como jugador del club de sus amores. Si algún día Torry Holt necesita un trasplante de riñón, solo tiene que ponerse en contacto conmigo.

temp460102684--nfl_mezz_1280_1024¿Y cuál es exactamente el motivo de esta entrada de blog, aparte de explicar una colección de batallitas que van de lo irrelevante a lo directamente moñas? Pues que estamos en vísperas de Semana Santa y hoy en Catalunya ha sido Diumenge de Rams, una festividad que lógicamente, como fan fatal de dicho equipo, observo con especial fervor, y que me impele a hacer públicos unos versículos en recordatorio de aquella única Superbowl que nos llevamos a las vitrinas, hace ya demasiados años…

PADRE NUESTRO DE LOS RAMS
Nick Foles que estás en el huddle,
santificadas sean tus estadísticas,
vengan a nosotros tus touchdowns,
hágase tu voluntad,
Así en el Edward Jones Dome como en campo ajeno.

Las trescientas yardas de pase en cada partido,
dánoslas hoy,
y perdona nuestros insultos,
así como nosotros perdonamos tus intercepciones.

No nos dejes caer en el partido de wild card,
y líbranos del fumble,
Amen.



HECHOS DE LOS RAMS 2, 14-15

Entonces Kurt Warner, puesto de pie en medio de los once, levantó la voz y se expresó así: 4-21-13, formación en shot gun, play action hacía la derecha. ¡Hut-hut-hut!

Y he aquí que cuando Warner recibió el snap, un jugador de los Titans rebasó la linea en acción de blitz, y ya abalanzábase sobre Warner, presto a lograr el sack, cuando del cielo surgió un rayo de luz por entre las nubes, y escuchó Warner una voz que le decía así:

Y sucederá en los últimos tiempos,
que derramaré mi espíritu sobre todos los hombres.
Y obraré prodigios arriba en el cielo,
y milagros abajo en la tierra:
sangre, y fuego, y nubes de humo.
El sol se convertirá en tinieblas,
y la luna en sangre,
cuando llegue el día del Señor,
día grande y preclaro.
Y sucederá,
que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.
Y por cierto, Warner,
cambia la jugada a carrera,
que te van a hacer sack y vas a perder doce yardas,
y no en vano estáis ya en tercera y siete,
oh imbécil.

Y ocurrió que Warner, así inspirado, cambió la jugada sobre la marcha y cedió el balón a la mano a Marshal Faulk; y dícese que Faulk, en recibiendo el balón, corrió muchas yardas antes de caer placado. Y que aun en cayendo, viose que había superado la línea de anotación, y que por ello a los Rams les fue concedido el touchdown. Y prodújose mucho alborozo en Saint Louis, y mucha zozobra y crujir de dientes en Tennessee. Y así ocurrió, que los Rams ganaron aquella Superbowl a los Titans.

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F.C. Barcelona 2 – 1 Real Maligno (Jornada 28 de la Liga BBVA 2014/2015)

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1-0 de Matthieu, 1-1 de Cristiano Ronaldo, 2-1 de Suárez y chimpum (¿se dice «Chimpum», «Chinpum» o «Chimpún»? Nunca lo he sabido…). En eso se resume el partido, uno de los Barça – Real Maligno más eléctricos y de ida y vuelta de los últimos años. Ahora vayamos con los detalles: dicen las cantinelas que llegan desde Mordor que los de blanco, ayer, dominaron a un Barça que no tuvo la pelota y solo fue mejor en las áreas. A ver… ¿a alguien le parece insuficiente ser mejor EN LAS DOS ÁREAS de un partido de fútbol? Las áreas, que entre ambas delimitan un tercio del terreno de juego, son las zonas donde acaban sucediendo las cosas, donde se ganan y pierden partidos y títulos. Ahora va a resultar que tener pegada delante y seguridad atrás no es un ideal deseable. La de cosas que aprende uno leyendo el As y viendo El Chiringuito.

Es cierto, sí, que el Maligno fue mejor (a ratos MUY mejor) que el Barça durante al menos una hora de match. Tuvo más juego combinativo (descomunal Benzema), más velocidad de ejecución, más constancia en la presión y las ideas mucho más claras, pero ¿mereció más? Rotundamente no, porque de hecho TUVO ese más: tres o cuatro ocasiones francas (sobre todo en la primera parte) que falló sin ayuda de nadie. No las metió y la culpa fue enteramente suya. Si durante muchos años he criticado a los Barça en crisis, argumentando que dominar el balón y perder no es jugar bien al fútbol, porque como mínimo estás haciendo algo mal (no meter goles, lo más importante), tirando de la misma lógica me permito afirmar ahora que los de Ancellotti fueron ayer un equipo estupendo en ciertas fases del juego, pero carente de solidez, con mandíbula de cristal y un depósito de combustible limitado. Un equipo que empató en la jugada siguiente a poderse haber visto 2-0 abajo, un equipo con una defensa de broma y un portero estatua, un equipo que en la media hora final estaba físicamente muerto (que se lo hagan mirar, porque todos los partidos de aquí a final de temporada les van a durar 90 minutos como mínimo) y que fue mareado persiguiendo sombras. Jugaron bien en líneas generales, pero dejaron demasiadas zonas oscuras que les condenaron. O sea, que no jugaron tan bien. Por eso hoy el merenguismo llora en tertulias y columnas de opinión por la leche derramada, la oportunidad perdida de machacar al Barça antes del descanso. Se siente. No hay bracitos, no hay galletitas.

Otro día hablaremos de cómo nuestro centro del campo vive un ocaso generacional que no se va a solucionar por muchos Rakitics que vengan (una vez más tuvo que acabar saliendo al cesped Hernández para que todo volviese a tener sentido), de cómo taponarnos a un único jugador (Messi) sigue siendo el modo más efectivo de ralentizar nuestra circulación de medio campo para adelante, de la falta de sustancia que seguimos demostrando como grupo (y que las victorias van maquillando), y de si el resultadismo y la racanería eficaz de Luis Enrique (ayer jugamos con la defensa más atrasada que yo recuerdo haber visto en el Camp Nou) nos compensan en estos tiempos de arnica colectiva en los que toca ganar como sea (un Iniesta menor repartiendo estopa en lugar de asistencias). Nos hemos vuelto un equipo físico y contragolpeador, es cierto. Pero ayer ganamos un Clásico, ganamos a los discípulos de Satán, y eso no entiende de análisis futbolísticos. Eso era una necesidad. La Liga no está ni muchos menos ganada (me temo que aún perderemos unos cuantos puntos tontos), pero ahora mismo hay 19 equipos que se cambiarían por nosotros.

Tampoco me convence el discurso merengue de «Estamos contentos, dimos la cara». Bueno, más que no convencerme me tranquiliza, viniendo de un conjunto que hace un par de meses alardeaba de imparable campeón del mundo, aireaba la bandera de las 22 victorias seguidas, se postulaba para revalidar la Champions y apuntaba a batir todo tipo de records. Un equipo que, ya que hablamos de rachas, esta temporada ha ganado UNO de los SIETE partidos que ha disputado contra sus tres principales rivales domésticos, tanto en liga como en copa (Barça, Valencia y At. Madrid). ¿Ese es el listón que se ponen ahora? ¿»Dar la cara» y palmar? Me parece bien. Cuatro puntos por detrás. Tal día hará un año.

Superbowl XLIX

SEATTLE SEAHAWKS 24 – 28 NEW ENGLAND PATRIOTS

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En cierta escena de la película La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987), un personaje describe a otro diciendo “Bajo el fuego, Pedazo de Animal es una de las mejores personas del mundo. Sólo necesita a alguien que esté tirándole granadas el resto de sus días.” Algo así les ocurre a los actuales Seattle Seahawks, un equipo de talento inmenso pero de personalidad un tanto ciclotímica, que al parecer necesita verse contra las cuerdas para espabilarse y ponerse a jugar su mejor fútbol. Ayer, en la XLIX Superbowl, los Patriots tiraron una granada más de las que los Seahawks eran capaces de devolver, llevándose la victoria por un apretadísimo 28-24 prácticamente sobre la bocina. Tal como había discurrido el partido fue un desenlace lógico y justo, aunque en los minutos finales cualquier cosa pudo haber pasado, e incluso planeó por el estadio el fantasma de aquella “miracle reception” de David Tyree (reencarnado en el receptor de Seahawks Jermaine Kearse) que les colaron los New York Giants a los de Boston en la mítica final del 2008 (ésta).

Hace un par de semanas, durante la final de conferencia contra Green Bay Packers, Seattle ya demostró que es un equipo capaz de ganar partidos a base de táctica (es decir, la gestión de las situaciones de crisis a corto plazo) pese a verse ampliamente superado en estrategia (es decir, el “game-plan” general). En aquella ocasión los Packers fueron mejores durante 56 de los 60 minutos de partido, pero vieron como ese excelente trabajo se iba al traste en los 4 minutos restantes, cuando de repente Seattle procedió a pasarles por encima en casi todas las facetas del juego. No obstante, a un equipo campeón cabe pedirle algo más que testosterona y jugadas milagrosas, e intentar repetir el mismo truco de la victoria por la heroica ante Bill Belichick y Tom Brady, en una Superbowl, era ya demasiado ir con el cántaro a la fuente. Les podría haber salido bien, claro, porque pese a pasarse buena parte del partido viviendo en el alambre consiguieron llegar a la última jugada, el momento clave del match, con el balón y la situación justos para llevarse a casa el trofeo Vince Lombardi, y solo lo impidió el estrambótico play-calling de su entrenador: rifar la pelota en un pase cuando estaban a tres pasitos del TD y tenían en cancha a Marshawn Lynch, el mejor corredor de la liga, que llevaba toda la segunda mitad percutiendo contra la defensa de Nueva Inglaterra y masacrándola. El intento de pase dio lugar a una intercepción (ésta) y ahí se terminó el asunto.

De todos modos, incluso ganar el partido con esa jugada habría sido un poco de pantomima, porque los Seahawks tuvieron delante a un equipo que compensó a base de orden e ideas claras su (teórica) desventaja en técnica y fortaleza. Un equipo que lo mereció más. Posiblemente estos Patriots no sean mejores que estos Seahawks, pero desde luego juegan como nadie este tipo de partidos. Hasta en sus peores momentos de agotamiento físico y mental (mediado el tercer cuarto, perdiendo de 10 tras sufrir un parcial de 17-0), supieron tener paciencia y cabeza fría para seguir haciendo esa media docenita de cosas que llevaban todo el partido haciendo mejor que su contrincante: no perder de vista el reloj, mantener ataques sostenidos que movían el balón poco a poco pero sin parar aunque ello no se tradujese en puntos (descomunales Edelman y Gronkowski), y minimizar los pases cortos y medios del rival (Wilson, el QB de Seattle, solo funcionó realmente en bombas largas o cuando se puso a correr él mismo).

Los Seahawks, que no habían estado especialmente brillantes a lo largo de la velada salvo por un par de latigazos (el empate a 14 recorriéndose el campo entero en 30 segundos, y el arreón que los había puesto en +10 puntos), pero que tampoco habían cometido errores de bulto, empezaron a hacer el tarambana antes de tiempo, celebrando su victoria en la banda cuando aún quedaba un cuarto de hora por delante, relajándose en defensa y sobre todo cometiendo una penalización idiota (15 yardas por placar al portador del balón cuando ya estaba fuera del campo) que dio nueva vida a New England justo cuando atisbaba el borde del abismo. A partir de ahí, el “momentum” y la desesperación fueron cambiando lenta pero inexorablemente de bando, merced a un Tom Brady que puso en práctica la suficiente inteligencia emocional como para quitarse de la cabeza las dos intercepciones que había lanzado ya esa noche y llevar el ataque del equipo en volandas, una vez más. Como casi siempre durante los últimos 15 años. Total, entre unos y otros, cuando los de Seattle quisieron darse cuenta ya estaban de nuevo por detrás en el marcador, con dos minutos por jugarse. Hostias Pedrín, a remar. Una vez más se arremangaron para demostrar que son el mejor “clutch team” del planeta y rozaron el milagro. Literalmente. Pero contra Belichick y Brady rozarlo no suele ser suficiente.

En fin, otro titulito para los Patriots sin muchos «peros» que ponerle. Fue una final tosca pero tremendamente dramática, con héroes, villanos, giros argumentales sorpresa (ese gigantesco receptor rookie de los Seahawks, que eligió la Superbowl para pillar los tres primeros pases de su carrera, básicamente convirtiéndose en la referencia ofensiva de su equipo durante toda la primera parte) y un clímax de auténtico infarto. No cabe pedir mejor conclusión a una temporada que no será precisamente recordada por su brillantez futbolística (ni recuerdo la última vez que entraron en Play-Offs equipos con record de victorias negativo). En cualquier caso, una mala temporada de la NFL me sigue pareciendo mejor que una temporada media de cualquier otro deporte con pelota. Lo peor de ayer no fue tener que aguantar otra vez la sonrisa de teleñeco de Tom Brady. Lo peor de ayer es que ya no vuelve a haber más fútbol americano hasta septiembre…