Superbowl XLIX

SEATTLE SEAHAWKS 24 – 28 NEW ENGLAND PATRIOTS

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En cierta escena de la película La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987), un personaje describe a otro diciendo “Bajo el fuego, Pedazo de Animal es una de las mejores personas del mundo. Sólo necesita a alguien que esté tirándole granadas el resto de sus días.” Algo así les ocurre a los actuales Seattle Seahawks, un equipo de talento inmenso pero de personalidad un tanto ciclotímica, que al parecer necesita verse contra las cuerdas para espabilarse y ponerse a jugar su mejor fútbol. Ayer, en la XLIX Superbowl, los Patriots tiraron una granada más de las que los Seahawks eran capaces de devolver, llevándose la victoria por un apretadísimo 28-24 prácticamente sobre la bocina. Tal como había discurrido el partido fue un desenlace lógico y justo, aunque en los minutos finales cualquier cosa pudo haber pasado, e incluso planeó por el estadio el fantasma de aquella “miracle reception” de David Tyree (reencarnado en el receptor de Seahawks Jermaine Kearse) que les colaron los New York Giants a los de Boston en la mítica final del 2008 (ésta).

Hace un par de semanas, durante la final de conferencia contra Green Bay Packers, Seattle ya demostró que es un equipo capaz de ganar partidos a base de táctica (es decir, la gestión de las situaciones de crisis a corto plazo) pese a verse ampliamente superado en estrategia (es decir, el “game-plan” general). En aquella ocasión los Packers fueron mejores durante 56 de los 60 minutos de partido, pero vieron como ese excelente trabajo se iba al traste en los 4 minutos restantes, cuando de repente Seattle procedió a pasarles por encima en casi todas las facetas del juego. No obstante, a un equipo campeón cabe pedirle algo más que testosterona y jugadas milagrosas, e intentar repetir el mismo truco de la victoria por la heroica ante Bill Belichick y Tom Brady, en una Superbowl, era ya demasiado ir con el cántaro a la fuente. Les podría haber salido bien, claro, porque pese a pasarse buena parte del partido viviendo en el alambre consiguieron llegar a la última jugada, el momento clave del match, con el balón y la situación justos para llevarse a casa el trofeo Vince Lombardi, y solo lo impidió el estrambótico play-calling de su entrenador: rifar la pelota en un pase cuando estaban a tres pasitos del TD y tenían en cancha a Marshawn Lynch, el mejor corredor de la liga, que llevaba toda la segunda mitad percutiendo contra la defensa de Nueva Inglaterra y masacrándola. El intento de pase dio lugar a una intercepción (ésta) y ahí se terminó el asunto.

De todos modos, incluso ganar el partido con esa jugada habría sido un poco de pantomima, porque los Seahawks tuvieron delante a un equipo que compensó a base de orden e ideas claras su (teórica) desventaja en técnica y fortaleza. Un equipo que lo mereció más. Posiblemente estos Patriots no sean mejores que estos Seahawks, pero desde luego juegan como nadie este tipo de partidos. Hasta en sus peores momentos de agotamiento físico y mental (mediado el tercer cuarto, perdiendo de 10 tras sufrir un parcial de 17-0), supieron tener paciencia y cabeza fría para seguir haciendo esa media docenita de cosas que llevaban todo el partido haciendo mejor que su contrincante: no perder de vista el reloj, mantener ataques sostenidos que movían el balón poco a poco pero sin parar aunque ello no se tradujese en puntos (descomunales Edelman y Gronkowski), y minimizar los pases cortos y medios del rival (Wilson, el QB de Seattle, solo funcionó realmente en bombas largas o cuando se puso a correr él mismo).

Los Seahawks, que no habían estado especialmente brillantes a lo largo de la velada salvo por un par de latigazos (el empate a 14 recorriéndose el campo entero en 30 segundos, y el arreón que los había puesto en +10 puntos), pero que tampoco habían cometido errores de bulto, empezaron a hacer el tarambana antes de tiempo, celebrando su victoria en la banda cuando aún quedaba un cuarto de hora por delante, relajándose en defensa y sobre todo cometiendo una penalización idiota (15 yardas por placar al portador del balón cuando ya estaba fuera del campo) que dio nueva vida a New England justo cuando atisbaba el borde del abismo. A partir de ahí, el “momentum” y la desesperación fueron cambiando lenta pero inexorablemente de bando, merced a un Tom Brady que puso en práctica la suficiente inteligencia emocional como para quitarse de la cabeza las dos intercepciones que había lanzado ya esa noche y llevar el ataque del equipo en volandas, una vez más. Como casi siempre durante los últimos 15 años. Total, entre unos y otros, cuando los de Seattle quisieron darse cuenta ya estaban de nuevo por detrás en el marcador, con dos minutos por jugarse. Hostias Pedrín, a remar. Una vez más se arremangaron para demostrar que son el mejor “clutch team” del planeta y rozaron el milagro. Literalmente. Pero contra Belichick y Brady rozarlo no suele ser suficiente.

En fin, otro titulito para los Patriots sin muchos «peros» que ponerle. Fue una final tosca pero tremendamente dramática, con héroes, villanos, giros argumentales sorpresa (ese gigantesco receptor rookie de los Seahawks, que eligió la Superbowl para pillar los tres primeros pases de su carrera, básicamente convirtiéndose en la referencia ofensiva de su equipo durante toda la primera parte) y un clímax de auténtico infarto. No cabe pedir mejor conclusión a una temporada que no será precisamente recordada por su brillantez futbolística (ni recuerdo la última vez que entraron en Play-Offs equipos con record de victorias negativo). En cualquier caso, una mala temporada de la NFL me sigue pareciendo mejor que una temporada media de cualquier otro deporte con pelota. Lo peor de ayer no fue tener que aguantar otra vez la sonrisa de teleñeco de Tom Brady. Lo peor de ayer es que ya no vuelve a haber más fútbol americano hasta septiembre…

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