PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017 (PARTE UNO): RESUMEN DE MI AÑO MUSICAL

Pues oye, aquí estamos, otra vez con los PAMUNDI MUSIC AWARDS. Tarde, como siempre (mirad la fecha de publicación de esto, por Dios…) pero, como digo, aquí estamos. El CRI-TE-RIO (El concepto «criterio» es © de Chema Pamundi 2018, todos los derechos reservados) ha llegado de nuevo para alumbraros. Mientras vosotros os matábais a pajas, yo he estado matándome a confeccionar listas musicales, así que no me déis la charlita con que llevo dos meses de retraso, haced el favor. La martingala esta de los PAMUNDI MUSIC AWARDS tuvo su primera edición a principios del 2008. Empezó de manera bastante casual en una lista de correo con colegas y mira, a lo tonto a lo tonto resulta que he llegado hasta el 2018. Lo que significa que toca décimo aniversario del asunto. No soy nada de efemérides, la verdad, de modo que mi manera de celebrar los 10 años de PAMUNDI MUSIC AWARDS va a consistir en hacer lo de siempre, que para lo que cobro ya es bastante.

Aún así, he de reconocer que me sorprende no haberme cansado aún de esto, una década después. Seguir encontrando divertido hacer algo tan rimbombante, que me da tanta faena y que a la vez tiene un interés tan relativo salvo para cuatro amigos cercanos. Pero es que, de verdad, me lo paso cañón cazando reseñas de discos potencialmente interesantes (para mí); usando la aplicación Shazam para identificar al vuelo un estribillo que se me engancha en el hilo musical de una tienda; dejando que Spotify me sugiera nuevos artistas afines a mis gustos; y luego filtrando toda esa ingente cantidad de información, escuchando cada álbum una y otra vez mientras trabajo o hago otras cosas, y puntuándolo en un excel, tema por tema (y aplicando luego un factor corrector por el conjunto del álbum, porque las más de las veces una obra musical es mejor o peor que la simple suma de sus canciones). Es un proceso que me obliga a estar pendiente, a consumir mucha música que de otro modo dejaría pasar por pura pereza; y cada año descubro cosas que me dejan del revés, me maravillan o me enamoran (y, si estoy realmente de suerte, las tres cosas a la vez).

BROCKHAMPTON, una de las sorpresas más refrescantes del 2017.

Sobre esta edición en concreto de los PAMUNDI MUSIC AWARDS tengo que decir que posiblemente sea mi favorita hasta la fecha; no porque la presente cosecha de discos y tonadas me parezca superior a las anteriores (objetivamente hablando, no lo es), sino porque me parece que tanto la lista de los 20 Discazos como la de las 70 Tonadas son las más «genuinamente mías» que he elaborado nunca. Esta vez, quizás porque me puse más tarde que de costumbre, no me fijé en otras listas de “lo mejor del año”, de esas que te acaban influyendo aunque no quieras. Decidí mis rankings sin tener ni idea de cuál había sido el disco «top» del 2017 según Pitchfork, Popmatters, Consequence of Sound, The Needle Drop, Hipersónica ni las demás webs-gurú de las que suelo alimentarme. Me limité a escuchar una mezcla de lo que me interesaba de salida, más lo que tenía buenas críticas, y elaboré un listado, creo, bastante “puro”, centrado en mis gustos y punto. Igual esa es la razón de que, por primera vez desde que hago esto, mi disco favorito haya acabado siendo uno nacional, y además uno que bebe de un género tan ignoto para mí como el flamenco. O no… porque justo a pocos días de decidir el ranking definitivo, leí que ese mismo disco había arrasado entre buena parte de los medios y el público especializado. Hay que joderse. No soy original ni cuando lo intento. Ay Pamundi, puto hipster…

2017 ha sido un año de muchísimas e inesperadas decepciones musicales: Future Islands, The War on Drugs y Japandroids han facturado discos cuquis y punto. ¡Viva! es lo más calculado y autocomplaciente que han publicado jamás Los Punsetes, letras de impacto fácil y melodías que suenan a versiones peores de sus propios clásicos (Tu puto grupo, por ejemplo, es una especie de relectura de Opinión de mierda, pero bastante más inofensiva). The National, con los experimentos guitarreros de Sleep Well Beast, a la búsqueda de una frescura que yo no era consciente de que hubiesen perdido (al parecer, ellos sí), dejan cierta sensación de que costará verles reeditar algún día la inspiración de High Violet, un trabajo cuyo impacto se me antoja, cada vez más, como fruto de un momento muy concreto de la carrera y la vida de Matt Berninger y compañía (también de mi vida: las canciones de High Violet parecían interpelarme directamente, cosa que no me ha vuelto a ocurrir con ellos). Rostam (ex-Vampire Weekend que el año pasado sacó un disco sensacional a medias con Hamilton Leithauser, vocalista de The Walkmen) ha editado una voluntariosa pero fallida colección de semi-singles que, más que cantados, parecen maullados por un gato al que le estuviesen haciendo cosquillas en las pelotas. El retorno de RIDE se ha quedado en un ejercicio de nostalgia que me ha servido para bailar un par de singles mientras me acordaba de lo buenos que eran en la época de Nowhere y Going Blank Again. The Magnetic Fields han intentado repetir con 50 Song Memoir lo que ya de salida era claramente imposible de repetir (la obra maestra 69 Love Songs), y a Stephen Merritt le ha quedado un falso disco conceptual de cincuenta canciones al que le sobran veinticinco (las 25 que no sobran son estupendas, ojo). Arcade Fire, empecinados, como en Reflektor, en intentar ser lo que no son (y no son un grupo de dance-rock), han añadido a su catálogo el innecesario Everything Now, un petardo sobreproducido, escaso de estribillos destacables y pedante incluso para sus estándares (la canción en la que se citan a sí mismos, explicando que la escucha de su primer álbum salvó del suicidio a una chica, es una de las mayores mierdas auto-indulgentes que he escuchado jamás).

Arcade Fire buscando el norte perdido.

¿Significa eso que el 2017 ha sido un año de música mediocre? Ni de coña. Significa que el hueco dejado por todas esas decepciones ha sido ocupado con creces por otras propuestas, más desconocidas para mí, pero estupendas. BROCKHAMPTON me han tenido hip-hopeando por casa arriba y abajo unas cuantas tardes, con las tres entregas de Saturation cada una más eléctrizante que la anterior. Aldous Harding me ha enamorado con su folk para días lluviosos y ese timbre de voz que parece romperse para acabar rompiéndote a ti. La experimentación al límite de Ex Eye y Bell Witch me ha encogido el corazón: los primeros mezclando sus sonidos endemoniados con los latigazos de saxo jazzístico de Colin Stetson (magistral, as always), los segundos cascándose una ópera post-doom-metal (o lo que sea) compuesta por un único tema de 83 minutos de duración que, como leí por ahí “Hay que escuchar al menos una vez en la vida” (yo lo he escuchado unas cuantas, y no me canso). Blanck Mass me ha proporcionado la alegría del año: Benjamin John Power, una de las dos mitades de mis adorados Fuck Buttons saca disco en solitario, un fiestón de drone expansivo absolutamente brutal (¿Habéis escuchado esa salvajada titulada Rhesus Negative? ¿LA HABÉIS ESCUCHADO?), y encima me entero de que el duo se ha reunido de nuevo y ya trabaja en su cuarto álbum. ¡Ole!

Para completar la foto, ahí van unos cuantos favoritos emocionales que si han mantenido el tipo: Ariel Pink (cada vez más marciano y más incapaz de componer un disco que baje del notable alto), St. Vincent, Mogwai, Perfume Genius… y King Gizzard & The Lizard Wizard, que merecen mención aparte: no satisfechos con su Nonagon Infinity del curso pasado (un festival psicodélico que se podía escuchar en loop interminable) han publicado CINCO PUTOS DISCOS a lo largo del 2017, cuatro de ellos muy buenos y uno excelente (Flying Microtonal Banana, que ha entrado en la lista), dando así una nueva dimensión a la expresión “ir sobrados”. También están los que han vuelto del semi-retiro en un estado de forma primoroso, como Slowdive, que nos han mecido y acurrucado una vez más con su shoegazing cósmico, igual que si estuviésemos en 1995; o los incombustibles Sparks (46 años hace ya que los hermanos Mael debutaron, bajo el nombre de Halfnelson) con las efervescentes pildorillas de pop cabaretero que forman el divertidísimo Hippopotamus; o los LCD Soundsystem de James Murphy, renovando la herencia musical de Bowie con American Dream, clase maestra de ritmos contundentes y letras demoledoras sobre la decepción y los finales traumáticos (tal como está el panorama musical, no nos podemos permitir que alguien de su talento se tire otros siete años entre álbum y álbum).

Encuentros con LCD Soundsystem en la tercera fase.

Y en la cima de la lista, el sorpresón antes apuntado: Los Ángeles, de la cantaora catalana de 24 años Rosalía, una obra de arte que ha hecho saltar por los aires todos mis esquemas mentales. Cante jondo-folk-pop de un minimalismo prístino, apabullante en su desnudez, con acumulación de tiempos lentos y letras sobre la muerte. Música a contracorriente, para escuchar de manera pausada en un mundo sin paciencia, con tendencia al fast-forward. Decir que es escalofriante no le hace justicia. Es el único disco del 2017 que ha logrado hacerme saltar las lágrimas. Me parece de traca la polémica en la que se ha pretendido meter a Rosalía desde algunos sectores de la crítica, acusándola de impostora por el simple pecado de ser joven y haberse convertido en una sensación, cuando al parecer hay tantos artistas de flamenco “genuinos” que siguen siendo desconocidos. Bueno, yo soy uno de esos fans de nuevo cuño que apenas había prestado atención a las coplas, las seguidillas y compañía, hasta que grupos como Los Planetas o Lagartija Nick empezaron a mezclar esa música con el indie-pop y nos enseñaron que todos los sonidos son compatibles y vienen de sitios muy parecidos.

Rosalía: cuando resulta que lo más rompedor es volver a lo más clásico.

Quizás sí, quizás soy un advenedizo, pero el caso es que el disco de Rosalía, que empecé a escuchar de casualidad (por una reproducción aleatoria del videoclip del single De plata en You Tube), me dejó pasmado; y poner en solfa a una artista por tomar un poso estilístico (en el que casi nadie se fijaba, no jodamos), jugar con él en su caja de arena y renovarlo (con resultados, además, despampanantes) me parece tan ridículo como si acusáramos de apropiación cultural a los westerns de Sergio Leone, por decir algo. En los 80, Dan Aykroyd y John Belushi fueron masacrados por varios popes del blues de toda la vida, pero lo cierto es que probablemente la banda sonora de Granujas a todo ritmo haya metido a más gente el gusanillo del blues en el cuerpo que ningún otro álbum de los últimos 40 años. Es decir que, sinceramente, creo que no hay debate; y si lo hay, me parece un rollo de debate.

¿Que Rosalía es una artista aupada por las élites de la cultura alternativa? Pues oye, igual sí, pero me pregunto por qué nadie arquea una ceja cuando esas mismas élites aúpan a Tame Impala, The War on Drugs o Joanna Newsom. ¿Que hacerse ahora de pronto fan del flamenco es pose? Mmmm, no lo sé; en principio, a corto plazo no tengo pensado ponerme a escuchar a La niña de los peines. Yo de flamenco sé lo mismo que de música africana (o sea, más bien cero), pero eso nunca me ha impedido emocionarme con las canciones de The tUnE-yArDs o del Paul Simon de Graceland. ¿Cuál es el puñetero problema? Los Ángeles me parece un disco de la hostia, así de simple; y me lo parece porque me recuerda a muchas cosas que ya me gustaban antes, desde Lisa Gerrard hasta Sharon Van Etten, Bon Iver, Sufjan Stevens o incluso Neutral Milk Hotel. Para mí es la misma intensidad, y los pelos que se me ponen de punta son los mismos. De verdad: dadle una oportunidad, sin prejuicios; y luego, si no os entra, pues no os entra.

Y eso es todo lo que tengo que decir a modo de resumen de mi año musical. En total, el 2017 me ha deparado la escucha de 249 álbumes. Tras la criba de rigor, el resultado final son las habituales listas de los 20 Discazos y las 70 Tonadas. En los enlaces lo teneis todo. A pasarla buena.

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017: LOS 20 DISCAZOS

PAMUNDI MUSIC AWARDS 2017: LAS 70 TONADAS

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