La batalla de Waterloo (X de XV)

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18 DE JUNIO (SEGUNDA PARTE DE SEIS). LA MAÑANA.

No deja de tener su LOL que la batalla más estudiada de la historia militar, que ha sido escrutada del derecho y del revés hasta en sus más nimios detalles y que cuenta con un volumen descomunal de testimonios directos, siga manteniendo a día de hoy tantos puntos oscuros, tantas interpretaciones abiertas al debate. Por ejemplo, nadie parece ponerse de acuerdo sobre la hora a la que se inició. Algunos historiadores dicen que a las 10 de la mañana ya se estaban dando los primeros cañonazos, mientras que otros dicen que lo gordo no empezó hasta casi la una de la tarde. Yo me voy a quedar con las 11:30 de la mañana, que parece ser la hora que se cita más a menudo, y la que me da más tiempo de explicar cosas con ese dramatismo barato que tanto me gusta…

Así pues, hacia las once y media las bocas de la grand baterie francesa empiezan a escupir plomo y metralla como por un grifo contra las lomas de Mont Saint-Jean. Pero tal como se preveía, mucho ruido y pocas nueces: entre el terreno aún húmedo y blando, y las previsoras órdenes de Wellington para que sus tropas se cobijen tras cualquier elevación que encuentren, el impacto de la artillería queda minimizado. Lo único que consigue, si acaso, es que las baterías británicas se vean obligadas a responder al fuego, entablando un duelo que al menos impide a los ingleses concentrar sus cañonazos sobre la infantería francesa, que ya empieza a menearse.

Hougomont-WallEn el flanco izquierdo gabacho, Jerónimo Bonaparte, hermano del Emperador, dirige una división al interior del bosque y el huerto de Hougoumont, precedida por hostigadores que avanzan en formación abierta y agachados para protegerse entre la maleza. Sin embargo, los soldados imperiales se topan enseguida con una resistencia aliada tan encarnizada (nasauers y hanoverianos, principalmente), que su avance se frena en seco durante un buen rato. Cuando finalmente logran superar el bosque, los atacantes se encuentran ante 30 metros de terreno abierto hasta los muros del chateau, una “zona de tiro libre” para los fusileros aliados. Los franceses intentan cargar numerosas veces, pero son recibidos por una tormenta de disparos que siempre les hace retroceder. Hay que traer más gente y volver a intentarlo. Tampoco. Pues que traigan más gente aún. Ni así.

242A896500000578-2882154-It_was_perhaps_Britain_s_greatest_military_victory_the_ferocious-m-18_1419117416789Poco a poco la cosa en Hougoumont se atasca tal
y como quería Wellington, convirtiéndose en una especie de “microbatalla dentro de la batalla”. De todos modos, el Duque se niega a mandar refuerzos a los defensores del chateau, pues está seguro de que el grueso del ataque francés será por el centro de la línea aliada, y cree que para poder pararlo necesitará todo lo que tenga a mano. Así pues, apenas 3.500 ingleses quedan aislados en Hougoumont, disparando contra todo lo que se mueve desde los árboles, muros y ventanas de la finca, racionando munición y tratando desesperadamente de mantener a raya a más de 8.000 franceses, que en ciertos momentos consiguen llegar hasta la muralla exterior y se agolpan, incluso trepando unos sobre otros, para intentar cruzarla.

Mientras tanto, a eso de la 1:30 de la tarde, Napoleón ordena el ataque principal contra el centro izquierda wellingtoniano y cede el mando de las operaciones al mariscal Ney, mientras él se sienta en su sillita unos minutos y cierra los ojos para descansar la vista (la noche anterior no ha podido pegar ojo, hasta el punto de que, a las tantas de la madrugada, se ha levantado de la cama y ha estado escribiendo cartas hasta el amanecer). Los 18.000 muchachos de d’Erlon se ponen en marcha al ritmo marcado por los tamborileros, en perfectas y apretadas filas, hombro contra hombro, fusiles en ristre. Los aliados oponen en esa zona a 6.000 defensores, siendo su unidad más adelantada la 1ª brigada belga-holandesa del Mayor-general van Bylandt, que ya se dispone en las habituales tres filas de tiradores, apuntando hacia el enemigo y esperando. La distancia efectiva de un rifle de la época es de apenas 200 metros, pero a 20 metros de distancia las posibilidades de impactar están en torno al 30%, y más allá de los 75 metros es tirar munición (el ánima del cañón carece de rayado, lo que hace que la bala se desvíe enseguida de su trayectoria; y en combate es imposible apuntar bien). Apenas el 5% de las bajas de la batalla de Waterloo se deberán a disparos de fusil. Por lo tanto, la frase “¡No disparéis hasta verles el blanco de los ojos!” no es solo una manera de hablar.

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¡Prrrom-popom-popom-popom…! ¡Prrrom-popom-popom-popom….! ¡Prrrom-popom-popom-popom…! 500 metros de distancia… 300 metros… 100 metros… 50 metros… “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” La descarga de fusilería ya abre brechas en las primeras filas francesas, que no obstante siguen avanzando como si nada, los hombres de las líneas posteriores adelantándose para cubrir los huecos y ofrecerse como blancos. “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” Los franceses se detienen a una veintena de metros con todo su cuajo, formando rápida y disciplinadamente sus propias hileras bajo el humo y las andanadas enemigas, y devuelven los disparos. A lo largo de los siguientes diez minutos ambas mckay-79th-highland-waterloofuerzas se enchufan plomo mutuamente a bocajarro, hasta que las diezmadas tropas de van Bylandt deciden que esto ya no está siendo
divertido y se retiran al otro lado de la
colina, cobijándose por entre la 5ª división
de infantería del Teniente-General Thomas Picton, galés de pura cepa. Los de Picton son veteranos de la guerra en España, incluyendo a regimientos de Black Watch y Highlanders, escoceses con pelotas de acero debajo del kilt. Mira si tiene los huevos cuadrados Picton, que los utilleros de la división le han extraviado el equipaje militar y el tío está luchando vestido de civil (con sombrero de copa y todo), dando las órdenes con un paraguas porque ni siquiera lleva espada. Lo que se dice un bello.

La división de Picton avanza decidida sobre la cima de la colina, sus gaitas mezclándose con los tiros, las explosiones y los gritos. La oleada de franceses va a su encuentro desde el otro lado, banderas y estandartes imperiales al viento, los tambores subiendo el ritmo a “pas de charge”, cerrándose sobre el enemigo con un movimiento escalonado, como de bisagra, de este a oeste. Es un choque de gigantes. Durante un buen rato los de Picton y los de d’Erlon se dan candela de la fina, combinando el fuego a discreción con salvajes cargas al cuerpo a cuerpo. Las bajas empiezan a acumularse a buen ritmo y el centro inglés ya muestra los primeros síntomas de flaquear. Salvo por los de Picton, claro, que no ceden ni un puto metro, tercos como ellos solos. En un momento indeterminado de este enfrentamiento, una bala de mosquete a través de la sien convertirá a Sir Thomas Picton en la baja de mayor graduación que han de sufrir los aliados en toda la batalla. Son las dos de la tarde. Pintan bastos para Wellington.

Y entonces, en lo más crudo del combate, cuando los franceses ya empiezan a pensar que abren brecha, que el centro inglés se derrumba… el suelo empieza a temblar, y dos brigadas de caballería pesada británica al mando de Lord Uxbridge salen como de la nada (han podido formar justo detrás de la cresta, sin que el enemigo se entere), y chocan contra los estupefactos franceses a la velocidad de una locomotora descarrilada (y lo de descarrilada es importante, como veremos más tarde). Es la carga de Uxbridge, uno de los momentos álgidos de la batalla.

scotland-forever-560Tras 20 años de guerras napoleónicas en el continente, en 1815 los ingleses son el ejército europeo que dispone de los mejores caballos. Lo cual, unido a su excepcional entrenamiento, convierte a su caballería pesada en una máquina de matar la mar de afinada, sobre todo cuando pillan al enemigo como ahora, en desenfilada y sin haber podido formar en cuadro. Dos mil quinientos jinetes lanzados a tumba abierta, Scots Greys, Dragones y toda la pesca. Los coraceros franceses que están guardando el flanco de d’Erlon tratan de interceptarlos, pero andan demasiado dispersos, y la confusión del momento más las irregularidades del terreno les impiden organizarse antes de ser planchados por el tsunami de Uxbridge. Desde ahí la inercia de la carga sigue adelante y se come a las brigadas francesas de Aulard, Bourgeois y Nogue, capturando las águilas del 105 y el 45 de línea. Luego entablan contacto con las primeras baterías de la artillería francesa y pasan saltando sobre los cañones mientras sablean a sus dotaciones. Los jinetes ingleses siguen y siguen y siguen adelante, enloquecidos, gritando y rebanando cabezas a diestro y siniestro, los ojos inyectados en sangre.

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Y ahí está el problema, precisamente: Wellington ya había hecho notar alguna que otra vez que la caballería inglesa, pese a todo su talento y la calidad de sus monturas, “adolece de una limitada capacidad táctica, y aún menos sentido común”. Añádase a esto el hecho de que Uxbridge ha concedido a los comandantes de cada brigada la iniciativa para que improvisen sobre la marcha (“por si yo no estoy disponible para darles órdenes”), y que están cargando con todos sus efectivos, sin dejar apenas unidades en reserva para protegerse de una eventual contra-carga gabacha, y la receta para el desastre está servida. Tras una carrera de más de un kilómetro, los de Uxbridge se encuentran de pronto en el fondo de una colina, con los caballos derrengados y ante ellos la brigada francesa de Schmitz, perfectamente formada en cuadros. Napoleón ha ordenado a parte de su caballería, los coraceros de Farine y Travers más los dos regimientos de lanceros de Jaquinot, que contracarguen contra los agotados y desordenados ingleses, que se acaban de dar cuenta del marrón en el que se han metido e intentan volver grupas y retirarse. Demasiado tarde.

Los lanceros franceses les dan alcance enganchándoles de flanco, y los ensartan como pinchos morunos, con tanta fuerza que algunos jinetes británicos son desmontados y proyectados varios metros en el aire mientras patalean, clavados en las lanzas. Diversas unidades de Dragones Ligeros y Husares ingleses, holandeses y belgas llegan a la escena para intentar ayudar a sus camaradas a escapar de aquel infierno, que ahora mismo es un desordenado tropel de hombres, caballos, sablazos, lanzadas, disparos y humo. Pero los franceses han recuperado el momentum y equilibran la matanza.

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El resultado de todo este cristo es que dos brigadas de caballería pesada inglesa han logrado frenar a una fuerza enemiga que les quintuplicaba en número, haciendo fracasar la primera ofensiva francesa, silenciando una quincena de cañones enemigos y propiciando la captura de tres mil prisioneros. Pero los ingleses se han quedado virtualmente sin caballería pesada (salvo para puntuales labores de cobertura y apoyo) por el resto de la batalla. Son ya las tres de la tarde y las espadas siguen en lo más alto. Por su catalejo, Napoleón ya puede ver a las primeras columnas de prusianos acercarse por su flanco derecho, en torno a la villa de Lasne-Chapelle-Sain-Lambert, a unas cuatro millas y pico de distancia (entre dos y tres horas de marcha para un ejército). ¿Qué cojones está pasando aquí? ¿No se suponía que Grouchy los iba a mantener huyendo, lejos del campo de batalla? “Bueno”, piensa Napoleón, “No entremos en pánico, hay margen de sobra para ganar esto antes de que lleguen”. Pero lo cierto es que el Emperador empieza a ir mal de tiempo…

(continuará)

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