La batalla de Waterloo (XV de XV)

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EPÍLOGO.

El 18 de junio de 1815, casi 200.000 tipos se enfrentaron en Waterloo, una baldosa de apenas 4×4 kilómetros de extensión. Nunca antes, ni después, se han concentrado tantas tropas en un campo de batalla tan pequeño. Los recuentos de bajas más fiables indican que el ejército anglo-aliado sufrió unos 3.500 muertos, un número similar de desaparecidos (la mitad no volvieron a ser vistos jamás) y más de 10.000 heridos (unos 2.000 de los cuales no sobrevivieron). Los prusianos llegaron a los 1.200 muertos, 1.400 desaparecidos y unos 4.400 heridos, cifras aún menos fiables que las de los anglo-aliados, por cuanto los archivos militares prusianos quedaron reducidos a cenizas durante la Segunda Guerra Mundial. Respecto a los franceses, resulta especialmente complicado cuantificar sus pérdidas, ya que el desmantelamiento del ejército imperial provocó que nadie se preocupase por hacer un recuento regimental en los días posteriores al 18. De todos modos, el dato más aproximado lo facilitó la prensa de la época, que hablaba de unos 20.000 muertos y desaparecidos (a lo cual habría que sumar los 20.000 desertores y prisioneros originados tras la refriega).

En el plano puramente estratégico, está claro que la victoria en la campaña de Waterloo fue de largo para Bonaparte, que en apenas tres meses se inventó de la nada un ejército entero, lo desplazó hasta Bélgica sin que se enteraran los aliados (pese a que le estaban vigilando expresamente, los muy tarugos), y les ganó la posición central, colocándose en una situación inigualable para derrotarlos. Sin duda fue uno de los despliegues de tropas más magistrales de su carrera militar (sino el que más). Lamentablemente, las victorias estratégicas y los despliegues magistrales sirven de bien poco si luego no eres capaz de capitalizar toda esa ventaja en el campo de batalla; y Napoleón, por una mezcla de mala suerte, desempeño del enemigo y errores no forzados de sus generales (y de él mismo), no supo hacerlo en Waterloo pese a las numerosas ocasiones que se le presentaron para ello (como hemos ido viendo a lo largo del relato). Recurriendo una vez más a los símiles futbolísticos, podemos decir que los franceses dominaron la posesión del balón y la posición de campo pero fallaron todas sus ocasiones, mientras que los aliados metieron un gol de contraataque y se dedicaron a defender el resultado con uñas y dientes, aplicando el orden y el sentido común.

Todas las generaciones posteriores a la batalla de Waterloo la recordaron como un claro punto de inflexión histórica, “El gozne del siglo XIX”, como diría Víctor Hugo. A Waterloo le siguió casi medio siglo de paz ininterrumpida en Europa (de hecho, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial un siglo después, los únicos conflictos que se produjeron fueron la guerra de Crimea y la Franco-Prusiana de 1870). Sin embargo, también le siguió la decadencia política y económica de un continente que laminó casi por completo las novedosas ideas de libertad y neo-nacionalismo del código napoleónico para volver a la autocracia de siempre, quedando sometido por completo al dominio comercial de Gran Bretaña, que supo sacar tajada de todo el follón y relevar a Francia como primera potencia y nuevo “estado policía del mundo”.

¿Qué hubiera pasado si Napoleón hubiese logrado romper el centro de Wellington y ganado la batalla? Pues depende, porque no es lo mismo hacerlo a las cinco de la tarde que a las ocho de la noche, por ejemplo. Es de suponer que los prusianos, cuyo ejército era en buena parte milicia, habrían huído en estampida al ver retirarse a los anglo-aliados (casi todas las batallas de esa época acababan así: con uno de los contendientes rompiendo moral y saliendo por patas). Sin embargo, si por algún milagro Blücher hubiera logrado mantener a sus tropas en liza, quizás tendría aún una oportunidad, sino de vencer a los franceses, sí de enfangarlos lo suficiente como para que los austriacos (que aunque estaban lejos tambíen venían de camino, con más de 200.000 soldados) se posicionaran y se convirtieran en la siguiente amenaza contra el Emperador. Al fin y al cabo, aunque el ejército francés aún seguiría siendo muy superior en calidad a los enemigos de la Séptima Coalición que le quedaban por batir, estaría desgastado y sin reservas. O quizás no, quizás Napoleón habría derrotado limpiamente a los prusianos al día siguiente, y habría llegado a Bruselas a tiempo para que su Armee du Nord descansara, se reavituallara y cubriera las bajas con nuevos reclutamientos (en cuyo caso, los austriacos se hubieran cagado vivos). Los historiadores llevan dos siglos especulando al respecto y jamás se han puesto de acuerdo. Ahí está la gracia de la batalla de Waterloo.

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Y a nivel más general, ¿qué hubiera ocurrido de mediar una victoria contundente de Napoleón en Mont Saint-Jean? Dejemos que Alessandro Barbero (ya cité hace unos días como imprescindible su libro La batalla), nos dé una lección de historia-ficción: “Las ideas liberales hubieran sido menos marginadas y perseguidas de como ocurrió en realidad en tiempos de la Santa Alianza, y probablemente en Francia no se habría producido la revolución de 1830, pero despues de esa fecha las diferencias se reducirían a simples detalles, como la distinta carrera política de lord Wellington. La hegemonía de Inglaterra en el mundo se habría impuesto de todos modos. Prusia, medio siglo después, propondría igualmente su candidatura a la cabeza de una Alemania unida. Y en cuanto a Francia, es seductor imaginar que antes o después habría subido, de todos modos, al trono Napoleón III, y que más o menos desde 1850 la historia del mundo sería perfectamente idéntica a la que conocemos”. Bueno, como suele decirse, si mi abuela hubiese tenido ruedas habría sido una bicicleta…

Y así acaba, en fin, nuestra historia. Espero que os lo hayáis pasado la mitad de bien leyéndola que yo ordenándola en mi cabeza, revisando mapas y libros y poniéndola por escrito (y pido perdón a Alessandro Barbero, Patrick Rambaud y Arturo Pérez-Reverte, entre otros, por todo lo que les he robado). Para cerrar de forma redonda el asunto, aquí os dejo un “qué fue de ellos” con los tres personajes principales de este drama apasionante:

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Tras la batalla, el Príncipe de Wahlstatt y mariscal de Prusia lideró una encendida persecución de los restos de l’Armée francesa hasta París. Allí pasó unos meses ajustando cuentas pendientes (como por ejemplo, hacer dinamitar el puente dedicado a la victoria que Napoleón lograra contra los prusianos en Jena). Tras esto se retiró a su residencia en Silesia, donde se entregó abiertamente a la bebida, el juego, las putas, y demás aficiones que ya le habían costado la expulsión del ejército en su juventud. Murió cuatro años después de Waterloo, a los 76 de edad, por causas indeterminadas, aunque los testimonios de varios de sus sirvientes citan la demencia senil como uno de los factores principales (al parecer, había días en que no quería bajar de su cama mientras repetía la frase “¡El suelo quema!”).

francisco_de_goya_el_duque_de_wellington_poster-r8f873d819aa54d40a257c4f190717e6a_zekja_8byvr_1024Sir Arthur Wellesley, Duque de Wellington

La batalla de Waterloo lo encumbró definitivamente. Fue ascendiendo hasta ser nombrado comandante en jefe del ejército británico (de manera vitalicia), y se convirtió en la cara más popular del partido Tory. En 1828 llegó a ser primer ministro británico. Le tocó gobernar durante una era bastante convulsa, llena de revueltas, y aplicó unas políticas ultraconsevadoras que no fueron bien recibidas. Su popularidad tanto dentro como fuera del partido fue declinando, hasta que pasó a un segundo plano, ocupando cargos tales como ministro de exteriores y jefe de la Cámara de los Lores. En 1846 se retiró de la política. Murió en 1852 de un derrame cerebral, y fue enterrado en un sarcófago de «luxulyanito» (una variedad de granito bastante rara) en la Catedral de St. Paul, protagonizando un funeral de estado a todo trapo (tras él, solo Churchill ha recibido honor semejante). En vida nunca le gustó recordar la batalla de Waterloo, y se opuso firmemente y con menosprecio a cualquier intento de los historiadores por escrutarla y registrarla, llegando al extremo de escribirles personalmente para convencerles de que olvidasen el asunto (“Dejad correr la batalla de Waterloo”, o “Es sin duda alguna uno de los acontecimientos más interesantes de los tiempos modernos, pero no albergo esperanza de leer un relato detallado que sea cierto”). Solía decir a sus allegados, medio en broma medio en serio: «Existen tantas versiones sobre esa contienda, que en ocasiones incluso yo dudo de haber estado allí”.

napoleon-1-dea-gettyNapoleón Bonaparte

Pese a que tras la debacle de Mont Saint-Jean aún mantenía un buen ejército con el que podría haber organizado la defensa de Francia, el Emperador era consciente de que su momento había pasado, perdido el apoyo de los políticos y de buena parte de una población cansada ya de guerrear. Por tanto, tras plantearse huir del país en barco y comprobar que los ingleses mantenían vigilados todos los puertos, abdicó y marchó a Rochefort, en donde capituló ante Frederick Maitland, capitán de la fragata real británica HMS Bellerophon. Fue encarcelado y desterrado a Santa Elena, una pequeña e inhóspita isla en el oceáno atlántico, a casi dos mil kilómetros de la costa africana. Allí se entregó a la jardinería y a dictar sus memorias al historiador Emmanuel de Las Cases, en las que dedicaba severos rapapolvos a sus enemigos, así como a todos aquellos que según él le habían fallado o traicionado a lo largo de los años. Hubo varias iniciativas para rescatarlo, ninguna de las cuales fue más allá de una fase inicial de planeo (incluyendo una bastante psicotrónica, por parte de soldados retirados de la Grande Armée afincados en Texas, que querían usar un submarino y llevarse a Napo a los Estados Unidos para implantar allí una versión remozada del régimen imperial). Su salud menguó rápidamente en aquel clima hostil, y el 5 de mayo de 1821, a la edad de cincuenta y un años, murió finalmente en la cama. Sus últimas palabras fueron una glosa de aquello que más había amado en vida: “France, l’armée, Joséphine…”.

La versión oficial dice que falleció de cirrosis en el píloro o cáncer de estómago, pero investigaciones recientes hechas a muestras de su cabello han encontrado trazas bastante elevadas de arsénico, lo cual indicaría que fue, de hecho, envenenado. ¿Por quien? No se sabe, pero aún en el destierro era una figura mítica, incómoda, y desde luego su muerte y su olvido dejó tranquilos a muchos de sus rivales.

Permaneció enterrado en la isla hasta 1840, cuando a instancias del gobierno francés sus restos fueron repatriados a París y paseados por el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos y la Plaza de la Concordia hasta la Capilla de Saint Jérôme, en un funeral multitudinario y muy sentido, adornado por las notas del Réquiem de Mozart. En 1861, cuando su enorme mausoleo en Les Invalides fue completado, encontró allí descanso definitivo, en el interior de un sarcófago de pórfido. Y a día de hoy allí sigue, contemplado por la eternidad, un hombre cuyas hazañas y miserias bautizaron a toda una época: Napoleón I, Emperador de los franceses.

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La batalla de Waterloo (XIV de XV)

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18 DE JUNIO (SEXTA PARTE DE SEIS). EL FINAL.

Poco más tarde de las seis, Napoleón escruta de arriba abajo la primera línea de combate del campo de batalla de Waterloo: en el flanco izquierdo francés, el chateau de Hougoumont aguanta las acometidas imperiales; incendiado, semidestruido y sitiado por tres de sus cuatro costados, pero aguanta (y tiene pinta de que va a seguir así). En el centro, los cuadros anglo-aliados han rechazado una tras otra las dementes cargas de Ney (la madre que lo parió) sin ceder tampoco sus posiciones. A la derecha, en cambio, la granja de La Haye-Sainte parece ahora mismo el único punto realmente comprometido de las posiciones enemigas. Quizás, hacerse con ella daría a los franceses el aire y el espacio que necesitan para romper el centro de Wellington. Así pues, Napoleón ordena a Ney que se deje de hacer el chorra con las cargas y tome La Haye-Sainte PERO YA.

Ney obedece y lanza un ataque combinado de infantería/caballería/artillería contra el centro-izquierda anglo-aliado, su primera decisión correcta del día (¡Ya tocaba, macho!). Lo llevan a cabo tropas parcheadas de varias divisiones (a esas horas, la cosa está ya bastante desordenada en todo el frente) totalizando algo más de 6.000 infantes, con el apoyo de la caballería que aún no está completamente derrengada, cuya función será mantener a los fusileros ingleses clavados en los cuadros. Esta nueva acometida es frenada in extremis por la caballería de Uxbridge (de nuevo al rescate en el mayor momento de crisis de los aliados), y ambas fuerzas se empantanan en una matanza mutua sin que ninguna de las dos pueda quebrar a la otra. Al mismo tiempo, elementos reformados del I Cuerpo de D’Erlon (que llevaban como un boxeador sonado desde el mediodía, cuando fallaron su primer ataque sobre el centro anglo-aliado) se abalanzan por el flanco izquierdo del enemigo contra La Haye-Sainte. El propio Ney participa en el asalto, al mando del 13º de infantería ligera y de una compañía de ingenieros. Mientras tanto, Blücher y sus prusianos establecen por fin contacto con el enemigo a las afueras del pueblo de Plancenoit…

Blücher manda a los 30.000 soldados del IV Cuerpo de Von Bülow a chocar contra los 10.000 franceses de Lobau, que aguantan lo que pueden hasta que se ven obligados a retirarse al interior de Plancenoit. Los prusianos les siguen y asaltan la villa por tres flancos, tomándola en un periquete. Napoleón reacciona rápido y manda para allí al general Duhesme al mando de una división de la Joven Guardia, y uno y otro ejército se van expulsando mutuamente del lugar a medida que se contraatacan con unidades de refresco. Es como un combate de sumo, a ver quien empuja más. Pero el caso es que, al menos en ese cuadrante del campo de batalla, los franceses ya están a la defensiva.

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Volvemos a la zona anglo-aliada del frente, en donde Ney acaba de lograr por fin tomar La Haye-Sainte, entre otras cosas porque a los defensores ya no les quedaba munición y han huído a la carrera, desalojando todos los edificios. Una vez asegurada la posición, el mariscal de Francia ordena adelantar varias piezas de artillería a caballo, desplegarlas directamente frente a los cuadros ingleses y empezar a arrimarles candela a bocajarro. Cuando los anglo-aliados creían que lo más crudo de la batalla ya había pasado para ellos, se les desata el infierno delante de las narices. Será, con diferencia, el momento del día en que las pasen más canutas. El 27º de Inniskilling es virtualmente desintegrado, y los regimientos 30º y 73º sufren tantas bajas que han de juntarse uno con otro para poder mantener la formación. Más o menos a esta hora Wellington musita “Es preciso que llegue la noche… o que lleguen los prusianos”. Así de jodidas están las cosas.

Las tropas que forman los cuadros no ven más allá de sus narices debido al humo y al mismo miedo, así que todos los testimonios que tenemos de aquella escabechina corresponden a oficiales, o a soldados que estaban llevando a cabo labores de intendencia como repartir munición o custodiar las reservas de licor del batallón. Por ejemplo, Tom Morris, del 73º de línea: “Me quedé fascinado mirando una granada que cayó a poca distancia, y mientras la mecha acababa de quemar me pregunté a cuántos hombres mataría. La esquirla que me tocó a mí era un trozo de hierro fundido del tamaño de una haba, que se incrustó en mi mejilla derecha. La sangre me chorreó con abundancia sobre la ropa. Nuestro pobre capitán, terriblemente asustado, venía a menudo a verme para tomarse un trago con el que levantar la moral. Hacia el final de la jornada un cañonazo le partió en dos. Los hombres no lo lamentaron demasiado”. El capitán Pattison, del 33º: “Me había puesto de pie para ver qué sucedía a nuestra izquierda cuando una esquirla de granada le dio a Hart tan fuerte en el hombro que lo mató al instante, y pasando por encima de Trevor se llevó una de las orejas de Pagan. Éste se levantó tambaleándose y sangrando en abundancia. Lo hicimos recostarse en una camilla para llevarlo atrás. La camilla apenas se había movido cuando una bala de cañón impactó en uno de los que la llevaban y le arrancó la pierna”. El sargento Lawrence, del 40º: “A última hora de la tarde me tocó tomar servicio en la bandera del regimiento. Aquel día, antes de mí, ya había habido catorce sargentos muertos o heridos mientras estaban al servicio de la bandera, y el asta estaba hecha pedazos. No hacía ni un cuarto de hora que estaba allí cuando una bala de cañón segó la cabeza del capitán, a mi lado, y me encontré todo manchado de sangre”. El alférez Gronow, del 1º de Foot Guards: “Nuestros cuadros eran un espectáculo dantesco. En el interior estábamos casi asfixiados por el humo y el olor a pólvora quemada. Era imposible moverse un paso sin pisar a un compañero herido o un cadáver. Los lamentos eran espantosos. Nuestro cuadro era un hospital en toda regla, lleno de soldados muertos, moribundos o mutilados”…

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Aún así, sigue sin romperse un fucking cuadro. Algunos resisten a duras penas, pero el caso es que resisten (los oficiales amenazando con sablear allí mismo a cualquier hombre que intente abandonar su puesto). No obstante, el caos generado concede a Napoleón una oportunidad más de ganar la batalla aquí y ahora: quizás bastaría con que mandase a su reserva, a la Guardia Imperial, para que tomara Mont Saint-Jean sin oposición, atacando y destrozando a la infantería de Wellington mientras ésta permanece formada en cuadros. Pero el corso duda, y la ocasión pasa. Duda por muchas razones: duda porque en realidad no ve lo que ocurre más allá de la dorsal de Mont Saint-Jean (y no tiene forma de saber que todos los anglo-aliados se defienden en cuadros, a la desesperada), duda porque los prusianos le están zumbando por la derecha y Hougoumont sigue disputado por la izquierda, y no quiere comprometer a todas sus tropas de reserva dejando a sus espaldas esos dos bastiones en manos enemigas (si el ataque sale mal, de pronto todo su ejército quedaría embolsado); y duda, también, porque tiene 46 años y no 35, y le falta la energía de antaño para subirse a su caballo e ir hasta la primera línea de frente a ver con sus propios ojos qué coño está pasando. Prefiere quedarse sentado en su silla de campo, en la Belle Alliance, mordisqueando nerviosamente una brizna de hierba y esperando noticias. Cuando le llega una nota de Ney pidiéndole refuerzos, al pequeño se le hinchan los cojones ya del todo y estalla, gritándole al mensajero: “¿Más tropas? ¿Y de dónde quiere que las saque? ¿Quiere que las fabrique?”.

Pasadas las siete de la tarde, cae el sol y Napoleón está empezando a tener que hacer encaje de bolillos para solventar todos los marrones que tiene entre manos. El factor numérico está ya en su contra con la llegada masiva de los prusianos: de treinta y siete batallones que el Emperador guardaba como reserva estratégica para el asalto final contra el centro aliado, veinticinco han tenido que ser puestos en juego para frenar a Von Bülow en Plancenoit. Eso significa que ahora el desenlace de la contienda ya es sobre todo una cuestión de calidad de tropas, de jugársela en el uno contra uno y saber explotar cualquier ventaja que surja. Para recuperar Plancenoit una vez más, Napo solo puede permitirse mandar a dos batallones de la Vieja Guardia, y aunque les encomienda dicha tarea a dos de los mejores (el 1/2º de Granaderos y el 1/2º de Cazadores), al fin y al cabo no dejan de ser apenas mil tíos contra los más de 8.000 enemigos que llenan ahora las calles de la villa. A su orden, los psicópatas de la “Vieille Garde” se arremangan y se disponen a matar prusianos sin dudarlo un instante, sonriendo de hecho por poder entrar al fin en acción. A la postre, le rendirán al Emperador su último gran momento de gloria.

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Plancenoit es una localidad más o menos grande y alargada, que se puede recorrer caminando a buen paso en unos diez minutos. Bueno, pues los dos batallones de la Vieja Guardia, a la luz del crepúsculo, entran por una punta y salen por la otra en apenas un cuarto de hora, cargando a la bayoneta a grito pelado (“En avant, couillons!” “Pas de pardon à ces coquins!”), en un estado que ha sido acertadamente descrito como una suerte de «disciplinada furia ciega» por el historiador David Chandler (su libro Las campañas de Napoleón son 1.200 páginas de orgasmo histórico, por cierto). Esos dos batallones solitos ponen en fuga a los 14 batallones prusianos, que nunca se han visto en otra igual y escapan despavoridos, que viene el coco. Los guardias imperiales masacran, incendian y aniquilan todo a su paso como si fueran Godzilla, tan ebrios de adrenalina que cuando no les quedan a mano enemigos que matar se dedican a degollar a los heridos y a los prisioneros, hasta que sus mandos consiguen calmarlos para que dejen a alguno vivo. Cumplido su cometido, son relevados en la defensa de la plaza por la Guardia Joven y se vuelven a su posición de origen, en el centro de la reserva gabacha. Unos tragos de ron y aquí no ha pasado nada, Jean-Paul.

Son ya las ocho, y Napoleón maldice ahora su decisión de haber empezado la batalla tan tarde. Con un par de horas más de repartir hostias finas a los ingleses sin el apoyo prusiano, las tropas francesas hubieran devorado vivo el centro de Wellington. Sin embargo, los de Blücher están tocando los cojones lo justo para que el Emperador tenga que combatir en varios frentes simultáneos (como ese equilibrista que intenta mantener varios platos girando a la vez), sin poder lograr una ventaja suficiente en ninguno de ellos. Ya van apareciendo más prusianos por la zona de la Papelotte, mucho más cerca de conectar con los anglo-aliados. Para evitar que cunda el desánimo, Napoleón manda mensajeros que hagan correr entre las tropas francesas el rumor de que lo que se acerca no son más prusianos, sino los franceses de Grouchy. La cosa cuela apenas unos cuantos minutos. Esto ya pinta declaradamente mal.

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Faltas de efectivos y apoyo artillero adecuado, las unidades francesas van quemándose lentamente en el horno de Mont Saint-Jean. Las divisiones de Foi y Bachelu sufren 1.500 bajas en diez minutos, y se ven obligadas a replegarse. El tiempo se acaba. Napoleón, tras un día entero de pisar rastrillos y sufrir las malas decisiones de sus generales, no tiene ya muchas opciones ante sí. Solo le queda una, de hecho: mandar a toda su reserva de la Media y la Vieja Guardia Imperial colina arriba, directamente contra el centro anglo-aliado. Si esos bellos, que tantas victorias le han dado en el pasado, no hunden definitivamente las posiciones enemigas en la cresta de Mont Saint-Jean, nada lo hará.

Napo da pues su última orden relevante de la jornada, y los nueve batallones de la Guardia Imperial forman en columnas de marcha y se ponen a andar, los tamborileros marcando el paso de manera obsesiva y atronadora, las banderas tricolor y los estandartes imperiales ondeando una vez más. El propio Bonaparte va junto a ellos, montado en su caballo. A su paso, los gritos roncos de “Vive l’Empereur!” se contagian a toda la gabachada. Si no fuera por los disparos, los cañonazos, los incendios y el piso forrado de cadáveres, se diría que aquello es un puto desfile. Wellington acierta a ver entre el espeso humo de pólvora la muchedumbre de gorros de piel de oso que se le viene encima y redistribuye contra cronómetro sus tambaleantes defensas, tapando agujeros como puede y ordenando a las tropas que pasen de cuadro a línea, para recibir al enemigo con descargas de fusilería (algunas unidades no pueden cumplir esa orden porque, tras once horas de combate, sencillamente ya no les queda nada con qué disparar). En todo el campo de batalla se aprietan los dientes y se contiene la respiración. Es el último ataque. La hora de la verdad.

A 500 metros del enemigo, el Emperador se detiene y cede el testigo a Ney para que lidere el asalto. El mariscal, en una postrera decisión discutible (me cuesta escribir esto sin estrangularle mentalmente), dirige el grueso del ataque no por la carretera principal sino en diagonal, campo a través, por una ruta más directa pero más desguarnecida, sus hombres recibiendo una buena dosis de cañonazos mientras avanzan estoicamente, como los HÉROES que son. Las primeras columnas ya van subiendo la cuesta que lleva al centro inglés… y de pronto son frenadas en seco por el ordenado fuego de mosquetes de los batallones de casacas rojas británicos, que asoman desde la maleza formados en cuatro filas (los batallones ingleses solían disponerse en dos filas para así estirar al máximo el frente de disparo, pero en Waterloo formarán excepcionalmente en cuatro filas debido a la congestión de tropas en poco espacio, así como a la necesidad de pasar constantemente de la línea al cuadro y viceversa). La Guardia Imperial se detiene, y ambas fuerzas se dedican a dispararse sin piedad a apenas veinte metros una de otra.

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El ataque es un gambito a la desesperada por parte de Napoleón, que confía tanto en la pericia de combate de su Guardia Imperial como en su capacidad para generar pavor en el enemigo. Sin embargo, los fusileros ingleses no son milicia, no son soldados aficionados y mal entrenados como la Landwher que forma muchos de los batallones prusianos. Son militares de profesión, a los que el mismo Wellington se refiere como “la escoria de la tierra”. El oficio de soldado no es muy apreciado en el Reino Unido, está mal pagado y sometido a una durísima disciplina, por lo que se nutre principalmente de desocupados, ex-convictos y gente en la miseria, muchos de ellos analfabetos. Además está marcado por un sistema de clases inamovible (todos los oficiales son nobles o gentlemen, y casi toda la tropa es proletaria). El soldado inglés es ciegamente obediente y pendenciero como él solo (cuando está de permiso se gasta todo el sueldo en putas y alcohol). La disciplina militar en el ejército british se mantiene con un sentido extremo de la crueldad: incluso por infracciones menores un soldado puede ser condenado a centenares de azotes, administrados con el látigo de nueve colas (en las semanas anteriores a Waterloo, la población belga se ha quedado horrorizada al presenciar dicha terapia, en plan “¿Y se supone que ÉSTOS SON LOS BUENOS?”, hasta el punto de que los alcaldes de los pueblos les han pedido a los mandos británicos que se corten un poquito con el tema de los latigazos en público).

¿Qué quiero decir con lo anterior? Pues que los soldados británicos están acostumbrados a verlas de todos los colores, que no tienen nada que perder y que, pese a estar agotados hasta el límite y haber sufrido unos índices espantosos de bajas, desde luego no se van a retirar ante la mera presencia de la Vieja Guardia como han hecho los prusianos en Plancenoit. Es que ni en broma, vamos. En vez de eso, los hombres de la delgada línea roja aprietan los dientes, hincan la rodilla en tierra y hacen frente al enemigo a tiro limpio. ¿Los franceses nos quieren ganar? Pues entonces que nos ganen, bloody hell.

Así pues, se inicia un escalofriante intercambio de fusilería entre hijos de la Gran Bretaña y gabachos. La diferencia es que los primeros están bien apostados y a cubierto, mientras que los segundos están de pie y con el culo al aire; y la cosa se pone aún más caliente cuando a los de Wellington se les suman las ocho piezas de seis libras de la artillería a caballo holandesa del capitán Krahmer, que llegan a la cresta y empiezan a vomitar metralla en alza cero contra los Guardias Imperiales.

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Tras unos minutos de recibir un nivel de castigo demencial, hombres despedazados aquí y allá, los franchutes se repliegan hacia la base del terraplén. Allí se reorganizan, se refuerzan con las demás columnas que van llegando, cogen aire, se santiguan y vuelven a tirar para arriba. Pero son frenados de nuevo por otra lluvia de plomo si cabe aún más intensa que la anterior. Los muertos empiezan a apilarse a su alrededor y la presión se hace insostenible. Finalmente, ocurre lo imposible, lo que nunca había pasado en década y media de servicio en las guerras napoleónicas: rota su cohesión y sometida a una matanza sin sentido, la Guardia Imperial se quiebra y se retira.

line-advance-mEnseguida, un grito se extiende por todas las líneas francesas: “La garde recule! La garde recule! Sauve qui peut!”. Wellington ve que la ocasión la pintan calva, se saca el bicornio y lo agita en señal de “Avance general”. Mientras tanto los prusianos de Blücher arrasan por fin a través de Plancenoit. Como ya dije anteriormente, en las guerras napoleónicas la moral es el factor más determinante, y en cuestión de segundos el pánico se ha transmitido como una descarga eléctrica y todo el ejército imperial tira las armas para batirse en una desordenada retirada. ¿Todo? No. Napoleón manda a la Vieja Guardia que forme en cuadros y tapone el avance de los británicos para salvar al resto de las fuerzas que huyen. Él mismo permanece un tiempo dentro de uno de dichos cuadros organizándolo todo, tras lo cual, con rostro sombrío, monta a caballo y se larga del campo de batalla, hundido. La Vieja Guardia le obedece con un desempeño modélico, haciendo frente a un enemigo muy superior en número hasta que ya es noche cerrada y no hay nada que hacer.

En ese punto no92196e6336c67cf27378a9f7594ef1e4-1424011169 se sabe a ciencia cierta lo que ocurrió, así que la leyenda vuelve a tomar el control de la narración y nos describe un episodio que quizás no fuera exactamente así, e igual ni siquiera tuviese lugar (pero que desde luego en mi versión SUCEDE, porque es épico y me mola): cuando todo el pescado está vendido, los anglo-aliados avanzan sus cañones, los despliegan frente a los cuadros de la Vieja Guardia, a pocos metros de distancia, e invitan a los soldados imperiales a deponer las armas. Agarrado a una bandera de Francia coronada por el águila imperial, el general Cambronne responde con la frase que todos conocemos, probablemente la más famosa de cuantas se pronunciaron (o no) durante la batalla de Waterloo: «Merde! La Garde Meurt Mais Ne Se Rend Pas!«. Los cañones abren fuego. No dejan títere con cabeza (aunque el propio Cambronne no muere; solo resulta herido y hecho prisionero). Punto y final a la batalla de Waterloo.

belle20_DW_Kultur__1123699pA las diez de la noche el Duque de Wellington y el mariscal de campo Gebhard Leberecht von Blücher se reencuentran por fin, en el lugar que solo un par de horas antes había servido como cuartel general del enemigo, la hostería de la Belle Alliance (no cabe un nombre más adecuado, desde luego), y se dan la mano sonrientes mientras Wellington dice “Quelle affair, Monsieur Blücher, quelle affair…”, la única frase que sabe decir en francés. Algo más tarde, paseando por el campo de batalla convertido en una masa de cuerpos muertos, oyendo de fondo los horribles gritos de los heridos que imploran agua y los pistoletazos de los soldados que rematan a los caballos moribundos, Wellington será un poco más elocuente: “Espero no volver a ver ninguna otra batalla como ésta. Ésta ha sido demasiado chocante. Es demasiado ver a hombres tan valientes, tan dignos los unos de los otros, despedazándose de esa manera”.

A esa misma hora Napoleón se retira de vuelta a París, su carruaje intentando avanzar por puentes atestados de fugitivos y refugiados, algunos de los cuales han trincado lo que han podido en su huída, entre otras cosas buena parte del tesoro de oro y diamantes que l’Empereur llevaba consigo. Se acabó el Imperio. Se acabó Napoleón. Se acabó una época bautizada con el nombre del hombre que la marcó, para bien y para mal. Fundido a negro. Títulos de crédito.

(FIN)

La batalla de Waterloo (XIII de XV)

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18 DE JUNIO (QUINTA PARTE DE SEIS). LA CARGA DE NEY.

El 7 de diciembre de 1815 es un día frío en París. A media mañana, el mariscal Ney se abrocha el gabán y recoge el sombrero de la cama, justo a tiempo para recibir a los guardias que vienen a buscarlo a la celda. Ney ni se inmuta. A paso rápido, la comitiva recorre el camino de la celda al carromato que trasladará al prisionero hasta los jardines de Luxemburgo, donde ha de ser ejecutado.

La ciudad está en silencio. Vela de antemano a su último mito, un hombre que aún en esa fecha, medio año después del desastre de Waterloo, sigue siendo considerado un héroe nacional, con un nivel de popularidad que iguala (cuando no rebasa) al del propio Napoleón. Francia ama a Michel Ney. Pero los borbones quieren verlo muerto. Ninguna otra decisión política manchará más la imagen del restaurado monarca Luis XVIII que la de fusilar al “valiente entre los valientes”. Ninguna otra ejecución de la historia reciente francesa, incluyendo todas las que hubo durante el Terror (y mira que los gabachos se quedaron descansados limpiando forros) será recibida con más oprobio por la población.

Ney2Ya ante el pelotón, Ney deja caer al suelo su sombrero, rehusa que le venden los ojos y, en una postrera demostración de tenerlos mejor puestos que nadie, insiste en que le permitan dar a él mismo la orden de disparar al pelotón de fusilamiento, algunos de cuyos integrantes no pueden reprimir las lágrimas. Ney les dirige sus últimas palabras: “Soldados, cuando os lo diga, disparadme directo al corazón. Esperad a mi orden, será la última que os dé. Protesto contra mi condena. He librado un centenar de batallas por Francia, y ni una sola contra ella. Soldados… apunten… ¡Fuego!” Y en ese segundo final, antes de morir, el mariscal cierra los ojos y visualiza de nuevo lo que ocurrió aquella tarde, seis meses atrás, en las lomas de Mont Saint-Jean. Recuerda la gran carga de caballería que ordenó y mantuvo cabezonamente sin encomendarse a nadie, el momento decisivo del día. Qué diferente habría sido todo si aquella acción hubiera salido bien. ¡Maldición! Qué diferente habría sido todo…

Mediatarde en Waterloo, 18 de junio. A una orden del mariscal Ney, los cornetas de la caballería tocan a formar en orden de batalla y los jinetes se ponen de inmediato a ello, cada escuadrón desplegándose en dos filas de cincuenta tipos. Entrecerrando los ojos algunos alcanzan a ver, entre la neblina de pólvora quemada, a las unidades aliadas más cercanas, a unos 700 metros de distancia, contrayéndose sobre sí mismas para transformar sus líneas en cuadros, única formación eficaz para defenderse de las cargas a caballo. Todo el mundo parece ocupado en lo suyo a fin de no pensar en el horror de lo que se avecina. La previa de una carga de caballería es siempre un momento peculiar, tenso y ominoso, como la previa de una tanda de penalties pero en versión “extreme”. Ésta lo es aún más, pues su desenlace ha de marcar con qué renglones se escribirá la historia en los próximos cien años. El aire huele a muerte y a victoria.

Cada jefe de escuadrón desenvaina su sable con un rápido movimiento y señala al enemigo, mientras grita el nombre de su unidad seguido por la orden «¡Al paso!«. Y la primera oleada de jinetes (unos 3.500) obedece, espoleando a sus caballos. 600 metros. Enseguida los jefes de escuadrón ordenan “¡Al trote!”, y la marcha se acelera, las compactas filas superando las posiciones más adelantadas de la infantería francesa, los soldados de a pie vitoreando el veloz paso de sus camaradas con los chacós alzados en la punta de sus fusiles (“Allez! Allez! Allez!”). 500 metros. “¡Al galope!”; y el sonido de los cascos de los caballos se acompasa, convirtiéndose en un retumbar sordo y constante. 400 metros. Las granadas de la artillería aliada silban por todas partes, enterrándose con un chasquido en la tierra húmeda para reventar en una llovizna de barro y metralla; y de pronto empiezan a verse caballos sin jinete, desbocados, adelantando al grueso de la formación, y hombres rodando por el suelo convertidos en amasijos de metal y carne. 300 metros. Los fogonazos cada vez suenan más cerca y aciertan más, y entre la neblina se aprecian ya las baterías de cañones enemigos, y tras ellos las formas masivas de los cuadros más próximos. 200 metros.

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El toque de carga se funde con gritos espontáneos de «¡Pour l’Empereur!«, y los primeros escuadrones de coraceros se lanzan a tumba abierta en subida por la pendiente de Mont Saint-Jean, los jinetes casi horizontales sobre las grupas de los caballos y con el brazo del sable completamente extendido. 100 metros. La carga alcanza la cima de la cresta como un ciclón y arrolla a la artillería anglo-aliada, que no ha tenido tiempo de enganchar los cañones a los avantrenes para llevarlos a retaguardia. Los artilleros que no mueren salen zumbando pies para que os quiero. Algunos mantienen la cabeza fría y se refugian en los cuadros, pero otros muchos siguen corriendo y ya no volverán a sus puestos, con lo que buena parte de la artillería de Wellington queda inutilizada por el resto de la batalla (y la broma podría haber salido aún más cara si los franceses se hubieran entretenido en inutilizar las bocas de los cañones; pero no hay tiempo para sutilezas, esto es una puta carga masiva de caballería). 50 metros. La marea de coraceros gabachos sigue adelante sin detenerse, atravesando los últimos jirones de humo para salir de nuevo a la luz de la tarde de junio, por fin. Y allí están los cuadros, prestos a recibirlos.

133El cuadro era una formación que concentraba hombro con hombro a muchos centenares de hombres (por lo general un batallón), presentando en todas direcciones cuatro filas de bayonetas que impedían a la caballería cargar a fondo, pues los caballos se rilaban ante la posibilidad de empalarse contra las puntas de acero. Obviamente se requería que los soldados que formaban el cuadro tuviesen nervios a prueba de bomba, porque si vacilaban ante la carga enemiga y empezaban a largarse presa del pánico, podía generarse una brecha a través de la cual los jinetes se abriesen paso y rompiesen el cuadro, masacrando a sus ocupantes desde dentro. Sin embargo, los ingleses son posiblemente el ejército mejor adiestrado del mundo a la hora de mantenerse en cuadro (lo han practicado mucho en la guerra de España), y desde luego el más rápido en adoptar o abandonar dicha formación para pasar a línea o a columna.

En cierto modo, las tácticas de guerra napoleónicas pueden verse como una suerte de piedra/papel/tijera: la línea es la mejor formación para disparar (pues permite generar la mayor potencia de fuego simultánea), mientras que la columna es la más efectiva para cargar a la bayoneta (ojo, no confundir con la “columna de marcha”, que se usa simplemente para desplazarse por el campo de batalla, no para combatir). Sin embargo, si la caballería te trinca en línea o en columna, te hace un traje. Por el contrario, aunque el cuadro es fundamental para frenar a la caballería, se muestra tremendamente vulnerable frente a los cañonazos de artillería. De ahí la importancia de los ya mencionados ataques en “armas combinadas”, que cuando se coordinan bien son devastadores: te cargo con los jacos, tú te pones en cuadro y entonces te machaco a cañonazos hasta que rompes dicho cuadro, justo a tiempo para que mi carga de caballería contacte contigo y te destroce. Si Ney lograse poner ese principio en práctica justo ahora ganaría la batalla él solito. Pero no será así…

En vez de eso, durante cerca de una hora y sin ayuda de nadie, una fuerza de caballería que llegará a superar los 9.000 hombres bate en interminables oleadas todo el frente de Wellington, que se ve obligado a poner en juego a las pocas reservas de infantería que le quedan y formar un total de 36 cuadros (20 alemanes, 12 ingleses, 3 holandeses y uno belga). Dichos cuadros se han desplegado en la vertiente cubierta de Mont Saint-Jean, de modo que la artillería francesa es casi inefectiva, pues solo las balas que salen rebotadas o se disparan a ciegas en parábola (para superar la cresta) tienen alguna posibilidad de hacer blanco. Además, Wellington ha dispuesto los cuadros en damero, de modo que cuando un escuadrón de caballería llega hasta el primero y renuncia a cargarle, siguiendo adelante, se encuentra con otro, y luego con otro, y con otro… hasta acabar atrapado en un campo de tiro cruzado; y aunque la capacidad de disparo de los cuadros es muy poco eficaz, a la larga la situación beneficia a los defensores, pues los caballos se van agotando y muriendo sin lograr ningún resultado tangible. Pero Ney sigue ordenando cargas una tras otra, erre que erre. En una hora le matan cinco caballos, y el tío se limita a ponerse de pie, limpiarse el barro de las manos y pedir otra montura. No se le puede negar que lo está dando todo.

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La especulación mayoritaria en los libros de historia militar clásicos culpabiliza exclusivamente a Ney por aquella serie de cargas estériles, que sacrificaron para nada a la mejor caballería de Europa. Se dice que el mariscal dio la orden de motu propio y sin consultar al Emperador, y algunos incluso especulan que lo hizo aprovechando un momento en el que Napo se había ausentado del campo de batalla, indispuesto. Sin embargo, historiadores más modernos coinciden en decir que tal teoría es un montón de estiercol: no han sobrevivido hasta nuestros días testimonios ni pruebas documentales al respecto, pero resulta difícil creer que una maniobra tan bestia se llevara a cabo durante tanto rato, a pocos centenares de metros de la posición del Emperador, sin que éste hubiera dado su consentimiento aunque fuera parcialmente (otro debate distinto es si a Ney se le fue la olla con el tema, claro; porque en total ordenó doce cargas, cuando a la cuarta o quinta ya se veía que aquello no tiraba ni con ruedas). De hecho, ocho años antes los franceses ya habían ganado la batalla de Eylau con una carga de similar magnitud, logrando en aquella ocasión desarbolar los cuadros rusos. Ah, pero es que en Eylau los franceses tenían a Murat…

Murat2Joachim Murat, el mejor comandante de caballería de Europa, que tantas batallas había ganado para Napoleón, pero al que el corso no ha querido traer a esta última fiesta por su traición de 1814, cuando se cambió de bando al ver que las cosas iban mal dadas para los franchutes. Durante los preparativos de la campaña de Waterloo, Murat solicitó audiencia con el Emperador para rogarle que le perdonara y le aceptara de nuevo; pero Napoleón le dijo que “nanay”, y un airado Murat le respondio “Sire, no puede permitirse el lujo de despedirme ¡Me necesita!”. En ese momento, ni el uno ni el otro eran conscientes de lo proféticas que resultarían aquellas palabras, pero años más tarde, en el exilio de Santa Elena, el propio Napoleón se lamentaba a su biógrafo Las Cases: “Murat lo habría conseguido. Y quizás nos habría valido la victoria. Porque, ¿qué era lo que se necesitaba en aquel momento de la batalla? Romper tres o cuatro cuadros ingleses. Solo eso.” Sí, con eso hubiera bastado. Pero Murat no está, y los cuadros ingleses aguantan.

Si lo piensas, todo es una cuestión de disciplina, de mantener la calma, pues en realidad la caballería no puede hacer otra cosa que correr entre los cuadros, esperando a que alguno cometa un error y deje abierta una brecha. Es una guerra de nervios en la que los aliados no pican, y los caballos franceses están cada vez más cansados, galopando más lentamente a medida que la mezcla de barro y sangre en la que se ha convertido el piso se remueve bajo sus cascos. Pese a eso, la moral de los franceses sigue estando por las nubes: un oficial de cuirassiers es desmontado y arrastrado al interior de un cuadro, y cuando le interrogan sobre cuántas fuerzas tiene el Emperador sobre el campo de batalla sonríe con mofa, apretando los dientes, y contesta “Vous verrez bientôt sa force, Messieurs, vous verrez bientôt…”.

Pasadas las seis de la tarde las cargas han cesado por completo y lo que queda de la caballería francesa se repliega, la mayoría de unidades deslomadas. Los soldados aliados respiran por fin, tras una hora y pico de agonía que ha puesto a prueba su cordura. Algunos lloran histéricamente para liberar la tensión, otros vomitan. Todos están extenuados, pero han resistido. Es fantástico estar vivo (no imaginan, los pobres, que lo peor para ellos aún está por llegar). Al mismo tiempo, los prusianos de Blücher y Von Bülow salen en tromba del Bois de París (desde luego se lo han tomado con calma, los muy cachondos) y tienen ya a tocar la villa de Plancenoit, en el flanco derecho francés. Napoleón no lo sabe aún, pero igual resulta que está empezando a perder la batalla de Waterloo…

(continuará)

La batalla de Waterloo (XII de XV)

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18 DE JUNIO (CUARTA PARTE DE SEIS). LA TARDE.

Son en torno a las 16 horas en el campo de batalla que está decidiendo la suerte del continente europeo. Tras el primer asalto frustrado de D’Erlon, seguido por la feroz carga de Uxbridge y la contracarga de los lanceros franceses, la cosa está completamente en el alero, como un partido de fútbol que fuese 1-1 al término de la primera parte. Los prusianos ya empiezan a cruzar por la izquierda anglo-aliada en dirección a la villa de Plancenoit, pero aún tardarán un buen rato en desplegarse y poder combatir contra el ala derecha francesa. Mientras, los de Wellington siguen alineados en defensa a lo largo de la cresta de Mont Saint-Jean, sin capacidad ni ganas de pasar al contraataque. Parece que, después de todo, la predicción de Napo a sus generales a primera hora de esa misma mañana (“esto va a ser tan fácil como desayunar”) era una “boutade” como la copa de un pino. Pero bueno, al loro que no estamos tan mal: al Emperador todavía le quedan cinco o seis horas de luz diurna, y sigue siendo EL PUTO NAPOLEÓN BONAPARTE, el mayor genio militar de su época (y probablemente en el “Top 3” de todas las épocas). Hasta el último enfant de la patrie que queda vivo sobre el campo de batalla aún confía en que esto el pequeño lo gana por sus cojones.

La Gran Batería francesa ya se ha recompuesto del brutal asalto de la caballería británica, completando sus dotaciones con soldados de infantería sacados de los regimientos cercanos. El intercambio de cañonazos entre los dos ejércitos se reanuda con una intensidad todavía mayor que al principio de la batalla. El general Desvaux, máximo responsable de la artillería de la Guardia Imperial, palma de un impacto directo mientras supervisaba la alineación de una pieza de 12 libras. En el otro lado, hacia el final de la batalla una bala de cañón francesa le arrancará de cuajo la pierna derecha a Lord Uxbridge, el comandante de caballería que había liderado la carga contra la infantería de D’Erlon (otra de esas anécdotas imposibles de confirmar: Uxbridge exclama presa del shock “¡Por Dios, he perdido la pierna!”, a lo que un Wellington tan estóico como de costumbre, mirando desde la grupa de su caballo, responde “En efecto, parece que así ha sido”). Con los años, la pierna perdida de Uxbridge llegará a hacerse más popular que su propio dueño, e incluso se le compondrán poemas.

Pese al respiro que ha supuesto su momentánea victoria contra los de D’Erlon, el Duque de Wellington sigue con los huevos por corbata, pues la línea anglo-aliada se aguanta con pinzas: de los 83 batallones de infantería que componen su ejército ha utilizado ya a 60, 17 de los cuales están al borde del colapso por el cansancio y las bajas. O sea, que le queda una reserva de 23 batallones frescos para el resto del día (sin contar lo que aporten los prusianos cuando entren en liza de una puñetera vez). No le va a sobrar ni un soldado. Los franceses por su parte han utilizado a 57 de sus 103 batallones, y buena parte de ellos han quedado tan maltrechos que han perdido toda su caNPS13L - Defence of Hougoumont Farmpacidad operativa. Es decir, que Napoleón aún tiene otros 47 nuevos de trinca, incluyendo a los 22 de la Guardia Imperial. Son muchos, sí, pero el terreno no les beneficia y el tiempo corre cada vez más en su contra. En ambos lados, la sensación es que el resultado pende de un hilo.

En Hougoumont, Jerome Bonaparte está haciendo honor a su apellido y probándolo todo para tomar el chateau: atacar simultáneamente por varios flancos, incendiar los edificios del complejo, e incluso desplegar obuses y otras piezas artilleras (quizás tendría que haberlo hecho antes) para intentar literalmente tumbar los muros a zambombazos. No hay tu tía. En cierto momento de la tarde, al teniente Legros, un gabacho grande como un oso, se le inflan los cataplines: trinca un hacha y se lanza contra la puerta norte bajo una lluvia de balas y gritando cual poseso, seguido por el grueso de su regimiento de infantería ligera. Legros hace saltar la barra de la puerta a hachazo limpio y un centenar de soldados imperiales consiguen entrar en el patio de la finca. Pero los defensores chapan la puerta a tiempo de evitar males mayores y despachan a todos los intrusos en un dramático combate a sangre y fuego. El único francés que se salva es el tamborilero de la unidad, un niño al que los ingleses encierran en un cobertizo por el resto de la batalla.the_great_gateA esas horas Wellington ya sabe de sobras que aguantar Hougoumont es clave para impedir que todo su flanco derecho se desintegre, así que mantiene a un buen número de unidades protegiendo el pasillo de acceso al chateau, para así poder reforzar su defensa con munición y tropas frescas (sobre todo compañías ligeras de la King’s German Legion y de Brunswick). Los franceses por su parte han destacado en total cerca de 14.000 hombres contra Hougoumont, con resultado cero. De hecho lo peor para los defensores ya ha pasado: los de Napoleón nunca llegarán a tomar la plaza. Tras la batalla, a Wellington no le dolerán prendas en decir que Waterloo se ganó en gran medida allí, en las puertas de Hougoumont.

Pero volvamos al centro, que es donde ahora mismo se está vendiendo todo el pescado: las tropas francesas se han reorganizado tras el fiasco de D’Erlon y ya lanzan nuevas acometidas, más desorganizadas que la primera pero que están causando verdaderos estragos en el enemigo. En la granja de La Haye Sainte arrecian los duelos de “tirailleurs” agazapados por todas partes, tras muros, arbustos, zarzales y lo que se tercie. En la otra granja de la zona, la Papelotte, la cosa no anda mucho más tranquila. De hecho, el tiroteo es tan intenso que a los hombres del regimiento de Orange-Nassau se les empieza a agotar la munición. Los franceses están ya a punto de arrollarlos cuando de pronto aparece un héroe, uno de tantos que se forjaron ese día: May, un tamborilero de apenas 14 años, suelta el timbal y se pone a correr bajo el fuego hasta los polvorines de retaguardia, se llena el zurrón de cartuchos y regresa a primera línea esquivando disparos para distribuir la munición entre los soldados. Repite la carrera por dos veces más, la segunda con una bala francesa alojada en la cadera. Tras estar seguro de haber reamunicionado por completo al regimiento, recoge su instrumento y reemprende su labor (poco rato después recibirá un nuevo balazo en la garganta, pero aún así el chaval sobrevivirá y tras la batalla será condecorado). Por el canto de un duro, pero la Haye Sainte y la Papelotte aguantan.

Wellington ve que el intercambio de sartenazos contra los franceses no le conviene. Las bajas se acumulan a un ritmo horroroso y varias zonas ya clarean, a duras penas parcheadas por batallones de reserva desplegados cagando leches. Si la cosa sigue así mucho rato, toda la línea puede acabar hundiéndose por falta de profundidad. Por tanto, el Duque ordena un repliegue táctico que permita retirar a los numerosos heridos y reposicionar detrás de las colinas a sus unidades más vapuleadas, sustituyéndolas por los escasos batallones de reserva que aún le quedan.

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Dicho y hecho, los soldados aliados empiezan a moverse como pueden. El mariscal francés Ney, desde la lejanía y a través de la casi inescrutable cortina de humo que lo llena todo, interpreta la maniobra en cuestión como el inicio de una retirada general. Busca a su Emperador con la mirada pero no lo encuentra. Hay que hacer algo para poder explotar dicha ventaja, y hay que hacerlo rápido. No puede permitirse el lujo de esperar órdenes. Después de todo, para eso le nombraron mariscal, ¿no?, para que tomara decisiones como ésta. Ney ya la cagó dos días atrás en Quatre Bras precisamente por falta de iniciativa, y ahora no dejará que el error se repita. Seguro que por la noche, cuando la victoria francesa se haya completado, el Emperador se lo agradecerá…

Pero, ¿qué hacer? A Ney tampoco le quedan reservas de infantería, todo lo que tiene está ya trabado en combate en el centro o desangrándose en la úlcera de Hougoumont, o bien redesplegándose a la derecha para defenderse de la llegada de los prusianos. Lo único que Ney tiene, y en cantidad, es caballería. Solo caballería. Los coraceros de Milhaud, las divisiones ligeras de la Guardia y los cuerpos de caballería pesada de Kellermann y Guyot. En total 67 escuadrones, es decir 9.000 sables, jinetes y jacos. En ese mismo momento son la fuerza montada más poderosa del mundo. Bueno, no se han vestido así para nada, ¿verdad? Pues que los cornetas toquen a formar, que nos vamos a cascar un órdago para la posteridad. Está a punto de tener lugar el que los historiadores consideran, en general, el momento definitorio de la batalla de Waterloo (y sobre cuya utilidad, conveniencia y motivos siguen debatiendo a día de hoy): la carga de caballería de Ney.

(continuará)

La batalla de Waterloo (XI de XV)

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18 DE JUNIO (TERCERA PARTE DE SEIS). INTERLUDIO, WAVRE.

Todos los relatos más o menos detallados de la campaña de Waterloo tienen que “pedir tiempo muerto” en cierto momento y detenerse para explicar lo sucedido en Wavre. No hay forma de entender el desarrollo de la batalla principal sin saber lo que ocurrió de manera paralela el 18 de junio en ese pequeño pueblito, un teatro de operaciones absolutamente secundario que no obstante jugó un papel decisivo en el desenlace del mega-dramón que Napoleón y Wellington estaban representando en las faldas del Monte Saint-Jean.

A las tres de la tarde, con los prusianos ya apareciendo en lontananza, la pregunta del millón en el campo de batalla de Waterloo es “¿Dónde está Grouchy?”. Se lo pregunta Napoleón desde su cuartel de mando en La Belle Alliance (“Où est Grouchy?”), del que apenas se moverá en toda la batalla, y también se lo pregunta Wellington («Where is Grouchy?”), que por contraste no para quieto, trotando a caballo de un lado a otro para corregir el despliegue de tal o cual unidad, dar órdenes directas a sus oficiales y en general tratar de mantener la peliaguda situación bajo control. ¿Dónde está Grouchy?

Wavre-Map-p115Pues en esos mismos momentos el mariscal Grouchy está a unos diez kilómetros de allí, con sus 33.000 hombres (recordémoslo una vez más: un tercio de las fuerzas totales de las que dispone Napo) desplegados ante el pueblo de Wavre, listos para atacar a lo que ellos creen que es el grueso del ejército prusiano, que se ha dispuesto a la defensiva tras los dos sólidos puentes de piedra que dan entrada a la localidad. Sin embargo, “el grueso del ejército prusiano” hace ya bastantes horas que se ha escurrido por la izquierda de Grouchy, iniciando la marcha hacia el suroeste para auxiliar a Wellington en Mont Saint-Jean. Lo que queda aquí son apenas 17.000 tipos al mando del sajón Johann von Thielmann, cuya misión consiste en atraer a Grouchy hasta esta distracción y tenerlo entretenido tanto tiempo como pueda; y Grouchy, por lo que parece, se ha tragado el anzuelo hasta el garganchón. Él tenía unas órdenes que cumplir (contactar con los prusianos y batirlos), y eso es justamente lo que cree estar haciendo.

xir167321Emmanuel Grouchy, de origen polaco (nacido como príncipe Poniatowski) segundo conde de Grouchy y mariscal de Francia, es un tipo prudente, con fama de saber nadar y guardar la ropa. Esa prudencia le ha permitido sobrevivir al Terror de Robespierre manteniendo la cabeza sobre los hombros (de hecho fue uno de esos raros nobles que se aliaron a la causa revolucionaria), seguir coleando durante todas las guerras napoleónicas pese a haber sido herido en campaña como quince veces (algunas de bastante gravedad), y destacar mandando la caballería imperial francesa en Smolensk, en Borodino y en la retirada de Moscú. Esa misma prudencia le servirá también para, una vez que esta postrera aventura imperial de Waterloo acabe en desastre, escapar a los pelotones de fusilamiento y morir tan pancho en su cama muchos años después. Sin embargo, el 18 de junio de 1815, con el destino de toda Europa en la balanza, sin duda Napoleón hubiese agradecido que Grouchy demostrase algo más de iniciativa, intuición y capacidad de riesgo.

Ya esa misma mañana, mientras Grouchy desayunaba antes de proseguir la persecución de los prusianos, algunos de sus oficiales han tratado de sugerirle que quizás habría que abortar todo el asunto y tirar hacia Mont Saint-Jean para unirse al combate, sobre todo tras oÍr claramente el tronar de cañonazos viniendo de dicha dirección (la gran batería francesa inaugurando la batalla de Waterloo). Sin embargo, el mariscal se ha negado en redondo y ha seguido comiendo fresas. La discusión al respecto ha ido subiendo de tono hasta convertirse en una bronca de las buenas, en la que han volado los insultos y las descalificaciones mutuas: Grouchy esgrimiendo las últimas órdenes recibidas de puño y letra de Napo (que le indican que persiga y ataque a los prusianos), y su staff insistiendo en que no hay plan de batalla que resista cinco minutos bajo el fuego, y que la situación puede haber cambiado por completo desde que se redactaran dichas órdenes, hace ya más de 24 horas. Pero Grouchy, el siempre prudente Grouchy, no quiere sufrir la famosa ira del Emperador por desobedecerle o malinterpretarle, una ira que el día anterior ya ha visto descargar sobre Ney por haber permitido que Wellington se le escapase vivo en Quatre Bras. Así que tururut: para Wavre que nos vamos.

De haber hecho caso a sus oficiales y virado su ruta hacia el oeste, a primera hora de la tarde los 33.000 soldados de Grouchy habrían bloqueado el paso a la vanguardia prusiana, que por lo tanto ya no habría llegado a tiempo al campo de batalla de Waterloo. Sin embargo, su machacona insistencia en cumplir unas órdenes vagas y basadas en premisas equivocadas le llevará a librar una batalla totalmente inane en Wavre, entre el 18 y el 19 de junio. Es una refriega que acabará por ganar (poniendo en fuga a los prusianos que defienden el pueblo), pero que a nivel estratégico no servirá absolutamente de nada. Ya verás tú qué cara se le queda al día siguiente, cuando le lleguen nuevas de que Napoleón ha sido derrotado en Waterloo por falta de efectivos (entre otros motivos), mientras él andaba haciendo el andoba por la campiña belga…

(continuará)

La batalla de Waterloo (X de XV)

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18 DE JUNIO (SEGUNDA PARTE DE SEIS). LA MAÑANA.

No deja de tener su LOL que la batalla más estudiada de la historia militar, que ha sido escrutada del derecho y del revés hasta en sus más nimios detalles y que cuenta con un volumen descomunal de testimonios directos, siga manteniendo a día de hoy tantos puntos oscuros, tantas interpretaciones abiertas al debate. Por ejemplo, nadie parece ponerse de acuerdo sobre la hora a la que se inició. Algunos historiadores dicen que a las 10 de la mañana ya se estaban dando los primeros cañonazos, mientras que otros dicen que lo gordo no empezó hasta casi la una de la tarde. Yo me voy a quedar con las 11:30 de la mañana, que parece ser la hora que se cita más a menudo, y la que me da más tiempo de explicar cosas con ese dramatismo barato que tanto me gusta…

Así pues, hacia las once y media las bocas de la grand baterie francesa empiezan a escupir plomo y metralla como por un grifo contra las lomas de Mont Saint-Jean. Pero tal como se preveía, mucho ruido y pocas nueces: entre el terreno aún húmedo y blando, y las previsoras órdenes de Wellington para que sus tropas se cobijen tras cualquier elevación que encuentren, el impacto de la artillería queda minimizado. Lo único que consigue, si acaso, es que las baterías británicas se vean obligadas a responder al fuego, entablando un duelo que al menos impide a los ingleses concentrar sus cañonazos sobre la infantería francesa, que ya empieza a menearse.

Hougomont-WallEn el flanco izquierdo gabacho, Jerónimo Bonaparte, hermano del Emperador, dirige una división al interior del bosque y el huerto de Hougoumont, precedida por hostigadores que avanzan en formación abierta y agachados para protegerse entre la maleza. Sin embargo, los soldados imperiales se topan enseguida con una resistencia aliada tan encarnizada (nasauers y hanoverianos, principalmente), que su avance se frena en seco durante un buen rato. Cuando finalmente logran superar el bosque, los atacantes se encuentran ante 30 metros de terreno abierto hasta los muros del chateau, una “zona de tiro libre” para los fusileros aliados. Los franceses intentan cargar numerosas veces, pero son recibidos por una tormenta de disparos que siempre les hace retroceder. Hay que traer más gente y volver a intentarlo. Tampoco. Pues que traigan más gente aún. Ni así.

242A896500000578-2882154-It_was_perhaps_Britain_s_greatest_military_victory_the_ferocious-m-18_1419117416789Poco a poco la cosa en Hougoumont se atasca tal
y como quería Wellington, convirtiéndose en una especie de “microbatalla dentro de la batalla”. De todos modos, el Duque se niega a mandar refuerzos a los defensores del chateau, pues está seguro de que el grueso del ataque francés será por el centro de la línea aliada, y cree que para poder pararlo necesitará todo lo que tenga a mano. Así pues, apenas 3.500 ingleses quedan aislados en Hougoumont, disparando contra todo lo que se mueve desde los árboles, muros y ventanas de la finca, racionando munición y tratando desesperadamente de mantener a raya a más de 8.000 franceses, que en ciertos momentos consiguen llegar hasta la muralla exterior y se agolpan, incluso trepando unos sobre otros, para intentar cruzarla.

Mientras tanto, a eso de la 1:30 de la tarde, Napoleón ordena el ataque principal contra el centro izquierda wellingtoniano y cede el mando de las operaciones al mariscal Ney, mientras él se sienta en su sillita unos minutos y cierra los ojos para descansar la vista (la noche anterior no ha podido pegar ojo, hasta el punto de que, a las tantas de la madrugada, se ha levantado de la cama y ha estado escribiendo cartas hasta el amanecer). Los 18.000 muchachos de d’Erlon se ponen en marcha al ritmo marcado por los tamborileros, en perfectas y apretadas filas, hombro contra hombro, fusiles en ristre. Los aliados oponen en esa zona a 6.000 defensores, siendo su unidad más adelantada la 1ª brigada belga-holandesa del Mayor-general van Bylandt, que ya se dispone en las habituales tres filas de tiradores, apuntando hacia el enemigo y esperando. La distancia efectiva de un rifle de la época es de apenas 200 metros, pero a 20 metros de distancia las posibilidades de impactar están en torno al 30%, y más allá de los 75 metros es tirar munición (el ánima del cañón carece de rayado, lo que hace que la bala se desvíe enseguida de su trayectoria; y en combate es imposible apuntar bien). Apenas el 5% de las bajas de la batalla de Waterloo se deberán a disparos de fusil. Por lo tanto, la frase “¡No disparéis hasta verles el blanco de los ojos!” no es solo una manera de hablar.

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¡Prrrom-popom-popom-popom…! ¡Prrrom-popom-popom-popom….! ¡Prrrom-popom-popom-popom…! 500 metros de distancia… 300 metros… 100 metros… 50 metros… “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” La descarga de fusilería ya abre brechas en las primeras filas francesas, que no obstante siguen avanzando como si nada, los hombres de las líneas posteriores adelantándose para cubrir los huecos y ofrecerse como blancos. “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” “¡Aaaaapunten!… ¡Fuego!” Los franceses se detienen a una veintena de metros con todo su cuajo, formando rápida y disciplinadamente sus propias hileras bajo el humo y las andanadas enemigas, y devuelven los disparos. A lo largo de los siguientes diez minutos ambas mckay-79th-highland-waterloofuerzas se enchufan plomo mutuamente a bocajarro, hasta que las diezmadas tropas de van Bylandt deciden que esto ya no está siendo
divertido y se retiran al otro lado de la
colina, cobijándose por entre la 5ª división
de infantería del Teniente-General Thomas Picton, galés de pura cepa. Los de Picton son veteranos de la guerra en España, incluyendo a regimientos de Black Watch y Highlanders, escoceses con pelotas de acero debajo del kilt. Mira si tiene los huevos cuadrados Picton, que los utilleros de la división le han extraviado el equipaje militar y el tío está luchando vestido de civil (con sombrero de copa y todo), dando las órdenes con un paraguas porque ni siquiera lleva espada. Lo que se dice un bello.

La división de Picton avanza decidida sobre la cima de la colina, sus gaitas mezclándose con los tiros, las explosiones y los gritos. La oleada de franceses va a su encuentro desde el otro lado, banderas y estandartes imperiales al viento, los tambores subiendo el ritmo a “pas de charge”, cerrándose sobre el enemigo con un movimiento escalonado, como de bisagra, de este a oeste. Es un choque de gigantes. Durante un buen rato los de Picton y los de d’Erlon se dan candela de la fina, combinando el fuego a discreción con salvajes cargas al cuerpo a cuerpo. Las bajas empiezan a acumularse a buen ritmo y el centro inglés ya muestra los primeros síntomas de flaquear. Salvo por los de Picton, claro, que no ceden ni un puto metro, tercos como ellos solos. En un momento indeterminado de este enfrentamiento, una bala de mosquete a través de la sien convertirá a Sir Thomas Picton en la baja de mayor graduación que han de sufrir los aliados en toda la batalla. Son las dos de la tarde. Pintan bastos para Wellington.

Y entonces, en lo más crudo del combate, cuando los franceses ya empiezan a pensar que abren brecha, que el centro inglés se derrumba… el suelo empieza a temblar, y dos brigadas de caballería pesada británica al mando de Lord Uxbridge salen como de la nada (han podido formar justo detrás de la cresta, sin que el enemigo se entere), y chocan contra los estupefactos franceses a la velocidad de una locomotora descarrilada (y lo de descarrilada es importante, como veremos más tarde). Es la carga de Uxbridge, uno de los momentos álgidos de la batalla.

scotland-forever-560Tras 20 años de guerras napoleónicas en el continente, en 1815 los ingleses son el ejército europeo que dispone de los mejores caballos. Lo cual, unido a su excepcional entrenamiento, convierte a su caballería pesada en una máquina de matar la mar de afinada, sobre todo cuando pillan al enemigo como ahora, en desenfilada y sin haber podido formar en cuadro. Dos mil quinientos jinetes lanzados a tumba abierta, Scots Greys, Dragones y toda la pesca. Los coraceros franceses que están guardando el flanco de d’Erlon tratan de interceptarlos, pero andan demasiado dispersos, y la confusión del momento más las irregularidades del terreno les impiden organizarse antes de ser planchados por el tsunami de Uxbridge. Desde ahí la inercia de la carga sigue adelante y se come a las brigadas francesas de Aulard, Bourgeois y Nogue, capturando las águilas del 105 y el 45 de línea. Luego entablan contacto con las primeras baterías de la artillería francesa y pasan saltando sobre los cañones mientras sablean a sus dotaciones. Los jinetes ingleses siguen y siguen y siguen adelante, enloquecidos, gritando y rebanando cabezas a diestro y siniestro, los ojos inyectados en sangre.

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Y ahí está el problema, precisamente: Wellington ya había hecho notar alguna que otra vez que la caballería inglesa, pese a todo su talento y la calidad de sus monturas, “adolece de una limitada capacidad táctica, y aún menos sentido común”. Añádase a esto el hecho de que Uxbridge ha concedido a los comandantes de cada brigada la iniciativa para que improvisen sobre la marcha (“por si yo no estoy disponible para darles órdenes”), y que están cargando con todos sus efectivos, sin dejar apenas unidades en reserva para protegerse de una eventual contra-carga gabacha, y la receta para el desastre está servida. Tras una carrera de más de un kilómetro, los de Uxbridge se encuentran de pronto en el fondo de una colina, con los caballos derrengados y ante ellos la brigada francesa de Schmitz, perfectamente formada en cuadros. Napoleón ha ordenado a parte de su caballería, los coraceros de Farine y Travers más los dos regimientos de lanceros de Jaquinot, que contracarguen contra los agotados y desordenados ingleses, que se acaban de dar cuenta del marrón en el que se han metido e intentan volver grupas y retirarse. Demasiado tarde.

Los lanceros franceses les dan alcance enganchándoles de flanco, y los ensartan como pinchos morunos, con tanta fuerza que algunos jinetes británicos son desmontados y proyectados varios metros en el aire mientras patalean, clavados en las lanzas. Diversas unidades de Dragones Ligeros y Husares ingleses, holandeses y belgas llegan a la escena para intentar ayudar a sus camaradas a escapar de aquel infierno, que ahora mismo es un desordenado tropel de hombres, caballos, sablazos, lanzadas, disparos y humo. Pero los franceses han recuperado el momentum y equilibran la matanza.

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El resultado de todo este cristo es que dos brigadas de caballería pesada inglesa han logrado frenar a una fuerza enemiga que les quintuplicaba en número, haciendo fracasar la primera ofensiva francesa, silenciando una quincena de cañones enemigos y propiciando la captura de tres mil prisioneros. Pero los ingleses se han quedado virtualmente sin caballería pesada (salvo para puntuales labores de cobertura y apoyo) por el resto de la batalla. Son ya las tres de la tarde y las espadas siguen en lo más alto. Por su catalejo, Napoleón ya puede ver a las primeras columnas de prusianos acercarse por su flanco derecho, en torno a la villa de Lasne-Chapelle-Sain-Lambert, a unas cuatro millas y pico de distancia (entre dos y tres horas de marcha para un ejército). ¿Qué cojones está pasando aquí? ¿No se suponía que Grouchy los iba a mantener huyendo, lejos del campo de batalla? “Bueno”, piensa Napoleón, “No entremos en pánico, hay margen de sobra para ganar esto antes de que lleguen”. Pero lo cierto es que el Emperador empieza a ir mal de tiempo…

(continuará)

La batalla de Waterloo (IX de XV)

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18 DE JUNIO (PRIMERA PARTE DE SEIS). LA PREVIA.

Tal día como hoy, hace exactamente 202 años y a eso de las diez de la mañana, Napoleón Bonaparte llegaba al campo de batalla de Waterloo (aunque en la época los franceses bautizaron el enfrentamiento como “la batalla de Mont Saint-Jean”, el apelativo que se acabó popularizando fue el de “la batalla de Waterloo” acuñado por los ingleses), a lomos de su corcel “Marengo”, así llamado en honor a una de las victorias militares más dramáticas del Emperador.

painting1Marengo es un animal en verdad notable, un ejemplar árabe de color blanco sucio no muy grande pero sí muy fuerte, que le ha acompañado en Austerlitz, en Jena, en Wagram y en la retirada de Rusia, siendo herido no menos de ocho veces pero siempre recuperándose y llevando a su dueño sano y salvo doquiera que éste decidiera ir. Napo atraviesa al trote las filas de soldados franceses que gritan atronadoramente “Vive l’Empereur! Vive l’Empereur! Vive l’Empereur!” y les devuelve el saludo bicornio en mano, como si fuera una puñetera estrella del rock. Al otro lado del campo de batalla, un oficial de artillería inglés se acerca a Wellington y le dice “su Gracia, ahí tenemos a Bonaparte. Está lejos pero igual puedo alcanzarle, ¿me da permiso para probar?”, a lo que el Duque contesta indignado “¿Pero qué decís? ¡Ni hablar! ¡Los generales que dirigen ejércitos tienen mejores cosas que hacer que dispararse unos a otros”. Sí, definitivamente Waterloo marcará el final de una manera muy peculiar (algunos dirán que más civilizada y romántica) de hacer la guerra…

image19La considerada actitud de Wellington hacia su oponente contrasta con los numerosos menosprecios que ambos comandantes se dirigirán
mutuamente a lo largo de
la jornada. Ya durante el desayuno en la granja de
Le Caillou, cuando a los generales de Napoleón se
les ha ocurrido advertir que
«la infantería inglesa en cuerpo a cuerpo es el mismo diablo», el Emperador les ha espetado con visible cabreo “Je vous dis que Wellington est un mauvais général, que les Anglais sont de mauvaises troupes, et que ce sera l’affaire d’un déjeuner!”. Más o menos a esa misma hora Wellington tampoco se queda corto, y mientras otea las posiciones gabachas haciéndose pantalla en la vista con un ejemplar enrollado del Times, le comenta al general Álava, agregado militar español: «Nuestro amigo el corso no sabe la desconcertante paliza que se va a llevar antes de que acabe el día». Estas bravatas son en realidad intentos de uno y otro por ganar la batalla psicológica. Saben que en la guerra la moral lo es todo (y más en la guerra napoleónica, en la que el pánico puede contagiarse fácilmente de una unidad a la siguiente generando un catastrófico efecto dominó), y que lo que digan en voz alta acabará llegando a oidos de la tropa, que necesita creer en unos mandos que confíen plenamente en la victoria. Pero de puertas para adentro, está claro que Napoleón y Wellington se respetan y se temen.

Son las 10:30 de la mañana, y hasta este momento Napoleón no había tenido ocasión de inspeccionar de primera mano el terreno ni las posiciones aliadas. Por eso la noche anterior ordenó a sus tropas, un total de 72.000 hombres y casi 250 piezas de artillería, que se desplegasen de manera simétrica hasta haber decidido qué hacer. Ahora pide el catalejo y se pone a escrutar el horizonte, mientras justo detrás suyo sus sirvientes personales le colocan a toda prisa el sillín y la mesita de campaña con los mapas, las resmas de papel, las plumas y el tintero. Napo ve que los 68.000 soldados y poco más de 150 cañones de Wellington ocupan toda la llanura y las faldas del Monte Saint-Jean, concentrados en un frente en forma de arco, estrecho (menos de cuatro kilómetros) pero profundo y tupido, con gran cantidad de unidades en reserva. Una posición defensiva de fábula, vamos.

Goumont---MSJLas dos plazas fortificadas del campo de batalla también están ocupadas por tropas, y marcan los puestos más avanzados del despliegue aliado: la granja de La Haye-Sainte en el centro, y a la derecha de Wellington Hougoumont, un chateau precedido por un bosque que se encuentra peligrosamente separado del resto de su ejército. O eso le parece a Napo, pues en opinión de Wellington es todo lo contrario: durante la mañana, el Duque se ha referido al complejo de Hougoumont como “un apropiado punto débil”, pues es demasiado goloso como para que Bonaparte lo ignore, pero a la vez resulta un emplazamiento fácilmente defendible. Wellington espera que los franceses se estampen una y otra vez contra dicho bastión intentando tomarlo, y que por tanto se vean obligados a concentrar tropas en ese lado del campo de batalla, prestando poca atención a la aparición de los prusianos por el otro flanco (si es que los prusianos llegan a aparecer, claro, que la cosa está por ver…).

Tras haber asimilado toda la información visual, Napoleón dicta sus órdenes, sencillas y brutales: asalto frontal contra el centro izquierda aliado (la zona más precaria del sistema de contención que ha establecido Wellington), hasta que éste se desmorone, con especial atención a la toma de La Haye-Sainte y el bosque de Hougoumont (que, desde el lado francés, precede al chateau). Sin embargo, el necesario redespliegue de tropas francesas antes del ataque va a llevar su tiempo, porque el terreno está absolutamente embarrado tras las lluvias del día y la noche anterior (ha estado cayendo agua hasta 45217prácticamente el alba), y algunos cañones se encuentran hundidos en el fango hasta los ejes de las ruedas. Por no hablar de que en esas circunstancias la artillería será prácticamente inefectiva, pues las balas de cañón se hundirán en el suelo en vez de rebotar y penetrar en las filas enemigas. El Emperador mira al cielo y confía en que el cálido sol de junio seque el piso en pocas horas. “Esperaremos hasta el mediodía. Luego veremos”. A las once y media de la mañana, el terreno no está perfecto pero sí aceptable, y el Emperador da la orden de entrar en acción. Por fin, ya tocaba. Empieza la batalla de Waterloo.

(continuará)

La batalla de Waterloo (VIII de XV)

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17 DE JUNIO. LA VÍSPERA.

Tal día como hoy, hace exactamente 202 años, era la víspera de la batalla de Waterloo. En este compás de espera, el Emperador se ha levantado abatido y apático tras la tensión del día anterior (¿Sabes cuando estás de resaca después de una juerga flamenca y no tienes ganas de nada? Pues lo mismo). Mucho se ha escrito sobre la menguante salud de Napoleón Bonaparte durante la campaña de 1815, pero como tantas otras cosas que rodean a este episodio de la historia, se trata mayormente de rumores sin confirmar, elevados a categoría sobre todo por los palmeros del corso (como por ejemplo Dominique de Villepin en su libro Los 100 días, que es demasiado pro-Napoleón incluso para mí). Propagandistas que se agarran como un clavo ardiendo a cualquier excusa que justifique los errores estratégicos del genio (“es que estaba malito el pobre”, y tal). Lo que sí parece confirmado es que la noche del 16 al 17 nuestro chiquitín favorito la pasa jodido por un ataque de almorranas (incluso a los personajes inmortales les pica de vez en cuando el culo).

Así pues, la mañana del 17 Napo se dedica a desayunar con la calma, pasar revista a las tropas en Ligny (le encanta hacerlo, y sus soldados se lo toman siempre como un acontecimiento y un honor), e incluso a despachar algunos informes políticos llegados de París. Está claro que debería mandar a alguien en persecución de los prusianos que huyen, pero el extraño silencio que llega del oeste, sin un solo cañoneo, le hace temer que Ney haya sido derrotado en Quatre Bras, y que los anglo-aliados aparezcan en cualquier momento por la carretera de su izquierda para dar por saco. Cuando finalmente Napo manda emisarios a ver lo que pasa con Ney, se entera de que las tropas francesas en Quatre Bras están inactivas, muchas de ellas tumbadas a la bartola, almorzando. Mientras tanto Wellington ha aprovechado la noche y las primeras horas de la mañana para ejecutar un ejemplo de manual de “cómo romper contacto con el enemigo”, retirando poco a poco a sus hombres en perfecto orden y largándose con viento fresco.

(c) Museums Sheffield; Supplied by The Public Catalogue Foundation

El Emperador monta en cólera ante la pasividad de Ney. Y si antes se ha quedado corto al no decidirse a mandar tropas que den caza a los prusianos en retirada, ahora es todo lo contrario: se le va la mano. Bonaparte ordena a Grouchy que coja 30.000 hombres (un tercio de las fuerzas francesas), y emprenda camino hacia el este para mantener a Blücher huyendo, lejos de la acción (palabras textuales según diversos testigos: “Sigue a esos prusianos y dales un toque de frío acero francés en sus traseros”). Aquí la cagada es doble, porque envía demasiadas tropas (con una cuarta parte hubiese sido más que suficiente), y porque además lo hace a ciegas (hacia el este, cuando en realidad el enemigo se está retirando al norte debido al gambito estratégico de Gneisenau). Los prusianos llevan más de catorce horas de ventaja a Grouchy, que encima coordina mal la persecución y solo logra que sus tropas cubran diez kilómetros de distancia (y, repito: en la dirección equivocada). Al día siguiente en Waterloo, Bonaparte echará mucho en falta a esos 30.000 soldados de los que ahora se deshace tan alegremente.

El resto del ejército francés se pone en marcha por fin, tras los pasos de los anglo-aliados de Wellington, bajo la incesante lluvia que ha seguido cayendo de manera intermitente desde la noche anterior, y que ahora mismo es un aguacero que ha convertido todas las carreteras en barrizales. La vanguardia francesa y la retaguardia inglesa entran en contacto visual, y así se mantienen durante el resto de la jornada, vigilándose mutuamente por si una de las dos se despista. Pero no, está claro que hoy ya no habrá batalla.

TOPSHOTS History enthusiasts dressed as soldiers take part in a re-enactment of Napoleon's 1805 Battle of Austerlitz near the South Moravian city of Slavkov on December 01 , 2012. AFP PHOTO/MICHAL CIZEKMICHAL CIZEK/AFP/Getty Images ORG XMIT: 575

Al caer la noche los aliados han llegado a las faldas del Monte Saint-Jean, y se ocultan tras su larga y baja cresta. Napoleón se detiene en la hostería la Belle Alliance (que aún hoy sigue en pie y conserva tal cual la habitación en la que durmió el Emperador, incluído su mini-camastro de campaña), baja del caballo y pide el catalejo. Sí, es obvio que los ingleses están allí, no puede verles pero lo sabe. Sin embargo, ¿han establecido campamento o piensan seguir huyendo? Para salir de dudas, Napo ordena a un par de baterías de artillería a caballo que se desplieguen y abran fuego contra la colina. A esa distancia y a oscuras es imposible que le acierten a nada, pero no es eso lo que busca el Emperador: lo que quiere saber es si los ingleses tienen intención de quedarse o de mantener la retirada. Si no piensan hacer noche allí no habrán desplegado su propia artillería, y por lo tanto no responderán al cañoneo francés….

Sin embargo, a los pocos minutos toda la loma se ilumina cuando las baterías de Wellington, perfectamente dispuestas y desplegadas, devuelven los disparos. Vale, hábeis picado. O sea que estáis aquí para quedaros. Perfecto. Ahora l’Empereur ya tiene claro que al día siguiente, 18 de junio, tendrá lugar en ese sitio la batalla definitiva. Hora de irse a descansar, que mañana va a haber faena.

pic497714_lgSi Waterloo está considerada una especie de “final de la Champions” de las batallas no es solo por su carga dramática ni su importancia histórica, sino también por el marco incomparable en el que tuvo lugar, una especie de versión miniaturizada del perfecto campo de batalla napoleónico. Está acotado por varias aldeas y un castillito al este, una tupida floresta al norte, y el pueblo de Braine l’Alleud al oeste. Tiene una larga cresta de colinas (Mont Saint-Jean), dos granjas fortificadas en medio (La Haye Sainte y Hugoumont), y está salpicado por infinidad de montículos, quebradas y desniveles, algunos demasiado insignificantes como para representarlos en los mapas de la época, pero bastante tocacojones cuando tienes que combatir sobre ellos. Y todo eso embutido en una zona de unos diez kilómetros cuadrados, en la que al día siguiente se batirán casi doscientos mil tipos. El frente total de batalla es de apenas cinco kilómetros, uno de los más pequeños en los que jamás haya combatido Napoleón (sin ir más lejos, el de Ligny, el día anterior, era de doce kilómetros; pero es que el de Leipzig, un año antes, había sido de más de treinta). El reducido espacio y las características del terreno congestionarán a las tropas beneficiando sin duda al defensor, es decir a Wellington, que además es un experto en librar este tipo de refriegas en las que toca ceder la iniciativa al contrario.

Por tanto, podríamos decir que la noche del 17 de junio, las circunstancias se han ido acumulando para arrebatarle poco a poco a Napoleón buena parte de la ventaja estratégica con la que contaba al inicio de la campaña. Los franceses siguen siendo favoritos, desde luego (cualquier batalla en la que participe Napo, que cuenta con un impresionante currículum victorias/derrotas de 50/8, convierte a su ejército en favorito), pero lo cierto es que las fuerzas se han igualado bastante. En un capítulo anterior comenté que Napoleón reclamaba tres factores principales para ganar una batalla: rapidez, sorpresa y suerte. La rapidez la ha perdido por la pasividad de Ney y la suya propia durante la mañana del 17. La sorpresa puede estar ahora del lado de Wellington si los prusianos aparecen a tiempo para ayudarle. Falta ver con quien se aliará la suerte…

(continuará)

La batalla de Waterloo (VII de XV)

waterloo día 16-216 DE JUNIO (SEGUNDA PARTE). LA BATALLA DE LIGNY.

Tal día como hoy, hace exactamente 202 años, a la una de la tarde, Wellington y Blücher tenían un rifi-rafe verbal cerca de Ligny (ver el anterior capítulo: La batalla de Quatre Bras). Las advertencias de Wellington sobre la arriesgada posición prusiana no son meras ganas de tocar las narices, como piensa Blücher. Wellington tiene razón: los prusianos han extendido demasiado su flanco derecho, que sobresale como un cuerno. Si Napoleón lo ve (que obviamente lo verá), y dirige sus baterías artilleras hacia allí, lo pueden pasar mal. No solo eso, sino que los prusianos tienen ante sí un arroyo de riberas pantanosas, por lo que ni siquiera podrán salir de la ratonerLignyDeploymenta para ir al cuerpo a cuerpo contra los franceses. Pero Blücher es un tipo orgulloso, y esto de echarse cuerpo a tierra
y esconderse a la que suenan cuatro cañonazos le parece cosa de nenazas. Al enemigo hay que recibirlo con la cabeza alta y de pie, coño.

Mientras Wellington y Blücher discuten sobre todo esto, por cierto, Napoleón Bonaparte llega al campo de batalla, perfectamente distinguible en la distancia con su parca gris y su bicornio, a lomos de un caballo blanco (“Marengo”; ya hablaremos de él con más detalle, porque en las guerras napoleónicas hasta los caballos tienen historias que contar) y flanqueado por su staff de mando. Las miradas de los tres generales más importantes de la época se cruzan, y durante un instante solemne el tiempo parece detenerse. La historia los contempla.

La batalla de Ligny empezará aún más tarde que la de Quatre Bras por varios motivos. En primer lugar, Napo quiere dar tiempo al mariscal Ney para que planche a los anglo-aliados y entonces le mande unidades de refresco que ataquen a los prusianos por el flanco, mientras él los acomete de frente. En segundo lugar, la concentración de tropas es mucho mayor que en Quatre Bras y están esparcidas por una amplia área, por lo que desplegarlas no es cosa fácil. Y en tercer lugar, hay que entender que el día anterior el Emperador se ha cascado quince horas seguidas a caballo, y se ha ido a dormir a las quinientas. Por lo tanto, se lo está tomando con calma. Napo descabalga, pide el catalejo, observa las posiciones prusianas durante un buen rato y sonríe. Está de buen humor. Lo ve claro.

Crofts_Ernest_The_Battle_Of_LignyA eso de las 14:30 llegan sonidos nítidos y constantes de cañonazos desde la dirección de Quatre Bras. Eso significa que, esté pasando lo que esté pasando allí, es evidente que se está combatiendo a base de bien, o sea que los anglo-aliados están ocupados y no van a aparecer de repente amenazando el flanco izquierdo de Napoleón. Así pues, tranquilo ya al saber que puede arremangarse y centrar toda su atención en pulverizar a los prusianos que tiene delante, el Emperador se apresura a dar por fin las instrucciones de ataque: la caballería francesa tratará de mantener neutralizada al ala izquierda enemiga (amenazándola con cargar si se mueve de sitio), mientras la infantería ataca masivamente el centro y la derecha a lo largo de toda la línea, en el típico asalto frontal de desgaste. Cuando los prusianos estén bien blanditos, se mandará a la reserva para que afeite lo que quede. Si el plan sale bien, dos tercios del ejército de Prusia serán aniquilados, y el resto no tendrá más opción que huir hacia Lieja, alejándose definitivamente de Wellington.

Poco antes de las tres de la tarde, empieza la fiesta. La grand baterie gabacha abre fuego y cientos de prusianos quedan súbitamente convertidos en pulpa. Bajo el tronar de los cañones, Grouchy lanza la caballería inmovilizando de manera perfecta a 24.000 prusianos, que no saben por donde les vienen las bofetadas. A la vez, el II y III Cuerpo de ejército franceses se lanzan al ataque en las granjas de San Amaund y Ligny. Enseguida se inicia un intercambio de golpes durísimo, hostias van y hostias vienen. Los franceses son rechazados una, dos, tres y hasta cuatro veces, y a Napoleón ya le queda claro que no se está enfrentando a una mera posición avanzada de tanteo, sino al grueso del ejército de Prusia, unos 84.000 tipos, frente a los cerca de 70.000 franceses. El ataque de l’Armee du Nord en toda la línea no consigue romper al enemigo, pero traba en combate a tantas unidades que Blücher no tiene espacio para maniobrar con sus reservas, no puede hacer entrar tropas de refresco, no puede redesplegar a nadie. Allí lo único que pueden hacer sus hombres es matar y morir. La cosa es una puta carnicería, a un nivel tan intenso que no hay respiro. Se lucha literalmente casa por casa, en todas las aldehuelas y granjas de la zona. El horizonte arde con mil incendios.

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Deben de ser ya en torno a las seis de la tarde. Al quinto asalto masivo cuerpo a cuerpo, con algunos regimientos franceses acumulando bajas por encima del 60%, finalmente las líneas prusianas ceden y se quiebran. La brecha se ensancha, y por ella empiezan a manar gabachos que matan todo lo que lleve una casaca negra (sí, ya sé que no todos los prusianos iban de negro; es una figura retórica, hombre). Ninguno de los dos bandos da cuartel, ni lo acepta (¿Prisioneros? ¿Qué es eso?). Los prusianos tratan desesperadamente de tapar huecos con sus unidades de reserva mientras retroceden. Es el momento decisivo, Napoleón está ganando, pero hostias… ¡es que son MUCHOS prusianos! El Emperador necesita un empujón adicional para decidir la batalla, necesita más tropas. Sin embargo, lleva toda la tarde mandándole misivas a Ney para que le ayude (con un tono de creciente desesperación: “El destino de Francia está en sus manos, avance hacia aquí de una vez”), y el mendrugo de Ney sigue encharcado en Quatre Bras. De pronto, escalofrío: se acerca una columna de tropas por el este. ¡Ay la madre que me parió! ¿Te imaginas que es Wellington, que ha derrotado a Ney y viene a darle a l’Armee du Nord el golpe de gracia? ¡Pero no, ondean la tricolor! ¡Son franceses! Es el I Cuerpo de ejército de d’Erlon, que estaba situado en la reserva, justo entre las dos batallas. ¡Estamos salvados! ¡Salvados! ¡Salvad…! Oye, ¿qué hacen? ¿Dan media vuelta? ¿Pero a dónde coño van? ¡Mecagoensupu…!

Lo del I Cuerpo de ejército de d’Erlon durante el 16 de junio de 1815 es posiblemente la mayor payasada estratégica cometida por los franceses en toda la campaña de Waterloo. El Conde d’Erlon se pasa todo el puñetero día recibiendo órdenes contradictorias, que mantendrán a sus 20.000 hombres (casi nada) chiquiteando de acá para allá entre Quatre Bras y Ligny, sin llegar a tiempo para combatir en ninguno de los dos campos de batalla. Lo que acaba de ocurrir ahora mismo es que, cuando ya estaban llegando en auxilio del Emperador, han recibido una nueva misiva de Ney (que claro, no sabe que es AQUÍ, y no en Quatre Bras, donde se está decidiendo todo), en la que les ordena que den media vuelta y marchen contra Wellington. De haber contado Napoleón con los 20.000 de d’Erlon para atacar el costado prusiano, la campaña se habría finiquitado esa misma tarde, con una victoria aplastante para los franceses. Los prusianos machacados y los ingleses corriendo como locos hacia los puertos del canal, mientras Napo marchaba sobre Bruselas tan pancho. La batalla de Waterloo ni siquiera habría llegado a tener lugar.

Pero no ha sucedido así, y estamos en que el Emperador anda sin tropas de refresco con las que dar el golpe final. Y encima, con la tontería ha perdido una hora de luz. Se le hace de noche, esto se acaba. Napoleón mira en torno suyo, patea el suelo cabreado, y acaba dando la orden que no quería dar: “Mandad a la Guardia”. Es demasiado pronto, demasiado pronto para poner en juego su mejor baza, su mejor unidad de tropas, pero tiene que ganar esta batalla COMO SEA, y no le queda nadie más a quien recurrir.

grenadier-a-pied-de-la-vieille-gardeLa Vieja Guardia. La mejor infantería de Europa. Una pandilla de hijos de perra como no hay otros. Detengámonos un momento a contemplarlos: veteranos con diez o doce campañas a sus espaldas, metro ochenta
de estatura mínima, grandes sombreros de pelo de oso, la piel cubierta de tatuajes, mostachos negros, patillas de cabeza de hacha, largas coletas y enormes pendientes de oro en las orejas, como si fueran piratas o bandoleros. La depravación, la temeridad extrema y la sed de sangre esculpidas en sus feroces caras. Cobran el doble de sueldo que un soldado normal, comen el doble de raciones y tienen todo tipo de privilegios; y desde luego, se los curran. Aparte de sus inigualables habilidades de combate, su mera presencia avanzando en “pas de charge” al son de los tambores suele infundir un terror primordial en el enemigo. Son unos salvajes. Por su Emperador serían capaces de comerse sus propios cataplines, y luego pedirían una segunda ración. Eso es lo que Napoleón arroja contra el centro prusiano, que ya se reforma por enésima vez. Son las 19:45 de la tarde, el sol se oculta por el horizonte, suenan los primeros truenos de una tormenta y rompe a llover. Es hora de ganar esta jodida batalla.

Los prusianos reaccionan rápido, lanzando todas las tropas frescas que les quedan contra el juggernaut que se les viene encima. Da igual. La Guardia Imperial, protegida por unidades de cuirassiers (caballería pesada), sigue avanzando como una picadora de carne, haciendo añicos al 21 regimiento prusiano y a dos escuadrones de caballería westfaliana, atravesando la aldea de Ligny de punta a punta como un maremoto azul blanco y rojo. La batalla está perdida para los aliados, pero Blücher, cabezón, valiente y loco hasta el final, rememora sus años mozos, cuando era húsar, y se pone a la cabeza de una desesperada carga de caballería para ganar algo de tiempo y permitir que lo que queda de su ejército pueda retirarse, en vez de ser pasado a la bayoneta. Cuatro regimientos de caballería prusiana y uno de lanceros ulanos (al que le quedan menos de trescientos hombres, de un total de casi mil), se abalanzan sobre la Guardia Imperial, que impertérrita se detiene y forma en cuadro, recibiendo al enemigo con ordenadas descargas de fusilería, mientras los coraceros franceses contracargan y espachurran el ataque.

bluecher-ligny-03El propio Blücher se va al suelo cuando una bala mata a su montura, y allí se queda un buen rato, tumbado en el piso alfombrado de cadáveres de hombres y caballos, mientras los coraceros franceses pasan en torno a él repartiendo muerte a izquierda y derecha. Nadie lo reconoce, y finalmente sus ayudantes lo encuentran y lo sacan de allí antes de que alguien lo mate o lo capture. Unos buenos lingotazos de ginebra bastan para quitarle el susto del cuerpo. La acción de Blücher ha sido una masacre más pero ha cumplido su cometido, haciendo de pantalla salvadora para lo que queda de su ejército. La batalla se ha acabado, empieza la retirada.

En total Blücher palma 18.000 hombres (por unos 11.000 de Napoleón), más otros ocho o nueve mil que tiran el fusil y desertan. El resto (algo más de 50.000) escapan al abrigo de la oscuridad, desordenadamente y al borde del pánico. Blücher está desaparecido por el momento, así que el segundo al mando, August von Gneisenau, se reune con su alto mando bajo la lluvia y toma una decisión tan arriesgada como heroica: a diferencia de lo que asume Napo, los prusianos no se retirarán hacia el este siguiendo sus líneas de suministro y alejándose de Wellington, sino hacia el norte, hacia Wavre, manteniéndose así a distancia de poder prestar ayuda a sus aliados en la siguiente batalla, si ésta llega a producirse. Gneisenau es un anglófobo del copón, pero también un militar de grandeza: si el ejército prusiano ha de quedarse sin víveres ni munición, sea, pero no abandonará a los anglo-aliados a que se batan y perezcan solos contra el monstruo corso.

Esa decisión con dos cojones revela a August von Gneisenau como el verdadero cerebro estratégico del ejército de Prusia (muy por encima del tarugo de Blücher). Años después Wellington, recordando la batalla de Waterloo (algo que no le gustaba demasiado hacer), comentará que la decisión de Gneisenau fue “el momento decisivo del siglo XIX”. Napoleón ha ganado la batalla de Ligny, sí, y pese al coste y los contratiempos no cabe duda de que ha sido una grandísima victoria. Pero será también la última de su carrera militar.

(continuará)

La batalla de Waterloo (VI de XV)

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16 DE JUNIO (PRIMERA PARTE). LA BATALLA DE QUATRE BRAS.

Tal día como hoy, hace exactamente 202 años, a pocos kilómetros del cruce de caminos de Quatre Bras, el mariscal Ney observaba las posiciones inglesas y notaba cierto olor a chamusquina. Por el catalejo solo alcanza a ver a unos 8.000 aliados y le parecen pocos, pues ha estudiado a Wellington y sabe que siempre le gusta tratar de engañar al enemigo manteniendo a buena parte de sus tropas ocultas fuera de la vista (tumbadas en maizales, agachadas detrás de colinas, y cosas así). Sin embargo, en esa ocasión no es que Wellington le esté tomando el pelo: es que realmente no tiene nada más que lo que se ve. Sin embargo Ney no se fía, no se atreve. El mariscal de Francia decide esperar.

mapLa vital encrucijada de Quatre Bras señala la unión entre la carretera Charleroi-Bruselas y la carretera Nivelles-Namur,
y está al ladico de la pequeñísima aldea de
Baisy-Thy (lo que se dice cuatro casas). Tiene un bosquecillo al sudoeste, y dos o tres granjas esparcidas aquí y allá. El terreno al sur del cruce es más elevado, y al norte cae de manera un tanto pronunciada. Es un buen punto defensivo, que en general dificulta el avance de los atacantes y facilita a los defensores el recibir refuerzos. Sin embargo, los anglo-aliados se han visto obligados a ocuparlo de manera un tanto precipitada (tan solo 48 horas antes no imaginaban que fuera a tener lugar allí una batalla), sin poder sacarle todo el partido estratégico que hubiera sido posible con un despliegue más ordenado.

La mañana transcurre tan plácida que a Wellington incluso le da tiempo de trincar el caballo e irse a ver a los prusianos de Blücher en Ligny, donde tampoco han empezado aún las tortas (Wellington: “Ey ¿qué pasa tío? ¿Cómo va?”; Blücher: “Pues ya ves, esperando a que el enano ataque.”; Wellington: «¿Ya sabes que, tal como habéis desplegado el flanco derecho, os van a dar una tunda del copón?”; Blücher: “No hombre, no. No empieces ya, joder.”; Wellington: “Desde luego no se te puede decir nada, macho. No se te puede decir nada”; Blücher: “Pesaos sois los ingleses, hostias. Siempre enmendando la plana. ¿Te he criticado yo a ti?”; Wellington: “Vale vale, tú mismo. Paso de discutir. Me vuelvo a Quatre Bras”; Blücher: “Eso eso, desfila.”).

A mediodía, consciente de que ya no puede esperar más, Ney ataca, lanzando contra Wellington a sus 18.000 soldados (cuyas filas se irán engrosando a lo largo de la jornada hasta totalizar unos 24.000) apoyados por 32 cañones. Sin embargo, como el muy huevón se ha pasado toda la mañana tocándose los cascabeles, los aliados ya han logrado desplegar a más gente y tienen en camino un constante goteo de refuerzos (las apenas 8.000 tropas iniciales llegarán a ser 36.000 en el momento de mayor intensidad de la batalla).

La cosa empieza con el habitual bombardeo de artillería, seguido por un buen montón de escaramuzas en la vanguardia. Los aliados ceden terreno a cara de perro, retirándose poco a poco de los bosques y aldeas colindantes a Quatre Bras. Hacia las dos de la tarde, Ney por fin está en posición para asaltar el cruce de caminos con “armas combinadas” (o sea, infantería, caballería y artillería a la vez, que es la combo ideal en cualquier batalla napoleónica). La presión sobre las posiciones aliadas se hace casi insoportable, pero en torno a las tres de la tarde reciben más refuerzos ingleses, hannoverianos y holandeses, que les permiten reagruparse y adecentar sus líneas. Pese a la increíble confusión reinante en ciertos momentos del combate (una brigada de caballería holandesa es fulminada por fusileros escoceses, que los han confundido con coraceros gabachos), los aliados aprietan los dientes y aguantan, como el boxeador al que están dando de hostias pero se agarra a las cuerdas del ring para no caer al suelo.

Wollen,_Battle_of_Quatre_Bras

Más o menos a las 16 horas, Ney recibe órdenes de Napoleón de que finiquite el asunto DE UNA PUTA VEZ, así que aumenta la presión “up to eleven”, mandando al mogollón todo lo que tiene, incluida la bella caballería pesada de Kellerman, que despedaza por completo a tres regimientos ingleses de infantería. Aún así, los franceses empiezan a estar agotados, hasta el punto de que a media tarde los aliados contraatacan y los hacen retroceder casi hasta sus posiciones de salida. Ahí, la batalla se estanca definitivamente. Tras unas ocho horas de crudísimos enfrentamientos, en los que el propio Wellington ha estado a punto de ser capturado dos o tres veces, cae la noche. Los anglo-aliados han perdido unos 4.800 soldados, frente a 4.300 muertos y desaparecidos franceses.

Kellermann's_attack_-_Quatre_Bras

Contra pronóstico, Wellington ha logrado forzar el empate técnico gracias a una mezcla de cataplines, sentido común y chamba (las tropas de infantería holandesas, a las que el Duque había dado orden de replegarse hacia Nivelles, no le han hecho ni puñetero caso y se han quedado a luchar, demostrándose a la postre como fundamentales para mantener el cruce de caminos protegido). A los aliados dicho empate ya les va bien (solo aspiraban a ganar tiempo y empantanar al enemigo), pero para los franceses es un contratiempo importante. Ney necesitaba esa victoria, necesitaba controlar el enclave, no solo a fin de desarbolar a Wellington (que también), sino para poder enviar refuerzos hacia Ligny, la otra refriega que se está librando ese mismo día, a unos diez kilómetros al sureste de allí. No ha sido así, y Napo ha tenido que librar esa batalla por sí solo. ¿Qué tal le habrá ido al Emperador, por cierto? Montado sobre su caballo, Michel Ney suda y resopla de nervios.

(continuará)