18 DE JUNIO (SEXTA PARTE DE SEIS). EL FINAL.
Poco más tarde de las seis, Napoleón escruta de arriba abajo la primera línea de combate del campo de batalla de Waterloo: en el flanco izquierdo francés, el chateau de Hougoumont aguanta las acometidas imperiales; incendiado, semidestruido y sitiado por tres de sus cuatro costados, pero aguanta (y tiene pinta de que va a seguir así). En el centro, los cuadros anglo-aliados han rechazado una tras otra las dementes cargas de Ney (la madre que lo parió) sin ceder tampoco sus posiciones. A la derecha, en cambio, la granja de La Haye-Sainte parece ahora mismo el único punto realmente comprometido de las posiciones enemigas. Quizás, hacerse con ella daría a los franceses el aire y el espacio que necesitan para romper el centro de Wellington. Así pues, Napoleón ordena a Ney que se deje de hacer el chorra con las cargas y tome La Haye-Sainte PERO YA.
Ney obedece y lanza un ataque combinado de infantería/caballería/artillería contra el centro-izquierda anglo-aliado, su primera decisión correcta del día (¡Ya tocaba, macho!). Lo llevan a cabo tropas parcheadas de varias divisiones (a esas horas, la cosa está ya bastante desordenada en todo el frente) totalizando algo más de 6.000 infantes, con el apoyo de la caballería que aún no está completamente derrengada, cuya función será mantener a los fusileros ingleses clavados en los cuadros. Esta nueva acometida es frenada in extremis por la caballería de Uxbridge (de nuevo al rescate en el mayor momento de crisis de los aliados), y ambas fuerzas se empantanan en una matanza mutua sin que ninguna de las dos pueda quebrar a la otra. Al mismo tiempo, elementos reformados del I Cuerpo de D’Erlon (que llevaban como un boxeador sonado desde el mediodía, cuando fallaron su primer ataque sobre el centro anglo-aliado) se abalanzan por el flanco izquierdo del enemigo contra La Haye-Sainte. El propio Ney participa en el asalto, al mando del 13º de infantería ligera y de una compañía de ingenieros. Mientras tanto, Blücher y sus prusianos establecen por fin contacto con el enemigo a las afueras del pueblo de Plancenoit…
Blücher manda a los 30.000 soldados del IV Cuerpo de Von Bülow a chocar contra los 10.000 franceses de Lobau, que aguantan lo que pueden hasta que se ven obligados a retirarse al interior de Plancenoit. Los prusianos les siguen y asaltan la villa por tres flancos, tomándola en un periquete. Napoleón reacciona rápido y manda para allí al general Duhesme al mando de una división de la Joven Guardia, y uno y otro ejército se van expulsando mutuamente del lugar a medida que se contraatacan con unidades de refresco. Es como un combate de sumo, a ver quien empuja más. Pero el caso es que, al menos en ese cuadrante del campo de batalla, los franceses ya están a la defensiva.
Volvemos a la zona anglo-aliada del frente, en donde Ney acaba de lograr por fin tomar La Haye-Sainte, entre otras cosas porque a los defensores ya no les quedaba munición y han huído a la carrera, desalojando todos los edificios. Una vez asegurada la posición, el mariscal de Francia ordena adelantar varias piezas de artillería a caballo, desplegarlas directamente frente a los cuadros ingleses y empezar a arrimarles candela a bocajarro. Cuando los anglo-aliados creían que lo más crudo de la batalla ya había pasado para ellos, se les desata el infierno delante de las narices. Será, con diferencia, el momento del día en que las pasen más canutas. El 27º de Inniskilling es virtualmente desintegrado, y los regimientos 30º y 73º sufren tantas bajas que han de juntarse uno con otro para poder mantener la formación. Más o menos a esta hora Wellington musita “Es preciso que llegue la noche… o que lleguen los prusianos”. Así de jodidas están las cosas.
Las tropas que forman los cuadros no ven más allá de sus narices debido al humo y al mismo miedo, así que todos los testimonios que tenemos de aquella escabechina corresponden a oficiales, o a soldados que estaban llevando a cabo labores de intendencia como repartir munición o custodiar las reservas de licor del batallón. Por ejemplo, Tom Morris, del 73º de línea: “Me quedé fascinado mirando una granada que cayó a poca distancia, y mientras la mecha acababa de quemar me pregunté a cuántos hombres mataría. La esquirla que me tocó a mí era un trozo de hierro fundido del tamaño de una haba, que se incrustó en mi mejilla derecha. La sangre me chorreó con abundancia sobre la ropa. Nuestro pobre capitán, terriblemente asustado, venía a menudo a verme para tomarse un trago con el que levantar la moral. Hacia el final de la jornada un cañonazo le partió en dos. Los hombres no lo lamentaron demasiado”. El capitán Pattison, del 33º: “Me había puesto de pie para ver qué sucedía a nuestra izquierda cuando una esquirla de granada le dio a Hart tan fuerte en el hombro que lo mató al instante, y pasando por encima de Trevor se llevó una de las orejas de Pagan. Éste se levantó tambaleándose y sangrando en abundancia. Lo hicimos recostarse en una camilla para llevarlo atrás. La camilla apenas se había movido cuando una bala de cañón impactó en uno de los que la llevaban y le arrancó la pierna”. El sargento Lawrence, del 40º: “A última hora de la tarde me tocó tomar servicio en la bandera del regimiento. Aquel día, antes de mí, ya había habido catorce sargentos muertos o heridos mientras estaban al servicio de la bandera, y el asta estaba hecha pedazos. No hacía ni un cuarto de hora que estaba allí cuando una bala de cañón segó la cabeza del capitán, a mi lado, y me encontré todo manchado de sangre”. El alférez Gronow, del 1º de Foot Guards: “Nuestros cuadros eran un espectáculo dantesco. En el interior estábamos casi asfixiados por el humo y el olor a pólvora quemada. Era imposible moverse un paso sin pisar a un compañero herido o un cadáver. Los lamentos eran espantosos. Nuestro cuadro era un hospital en toda regla, lleno de soldados muertos, moribundos o mutilados”…
Aún así, sigue sin romperse un fucking cuadro. Algunos resisten a duras penas, pero el caso es que resisten (los oficiales amenazando con sablear allí mismo a cualquier hombre que intente abandonar su puesto). No obstante, el caos generado concede a Napoleón una oportunidad más de ganar la batalla aquí y ahora: quizás bastaría con que mandase a su reserva, a la Guardia Imperial, para que tomara Mont Saint-Jean sin oposición, atacando y destrozando a la infantería de Wellington mientras ésta permanece formada en cuadros. Pero el corso duda, y la ocasión pasa. Duda por muchas razones: duda porque en realidad no ve lo que ocurre más allá de la dorsal de Mont Saint-Jean (y no tiene forma de saber que todos los anglo-aliados se defienden en cuadros, a la desesperada), duda porque los prusianos le están zumbando por la derecha y Hougoumont sigue disputado por la izquierda, y no quiere comprometer a todas sus tropas de reserva dejando a sus espaldas esos dos bastiones en manos enemigas (si el ataque sale mal, de pronto todo su ejército quedaría embolsado); y duda, también, porque tiene 46 años y no 35, y le falta la energía de antaño para subirse a su caballo e ir hasta la primera línea de frente a ver con sus propios ojos qué coño está pasando. Prefiere quedarse sentado en su silla de campo, en la Belle Alliance, mordisqueando nerviosamente una brizna de hierba y esperando noticias. Cuando le llega una nota de Ney pidiéndole refuerzos, al pequeño se le hinchan los cojones ya del todo y estalla, gritándole al mensajero: “¿Más tropas? ¿Y de dónde quiere que las saque? ¿Quiere que las fabrique?”.
Pasadas las siete de la tarde, cae el sol y Napoleón está empezando a tener que hacer encaje de bolillos para solventar todos los marrones que tiene entre manos. El factor numérico está ya en su contra con la llegada masiva de los prusianos: de treinta y siete batallones que el Emperador guardaba como reserva estratégica para el asalto final contra el centro aliado, veinticinco han tenido que ser puestos en juego para frenar a Von Bülow en Plancenoit. Eso significa que ahora el desenlace de la contienda ya es sobre todo una cuestión de calidad de tropas, de jugársela en el uno contra uno y saber explotar cualquier ventaja que surja. Para recuperar Plancenoit una vez más, Napo solo puede permitirse mandar a dos batallones de la Vieja Guardia, y aunque les encomienda dicha tarea a dos de los mejores (el 1/2º de Granaderos y el 1/2º de Cazadores), al fin y al cabo no dejan de ser apenas mil tíos contra los más de 8.000 enemigos que llenan ahora las calles de la villa. A su orden, los psicópatas de la “Vieille Garde” se arremangan y se disponen a matar prusianos sin dudarlo un instante, sonriendo de hecho por poder entrar al fin en acción. A la postre, le rendirán al Emperador su último gran momento de gloria.
Plancenoit es una localidad más o menos grande y alargada, que se puede recorrer caminando a buen paso en unos diez minutos. Bueno, pues los dos batallones de la Vieja Guardia, a la luz del crepúsculo, entran por una punta y salen por la otra en apenas un cuarto de hora, cargando a la bayoneta a grito pelado (“En avant, couillons!” “Pas de pardon à ces coquins!”), en un estado que ha sido acertadamente descrito como una suerte de «disciplinada furia ciega» por el historiador David Chandler (su libro Las campañas de Napoleón son 1.200 páginas de orgasmo histórico, por cierto). Esos dos batallones solitos ponen en fuga a los 14 batallones prusianos, que nunca se han visto en otra igual y escapan despavoridos, que viene el coco. Los guardias imperiales masacran, incendian y aniquilan todo a su paso como si fueran Godzilla, tan ebrios de adrenalina que cuando no les quedan a mano enemigos que matar se dedican a degollar a los heridos y a los prisioneros, hasta que sus mandos consiguen calmarlos para que dejen a alguno vivo. Cumplido su cometido, son relevados en la defensa de la plaza por la Guardia Joven y se vuelven a su posición de origen, en el centro de la reserva gabacha. Unos tragos de ron y aquí no ha pasado nada, Jean-Paul.
Son ya las ocho, y Napoleón maldice ahora su decisión de haber empezado la batalla tan tarde. Con un par de horas más de repartir hostias finas a los ingleses sin el apoyo prusiano, las tropas francesas hubieran devorado vivo el centro de Wellington. Sin embargo, los de Blücher están tocando los cojones lo justo para que el Emperador tenga que combatir en varios frentes simultáneos (como ese equilibrista que intenta mantener varios platos girando a la vez), sin poder lograr una ventaja suficiente en ninguno de ellos. Ya van apareciendo más prusianos por la zona de la Papelotte, mucho más cerca de conectar con los anglo-aliados. Para evitar que cunda el desánimo, Napoleón manda mensajeros que hagan correr entre las tropas francesas el rumor de que lo que se acerca no son más prusianos, sino los franceses de Grouchy. La cosa cuela apenas unos cuantos minutos. Esto ya pinta declaradamente mal.
Faltas de efectivos y apoyo artillero adecuado, las unidades francesas van quemándose lentamente en el horno de Mont Saint-Jean. Las divisiones de Foi y Bachelu sufren 1.500 bajas en diez minutos, y se ven obligadas a replegarse. El tiempo se acaba. Napoleón, tras un día entero de pisar rastrillos y sufrir las malas decisiones de sus generales, no tiene ya muchas opciones ante sí. Solo le queda una, de hecho: mandar a toda su reserva de la Media y la Vieja Guardia Imperial colina arriba, directamente contra el centro anglo-aliado. Si esos bellos, que tantas victorias le han dado en el pasado, no hunden definitivamente las posiciones enemigas en la cresta de Mont Saint-Jean, nada lo hará.
Napo da pues su última orden relevante de la jornada, y los nueve batallones de la Guardia Imperial forman en columnas de marcha y se ponen a andar, los tamborileros marcando el paso de manera obsesiva y atronadora, las banderas tricolor y los estandartes imperiales ondeando una vez más. El propio Bonaparte va junto a ellos, montado en su caballo. A su paso, los gritos roncos de “Vive l’Empereur!” se contagian a toda la gabachada. Si no fuera por los disparos, los cañonazos, los incendios y el piso forrado de cadáveres, se diría que aquello es un puto desfile. Wellington acierta a ver entre el espeso humo de pólvora la muchedumbre de gorros de piel de oso que se le viene encima y redistribuye contra cronómetro sus tambaleantes defensas, tapando agujeros como puede y ordenando a las tropas que pasen de cuadro a línea, para recibir al enemigo con descargas de fusilería (algunas unidades no pueden cumplir esa orden porque, tras once horas de combate, sencillamente ya no les queda nada con qué disparar). En todo el campo de batalla se aprietan los dientes y se contiene la respiración. Es el último ataque. La hora de la verdad.
A 500 metros del enemigo, el Emperador se detiene y cede el testigo a Ney para que lidere el asalto. El mariscal, en una postrera decisión discutible (me cuesta escribir esto sin estrangularle mentalmente), dirige el grueso del ataque no por la carretera principal sino en diagonal, campo a través, por una ruta más directa pero más desguarnecida, sus hombres recibiendo una buena dosis de cañonazos mientras avanzan estoicamente, como los HÉROES que son. Las primeras columnas ya van subiendo la cuesta que lleva al centro inglés… y de pronto son frenadas en seco por el ordenado fuego de mosquetes de los batallones de casacas rojas británicos, que asoman desde la maleza formados en cuatro filas (los batallones ingleses solían disponerse en dos filas para así estirar al máximo el frente de disparo, pero en Waterloo formarán excepcionalmente en cuatro filas debido a la congestión de tropas en poco espacio, así como a la necesidad de pasar constantemente de la línea al cuadro y viceversa). La Guardia Imperial se detiene, y ambas fuerzas se dedican a dispararse sin piedad a apenas veinte metros una de otra.
El ataque es un gambito a la desesperada por parte de Napoleón, que confía tanto en la pericia de combate de su Guardia Imperial como en su capacidad para generar pavor en el enemigo. Sin embargo, los fusileros ingleses no son milicia, no son soldados aficionados y mal entrenados como la Landwher que forma muchos de los batallones prusianos. Son militares de profesión, a los que el mismo Wellington se refiere como “la escoria de la tierra”. El oficio de soldado no es muy apreciado en el Reino Unido, está mal pagado y sometido a una durísima disciplina, por lo que se nutre principalmente de desocupados, ex-convictos y gente en la miseria, muchos de ellos analfabetos. Además está marcado por un sistema de clases inamovible (todos los oficiales son nobles o gentlemen, y casi toda la tropa es proletaria). El soldado inglés es ciegamente obediente y pendenciero como él solo (cuando está de permiso se gasta todo el sueldo en putas y alcohol). La disciplina militar en el ejército british se mantiene con un sentido extremo de la crueldad: incluso por infracciones menores un soldado puede ser condenado a centenares de azotes, administrados con el látigo de nueve colas (en las semanas anteriores a Waterloo, la población belga se ha quedado horrorizada al presenciar dicha terapia, en plan “¿Y se supone que ÉSTOS SON LOS BUENOS?”, hasta el punto de que los alcaldes de los pueblos les han pedido a los mandos británicos que se corten un poquito con el tema de los latigazos en público).
¿Qué quiero decir con lo anterior? Pues que los soldados británicos están acostumbrados a verlas de todos los colores, que no tienen nada que perder y que, pese a estar agotados hasta el límite y haber sufrido unos índices espantosos de bajas, desde luego no se van a retirar ante la mera presencia de la Vieja Guardia como han hecho los prusianos en Plancenoit. Es que ni en broma, vamos. En vez de eso, los hombres de la delgada línea roja aprietan los dientes, hincan la rodilla en tierra y hacen frente al enemigo a tiro limpio. ¿Los franceses nos quieren ganar? Pues entonces que nos ganen, bloody hell.
Así pues, se inicia un escalofriante intercambio de fusilería entre hijos de la Gran Bretaña y gabachos. La diferencia es que los primeros están bien apostados y a cubierto, mientras que los segundos están de pie y con el culo al aire; y la cosa se pone aún más caliente cuando a los de Wellington se les suman las ocho piezas de seis libras de la artillería a caballo holandesa del capitán Krahmer, que llegan a la cresta y empiezan a vomitar metralla en alza cero contra los Guardias Imperiales.
Tras unos minutos de recibir un nivel de castigo demencial, hombres despedazados aquí y allá, los franchutes se repliegan hacia la base del terraplén. Allí se reorganizan, se refuerzan con las demás columnas que van llegando, cogen aire, se santiguan y vuelven a tirar para arriba. Pero son frenados de nuevo por otra lluvia de plomo si cabe aún más intensa que la anterior. Los muertos empiezan a apilarse a su alrededor y la presión se hace insostenible. Finalmente, ocurre lo imposible, lo que nunca había pasado en década y media de servicio en las guerras napoleónicas: rota su cohesión y sometida a una matanza sin sentido, la Guardia Imperial se quiebra y se retira.
Enseguida, un grito se extiende por todas las líneas francesas: “La garde recule! La garde recule! Sauve qui peut!”. Wellington ve que la ocasión la pintan calva, se saca el bicornio y lo agita en señal de “Avance general”. Mientras tanto los prusianos de Blücher arrasan por fin a través de Plancenoit. Como ya dije anteriormente, en las guerras napoleónicas la moral es el factor más determinante, y en cuestión de segundos el pánico se ha transmitido como una descarga eléctrica y todo el ejército imperial tira las armas para batirse en una desordenada retirada. ¿Todo? No. Napoleón manda a la Vieja Guardia que forme en cuadros y tapone el avance de los británicos para salvar al resto de las fuerzas que huyen. Él mismo permanece un tiempo dentro de uno de dichos cuadros organizándolo todo, tras lo cual, con rostro sombrío, monta a caballo y se larga del campo de batalla, hundido. La Vieja Guardia le obedece con un desempeño modélico, haciendo frente a un enemigo muy superior en número hasta que ya es noche cerrada y no hay nada que hacer.
En ese punto no se sabe a ciencia cierta lo que ocurrió, así que la leyenda vuelve a tomar el control de la narración y nos describe un episodio que quizás no fuera exactamente así, e igual ni siquiera tuviese lugar (pero que desde luego en mi versión SUCEDE, porque es épico y me mola): cuando todo el pescado está vendido, los anglo-aliados avanzan sus cañones, los despliegan frente a los cuadros de la Vieja Guardia, a pocos metros de distancia, e invitan a los soldados imperiales a deponer las armas. Agarrado a una bandera de Francia coronada por el águila imperial, el general Cambronne responde con la frase que todos conocemos, probablemente la más famosa de cuantas se pronunciaron (o no) durante la batalla de Waterloo: «Merde! La Garde Meurt Mais Ne Se Rend Pas!«. Los cañones abren fuego. No dejan títere con cabeza (aunque el propio Cambronne no muere; solo resulta herido y hecho prisionero). Punto y final a la batalla de Waterloo.
A las diez de la noche el Duque de Wellington y el mariscal de campo Gebhard Leberecht von Blücher se reencuentran por fin, en el lugar que solo un par de horas antes había servido como cuartel general del enemigo, la hostería de la Belle Alliance (no cabe un nombre más adecuado, desde luego), y se dan la mano sonrientes mientras Wellington dice “Quelle affair, Monsieur Blücher, quelle affair…”, la única frase que sabe decir en francés. Algo más tarde, paseando por el campo de batalla convertido en una masa de cuerpos muertos, oyendo de fondo los horribles gritos de los heridos que imploran agua y los pistoletazos de los soldados que rematan a los caballos moribundos, Wellington será un poco más elocuente: “Espero no volver a ver ninguna otra batalla como ésta. Ésta ha sido demasiado chocante. Es demasiado ver a hombres tan valientes, tan dignos los unos de los otros, despedazándose de esa manera”.
A esa misma hora Napoleón se retira de vuelta a París, su carruaje intentando avanzar por puentes atestados de fugitivos y refugiados, algunos de los cuales han trincado lo que han podido en su huída, entre otras cosas buena parte del tesoro de oro y diamantes que l’Empereur llevaba consigo. Se acabó el Imperio. Se acabó Napoleón. Se acabó una época bautizada con el nombre del hombre que la marcó, para bien y para mal. Fundido a negro. Títulos de crédito.
(FIN)