16 DE JUNIO (PRIMERA PARTE). LA BATALLA DE QUATRE BRAS.
Tal día como hoy, hace exactamente 202 años, a pocos kilómetros del cruce de caminos de Quatre Bras, el mariscal Ney observaba las posiciones inglesas y notaba cierto olor a chamusquina. Por el catalejo solo alcanza a ver a unos 8.000 aliados y le parecen pocos, pues ha estudiado a Wellington y sabe que siempre le gusta tratar de engañar al enemigo manteniendo a buena parte de sus tropas ocultas fuera de la vista (tumbadas en maizales, agachadas detrás de colinas, y cosas así). Sin embargo, en esa ocasión no es que Wellington le esté tomando el pelo: es que realmente no tiene nada más que lo que se ve. Sin embargo Ney no se fía, no se atreve. El mariscal de Francia decide esperar.
La vital encrucijada de Quatre Bras señala la unión entre la carretera Charleroi-Bruselas y la carretera Nivelles-Namur,
y está al ladico de la pequeñísima aldea de
Baisy-Thy (lo que se dice cuatro casas). Tiene un bosquecillo al sudoeste, y dos o tres granjas esparcidas aquí y allá. El terreno al sur del cruce es más elevado, y al norte cae de manera un tanto pronunciada. Es un buen punto defensivo, que en general dificulta el avance de los atacantes y facilita a los defensores el recibir refuerzos. Sin embargo, los anglo-aliados se han visto obligados a ocuparlo de manera un tanto precipitada (tan solo 48 horas antes no imaginaban que fuera a tener lugar allí una batalla), sin poder sacarle todo el partido estratégico que hubiera sido posible con un despliegue más ordenado.
La mañana transcurre tan plácida que a Wellington incluso le da tiempo de trincar el caballo e irse a ver a los prusianos de Blücher en Ligny, donde tampoco han empezado aún las tortas (Wellington: “Ey ¿qué pasa tío? ¿Cómo va?”; Blücher: “Pues ya ves, esperando a que el enano ataque.”; Wellington: «¿Ya sabes que, tal como habéis desplegado el flanco derecho, os van a dar una tunda del copón?”; Blücher: “No hombre, no. No empieces ya, joder.”; Wellington: “Desde luego no se te puede decir nada, macho. No se te puede decir nada”; Blücher: “Pesaos sois los ingleses, hostias. Siempre enmendando la plana. ¿Te he criticado yo a ti?”; Wellington: “Vale vale, tú mismo. Paso de discutir. Me vuelvo a Quatre Bras”; Blücher: “Eso eso, desfila.”).
A mediodía, consciente de que ya no puede esperar más, Ney ataca, lanzando contra Wellington a sus 18.000 soldados (cuyas filas se irán engrosando a lo largo de la jornada hasta totalizar unos 24.000) apoyados por 32 cañones. Sin embargo, como el muy huevón se ha pasado toda la mañana tocándose los cascabeles, los aliados ya han logrado desplegar a más gente y tienen en camino un constante goteo de refuerzos (las apenas 8.000 tropas iniciales llegarán a ser 36.000 en el momento de mayor intensidad de la batalla).
La cosa empieza con el habitual bombardeo de artillería, seguido por un buen montón de escaramuzas en la vanguardia. Los aliados ceden terreno a cara de perro, retirándose poco a poco de los bosques y aldeas colindantes a Quatre Bras. Hacia las dos de la tarde, Ney por fin está en posición para asaltar el cruce de caminos con “armas combinadas” (o sea, infantería, caballería y artillería a la vez, que es la combo ideal en cualquier batalla napoleónica). La presión sobre las posiciones aliadas se hace casi insoportable, pero en torno a las tres de la tarde reciben más refuerzos ingleses, hannoverianos y holandeses, que les permiten reagruparse y adecentar sus líneas. Pese a la increíble confusión reinante en ciertos momentos del combate (una brigada de caballería holandesa es fulminada por fusileros escoceses, que los han confundido con coraceros gabachos), los aliados aprietan los dientes y aguantan, como el boxeador al que están dando de hostias pero se agarra a las cuerdas del ring para no caer al suelo.
Más o menos a las 16 horas, Ney recibe órdenes de Napoleón de que finiquite el asunto DE UNA PUTA VEZ, así que aumenta la presión “up to eleven”, mandando al mogollón todo lo que tiene, incluida la bella caballería pesada de Kellerman, que despedaza por completo a tres regimientos ingleses de infantería. Aún así, los franceses empiezan a estar agotados, hasta el punto de que a media tarde los aliados contraatacan y los hacen retroceder casi hasta sus posiciones de salida. Ahí, la batalla se estanca definitivamente. Tras unas ocho horas de crudísimos enfrentamientos, en los que el propio Wellington ha estado a punto de ser capturado dos o tres veces, cae la noche. Los anglo-aliados han perdido unos 4.800 soldados, frente a 4.300 muertos y desaparecidos franceses.
Contra pronóstico, Wellington ha logrado forzar el empate técnico gracias a una mezcla de cataplines, sentido común y chamba (las tropas de infantería holandesas, a las que el Duque había dado orden de replegarse hacia Nivelles, no le han hecho ni puñetero caso y se han quedado a luchar, demostrándose a la postre como fundamentales para mantener el cruce de caminos protegido). A los aliados dicho empate ya les va bien (solo aspiraban a ganar tiempo y empantanar al enemigo), pero para los franceses es un contratiempo importante. Ney necesitaba esa victoria, necesitaba controlar el enclave, no solo a fin de desarbolar a Wellington (que también), sino para poder enviar refuerzos hacia Ligny, la otra refriega que se está librando ese mismo día, a unos diez kilómetros al sureste de allí. No ha sido así, y Napo ha tenido que librar esa batalla por sí solo. ¿Qué tal le habrá ido al Emperador, por cierto? Montado sobre su caballo, Michel Ney suda y resopla de nervios.
(continuará)