La batalla de Waterloo (IX de XV)

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18 DE JUNIO (PRIMERA PARTE DE SEIS). LA PREVIA.

Tal día como hoy, hace exactamente 202 años y a eso de las diez de la mañana, Napoleón Bonaparte llegaba al campo de batalla de Waterloo (aunque en la época los franceses bautizaron el enfrentamiento como “la batalla de Mont Saint-Jean”, el apelativo que se acabó popularizando fue el de “la batalla de Waterloo” acuñado por los ingleses), a lomos de su corcel “Marengo”, así llamado en honor a una de las victorias militares más dramáticas del Emperador.

painting1Marengo es un animal en verdad notable, un ejemplar árabe de color blanco sucio no muy grande pero sí muy fuerte, que le ha acompañado en Austerlitz, en Jena, en Wagram y en la retirada de Rusia, siendo herido no menos de ocho veces pero siempre recuperándose y llevando a su dueño sano y salvo doquiera que éste decidiera ir. Napo atraviesa al trote las filas de soldados franceses que gritan atronadoramente “Vive l’Empereur! Vive l’Empereur! Vive l’Empereur!” y les devuelve el saludo bicornio en mano, como si fuera una puñetera estrella del rock. Al otro lado del campo de batalla, un oficial de artillería inglés se acerca a Wellington y le dice “su Gracia, ahí tenemos a Bonaparte. Está lejos pero igual puedo alcanzarle, ¿me da permiso para probar?”, a lo que el Duque contesta indignado “¿Pero qué decís? ¡Ni hablar! ¡Los generales que dirigen ejércitos tienen mejores cosas que hacer que dispararse unos a otros”. Sí, definitivamente Waterloo marcará el final de una manera muy peculiar (algunos dirán que más civilizada y romántica) de hacer la guerra…

image19La considerada actitud de Wellington hacia su oponente contrasta con los numerosos menosprecios que ambos comandantes se dirigirán
mutuamente a lo largo de
la jornada. Ya durante el desayuno en la granja de
Le Caillou, cuando a los generales de Napoleón se
les ha ocurrido advertir que
«la infantería inglesa en cuerpo a cuerpo es el mismo diablo», el Emperador les ha espetado con visible cabreo “Je vous dis que Wellington est un mauvais général, que les Anglais sont de mauvaises troupes, et que ce sera l’affaire d’un déjeuner!”. Más o menos a esa misma hora Wellington tampoco se queda corto, y mientras otea las posiciones gabachas haciéndose pantalla en la vista con un ejemplar enrollado del Times, le comenta al general Álava, agregado militar español: «Nuestro amigo el corso no sabe la desconcertante paliza que se va a llevar antes de que acabe el día». Estas bravatas son en realidad intentos de uno y otro por ganar la batalla psicológica. Saben que en la guerra la moral lo es todo (y más en la guerra napoleónica, en la que el pánico puede contagiarse fácilmente de una unidad a la siguiente generando un catastrófico efecto dominó), y que lo que digan en voz alta acabará llegando a oidos de la tropa, que necesita creer en unos mandos que confíen plenamente en la victoria. Pero de puertas para adentro, está claro que Napoleón y Wellington se respetan y se temen.

Son las 10:30 de la mañana, y hasta este momento Napoleón no había tenido ocasión de inspeccionar de primera mano el terreno ni las posiciones aliadas. Por eso la noche anterior ordenó a sus tropas, un total de 72.000 hombres y casi 250 piezas de artillería, que se desplegasen de manera simétrica hasta haber decidido qué hacer. Ahora pide el catalejo y se pone a escrutar el horizonte, mientras justo detrás suyo sus sirvientes personales le colocan a toda prisa el sillín y la mesita de campaña con los mapas, las resmas de papel, las plumas y el tintero. Napo ve que los 68.000 soldados y poco más de 150 cañones de Wellington ocupan toda la llanura y las faldas del Monte Saint-Jean, concentrados en un frente en forma de arco, estrecho (menos de cuatro kilómetros) pero profundo y tupido, con gran cantidad de unidades en reserva. Una posición defensiva de fábula, vamos.

Goumont---MSJLas dos plazas fortificadas del campo de batalla también están ocupadas por tropas, y marcan los puestos más avanzados del despliegue aliado: la granja de La Haye-Sainte en el centro, y a la derecha de Wellington Hougoumont, un chateau precedido por un bosque que se encuentra peligrosamente separado del resto de su ejército. O eso le parece a Napo, pues en opinión de Wellington es todo lo contrario: durante la mañana, el Duque se ha referido al complejo de Hougoumont como “un apropiado punto débil”, pues es demasiado goloso como para que Bonaparte lo ignore, pero a la vez resulta un emplazamiento fácilmente defendible. Wellington espera que los franceses se estampen una y otra vez contra dicho bastión intentando tomarlo, y que por tanto se vean obligados a concentrar tropas en ese lado del campo de batalla, prestando poca atención a la aparición de los prusianos por el otro flanco (si es que los prusianos llegan a aparecer, claro, que la cosa está por ver…).

Tras haber asimilado toda la información visual, Napoleón dicta sus órdenes, sencillas y brutales: asalto frontal contra el centro izquierda aliado (la zona más precaria del sistema de contención que ha establecido Wellington), hasta que éste se desmorone, con especial atención a la toma de La Haye-Sainte y el bosque de Hougoumont (que, desde el lado francés, precede al chateau). Sin embargo, el necesario redespliegue de tropas francesas antes del ataque va a llevar su tiempo, porque el terreno está absolutamente embarrado tras las lluvias del día y la noche anterior (ha estado cayendo agua hasta 45217prácticamente el alba), y algunos cañones se encuentran hundidos en el fango hasta los ejes de las ruedas. Por no hablar de que en esas circunstancias la artillería será prácticamente inefectiva, pues las balas de cañón se hundirán en el suelo en vez de rebotar y penetrar en las filas enemigas. El Emperador mira al cielo y confía en que el cálido sol de junio seque el piso en pocas horas. “Esperaremos hasta el mediodía. Luego veremos”. A las once y media de la mañana, el terreno no está perfecto pero sí aceptable, y el Emperador da la orden de entrar en acción. Por fin, ya tocaba. Empieza la batalla de Waterloo.

(continuará)

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