17 DE JUNIO. LA VÍSPERA.
Tal día como hoy, hace exactamente 202 años, era la víspera de la batalla de Waterloo. En este compás de espera, el Emperador se ha levantado abatido y apático tras la tensión del día anterior (¿Sabes cuando estás de resaca después de una juerga flamenca y no tienes ganas de nada? Pues lo mismo). Mucho se ha escrito sobre la menguante salud de Napoleón Bonaparte durante la campaña de 1815, pero como tantas otras cosas que rodean a este episodio de la historia, se trata mayormente de rumores sin confirmar, elevados a categoría sobre todo por los palmeros del corso (como por ejemplo Dominique de Villepin en su libro Los 100 días, que es demasiado pro-Napoleón incluso para mí). Propagandistas que se agarran como un clavo ardiendo a cualquier excusa que justifique los errores estratégicos del genio (“es que estaba malito el pobre”, y tal). Lo que sí parece confirmado es que la noche del 16 al 17 nuestro chiquitín favorito la pasa jodido por un ataque de almorranas (incluso a los personajes inmortales les pica de vez en cuando el culo).
Así pues, la mañana del 17 Napo se dedica a desayunar con la calma, pasar revista a las tropas en Ligny (le encanta hacerlo, y sus soldados se lo toman siempre como un acontecimiento y un honor), e incluso a despachar algunos informes políticos llegados de París. Está claro que debería mandar a alguien en persecución de los prusianos que huyen, pero el extraño silencio que llega del oeste, sin un solo cañoneo, le hace temer que Ney haya sido derrotado en Quatre Bras, y que los anglo-aliados aparezcan en cualquier momento por la carretera de su izquierda para dar por saco. Cuando finalmente Napo manda emisarios a ver lo que pasa con Ney, se entera de que las tropas francesas en Quatre Bras están inactivas, muchas de ellas tumbadas a la bartola, almorzando. Mientras tanto Wellington ha aprovechado la noche y las primeras horas de la mañana para ejecutar un ejemplo de manual de “cómo romper contacto con el enemigo”, retirando poco a poco a sus hombres en perfecto orden y largándose con viento fresco.
El Emperador monta en cólera ante la pasividad de Ney. Y si antes se ha quedado corto al no decidirse a mandar tropas que den caza a los prusianos en retirada, ahora es todo lo contrario: se le va la mano. Bonaparte ordena a Grouchy que coja 30.000 hombres (un tercio de las fuerzas francesas), y emprenda camino hacia el este para mantener a Blücher huyendo, lejos de la acción (palabras textuales según diversos testigos: “Sigue a esos prusianos y dales un toque de frío acero francés en sus traseros”). Aquí la cagada es doble, porque envía demasiadas tropas (con una cuarta parte hubiese sido más que suficiente), y porque además lo hace a ciegas (hacia el este, cuando en realidad el enemigo se está retirando al norte debido al gambito estratégico de Gneisenau). Los prusianos llevan más de catorce horas de ventaja a Grouchy, que encima coordina mal la persecución y solo logra que sus tropas cubran diez kilómetros de distancia (y, repito: en la dirección equivocada). Al día siguiente en Waterloo, Bonaparte echará mucho en falta a esos 30.000 soldados de los que ahora se deshace tan alegremente.
El resto del ejército francés se pone en marcha por fin, tras los pasos de los anglo-aliados de Wellington, bajo la incesante lluvia que ha seguido cayendo de manera intermitente desde la noche anterior, y que ahora mismo es un aguacero que ha convertido todas las carreteras en barrizales. La vanguardia francesa y la retaguardia inglesa entran en contacto visual, y así se mantienen durante el resto de la jornada, vigilándose mutuamente por si una de las dos se despista. Pero no, está claro que hoy ya no habrá batalla.
Al caer la noche los aliados han llegado a las faldas del Monte Saint-Jean, y se ocultan tras su larga y baja cresta. Napoleón se detiene en la hostería la Belle Alliance (que aún hoy sigue en pie y conserva tal cual la habitación en la que durmió el Emperador, incluído su mini-camastro de campaña), baja del caballo y pide el catalejo. Sí, es obvio que los ingleses están allí, no puede verles pero lo sabe. Sin embargo, ¿han establecido campamento o piensan seguir huyendo? Para salir de dudas, Napo ordena a un par de baterías de artillería a caballo que se desplieguen y abran fuego contra la colina. A esa distancia y a oscuras es imposible que le acierten a nada, pero no es eso lo que busca el Emperador: lo que quiere saber es si los ingleses tienen intención de quedarse o de mantener la retirada. Si no piensan hacer noche allí no habrán desplegado su propia artillería, y por lo tanto no responderán al cañoneo francés….
Sin embargo, a los pocos minutos toda la loma se ilumina cuando las baterías de Wellington, perfectamente dispuestas y desplegadas, devuelven los disparos. Vale, hábeis picado. O sea que estáis aquí para quedaros. Perfecto. Ahora l’Empereur ya tiene claro que al día siguiente, 18 de junio, tendrá lugar en ese sitio la batalla definitiva. Hora de irse a descansar, que mañana va a haber faena.
Si Waterloo está considerada una especie de “final de la Champions” de las batallas no es solo por su carga dramática ni su importancia histórica, sino también por el marco incomparable en el que tuvo lugar, una especie de versión miniaturizada del perfecto campo de batalla napoleónico. Está acotado por varias aldeas y un castillito al este, una tupida floresta al norte, y el pueblo de Braine l’Alleud al oeste. Tiene una larga cresta de colinas (Mont Saint-Jean), dos granjas fortificadas en medio (La Haye Sainte y Hugoumont), y está salpicado por infinidad de montículos, quebradas y desniveles, algunos demasiado insignificantes como para representarlos en los mapas de la época, pero bastante tocacojones cuando tienes que combatir sobre ellos. Y todo eso embutido en una zona de unos diez kilómetros cuadrados, en la que al día siguiente se batirán casi doscientos mil tipos. El frente total de batalla es de apenas cinco kilómetros, uno de los más pequeños en los que jamás haya combatido Napoleón (sin ir más lejos, el de Ligny, el día anterior, era de doce kilómetros; pero es que el de Leipzig, un año antes, había sido de más de treinta). El reducido espacio y las características del terreno congestionarán a las tropas beneficiando sin duda al defensor, es decir a Wellington, que además es un experto en librar este tipo de refriegas en las que toca ceder la iniciativa al contrario.
Por tanto, podríamos decir que la noche del 17 de junio, las circunstancias se han ido acumulando para arrebatarle poco a poco a Napoleón buena parte de la ventaja estratégica con la que contaba al inicio de la campaña. Los franceses siguen siendo favoritos, desde luego (cualquier batalla en la que participe Napo, que cuenta con un impresionante currículum victorias/derrotas de 50/8, convierte a su ejército en favorito), pero lo cierto es que las fuerzas se han igualado bastante. En un capítulo anterior comenté que Napoleón reclamaba tres factores principales para ganar una batalla: rapidez, sorpresa y suerte. La rapidez la ha perdido por la pasividad de Ney y la suya propia durante la mañana del 17. La sorpresa puede estar ahora del lado de Wellington si los prusianos aparecen a tiempo para ayudarle. Falta ver con quien se aliará la suerte…
(continuará)