Va, os voy a contar una historia. Una bastante singular. En ella hay derramamiento de sangre, hay miserias humanas, hay superación personal y hay incluso una velada fábula moral (supongo). Pero no es una oda épica ni habla de guerras o batallas. Tampoco aparecen monstruos ni elementos mágicos de ningún tipo. El protagonista no es un héroe, un anti-héroe ni un villano. No es un poderoso guerrero, un astuto ladronzuelo ni un sastrecillo valiente. El protagonista es un simple y modesto pollo. Un pollo llamado Mike.
Yo creo que os va a gustar. Igual ya la conocéis. Yo la descubrí ayer, como quien dice.
Ah, se me olvidaba: es absolutamente verídica. Salvo las partes que me he inventado por completo, claro.
Nuestro relato arranca en los Estados Unidos, a finales del verano de 1945. La película del momento es Días sin huella de Billy Wilder, que ha barrido en los Oscar. José Feliciano acaba de nacer (aún le faltan unas décadas para convertirse en el cantante ciego más famoso del planeta). Las bombas de Hiroshima y Nagasaki han iluminado el cielo nipón hace justo un mes. Norteamérica despierta a un mundo nuevo, tras haber sacrificado en los campos de batalla de Europa y del Pacífico a una de sus generaciones más prometedoras. Queda inaugurada la Guerra Fría. Aunque como ya os he dicho, esta historia no tiene nada que ver con ninguna contienda bélica ya sea fría, caliente o templada.
Pero bueno, estoy divagando (no lo puedo evitar, me encanta perderme en los detalles que son pura cosmética). Volvamos a lo que os quería contar y centremos el foco de atención en la pequeña localidad de Fruita, condado de Mesa, estado de Colorado, cuya mayor particularidad es alojar un importante yacimiento de fósiles de dinosaurios (sí, lo estoy haciendo de nuevo; os dije que no lo podía evitar). En el año 1945 Fruita es un pueblo de apenas 7.000 habitantes. Uno de dichos habitantes es Lloyd Olsen, granjero de profesión. Son las 19:17 de la tarde del lunes 10 de septiembre. Los días empiezan a acortarse a medida que el verano agoniza. Lloyd Olsen está sentado en su porche bebiendo limonada, mientras contempla cómo la brisa mece el neumático atado a una cuerda que, a modo de columpio, pende del árbol que se alza frente a la casa. Dentro (dentro de la casa, no del columpio), la mujer de Lloyd, Clara Olsen, empieza a preparar la cena. Su madre, la suegra de Lloyd, va a venir de visita y Clara quiere obsequiarla con algo un poco más elaborado que unas simples judías.
– “Papá, mata un pollo del corral y tráemelo, por favor.”
– “Voy enseguida mamá.”
Lloyd se levanta de la mecedora resoplando, camina con parsimonia hasta el pequeño cobertizo adyacente a la casa, agarra un hacha de mano de la caja de herramientas y enfila hacia el corral, en la parte trasera de la casa. Los pollos están tranquilos, a sus picotazos y sus cacareos, sin sospechar que a uno de ellos está por llegarle de manera inminente la sentencia de muerte. Es lo que tiene ser un pollo.
A Lloyd le resulta indiferente lo avícola, para él todas las crestas son más o menos iguales. Así que se limita a elegir el pollo que tiene la desgracia de estar más cerca en ese instante, un ejemplar de Wyandotte de unos cinco meses de vida y plumaje blanco. Tras fijar el objetivo, el granjero arma el brazo del hacha y lo descarga neumáticamente sobre la bestia en un rápido movimiento de arriba a abajo, decapitándola con un corte limpio. De inmediato el pollo empieza a corretear sin cabeza, una reacción normal que cualquier hombre de campo ha visto docenas de veces. Lloyd lo mira esperando que ocurra lo inevitable, que el reflejo nervioso cese y el ave descabezada caiga muerta.
Sin embargo, lo “inevitable” no ocurre. Esa tarde-noche en casa de los Olsen lo singular, lo delirante, lo psicotrónico, toman el control de los acontecimientos. Porque el pollo corretea unos metros, sí, pero después de eso no se desploma. Después de eso aletea, se sube a una percha y camina con pasos torpes hasta volver a reunirse con sus congéneres, en la esquina del corral; y allí se queda tan pancho, junto a los demás. Sin cabeza.
Sí. Sin cabeza.
Lloyd Olsen, presa de una extraña bruma de estupefacción que desde luego no puede achacar a la limonada, escruta con detenimiento al ave, todavía empeñada en no diñarla; y no solo es que no la diñe sino que incluso hace ademanes de intentar cacarear, aunque el único sonido que alcanza a emitir es una especie de siseo sordo por el agujero del cuello sobre el que unos minutos antes reposaba su testa. “¡Clara, ven a ver esto, no te lo vas a creer!”. El granjero y su mujer permanecen más o menos una hora en el corral, siguiendo en silencio las evoluciones del pollo decapitado. Alguien llama a la puerta.
– “Es mi madre, Lloyd… y la cena por hacer…”
– “Da igual, prepara cualquier cosa.”
Esa noche los Olsen acaban cenando tortitas. Lejos de contrariarse ante la improvisación de tal ágape, la madre de Clara encuentra todo el asunto divertidísimo y lo utiliza para bromear un poco a costa de Lloyd: “Hija, tu marido ya no sabe ni matar un pollo como es debido”. Clara ríe. En circunstancias normales a Lloyd ese tipo de comentarios le impactarían bajo la línea de flotación (“De verdad que tu madre sabe cómo tocarme las narices”), pero esa vez está demasiado absorto, pensando en los gallináceos, que de repente han escalado unas cuantas posiciones en su lista de intereses. Apenas habla en toda la velada.
Pasan los días.
Entre maravillados y asqueados, los Olsen observan al pollo, que continúa campando por el corral y haciendo cosas de pollo. Es evidente que intenta comer; tan evidente como que, sin cabeza, le resulta del todo imposible hacerlo. Lloyd Olsen decide llamar al veterinario del pueblo.
El veterinario, un hombre acostumbrado más que nada a purgar vacas y ayudar a parir yeguas, alucina. Pero ante todo es un profesional eficiente, así que hace lo que puede ante tan peculiar caso, que consiste en curar las heridas del bicho para que cicatricen más rápido.
– “¿De verdad quieres seguir adelante con esto, Lloyd?”
– “Sí, doc, me lo voy a quedar. Quiero ver cuánto aguanta.”
– “Ok. Yo ya no puedo hacer más, si quieres llevar esto más lejos vas a necesitar que lo examinen médicos mejores que yo, con mejor instrumental.”
– “¿Y cómo hago eso?”
– “Bueno… se me ocurre la universidad de Utah, es lo que te queda más cerca. Allí tienen los especialistas y el equipo necesario. Pero escucha, Lloyd, esto es una locu…”
– “Gracias por su tiempo, doc.”
El veterinario se marcha entre negaciones con la cabeza que vienen a decir “Esto no está bien”.
Lloyd bautiza al pollo con el nombre de Mike, y empieza a alimentarlo a diario con granitos de maiz molidos y una mezcla de leche y agua, suministrada por la abertura del pescuezo con ayuda de un gotero. La universidad de Utah se encuentra en Salt Lake City, a unos 400 kilómetros de donde viven los Olsen. Pero Lloyd es un hombre con una fijación entre ceja y ceja, así que una semana más tarde mete a Mike en una jaula, lo sube con cuidado a su coche y se va para la ciudad del Gran Lago Salado.
Los médicos y veterinarios facultativos empiezan tomándose a broma lo que les cuenta Lloyd. Pero entonces, claro, el granjero les enseña la jaula y las sonrisas condescendientes se convierten en estupor. En una época en que la gripe sigue matando gente a capazos por simple falta de acceso al tratamiento adecuado, el pollo Mike es sometido a todo tipo de pruebas médicas usando los más modernos aparatos del momento. Tras varios días de análisis se alcanza por fin un diagnóstico: el hachazo de Lloyd no fue tan certero como él creía. Falló al tratar de cortar la yugular del animal (que ha permanecido cerrada por un coágulo), dejándole además intacta parte del tronco del encéfalo y una oreja. Lo suficiente como para que Mike siga funcionando.
Llegados a este punto, merece la pena recordar al lector que ésta es una historia verídica.
Los doctores redactan un completo informe sobre Mike, recomendando a su dueño que deje correr lo del gotero o el maiz molido, y que en vez de eso empiece a alimentarlo con inyecciones de vitaminas aplicadas en el esófago, a saco. Algo similar a lo que se hace para dar de comer a los afectados por una traqueotomía. Lloyd y Mike vuelven a casa.
Con el transcurso de las semanas Mike se convierte en un rollizo pollo de tres kilos y medio de peso, que lleva una existencia mucho más normal de lo esperable para un animal al que le faltan todos los órganos de cuello para arriba. Una idea empieza a formarse en la mente de Lloyd.
El granjero ha echado cuentas y está cada vez más seguro de que ese pollo es algo digno de ser dado a conocer, algo que la gente pagaría por ver, algo que podría hacerle RICO. Tras consultarlo con mamá Olsen (“claro que sí papá, me parece una idea estupenda”), Lloyd decide que, dado que le está salvando la vida a Mike, ya va tocando que el plumífero devuelva el favor arrimando un poco el hombro. Que las inyecciones de vitaminas no son gratis, vaya.
Lloyd empieza a exhibir al pollo en un freak show.
El que se anuncia en los carteles como “Mike, el Pollo Maravilla” (Mike, the Wonder Chicken) pasea su talento por ciudades rurales de todo el estado, actuando junto a enanos, cabras de dos cabezas, mujeres barbudas y otras bromas de la naturaleza. En muy poco tiempo su performance se convierte en la atracción más popular de la feria, no por ser la más espectacular pero sí la más auténtica. Todo lo que hace Mike es moverse arriba y abajo por una pasarela de madera mientras al lado, en el suelo, su cabeza muerta le contempla desde el interior de una botella de formol. Pero a la gente le encanta. Las actuaciones por los pueblos sin nombre de Colorado dan paso a funciones en Nueva York, Atlantic City, Los Angeles, San Diego…
Lloyd incluso contrata a un representante artístico para Mike.
El fenómeno desata opiniones enfrentadas entre el público, desde los más impresionables que lo consideran un milagro divino hasta los más cínicos, a los que solo les parece un pollo tan idiota que ni siquiera sabe morirse. Sea como sea, todos pagan los 25 centavos que cuesta la entrada para ver a Mike corretear sin saber hacia dónde va. Su fama sigue creciendo hasta que la prensa acaba por hacerse eco y le dedica sendos reportajes fotográficos en las revistas Time y Life. En su máximo pico (nunca mejor dicho) de popularidad, el pollo llega a generar unas ganancias en torno a los 4.500 dólares al mes (más de 30.000 euros de hoy en día, calculando inflación). Los abogados de Lloyd Olsen lo han asegurado por unos 10.000 dólares en caso de enfermedad o muerte. Mike es, en efecto, la proverbial gallina de los huevos de oro.
O el gallo. O el pollo.
Ya me entendéis.
No obstante, nada dura para siempre. Todo camino por largo que sea tiene un final en el que la oscuridad, paciente, aguarda.
Una noche a principios de marzo de 1947. Una carretera secundaria en el condado de Maricopa, Arizona. Lloyd al volante de su coche. Mike dentro de su caja acolchada, en el asiento del acompañante. Vuelven de una gira. La última actuación ha acabado más tarde de lo planeado y la noche les ha echado su manto por encima, en medio del desierto. Lloyd y Mike resuelven hacer parada y fonda en un motel de carretera. A ver, claro… no es que el pollo y el humano lo decidan a medias, sino más bien que Lloyd ve las luces del edificio y se dice a sí mismo “estoy harto de conducir, aquí paramos”, y Mike no le contesta que no (es un poco como cuando tú eliges a qué restaurante ir a cenar, y tu pareja se limita a confirmar tu decisión con una sonrisa, ¿no? ¿No os parece? Bueno, da igual, avancemos).
– “Buenas noches.”
– “Buenas noches.”
– “Una habitación sencilla por favor.”
– “Con el animal hay recargo.”
– “Sí, lo que sea.”
A Lloyd se le cierran los ojos por el cansancio, así que tal como echa el pestillo de la habitación coloca la caja de Mike en el suelo y se deja caer sobre la cama. Morfeo lo recibe con los brazos abiertos antes siquiera de que sus mofletes toquen la almohada.
A las 3:37 de la madrugada Lloyd se despierta agitado por un ruido.
Mike no está bien. Emite gorgoteos y lo que parecen ser… ¿toses? Es como si se ahogara.
No está bien.
Con el cerebro aún medio desconectado por el sueño Lloyd se levanta de la cama, tropieza con una silla y llega maldiciendo hasta el maletín donde guarda las jeringas con las que alimenta y limpia a su fenómeno descabezado.
Abre el maletín… y en ese mismo instante un frío espasmo le recorre la columna. No le hace falta siquiera mirar dentro, sabe que el maletín está vacío. Acaba de recordar que se ha olvidado el instrumental de Mike en el lugar de su última actuación. Lloyd siempre suele dejar las jeringas a mano, entre bambalinas, por si el pollo tiene una emergencia en pleno show. Pero esta vez, al recogerlo todo con prisa porque se les hacía tarde, Lloyd ha cometido un error fatal.
El granjero se sienta en la cama abatido, impotente, aturdido. Si el pollo tuviera ojos podría ver como a su compañero de escenario se le llenan las mejillas de lágrimas. Pero aparte de no ver, Mike tiene sus propios problemas: es evidente que algo obtura su traquea y le impide respirar. Tras unos minutos de sufrimiento agónico queda inerte, tumbado boca arriba, las patas apuntando al techo. Exhala por última vez, emitiendo un sonido como de gaita que se desinfla, y muere.
Mike ha vivido 18 meses sin cabeza. Ha vivido más de lo que viven la mayoría de pollos. Dentro de sus limitadas capacidades, podría decirse que ha sido un pollo feliz. El puto amo de los pollos. Perder la cabeza, quien lo diría, quizás haya sido lo mejor que le ha pasado jamás.
Meses después del trágico desenlace, Lloyd Olsen aún siente tristeza por lo sucedido. O más que tristeza, vergüenza. Vergüenza ante su mujer, vergüenza ante sus amigos, vergüenza ante los fans del pollo sin cabeza más famoso de la historia, vergüenza ante el mundo. Todo lo que tenía que hacer para alcanzar sus sueños (un tractor nuevo, un cobertizo más grande, quizás incluso algún acre de tierra y unas vacas) era mantener viva a un ave de corral, y no ha sido capaz. Así que ha preferido no contarle a nadie sobre su muerte. Ni siquiera a Clara. Cuando alguien le pregunta al respecto, se muestra esquivo. Dice que descontando gastos, lo de Mike no le compensaba, así que se lo vendió a un tipo que tiene un circo. ¿Qué tipo? ¿Qué circo? Lloyd dice que no se acuerda.
Aún así la leyenda del pollo Mike, al que a esas alturas ya todos llaman “Miracle Mike”, sigue más viva que nunca. Por todo el país se propagan los rumores afirmando que aún anda de gira, actuando de ciudad en ciudad. “¡Está en Boston!” “¡No, está haciendo la ruta de los Grandes Lagos!” “¡No, está en Europa!”. Nadie lo ha visto, pero todo el mundo conoce a alguien, que conoce a alguien, que conoce a ALGUIEN, que dice que lo ha visto. La codicia incluso ha acabado dando lugar a un auténtico genocidio galliforme: multitud de granjeros convertidos en aprendices de Dr. Frankenstein, decapitando pollos a diestro y siniestro con la esperanza de toparse con otro Miracle Mike que les solucionara la vida.
En 1949 se descubre por fin que Mike lleva dos años muerto. El representante de Lloyd (bueno, en realidad de Mike) y sus abogados demandan al granjero por incumplimiento de contrato. Le sangran hasta el último dólar ganado a costa del pollo. Los Olsen acaban como empezaron.
Es el momento de que le echéis un vistazo a Mike…
En 1999, coincidiendo con el 50 aniversario del descubrimiento de la muerte de Miracle Mike, el ayuntamiento de Fruita, Colorado, establece el «Mike the Headless Chicken Day», a celebrarse cada año durante la tercera semana de mayo. Ese día tienen lugar, entre otras festividades, una carrera de medio fondo en la que los participantes corren con los ojos vendados (como pollos sin cabeza), un concurso de lanzamiento de huevos y un bingo, en el que los números no son elegidos con un bombo, sino mediante las deposiciones de un grupo de gallinas sobre un cartón gigante con los números impresos.
En el 2008, la banda californiana de punk-rock The Radioactive Chicken Heads hace público su tema de tributo Headless Mike (que podéis ver AQUÍ).
Y esta es la historia que os quería contar. La historia de Miracle Mike. Estoy seguro de que puede interpretarse como una lúcida metáfora. Pero no sé de qué. Estoy seguro de que conlleva una honda enseñanza moral. Pero no sé cuál. Estoy seguro de que leerla os ha hecho más sabios. Pero no sé cómo. Lo único que sé es que empieza con un pollo vivo, y que termina con un pollo muerto.