La actual era dorada de las series de televisión, que han reemplazado en buena medida al cine como medio generador de mitos populares (Juego de Tronos es quizás la obra de ficción audiovisual con mayor penetración cultural desde Star Wars, y eso ya lo dice todo), propicia que, incluso por debajo de los productos más visibles (esos que se llevan toda la audiencia y todos los premios, como House of Cards, Breaking Bad, True Detective o Fargo), haya una «segunda división» de títulos menos conocidos (y también menos reconocidos), pero como mínimo igual de buenos.
The Americans es una de las más redondas de esas «hermanas pobres», series a las que casi nadie parece prestar atención y a las que nunca se menciona en la gala de los Emmy (aunque ahora, tras dos temporadas excelentes, parece que el aluvión de buenas críticas la está ayudando por fin a salir del anonimato televisivo). Narra las desventuras de una pareja de espías soviéticos que viven y trabajan en los EE.UU. de principios de los años ochenta (el periodo más caliente de la Guerra Fría), incrustados en la sociedad americana como si fueran el perfecto matrimonio yanqui, una tapadera tras la cuál se pasan el día analizando microfilms, montando dispositivos de escucha, disfrazándose para sonsacar información (tienen una colección de pelucas que ni Mortadelo) y limpiándole el forro a cualquiera que amenace con desenmascararlos. La trama tira de todos los gadgets sobre los que hemos oído hablar a lo largo de décadas y décadas de mitificación del espionaje, desde los micrófonos escondidos en plumas estilográficas hasta los paraguas con agujas retráctiles que inoculan veneno; elementos que podrían dar pie a la comedia estilo Superagente 86 pero que, en una serie tan bien ejecutada como ésta, parecen absolutamente verosímiles. Su creador y principal guionista, Joe Weisberg, fue miembro de la CIA, y se nota que sabe de lo que habla.
Porque en The Americans todo funciona de perlas, destacando especialmente la precisa puesta en escena, la carismática pareja protagonista (a Keri Russell ya la conocíamos por Felicity, pero el tal Matthew Rhys, que no sé de dónde narices ha salido, me parece un actorazo), y unos guiones que tienen el mérito de saber jugar al encaje de bolillos culebronesco sin perder en ningún momento el fuelle ni la credibilidad, y que desarrollan con igual acierto las conspiraciones en la sombra que los conflictos de pareja (ella es una patriota totalmente entregada a la causa, mientras que él no le haría ascos a cambiar de bando porque con el capitalismo y el aire acondicionado se vive muy bien). De hecho, precisamente el elemento dramático de la serie es lo que te acaba absorbiendo e implicando por completo en la suerte de los personajes (y no solo de los principales: el elenco de secundarios tiene tanta enjundia que daría para un artículo propio), lo que te hace ver los finales de temporada con los puños apretados y conteniendo la respiración. De momento, los dos que llevamos han sido dos clases magistrales de ritmo, tensión y giros inesperados bien resueltos.
The Americans recuerda a John Le Carré y a Frederic Forsyth, y genera en el espectador el «placer culpable» de ir con los malos, que siempre es muy satisfactorio. No obstante, buena parte de su gracia es precisamente que no hace juicios morales, ninguno de sus personajes es héroe ni villano. Todos son brutales (en el mal sentido) y todos son humanos. Todos son, de algún modo, supervivientes que hacen lo que pueden para proteger a los suyos sin dejar de cumplir con su deber (aunque se pasen el día atenazados por los remordimientos, cuestionándose si tantas mentiras y sangre derramada llevan a alguna parte). Como dice una espía rusa en una escena muy reveladora: “Vosotros los americanos pensáis que todo es blanco o negro. Pero para nosotros, todo es gris». The Americans es una serie de infinitos matices de gris. Un pedazo de serie, que deberías estar viendo.