Ready Player One: aquellos maravillosos años

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Una buena novela de aventuras no es una buena sinopsis, ni una idea de partida ocurrente. Una buena novela de aventuras implica muchas cosas, entre ellas una narrativa amena, personajes que te impliquen, situaciones con gancho y, si además tiene una ambientación de ciencia-ficción, cierto “sentido de la maravilla” (no me gusta la traducción directa del término inglés “sense of wonder”, pero no se me ocurre otra manera de definir ese momento estupendo en el que el autor te pega en la cabeza con un concepto que te deja boquiabierto). Ready Player One tiene una sinopsis fenomenal, de esas que cuando se la resumes a alguien le brillan los ojos pensando que aquello debe de ser la hostia (sospecho que ahí radica buena parte del éxito del libro; a mí me llevó incluso a regalárselo a un par de amigos sin tener mayores referencias).

Sin embargo, la triste verdad es que Ready Player One está a mil millas de ser una buena novela de aventuras de ciencia-ficción. Es una nadería de casi trescientas páginas, con una calidad literaria cercana a la “fan fiction” arquetípica de consumo rápido. Si se tratase de una trama por entregas que un escritor aficionado hubiese ido colgando en su blog se le podría perdonar la vida (la historia que nos cuenta acumula suficientes escenas simpáticas como para aguantar bien el tipo durante sus dos primeros tercios), pero apenas justifica la tala de árboles para verla editada en papel a un precio de 18 eurazos. Por cierto, que como lector empiezo a estar un poco hartito del fenómeno fan fiction. Creo que hoy en día hay demasiada gente escribiendo novelas mediocres. Sobre todo novelas de género fantástico (y ya que estamos, especialmente de zombis ¿No estáis saturados de libros sobre zombis? Otro día hablaremos de zombis y del absurdo hype de Manuel Loureiro…).

Ready-player-one-2Va, la sinopsis de marras: año 2044, el mundo está anclado en una crisis sistémica que lo ha convertido en un lugar miserable. Nos hemos zampado los recusos naturales, nadie tiene un duro y la mayoría de la población malvive en una especie de rascacielos-chabola construidos a base de apilar roulottes, contenedores industriales, furgonetas viejas y cualquier cosa que pueda servir de habitáculo en el que hacinar a un ser humano (una de las pocas ideas más o menos epatantes que aporta el libro). Por suerte, toda esta distopía de mierda queda parcialmente mitigada por OASIS, un juego online masivo de realidad virtual tan exitoso que ha suplantado casi por completo a la auténtica realidad. La peña se gasta la poca pasta que tiene para pasarse el día conectada a OASIS. Hasta los colegios y las empresas tienen sedes allí (todo quisque estudia y trabaja de manera virtual a través del juego). El opio del pueblo no, lo siguiente. El inventor del asunto, James Halliday (una especie de Steve Jobs versión futurista y estrambótica), palma de repente dejando tres “huevos de pascua” ocultos dentro de OASIS. En su testamento, Halliday indica que la primera persona que encuentre los tres huevos heredará toda su fortuna, así como el control absoluto del mundo virtual que ha creado. La coña marinera del asunto es que, como James Halliday era un fanático de la cultura de los 80, en el año 2044 esa década está más de moda que nunca: todo OASIS está a rebosar de referencias ochenteras, y todo el mundo está obsesionado con estudiar las películas, libros, videojuegos y música de dicho periodo, a ver si encuentra pistas que le lleven hasta los huevos de pascua de marras (desde la muerte de Halliday, hace ya unos cuantos años, nadie ha encontrado ninguno). El protagonista de Ready Player One es un chaval que, por casualidad, se topa con una de dichas pistas. A partir de ahí empezarán las carreras, las tortas y los asesinatos (virtuales y de los otros). Pinta bien, ¿no? Os dije que era una gran sinopsis. Pero ojo, recordad que también os he advertido de que su desarrollo no estaba a la altura de las expectativas que os iba a generar…



Ready Player One es una novela extraña, llena de referencias que en teoría sólo interesarán a quien tenga más de treinta años (Los Cazafantasmas, Mazinger Z, Pacman, las canciones de Alphaville, la primera edición de Dungeons & Dragons…), pero que paradójicamente está escrita en clave juvenil, rollo Harry Potter. Una cosa rarísima, un tono a pie cambiado que al menos a mí me descolocó al leerla porque no acababa de entender a quién iba dirigido (demasiado simple para un lector formado y demasiado arcano para un adolescente). Por lo demás, las situaciones que plantea son bastante previsibles, los personajes son arquetipos un tanto aburridos, algunos de los diálogos son de vergüenza ajena (especialmente durante la obligada subtrama romántica entre teenagers), y todos los puntos de giro se resuelven haciendo aparecer por arte de birli-birloque a algún secundario nuevo en el momento justo para rescatar al protagonista de los match-balls en los que se va metiendo.

80435742La principal gracia del libro, como ya he dicho, es el festival de referencias ochenteras que estalla en cada página, como una sucesión de cachondos guiños-guiños codazos-codazos culturales al lector. Reconozco que esto me mantuvo con la sonrisa en los labios durante unas cuantas páginas (me lo pasé especialmente bien al leer cierta parte que emula la aventura de AD&D La tumba de los horrores, teniendo al lado el módulo original y comprobando que las descripciones del autor cuadraban a la perfección con el mapa y las ilustraciones originales). Sin embargo, al cabo de algunos capítulos el truco me empezó a resultar un lastre, por reiterativo y facilón. Demasiadas de esas referencias no tienen relevancia en la trama ni son descripciones al estilo de Tolkien o R. R. Martin, que aporten riqueza al universo en el que tiene lugar la historia; simplemente están ahí “porque molan” (se supone). Es como si el autor tuviese una lista de morcillas que quiere mencionar (Juegos de Guerra, Galaga, Regreso al Futuro, el ZX Spectrum, el Blue Monday de New Order, El Señor de los Anillos, Cortocircuito, el 2112 de Rush, Ultraman, el Kobayashi Maru de Star Trek…), y fuese tachando nombres a medida que se las ingenia para colocarlos (hay un momento especialmente forzado en el que sale un Delorean con el logo de Los Cazafantasmas en las puertas y el cuadro de mando del Coche Fantástico: ¡Jackpot! ¡Tres referencias en una!).

Siendo justo, también he de decir que parte de mi cabreo hacia el libro fue culpa de la traducción en castellano, obra de Juanjo Estrella, a quien Satanás confunda. Repasando su currículum por internet compruebo que figura como “un profesional de dilatada experiencia” que ha firmado traducciones como las de El código da Vinci y de algún que otro libro de Mary Shelley y Margaret Atwood. Le felicito por semejante bagaje, pero en Ready Player One no sólo no da la talla, sino que convierte la lectura en un ejercicio farragoso, que me hizo llorar sangre en más de un párrafo. Si una editorial tiene entre manos una novela eminentemente fandom haría bien en contratar como traductor a alguien que supiera de qué va el tema, aunque fuera mínimamente (igual que se haría para cualquier otra traducción especializada); y si ese alguien no sabe de qué va el tema, al menos debería hacer el esfuerzo de documentarse un poco. No puede ser que se traduzca a los replicantes de Blade Runner como “Réplicas”, que el juego de rol Dungeons & Dragons aparezca mencionado como “Dragones y Mazmorras” (y otras como “Mazmorras y Dragones”), que una espada bastarda Vorpal de toda la vida se traduzca por “espada Vorpal Bastard” (como si fuera una marca), que los niveles/fases (stages) de los videojuegos se rebauticen como “estadios”, que una frase mítica de Los Cazafantasmas figure de manera completamente distinta a como la pronuncian en la película… No sé, yo si estoy traduciendo un libro y me aparece el diálogo de una película, busco en un DVD esa escena y la reproduzco tal cual, no traduzco directamente lo que me sale del sombrero. Mal la editorial, mal los correctores (si los ha habido) y mal, muy mal, Juanjo Estrella.

post-18-0-91173600-1360294916La conclusión a todo lo anterior es que Ready Player One debería ser un libro-biblia para cualquier geek, pero hay demasiados detalles negativos que rebajan su impacto hasta convertirlo en una lectura sólo recomendable como juego mental, como una versión refinada de esos quizs de Facebook en los que te preguntan “¿Cuánto sabes sobre Dr. Who?”. Steven Spielberg está preparando su adaptación al cine, y aunque no resulta una historia nada fácil ni barata de plasmar en la gran pantalla (ya sólo las gestiones para poder utilizar todas las marcas e iconos pop que dan cuerpo a la historia puede ser una pesadilla), algo me dice que podría ser uno de esos rarísimos casos en los que la película mejora al libro. Porque es innegable que la historia y el mundo que plantea Ernest Cline tienen garra y potencia visual, pero va a hacer falta un buen guionista que pique piedra para arreglar esos diálogos…

No obstante, eso será cuando llegue (si llega) la película. Lo que tenemos de momento es el libro; y como libro, es cierto que Ready Player One entretiene lo suyo, pero se trata de un entretenimiento de bajo calibre, como cuando estás una noche haciendo zapping y te quedas enganchado mirando un capítulo de alguna serie menor, porque te suena uno de los actores o te pica la curiosidad saber quien es el asesino. A mí últimamente me pasa con Dos chicas sin blanca, una sitcom de “ver y olvidar” con la que me topo de vez en cuando. Casi ninguno de sus gags tiene puñetera gracia, pero yo no me fijo en los gags: me dedico a escrutar el culo y las tetas de Kat Dennings, incapaz de decidir si me resulta atractiva o demasiado petarda. Esa misma actitud fue la que me permitió resistir hasta la última página de Ready Player One sin tirar el libro por la ventana, y la que adoptaré cuando lea la secuela, que Ernest Cline ya está escribiendo. Sí, a pesar de todo lo que llevo dicho hasta ahora, la leeré; en inglés, a poder ser…

The Newsroom: que la ficción no te estropee una buena noticia

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The Newsroom es “otra serie de Aaron Sorkin”, quien hace poco más de una década removió los cimientos de la narrativa televisiva tal como la conocemos con El ala oeste de la Casa Blanca (sí, de verdad me parece uno de los dos o tres shows más importantes de los últimos 25 años), y que desde entonces ha estado intentando replicar ese mismo nivel de excelencia con suerte desigual, tanto en televisión como en cine: ni en Studio 60 ni en La guerra de Charlie Wilson supó rascar bajo la epidermis del asunto que trataba (básicamente, la corrupción del poder), mientras que en La red social y Moneyball logró resultados dramáticos muy notables con temáticas que a priori no parecían dar para mucho (la creación de Facebook y la gestión de un equipo de baseball aplicando teorías estadísticas). The Newsroom sigue las vicisitudes “entre bastidores” de un programa de noticias de una cadena de TV por cable. La cadena en cuestión es ficticia (la ACN), pero las noticias son verdaderas, en el sentido de que están sacadas del mundo real (por ejemplo, uno de los episodios se centra en el accidente nuclear de Fukushima). Ahí radica buena parte de su gracia, pero esa idea por sí misma no es suficiente para conformar una buena obra de ficción. He visto con todas mis fuerzas los diez episodios de la primera temporada de The Newsroom pero, a menos que alguien me convenza de que las dos temporadas restantes son el equivalente televisivo de Ciudadano Kane, no tengo intención de seguir con ella.

A ver… desde luego The Newsroom tiene varias cosas que me parecen la mar de bien, pero también otras muchas que no me gustan ni un pelo. ¿Las que sí? Pues las que cabría esperar en este caso: los actores principales están estupendos (Jeff Daniels, Sam Waterston, Emily Mortimer…), tiene los típicos diálogos inteligentes y en «rapid-fire» marca de la casa, y realmente logra transmitir cierta sensación de veracidad con el tema de dramatizar noticias auténticas. Hasta ahí, vale.

Las cosas que no me gustan? Bueno, esto va a ser largo: no me gusta el patriotismo grueso de algunas escenas (uno de los periodistas del programa poniéndose una gorra de los bomberos de New York cuando el presentador se dispone a dar la noticia de la muerte de Bin Laden). No me gusta la visión única y moralizante con la que Sorkin trata las tramas (nadie tiene la menor duda sobre qué es LO CORRECTO; se ve que el periodismo de investigación es una profesión llena de santurrones ilusionados por construir un mundo mejor). No me gusta la superficialidad del discurso («Dios Bendiga a América», 2.0) por mucho que se camufle bajo toneladas de jerga técnica. No me gustan los monólogos que huelen demasiado a sermón de la montaña (Sorkin dándome mítines por boca de Jeff Daniels). No me gusta el hecho de que todos los personajes masculinos sean tipos listísimos que parecen salidos de Todos los hombres del presidente y, en cambio, todos los personajes femeninos sean histéricas o tías buenas (o las dos cosas) que parecen salidas de Primera Plana. No me gustan las insulsas subtramas amorosas que convierten la serie en una especie de Melrose Place con coartada intelectual. No me gusta que cada capítulo dure 50 minutos en lugar de 40 (más que nada porque esos 10 minutos de más no aportan nada y matan el ritmo). No me gusta su estructura narrativa marmólea (el clímax es siempre la redacción echando humo para emitir a tiempo EL NOTICIÓN de la semana).

En realidad, todo se resume en que no me gusta acabar cada episodio de The Newsroom con la sensación de que me lo estaría pasando infinitamente mejor revisitando El ala oeste de la Casa Blanca. Sé que es una comparación injusta, pero también es irremediable. Es lo que tiene el haber creado una obra maestra absoluta: que luego tienes que vivir con ella; y no tengo claro que Aaron Sorkin lo esté llevando bien del todo.

The Newsroom ya ha finalizado su andadura, tras tres temporadas y un total de 25 episodios emitidos. Lo que le queda ahora, me temo, es un rápido descenso hacia el olvido. No es ni mucho menos una mala serie, pero sí es una serie invisible e irrelevante (en un panorama televisivo rico en ficciones de calidad), y posiblemente no haya diagnóstico más cruel para un guionista estrella con alma evangelizadora como Aaron Sorkin. Si alguien tiene intención de tragársela hasta su conclusión, ya me contará si al final se casan…