El lunes 18 de mayo quedará para siempre registrado en los anales periodísticos como el día en que, en casi toda España, el baloncesto se convirtió de repente en el nuevo deporte rey. Sólo así se explica que la noticia de que el Barça de fútbol acababa de ganar su Liga BBVA número 23 fuese secundaria para diversos medios generalistas y en teoría neutrales (aquí, insertar risas), los cuales prefirieron informar de manera destacada acerca de la Euroliga de basquet conquistada por el Real Maligno. Tres ejemplos al respecto: 1) El programa Jugones de La Sexta abrió con un reportaje de diez minutos sobre la gesta del baloncesto capitalino (cuando en toda la semana anterior no había dedicado ni diez segundos a mencionar que ese mismo fin de semana se disputaba la Final Four); 2) El diario ABC estampó en su portada a los héroes blancos de la canasta levantando el trofeo (no se recuerda que ocurriese lo mismo en ninguna de las dos Euroligas blaugrana ni por supuesto en la que ganó el Joventut de Badalona en 1994); y 3) El artículo de opinión de Alfredo Relaño en As se titulaba “Liga para el Barça, Euroliga para el Madrid” (en favor de Relaño hay que decir que fue el más avispado de la clase: él ya llevaba días hablando de basquet, consciente de que el fútbol era mejor no tocarlo mucho). Es decir, que el periodismo deportivo suele dedicar el 95% de su tiempo al balompie… salvo cuando el F.C. Barcelona se embolsa la Liga. ¿Alucinante? No hombre no, esto es España; y España, digan lo que digan, es aplastantemente merengue (y además es de derechas; aunque eso ya sería tema para otro artículo…).
Posiblemente había ese domingo menos madridistas pendientes de la Final Four de baloncesto que del inútil hat trick que Cristiano Ronaldo se estaba cascando en Cornellà-El Prat a la misma hora (con absurda celebración de perdedor de Liga incluída)… o ya que estamos, menos de los que habrá echando espuma por la boca durante las próximas finales de Copa del Rey y Champions League, en las que ni siquiera jugará el equipo merengue. O sea, en realidad el baloncesto sigue interesándoles sólo a los forofos de toda la vida (entre los que me cuento, ojo), pero lo que importaba ese lunes en las entrañas de Mordor era poder celebrar algo, LO QUE FUERA, con tal de disimular el ruido que estaba haciendo el F.C. Barcelona como campeón liguero y más que probable tripletista (algo que debería ocurrir con cierta facilidad, salvo pájaras inexplicables ante el Athletic y la Juve). Así pues, que nadie se sorprenda si el 6 de junio los culés nos llevamos al saco nuestra quinta Copa de Europa de fútbol y al día siguiente la Sexta, ABC y Alfredito Relaño deciden destacar, no sé, el podio de Alberto Contador en la Critérium del Dauphiné, por ejemplo. Así son las cosas, y así nos las cuentan.
Es normal que en Merenguelandia intenten buscar cortinas de humo ante la resurrección azulgrana de la mano de Luis Enrique, porque lo cierto es que ha sido un milagro del todo inesperado, en una época que se intuía como de reconstrucción del equipo, con la desaparición o la metamorfosis a un rol menor de muchos de los jugadores que habían formado su gloriosa columna vertebral (Puyol, Xavi, Valdés…), otros que parecían estar iniciando un ocaso prematuro (Piqué, Busquets, Iniesta…), y sobre todo uno en particular que daba sensación de haber perdido de manera definitiva su toque divino (Messi). De hecho, a mediados del mes de diciembre, ante el contraste que suponía un Barça que jugaba rayando lo mediocre, y que aguantaba a trompicones tanto en Liga como en Champions frente a un Maligno que se paseaba en modo rodillo (racha de 22 victorias consecutivas y tal), la prensa cavernaria incluso vaticinó el imparable inicio de una dinastía blanca (Prueba 1 de la Acusación), lanzando una hiperbólica afirmación que sonaba a delirio de borracho: el equipo de Ancelotti estaba a la altura del mejor Barça de Guardiola, decían (Prueba 2 de la Acusación). Sí, y se quedaron todos tan panchos. Cobran cada final de mes como periodistas profesionales, pero en realidad son meros hooligans subvencionados.
Por suerte para las huestes blaugrana, todo ese precipitado ejercicio de wishful thinking se derrumbó con la llegada del mundialito de clubes (competición puta donde las haya, por las fechas en las que se juega, por el desgaste de viajes que exige, y porque ganarla apenas otorga prestigio pero perderla supone una humillación), que el Real Maligno conquistó bien pero al coste de desplomarse físicamente. Carletto se había pasado toda la primera manga de la temporada exprimiendo a los mismos 13 jugadores sin apenas rotaciones, y en ese mes de diciembre empezó a secárseles el depósito de combustible. Al principio pareció un bajón puntual, pero con el paso de las semanas se hizo evidente que la cosa iba a peor: jugadores fuera de forma, plaga de lesiones, cracks deprimidos o enfadados, e ideas de bombero en el despliegue táctico del equipo para intentar remendar los descosidos que quedaban al aire en los partidos decisivos (que Ancelotti prefierese el parche de incrustar a Sergio Ramos en el mediocampo antes que hacer jugar a Illarramendi o Lucas Silva, es una demostración palmaria de la fe que tenía en sus suplentes). Total, una temporada tirada a la basura.
El fútbol es terriblemente injusto y volátil. En baloncesto, tenis, balonmano y casi cualquier otro deporte que se nos ocurra, aquel que juega mejor suele ganar al menos 8 de cada 10 veces; pero en fútbol, debido a sus tanteos relativamente bajos y su concepción un tanto arcaica del reglamento (la mayoría de decisiones se dejan a la inspiración del árbitro, incluída la duración exacta de los partidos), puedes estar dándole un baño de juego a tu rival, con un porcentaje de posesión humillante y un maremoto de ocasiones de gol… y aún así acabar palmando. Si esto te ocurre en un torneo de regularidad como la Liga, todavía tienes cierto margen para corregir dinámicas, pero en un campeonato de eliminatorias directas te vas a la calle al primer paso en falso. De ahí nacen expresiones como “la pelota no ha querido entrar” (sería inimaginable que Rafa Nadal o LeBron James usaran esa frase para justificar una derrota) o “las notas se ponen a final de temporada”, mantras para relativizar todos esos intangibles que, sumados uno encima de otro, acaban definiendo la finísima línea entre éxito y fracaso, entre el Barça de Guardiola que empieza su leyenda con un gol de Andrés Iniesta sobre la bocina en Stamford Bridge, y el Maligno de Mourinho que se queda a las puertas de una final por un penalti en el Allianz Arena, que Sergio Ramos chuta a la órbita baja de la Tierra.
Por lo tanto, tan ventajista fue hace meses machacar a Lucho por su irregular arranque de liga (algo en lo que TODOS los culés caímos), como lo es subirse ahora al carro de su victoria y en cambio llenarse la boca de explicaciones condescencientes acerca del descalabro merengue. Un sólo gol de Gareth Bale en la vuelta de semifinales contra la Juve (de los dos o tres que falló), y ahora el Maligno estaría en Berlín. Un mal partido de Ter Stegen en la vuelta contra el Bayern Munich (que nos apisonó en cuanto a ocasiones en la primera parte), y quizás el Barça habría caído eliminado. Lo mejor en estos casos es simplemente ser prudente y evitar pontificar, porque muchas veces no callarse en noviembre equivale a quedar retratado en junio. Sin embargo, lo que sí puede hacerse sin temor a meter la pata es analizar los fríos datos, tratando de establecer tendencias que aclaren lo ocurrido (aunque sea en parte); y los escalofriantes datos del Real Maligno señalan de manera clara a un culpable principal: Florentino Pérez, al que ojalá la providencia y las prestidigitaciones fiscales mantengan en la presidencia del Real Mordor durante muchos años. Mientra sigas ahí, sospecho que el F.C. Barcelona seguirá recortando poco a poco distancias a las hordas de Satanás en cuestión de palmarés.
Precisamente para evitar acusaciones de ventajismo, incluso voy a dejar de lado el hecho de que el Barça, en los últimos 25 años (o sea, desde la llegada de Johann Cruyff como entrenador), haya ganado más títulos de Liga que en sus 100 años anteriores (casi el doble de los que ha ganado el Real Madrid, por cierto), y me voy a centrar en los dos períodos de Florentino Pérez al mando de la entidad merengue: en su primera etapa presidencial, de seis años de duración (del 2000 al 2006), el Real Madrid conquistó dos Ligas y una Champions. En la segunda etapa de mandato de Floper, que empezó a mediados del 2009 (o sea, que lleva también seis años), de momento lleva ganadas 1 Liga, 1 Champions y 2 Copas del Rey. Sumándolo todo, en sus doce años de gobierno el florentinato ha aportado a la sala de trofeos del Bernabeu 3 Ligas, 2 Champions Leagues y 2 Copas del Rey. En ese mismo lapso de tiempo el Barça ha conquistado idéntico número de Copas del Rey y Champions Leagues (dos, ampliables a tres dentro de pocos días), y siete campeonatos de Liga. Se mire por donde se mire, es una comparativa demoledora, que deja claro de qué color es la hegemonía del fútbol español desde hace unos cuantos lustros (una pista: no es de color blanco). Lo dicho, Florentino quédate, por favor.
¿A qué se debe este nivel de arrase? Mi opinión es que, más allá de tácticas puntuales o del acierto/desacierto a la hora de elegir entrenadores (el Barça ha ganado ligas con Rijkaard, Guardiola, Vilanova, Luis Enrique… e incluso con el desastroso Tata Martino nos quedamos a un gol mal anulado de ser campeones), el factor dominante, la diferencia entre ambos clubes, es el modelo deportivo. El del Barça podrá ser más o menos criticable, sobre todo por su excesivo apego a un estilo futbolístico que requiere jugadores de características muy particulares (ahí están los semi-fracasos de Ibrahimovic, Villa o Fabregas, mega-cracks que no supieron adaptarse), pero es que el Real Maligno no tiene modelo ninguno. Los dos clubes son dos trasatlánticos con urgencias históricas que se renuevan de año en año, y con una política de fichajes a golpe de talonario (por cada Cristiano Ronaldo hay un Neymar, por cada Luis Suárez un Gareth Bale), pero al menos el Barça toma la mayoría de decisiones intentando cubrir necesidades a medio/largo plazo, mientras que el Real Madrid se limita a acumular los cromos que a su presidente le apetece tener en el álbum.
Así, la caballería mediática madrileña no ha dudado en despedazar a Ancelotti por no haber ganado un solo título en este curso, sin valorar que el italiano, aparte de comportarse como un verdadero hombre de club y de lograr pacificar un vestuario que estaba en pie de guerra tras el paso de tierra quemada de Jose Mourinho, ha sacado auténtico petróleo (¡Ganó la Décima, leches!) a una plantilla absolutamente descompensada, sin apenas piezas relevantes de banquillo y con un once inicial que es la cama de un loco: un portero desquiciado, un centro del campo a base de mediapuntas reconvertidos (James, Isco…) y que se derrumba por la simple lesión de un jugador clase-media como Modric, mas una delantera liderada por un mega-crack planetario que, lejos de ejercer de líder motivador, se comporta como un niñato a la que la cosa se tuerce, y que parece dar la misma importancia a los registros personales que a los colectivos, sin ser consciente de que (por lo general) lo segundo es lo que lleva a lo primero y no al revés. No hay constancia de ninguna temporada en que la afición merengue haya tomado la Cibeles para celebrar una Bota de Oro o un Pichichi…
Por todo ello, y de esto es de lo que realmente quería hablar en la presente encíclica (la introducción me ha quedado larga, lo sé), si hay algo que lamento a estas alturas es que el rival del F.C. Barcelona en la próxima final de la UEFA Champions League sea la Juventus de Turín y no la turba de Chamartín. La mayoría de culés a los que conozco siguen con el complejo de inferioridad y el miedo escénico que transmite el Real Madrid, al que históricamente hemos visto como un supervillano que nos privaba de alcanzar la grandeza futbolística. Yo en cambio creo que, tal como estamos nosotros y tal como están ellos, éste era el momento perfecto para atropellarlos en una final europea, ante la mirada atónita del mundo entero. Si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta, en efecto, pero es que incluso sin dejarme llevar por la pasión dudo que ahora mismo haya demasiado color entre ambos equipos.
El F.C. Barcelona ha llegado al mes de mayo como el equipo físicamente más fuerte e intenso de la Tierra, algo que no ha sido común a lo largo de nuestra historia, y que queda en el haber de Luis Enrique, que ha estado finísimo midiendo las rotaciones. Tiene la mejor defensa (36 goles encajados en 58 partidos), el mejor centro del campo y el mejor ataque (me tengo que ir muchos años hacia atrás para encontrar un tridente más bestia que Messi-Suárez-Neymar). Obviamente en una final a 90 minutos puede pasar de todo; y en dos, más. Pero este año no puede haber excusas: cualquier cosa que no sea Liga, Copa y Champions sólo podrá computarse como un fracaso y una ocasión perdida.
El actual Real Madrid no nos supera en nada, ni en intensidad, ni en forma física, ni en despliegue táctico ni mucho menos en fútbol puro y duro (hablo por hoy, no por diciembre ni por marzo; lo digo por si alguien quiere recordarme los dos enfrentamientos ligueros de esta temporada en los que, es cierto, los Malos fueron mejores que nosotros). De hecho, la «Vecchia Signora» sí que nos aventaja en al menos un aspecto: en oficio, en saber explotar hasta el límite sus opciones, lo que se conoce como «fútbol subterráneo». Te meten un gol y sudas sangre para remontarles, y por ahí es por donde nos podrían complicar la vida (antes de la ronda de semifinales de la competición, por cierto, ya comenté que este equipo era el tapado, y que mucho cuidadito con ellos).
De verdad, hacedme caso pueblo culé, en una hipotética final de Champions contra el Real Maligno tendríamos mucho más a ganar que a perder. Es lo que se conoce como «coste de oportunidad», aquello a lo que renunciamos para evitar un riesgo; y este es un coste de oportunidad demasiado alto como para ignorarlo. El F.C. Barcelona se ha pasado 90 años de historia perdiendo copas de Europa (hasta que por fin ganamos la primera en Wembley, en 1992). Hemos estado muchas décadas a la intemperie, ya sabemos lo que es pasar frío. Ellos no, ellos no lo saben. Es cierto que tuvieron que esperar más de tres décadas para ganar “la Séptima”, pero eso sólo significa que ya tenían seis para consolarse. Por lo tanto, perder una final de Champions League contra el equipo más laureado de la historia del fútbol, por mucho que sea tu enemigo más odiado, por mucho que escueza, por mucha mofa que generase cada vez que nos cruzásemos con un vikingo, en realidad no variaría en absoluto el actual status quo: ellos seguirían estando arriba, y nosotros abajo. Es decir, como ahora.
En cambio, si les ganásemos, se les acababa automáticamente la camama. Arrebatarles una Champions League en enfrentamiento directo sería un órdago ganador. Los Rebeldes de Star Wars sabían muy bien que su única posibilidad de nivelar la guerra contra el Imperio era reventando de un tiro la Estrella de la Muerte. Pues nosotros igual. Porque, reconozcámoslo, jamás les vamos a igualar a Champions Leagues ganadas. No con el actual nivel de competitividad en el fútbol. Necesitamos un acto de terrorismo deportivo. Necesitamos comernos sus tripas en una final cara a cara.
Sería tabula rasa. Tierra cero. Una victoria que valdría por las cinco Champions de diferencia que nos llevarían aún. Ya no podrían sacar a pasear sus copas de Europa sin que les recordásemos que, la que tenía que haber sido la undécima, se la birlamos nosotros. La sensación (imposible de rebatir) que flotaría en el aire sería que el único motivo por el que tienen las otras diez es porque no jugaron esas finales contra nosotros.
Y frente a una posibilidad así de jugosa, ¿nos vamos a conformar con un puñetero triplete?