Elogio de los juegos viejos

El Warrior Knights de Corey Koniecza, editado en 2006 por Fantasy Flight Games, es un juego superior en casi todos los aspectos al clásico de Games Workshop diseñado por Derek Carver tres décadas antes: mucho más equilibrado, elegante, divertido y sobre todo… jugable. Sigue resultando una experiencia larga, quizás demasiado (a 5 o 6 participantes, no bajas de las cinco horas), pero nada comparable a la puñetera agonía que suponía el original, lo que se conoce como un “juego de club”, porque realmente sólo era asumible si podías dejar la partida montada en una mesa durante varios días y jugarlo en dos o tres sesiones (a razón de 4-5 horas por sesión). Fellowship of the Ring, editado por I.C.E. a principios de los años 80, es otro ejemplo similar. Aunque el semi-moderno Guerra del Anillo no sea un remake directo de aquel, ambos títulos coinciden en intentar narrar las aventuras de Frodo Bolsón y el resto de la Compañía del Anillo cruzando la Tierra Media sin que Sauron les dé matarile, en una suerte de juego del gato y el ratón. Guerra del Anillo transmite sensaciones muy parecidas a Fellowship of the Ring pero lo hace con reglas bastante más prácticas e intuitivas, y con una narrativa menos delirante (en Fellowship of the Ring a la Compañía le pasaba de todo, incluyendo tener que pegarse con vampiros o dragones). Por no decir que Guerra del Anillo cuenta la trilogía de Tolkien completa, mientras que Fellowship of the Ring, por algún motivo que me elude, sólo llegaba hasta el final del primer libro (la partida acababa en cuanto la Compañía se disolvía).

Así pues queda claro que tanto el Fellowship of the Ring de I.C.E. como el Warrior Knights de Derek Carver son dos títulos ampliamente superados, a nivel mecánico, por 30 años de sacarle brillo al diseño de juegos; y sin embargo, cuando tengo que listar las diez partidas de tablero más míticas que he jugado en mi vida, cae como mínimo una de ambos (en el antiguo club Maquetismo y Simulación, donde a mediados de los ochenta, colegas como Antonio Catalán, Jordi Fernandez o Antonio Aroca me lo enseñaron TODO). En cambio, en ese tipo de listas nunca me acuerdo ni del Warrior Knights de Koniecza ni de Guerra del Anillo. ¿Esto tiene que ver con la nostalgia y el efecto de fascinación que producen “esas primeras partidas”, cuando acabas de descubrir que existe un universo lúdico más allá del Monopoly y el Trivial Pursuit? Posiblemente sí, del mismo modo que todos los roleros veteranos intentamos en realidad revivir esa anaconda que se nos formó en el estómago la primera vez que jugamos a D&D (y por eso una serie como Stranger Things nos hace tantísima pupa; porque pega justo donde duele). Pero hay también un factor intangible que pocas veces se tiene en cuenta, y es que los juegos de antaño gozaban de un componente arcano que los hacía extrañamente atractivos. Jugarlos era complejo y extenuante, era como descifrar un jeroglífico. Tenía mérito (si eras capaz de entender el funcionamiento de Magic Realm, te sentías listo). Requerían un estado mental concreto, un punto de concentración introspectiva que te premiaba de vuelta haciéndote disfrutar de una sensación de inmersión apabullante. Era como si hubiese una especie de «verdad oculta» en todo aquel proceso; hasta el punto de que, a donde no llegaban los componentes físicos del juego (que la mayoría de veces dejaban bastante que desear o eran directamente inexistentes), llegaba la imaginación de los jugadores. Que no tuvieras un troll de plástico para representar al troll que había sobre el tablero no lo convertía en menos troll, sino justamente en MÁS troll (no sé si se me ha entendido; sospecho que los lectores mayores de 40 años sí lo habrán hecho).

Cuando empecé a hacer videotochos se me ocurrió una idea que seguramente no llegaré a concretar nunca, porque tras darle varias vueltas me pareció que tenía un interés marginal, pero que me viene muy bien comentar aquí y ahora: X-Wing (Fantasy Flight, 2012) y Star Warriors (West End Games, 1987), los dos grandes juegos de duelos de cazas en el universo de Star Wars, llegan al mismo punto (meterte en la carlinga de una nave espacial de combate) por derroteros completamente distintos. X-Wing es un juego moderno en el que prima lo adrenalítico (decisiones rápidas y suerte con los dados), y eso es pura simulación de lo que es un combate de naves de La guerra de las galaxias, es Han Solo y Chewbacca gritando alborozados tras haber hecho estallar un Tie Fighter de un disparo. Star Warriors, por su parte, es un juego antiguo en el que prima lo metódico (planificar el turno llenando de contadores de acción tu hoja de nave), y eso también es pura simulación de lo que es un combate de naves de La guerra de las galaxias, es Luke Skywalker apretando botones de su cuadro de mandos, dando órdenes a R2-D2 y decidiendo si pasa o no a disparo manual.

En el presente videotocho comparo los juegos de tablero Star Wars Rebellion y Guerra del Anillo, dos joyas modernas difíciles de mejorar. Pero eso no significa que otros juegos más viejunos que tratan los mismos temas sean peores simplemente por eso, por ser viejunos. Diría más bien que son juegos que utilizan otro lenguaje. Es del todo lícito que a la mayoría de nosotros nos interese más (o nos interese de manera exclusiva) el lenguaje moderno. Pero denostar a quien en su día diseñó Fellowship of the Ring sin red (o sea, mirando hacia atrás, no encontrando ningún referente anterior del que sacar ideas y teniendo que inventarse, DE LA NADA, un sistema tan jodidamente brillante como el de los dados de rumores que utiliza ese juego), es como denostar Los siete samurais de Kurosawa diciendo que Los 7 magníficos de Antoine Fuqua es en color. Pues no. No lo hagáis.

Aun siendo un firme defensor de que los juegos de tablero nunca habían vivido un periodo de creatividad más chulo que el actual (pese a que ahora se haya puesto de moda relativizar el asunto, con argumentos tan pardos como que «cantidad no es lo mismo que calidad»), me he dado cuenta de que, en estos artículos de complemento a los videotochos, casi siempre acabo defendiendo los juegos del año de la conga. Creo que lo hago porque no veo que lo haga casi nadie más, y los considero un poso cultural que merece ser valorado y debería ser estudiado. Porque del mismo modo que a un crítico de cine se le exige que haya visto Rashomon antes de entrar a analizar la deconstrucción narrativa de las pelis de Tarantino, o que a un crítico literario se le exige que haya leído a Alejandro Dumas antes de ponerse a juzgar la estructura de las novelas de Alatriste, o que a un crítico de tebeos se le exige que conozca el Spider-Man de Jerry Conway antes de ensalzar o poner a parir el de Strackynski, cualquier crítico de juegos tiene la misma obligación de HACER LOS DEBERES y, si piensa reseñar por ejemplo la última edición de Civilización, debería por lo menos preocuparse en googlear quien fue Francis Tresham. Porque todos sabemos lo que significa el término «eurogame», sí, pero mucha menos gente sabe que se lo debemos a pioneros como él.

Esta SÍ es la secuela que buscáis

Star Wars Episodio VII: El despertar de la fuerza ya está entre nosotros. Por séptima vez en nuestras vidas vemos una nueva película de la mejor saga de aventuras que ha dado la historia del cine. Por séptima vez nos zambullimos en una zona inexplorada de esa galaxia tan, tan lejana. Por séptima vez vemos brillar sables láser en la oscuridad. Por séptima vez escuchamos el sonido imposible de naves explotando en el espacio y el pecho nos bate con la fanfarria inmortal de John Williams. En esta ocasión, además, resulta que la película que nos ocupa es CO-JO-NU-DA, lo cual supone un acontecimiento que no se recordaba en la franquicia desde 1983 (o sea, desde de El retorno del Jedi).

Por desgracia, el lado oscuro siempre acecha a la vuelta de la esquina y, esta vez, parece haber corrompido las mentes y los corazones de unos cuantos fans fundamentalistas y morning-singers de distinto pelaje. ¿El gran pecado de esta séptima entrega? Que repite los mismos esquemas de La guerra de las galaxias. Ya ves tú qué cosa, como si no llevásemos a cuestas 25 películas de James Bond calcaditas unas de otras, o como si todas las novelas de espada y brujería no fuesen básicamente variaciones de lo mismo (aparte de que, camufladas en esa plotline básica que ahonda en los lugares comunes a fin de recuperar a unos fans malheridos tras el tostón de los episodios I, II y III, hay las suficientes novedades y sorpresas estimulantes como para hacer relamerse de gusto al mismísimo sarlacc).

TOTAL, que a fin de paliar el ataque de tontería que parece haberles entrado a algunos, no me ha quedado más remedio que disfrazarme de mujer y grabar el siguiente videotocho defendiendo «El Evangelio galáctico según San J.J. Abrams» (sí, bueno, lo de disfrazarme de mujer igual no era necesario, ya lo sé… pero todo suma, todo suma):

Orbegozo contra el Imperio Galáctico

Tostadora

PRÓLOGO: ABRIL DE 2015…

“Esto son dos navecitas de X-Wing”. En esos términos racionaliza uno su nivel de gastos domésticos, cuando se le estropea la tostadora y se plantea si merece la pena pasar por el coñazo de ir a reclamar al establecimiento donde la compró, o si es mejor tirarla directamente a la basura y gastarse 30 euros en una nueva. Mi tostadora ha dejado de funcionar de pronto esta mañana, sin previo aviso y sin motivo aparente. Como cada día he sacado una rebanada de chusco del congelador, la he puesto en la ranura y he bajado la palanca. Sin embargo, a diferencia de las 162 veces anteriores en que había llevado a cabo la misma operación, ahora la palanca no baja y el pan no se tuesta. Todo un drama del primer mundo, que me obliga a mojar en el café con leche una rebanada de chusco congelada, un desayuno no muy distinto del que debían disfrutar las tropas de Napoleon cuando invadieron Rusia (al menos, hasta que incluso las rebanadas de chusco congelado empezaron a ser un lujo comparadas con las suelas de bota).

Al cabo de un rato se me ocurre que igual basta con limpiar la tostadora a conciencia, porque a lo mejor lo que está obturando la palanca son los restos de migas. Humedezco un paño y la dejo resplandeciente, frotando con tanta fruición como si esperase que de su interior saliera un genio a concederme tres deseos (el primero de los cuales sin duda sería “Arréglame-la-jodida-tostadora”; los otros dos deseos implicarían un masajeador Smart Wand de Lelo, a la actriz Amber Heard vestida de látex y una serie de posturas gimnásticas que quedan fuera del alcance de este artículo). Pero no sirve de nada, la tostadora sigue sin responder. Poco a poco me voy liando, me voy liando, y al final acabo sacando el destornillador y desmontando la carcasa del aparato para examinarlo a conciencia. Es inútil, no alcanzo a ver ningún muelle roto ni ninguna pieza encallada. Al parecer, mi tostadora simplemente ha emprendido el camino contrario al de Skynet en la saga Terminator y, en vez de tomar conciencia de sí misma, ha decidido dejar de existir. Ni una nota de suicidio me ha dejado la muy zorra (“Me diseñaron para tostar pan inglés, y tú no haces más que meterme rebanadas de chusco congeladas; ya no aguanto este sindios”).

Dos navecitas de X-Wing, decía al principio. Entonces, ¿qué hacer? ¿Tostadora nueva o un par de Interceptores Tie? Por supuesto, no hay color. No hay puto color. El Imperio Galáctico necesita héroes, así que rebusco en el cajón de los papeles hasta encontrar el ticket y el formulario de garantía de la tostadora, la meto en una bolsa de plástico y para Electrodomésticos Miró que me voy.

FLASHBACK: DOS AÑOS ANTES…

Orbegozo es una compañía española (esto, de por sí, debería bastar para poner en guardia a cualquiera) que fabrica todo tipo de pequeños electrodomésticos y cachivaches del hogar, desde batidoras hasta microondas, pasando por ventiladores, sartenes, termos, cafeteras, quitapelusas, planchas, secadores, cuece-huevos, rizadores de pelo, almohadillas eléctricas, freidoras, hervidores de arroz, pesadores de maletas (te lo juro que sí), palomiteros, máquinas de hacer perritos calientes, sandwicheras, aspiradores, hornillos, barbacoas, cuchillos eléctricos, saunas faciales, humidificadores y deshumidificadores (ojo, no te equivoques y compres el que no toca), yogurteras, radiadores, hidromasajeadores, vinotecas, vaporetinos (que no sé qué coño son pero me suenan a maquetas de barquito veneciano), calienta-camas, convectores, picadoras… y voy a ir parando ya porque empiezo a hiperventilarme. En realidad Orbegozo no los fabrica, sino que por lo visto los compra a diversas factorías low-cost de China (en estos tiempos de crisis galopante, siempre reconforta saber que al menos el sector de la mano de obra esclava sigue viento en popa) y luego les pega encima su logotipo.

Yo descubrí dicha marca hace ya algunos años, cuando aún trabajaba en las oficinas de mi actual empresa (ahora curro desde casa). Fue durante un invierno especialmente crudo, que dio lugar a una ola de resfriados devastadora para mis compañeros del departamento editorial. Nuestra zona estaba en una punta del edificio que, del otro lado de la pared, daba directa a la calle, debido a lo cuál entre los meses de diciembre y febrero registrábamos temperaturas mínimas dignas de la base antártica de La Cosa. Un biruji de lo más preternatural circulaba bajo las mesas, convirtiendo nuestros pinreles en carámbanos. El constante run-run de moqueos sincopados se había convertido en nuestro hilo musical. La situación era desesperada.

Toda aquella miseria acabó el día en que dije “¡Basta!” y me presenté en la oficina con un calefactor Orbegozo debajo del brazo. Era un sencillo modelo FH 5010 de plastiquete, más feo que picio (parecía la estatuilla representativa de una criatura imaginada por el escritor H.P. Lovecraft), pero cuyo desempeño a la hora de generar “caloret” me convirtió ipso-facto en el tipo más popular del departamento. Había hostias entre los compañeros por ponerse el Orbegozo debajo de la mesa, apuntado Electroa bocajarro hacia los piececitos. A veces incluso les podías oir ronronear de gusto, como si fueran gatetes. Quizás no sea exagerado decir que aquella inversión de 19.90 euros salvó vidas (bueno, ahora que lo reflexiono quizás sí sea una exageración, pero me cuesta no dejarme llevar por la épica incluso al hablar de calefactores).

De resultas de aquello, Orbegozo se convirtió en una marca de lo más carismática para mí, y decidí que merecía tener representación en mi casa. En cuestión de pocos días me hice con una báscula, una jarra hervidora de agua y una tostadora. Respecto a la tostadora, mi principal exigencia era que fuese de metal, porque tenía muy grabado en la memoria el accidente de mi amigo Pedrín con un modelo de plástico que, al intentar con todos sus watios dorar un panecillo-brioche, había alcanzado el punto de fusión y ardido por completo hasta la boca del enchufe, con unas llamaradas dignas de un funeral vikingo que estuvieron a puntito de extenderse al resto de la cocina (recuerdo que el incidente tuvo lugar durante una cena con amigos, y en vez de ayudarle a apagar el fuego nos pusimos todos a sacarle fotos con los smartphones, como los perfectos hijos de puta que somos, mientras él gritaba e intentaba salvar su piso del siniestro).

TOTAL, que puse mi destino como consumidor de tostadas en manos de Orbegozo, llevándome un modelo TO 7021 de carcasa de acero inoxidable, doble ranura larga, 1600 W de potencia, función de descongelar y de recalentar, selector con seis niveles de intensidad de tostado, desconexión automática, bandeja recogemigas y soporte calienta-panecillos. Unas especificaciones técnicas que ni R2-D2 en sus mejores tiempos y que, combinadas con su precio en oferta especial de 32’95 euros, me hicieron abandonar la tienda en un estado de entusiasmo consumista similar al que debió de experimentar Peter Minuit, el famoso colono del s. XVII, cuando les compró la isla de Manhattan a los indios por 24 dólares (“¡Chollazo!”).

The_Purchase_of_Manhattan_Island

Sin embargo, con el paso de las semanas y mitigada ya la euforia, empecé a entender cómo era posible que los cachivaches de Orbegozo aunasen una gama de prestaciones tan amplia con unos precios tan competitivos. ¿Cuál era el secreto de esa combinación ganadora? ¿Quizás los técnicos de la empresa dominaban algún tipo de superciencia estilo Nikola Tesla a la que no habían tenido acceso sus competidores? ¿Acaso la compañía estaba dirigida por un grupo de filántropos que renunciaban a obtener beneficios, a cambio de hacer del mundo un lugar tecnológicamente mejor? No, la respuesta al misterio era mucho más prosaica que todo eso: la calidad de componentes de los electrodomésticos Orbegozo es lo que los especialistas del ramo denominan (no quisiera ponerme demasiado técnico llegados a este punto) “una mierda como un sombrero mejicano”.

Cada vez que me veía obligado a interaccionar con un aparato de la marca me acordaba de La rebelión de las máquinas (película malísima de Stephen King basada en un relato buenísimo de Stephen King): el hervidor de agua estaba tan mal diseñado que, a menos que escanciases el líquido en modo gota a gota, la tapa se acababa cayendo y te escaldabas los cojones. El reloj digital de la báscula había enloquecido y me daba pesos extraños como 19:16C, que más parecían versículos del Apocalipsis. El calefactor funcionaba bien, pero con el paso de las semanas iba haciendo cada vez más ruido, hasta conseguir una imitación bastante certera del sonido de despegue de un helicóptero Huey (sólo se echaba en falta el acompañamiento musical de La cabalgata de las valkirias). En cuanto a la tostadora, con independencia de la programación a la que la pusiera, si dejaba las rebanadas de pan más de un minuto las quemaba con furia hasta transformarlas en tacos de carbón vegetal (nunca lo probé, pero quizás programándola a temperatura máxima y dejando las rebanadas el tiempo suficiente, habría logrado transformarlas en diamante). Por supuesto, cuando al cabo de unos meses tuve que comprarme un exprimidor para hacer limonadas, Orbegozo fue la primera marca que descarté (pero esa es otra historia, que ya fue narrada en su día).

FLASHFORWARD: DOS AÑOS DESPUÉS…

Interior. Tienda de electrodomésticos Miró. Día (nota: esta escena es del todo verídica).

Chema Pamundi está haciendo cola ante el mostrador de servicio técnico del comercio, con una tostadora dentro de una bolsa de plástico. Tiene el pelo revuelto y cara de recién levantado de la cama. En uno de los laterales de la tostadora puede leerse la palabra “Orbegozo”.

Dependienta: ¿Siguiente?
Chema: Sí, yo.
Dependienta: Dígame.
Chema: Vengo a que me cambieis la tostadora, que se ha estropeado.
Dependienta (sonriendo en tono condescendiente): ¿Cambiarla? No, cambiarla no te la vamos a cambiar…
Chema: Pues cambiarla o arreglarla, yo qué sé. Está en garantía.
Dependienta: La mirarán en el servicio técnico y si la avería no ha sido por mal uso se la repararán.
Chema: Es una tostadora. ¿Qué entendéis por mal uso? ¿Tostar un hámster?
Dependienta (resopla): Mal uso es darle golpes, pegarle fuego…
Chema: A ver, no sé qué perfil de psicópatas soléis tener como clientes, pero yo me la compré para tostar pan, mayormente.
Dependienta: ¿Y qué le pasa?
Chema: Pues que no tuesta.
Dependienta (resopla de nuevo): A ver, démela; y el ticket, y la hoja de garantía.
Chema: Toma.
Dependienta: Uf, Orbegozo…
Chema: ¿Qué?
Dependienta: Nada, que tardará más.
Chema: ¿Y eso?
Dependienta: Por las piezas de recambio.
Chema: ¿Son de algún material que no se fabrica en la Tierra?
Dependienta: Mire, ¿se la arreglamos o no?
Chema: ¿Cuánto vais a tardar?
Dependienta: De mes y medio a dos meses.
Chema: Ah, muy bien… ¿Y el mando de radiocontrol me lo cobraréis aparte?
Dependienta: ¿El mando…?
Chema: Coño, si vais a tardar dos meses en reparar una tostadora a la que le falla la palanquita de bajar el pan, supongo que es porque ya de paso le vais a instalar un sistema de vuelo guiado o algo así, ¿no?
Dependienta:
Chema: No me hagas caso. Es igual. Cuando esté arreglada me llamáis y me paso a recogerla, ¿vale?
Dependienta: Eso mismo.
Chema: Pues adeu.
Dependienta: Buenos días.

EPÍLOGO: JULIO DE 2015

Casi tres meses después de mi ordalía, tengo tostadora nueva. No porque me la haya comprado, sino porque al parecer el concepto de «servicio técnico» que tienen los muchachos de Orbegozo consiste en tirar a la basura el aparato que les mandas a reparar y sustituírtelo por otro nuevo. Teniendo en cuenta que ese es su procedimiento en 9 de cada 10 casos, resulta hilarante que necesiten doce semanas para gestionar dicho cambio. En ese periodo de supervivencia sin tostadora he aprendido que:

1. Desayunar biscotes acaba cansando.
2. Desayunar Krisprolls (una marca de panecillos suecos sobre la que ya estoy
preparando un informe exhaustivo) cansa algo menos que desayunar biscotes.
3. Las rebanadas de chusco congeladas no saben tan mal si las masticas a conciencia.
4. Los miembros del departamento de atención al cliente de electrodomésticos Miró son
impermeables al insulto telefónico.
5. Orbegozo es una marca sólo recomendable para cacharros de 20 euros o menos, que
puedas chutar directamente al río cuando se estropean y comprarte otro nuevo.
6. El Interceptor Tie es de largo el mejor caza del Imperio Galáctico, y su relación
calidad/precio supera con mucho la de una tostadora Orbegozo. La tostadora
Orbegozo no puede, por ejemplo, hacer giros de 180º a velocidad 4 y además carece de
cañones láser cuádruples.

Porque, en el fondo, la principal enseñanza zen de todo este asunto ya la sabíamos de sobra sin necesidad de un post de 13.000 caracteres que la justificase: para cualquier friki, comer caliente… o, bueno… simplemente comer, es casi siempre menos prioritario que aumentar su colección de tebeos, jueguecitos y moñecos. Al fin y al cabo, como dijo el maestro Qui-Gon Jinn, «tu enfoque determina tu realidad» (uno sabe que está más allá de todo comportamiento racional cuando cae en algo tan desesperado como citar una frase de La amenaza fantasma que le da la razón…).

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