25 MOMENTOS HISTÓRICOS QUE ME ACABO DE INVENTAR…

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Quart de Poblet, cerca de Valencia, 17 de marzo del 1095
– El Cid Campeador: Quería el trozo éste de queso y media libra de lomo ibérico, por favor.
– Tendero: ¿Cortado fino, Don Rodrigo?
– El Cid Campeador: Sí, bien finito… bien finito.

Nido del Águila, Alpes Bávaros, 22 de abril de 1940
– Hitler: ¿El Schalke qué hizo ayer?
Himmler: Perdió, creo. Con el Wolfsburgo en casa.
– Goebbels: Le remontaron dos goles en diez minutos. Tremendo.
– Hitler: Joder, es que no tenemos defensa. Tanto fichaje, ¿para qué?

Despacho Oval de la Casa Blanca, Washington DC, 28 de mayo de 1971
Henry Kissinger: A7.
Richard Nixon: Agua.
Henry Kissinger: B7.
Richard Nixon: Agua.
Henry Kissinger: Sr. Presidente…
Richard Nixon: ¿Sí, Hank?
Henry Kissinger: ¿Puedo hablarle con franqueza?
Richard Nixon: Claro, Hank, dispara. Y deja eso de “Sr. Presidente». No estamos en la sala de guerra.
Henry Kissinger: Ok, pues Richard… ¿Eres consciente de que, con las casillas que te quedan libres, es físicamente imposible que te quepa el portaaviones?
Richard Nixon: ¿Uh? ¿Qué quieres decir? ¿Qué…?
Henry Kissinger: El portaaviones coño, el portaaviones. A7, B7… no te queda ningún espacio con cinco casillas libres seguidas.
Richard Nixon: ¿B7? Aaah, Je-je… ¡Había entendido E7! B7 es tocado. Perdona, ¿eh? Tocado, tocado…
Henry Kissinger: Joder Richard, ni a los putos barquitos podemos jugar en paz…
Richard Nixon: ¡Oye, que nada más ha sido un fallo! ¿Tú no te equivocas nunca, o qué?
Henry Kissinger: Es igual. Paso de discutir, Sr. Presidente.

Galería de los espejos, Palacio de Versalles, 12 de agosto de 1790
– María Antonieta: Tírame del dedo.
– Yolande de Polastron: No que te cuescas. Que nos conocemos ya, María.

Lhasa, Tíbet, 14 de octubre de 2013
– Dalái Lama: He estado viendo un vídeo de estos de caídas…
descojonándome ahí yo solo… Buah, qué risa, por favor…
– Discípulo: ¿El de la vieja, que su perro se la intenta follar?
Dalái Lama: ¡Ese!

En algún lugar del río Tisza, actual Rumanía, 13 de junio del 449
– Atila: Esta noche he soñado contigo, Prisco.
– Prisco: ¿Es coña?
Atila: No no, te lo juro.
– Prisco: Y qué, y qué, y qué…
– Atila: Estábamos en unas termas… y entraba un perro que se ponía a hablar.
– Prisco: ¿Y qué decía?
– Atila: No me acuerdo bien… era algo relacionado con dinero…
– Prisco: Ostias… ¿Pero qué? ¿Qué nos pedía pasta o que nos la daba?
Atila: No, que nos proponía un negocio… Ahora no caigo en los
 detalles, pero tenía mucha chispa.
– Prisco: Yo cuando sueño algo luego me lo apunto, si es una cosa así chocante.

Islas Fénix, Océano Pacífico, 6 de enero de 1939
– Fred Noonan: Nena, lo acabo de oir por la radio. Estamos oficialmente muertos.
– Amelia Earhart: Jajaja, ¡Pringaos!
– Fred Noonan: Mira qué papayas más hermosas traigo.
– Amelia Earhart: Chachi. Déjalas en la fresquera.

Saint-Malo, Bretaña francesa, 25 de agosto de 1895
– Marie Curie: Qué coñazo la arena, de verdad. La mierda la playa, hostias…
– Pierre Curie: Oye, nadie te obliga a venir. No des más la tabarra.

Palacio de Oriente, Madrid, 7 de marzo de 1974
– Francisco Franco: ¿Levante Las Palmas?
– Carrero Blanco: Equis.
– Francisco Franco: ¿Equis?
– Carrero Blanco: Hágame caso.
– Francisco Franco: Venga, equis… ¿Rayo Vallecano Mallorca?
Carrero Blanco: Dos
Francisco Franco: ¿Dos?
– Carrero Blanco: Oiga, si me lo va a discutir todo…
Francisco Franco: Vaaale, vaaale… ¿Sevilla Hércules?
– Carrero Blanco: Otro dos.
– Francisco Franco: No no… si desde luego… como salga nos forramos.

Restaurante Auerbachs Keller, Leipzig, 14 de abril de 1898
– Gustav Mahler: A mí de verdad, tanto cambio de tiempo me mata. Esta mañana hacía calor, ahora hace frío…
– Richard Strauss: Sí. No hay estaciones ya.

Teatro de Pompeyo, Roma, 6 de agosto del 45 a. C.
Julio César: Me tengo que cambiar las sandalias pero ya. Mira cómo tengo la suela… No sé qué hago, que las destrozo, por Jupiter.
Bruto: Hay un tenderete nuevo en el mercado que está muy bien.
Julio César: ¿Pero las tienen estilo chancleta? Porque yo ahora en verano paso de los coturnos…
Bruto: Sí, sí, tienen de todo. Y en cuero bueno, nada de esparto ni mierdas.
Julio César: ¿Y dónde está del mercado?
Bruto: ¿Sabes la tabernae de Publio Clodio?
Julio César: Sí.
Bruto: Pues al lado. En el chaflán.
Julio César: Ah, pues ya pasaré. Igual me acerco el jueves, que tengo que bajar al centro.
Bruto: Dí que vas de mi parte, que me conocen y te harán un diez por ciento, oh César.

Palacio de St. James, Londres, 1 de junio de 1785
John Adams: ¿Cómo se llaman los panes estos suecos, así sosos, que no 
saben a nada?
Rey Jorge III: No… no sé.
John Adams: ¿Éstos que les pones quesos y mermeladas y tal por encima?
Rey Jorge III: No sé, John, no sé.
John Adams: Es algo así como «Brokiné»…
Rey Jorge III: Oye de verdad, si no te importa estoy intentando leer.
John Adams: ¡Knäckebröd!
Rey Jorge III: Lo que tú digas tío, lo que tú digas.

Mare Tranquillitatis, la Luna, 20 de julio de 1969
Buzz Aldrin: Venga, ve bajando…
Neil Armstrong: ¡¡¡Aaadiosss!!!
Buzz Aldrin: ¿Qué? ¿Qué pasa?
Neil Armstrong: ¡La bandera!
– Buzz Aldrin: ¿La bandera? ¿Qué?
– Neil Armstrong: ¡La bandera! ¡Me la he dejado en Cabo Kennedy!
– Buzz Aldrin: No me jodas…
– Neil Armstrong: ¡Allí se ha quedao! Encima de la mesilla…
– Buzz Aldrin: Hostia macho, no se os puede delegar nada. Os tengo que ir detrás todo el día…
– Neil Armstrong: ¡Jajajaja…! ¡Era broma hombre, que era bromaaa! ¡Que la tengo aquí! ¡Relajateee, Buzz Aldriiiiiin!
– Buzz Aldrin: Pues no le veo la puta gracia. Mira que os gusta hacer el ganso…

Haworth, Yorkshire, 9 de mayo de 1848
– Charlotte Brönte: Cumbres Borrascosas es un título de mierda.
– Emily Brönte: No sabes beber.

Barrio de Fuencarral, Madrid, 2 de abril de 1931
– Gregorio Marañón: Joder macho, has dejado la cocina hecha un asco.
Ortega y Gasset: Luego friego; ahora vamos a comer, que el revoltillo frío no vale nada.
– Gregorio Marañón: Ya, los cojones vas a fregar. Acabaré limpiándolo todo yo como siempre.
– Ortega y Gasset: El progreso consiste en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear este hoy mejor.
– Gregorio Marañón: Sí hombre sí, tú a la que ves que no tienes razón cambias de tema.

Palacio de las Tullerías, París, 28 de septiembre de 1793
– Danton: Va un matrimonio mayor paseando por la calle y les sale un atracador con un cuchillo, y le dice el atracador a la mujer “¡Señora, deme su cartera o la degollo”. Y la tía se gira para su marido y le dice “Goyo, dale tu cartera.”
Robespierre: Qué malo…
– Dantón: No, no. Es que yo no tengo gracia para contarlos, pero es bueno. Es bueno.

Providence, Rhode Island, 2 de noviembre de 1934
H.P. Lovecraft: Country.
August Derleth: Western.
H.P. Lovecraft: Country.
August Derleth: Western.
H.P. Lovecraft: Country.
August Derleth: Western.
H.P. Lovecraft: ¿El gramófono de quien es? Pues country.

Carretera entre Blois y Orleans, Francia central, 28 de abril de 1429
– Juana de Arco: Paramos un momento aquí que hay árboles.
– Étienne de Vignolles: Vamos tarde ya, Juana. Están las catapultas montadas, tía.
– Juana de Arco: Me estoy cagando viva.

Castillo de Malmaison, Yvelines, 22 de octubre de 1805
Napoleón Bonaparte: Holaaa…
Josefina de Beauharnais: Uh, qué pronto vuelves, ¿ya estáis?
Napoleón Bonaparte: Sí. Se han rendido.
Josefina de Beauharnais: Ah, qué bien, ¿no?
Napoleón Bonaparte: Pues sí, porque hubiéramos echado otro día entero, y total para acabar ganando igual.
Josefina de Beauharnais: De coña ¿Comemos fuera?
Napoleón Bonaparte: He pasado por la fonda y he comprado canelones.
Josefina de Beauharnais: Oh, guay. Pongo la mesa entonces…

Pallahabad, Uttar Pradesh, 10 de septiembre de 1971
– Indira Gandhi: ¡Jefe, oiga!
– Camarero: Dígame señora.
– Indira Gandhi: ¿Esto es vodka?
– Camarero: No, ginebra.
– Indira Gandhi: He pedido vodka-tonic, jefe.
– Camarero: Perdón señora, ahora mismo se lo cambio.

Abbottabad, Pakistán, 2 de mayo de 2011
– Bin Laden: ¿Y esto del Larry Wachowsky, qué? ¿Cómo te quedas?
– Ahmed al-Kuwaiti: ¿El qué?
– Bin Laden: Que se ve que ahora es una tía. Que se ha operado y tal.
– Ahmed al-Kuwaiti: Pero esto ya hace tiempo que se dice, jefe. Hace bastantes años.
– Bin Laden: No fastidies…
– Ahmed al-Kuwaiti: Sí. Que ya se hace llamar Lana y todo.
– Bin Laden: Joder, no me entero de nada. Pues yo lo leí ayer en el Al-Hayat y me quedé a cuadros.
Ahmed al-Kuwaiti: La primera de Matrix era buena por eso, ¿eh?
Bin Laden: ¿La primera? Buh. ¡BUH! Mira que la he visto veces, y cada vez que la pillo en la tele me engancho.
– Ahmed al-Kuwaiti: No se ha superado lo del bullet time. ¿A nivel de FX? No se ha superado, te lo digo.
– Bin Laden: Qué lástima por eso las otras dos…
– Ahmed al-Kuwaiti: La tercera aún. La segunda es pura mierda.
– Bin Laden: El otro día vi al Fishburne en CSI… Se ha puesto gordo… pero gordo, gordo.
– Ahmed al-Kuwaiti: Yo últimamente no estoy viendo nada de series.
– Bin Laden: ¿Ese ruido son tiros?
Ahmed al-Kuwaiti: Voy a ver.

Afueras de Montreal, Quebec, 20 de junio de 1885
– Toro Sentado: Mire, y le voy a decir otra cosa, Sr. Cody. Hay perros… Oiga atiéndame, haga el favor, que esto que le digo es sabiduría india. ¡Sabiduría india pura!
Buffalo Bill: Perdona, ¿qué?
– Toro Sentado: Le digo que hay perros, eh, hay perros… ¡que son más inteligentes que sus amos!
Buffalo Bill: Sí. El tuyo debe de ser de esos, ¿no?
– Toro Sentado: No, no haga coñas, Sr. Cody. No haga coñas que ya sabe por dónde voy. ¿Y quiere saber algo más?
Buffalo Bill: Desde luego chato, me estás dando una tarde…

Sala de proyección de los MGM-British Studios, Borehamwood, 25 de marzo de 1968
– Stanley Kubrick: Bueno, ¿qué tal?
– Jan Harlan: Bien, bien. Los monos muy bien hechos, ¿eh?
– Christianne Kubrick: ¿Lo de las luces qué significa?
– Stanley Kubrick: Anda, iros a tomar por culo.

Un mercado de Jerusalén, Judea, 27 de enero del 33
– Judas: Vale, ¿y entonces la primera gallina de dónde sale?
Mateo: De un huevo, claro, pero…
– Judas: ¡A-ha!
Mateo: ¡Pero es que a eso voy! ¡Que todos los pájaros, o sea las aves, salen de huevos!
– Judas: ¿Y qué? Eso no prueba nada…
Mateo: ¡Pues claro que lo prueba, tarugo! ¡Que todos los bichos vienen de los peces, y los peces ponen huevos, coño!
– Judas: Pero una especie solo se cataloga como tal cuando aparece el primer especimen; o sea la primera gallina. ¡GA-LLI-NA!
Mateo: Maestro, por favor, explícale tú el tema…
– Jesucristo: No, no, a mí no me metáis que bastante tengo con lo mío.
Mateo: Pero tú sabes la respuesta, ¿no?
– Jesucristo: Hombre, ya te digo si la sé. No la voy a saber…

Isla de Antirhodos, Alejandría, 24 de diciembre del 41 a. C.
– Cleopatra: Jajajajaja…
– Marco Antonio: Jajajaja…
– Cleopatra: Jaaajajajajaja…
– Marco Antonio: Qué hostia me he pegao, me cago en Marte…
– Cleopatra: Jajajaaaaajaja…
– Marco Antonio: Jajaja… Ay, para para, que me da flato… Jajaja
– Cleopatra: Jajajaaaaajaja…
– Marco Antonio: Jaaaaajajaja…

Orbegozo contra el Imperio Galáctico

Tostadora

PRÓLOGO: ABRIL DE 2015…

“Esto son dos navecitas de X-Wing”. En esos términos racionaliza uno su nivel de gastos domésticos, cuando se le estropea la tostadora y se plantea si merece la pena pasar por el coñazo de ir a reclamar al establecimiento donde la compró, o si es mejor tirarla directamente a la basura y gastarse 30 euros en una nueva. Mi tostadora ha dejado de funcionar de pronto esta mañana, sin previo aviso y sin motivo aparente. Como cada día he sacado una rebanada de chusco del congelador, la he puesto en la ranura y he bajado la palanca. Sin embargo, a diferencia de las 162 veces anteriores en que había llevado a cabo la misma operación, ahora la palanca no baja y el pan no se tuesta. Todo un drama del primer mundo, que me obliga a mojar en el café con leche una rebanada de chusco congelada, un desayuno no muy distinto del que debían disfrutar las tropas de Napoleon cuando invadieron Rusia (al menos, hasta que incluso las rebanadas de chusco congelado empezaron a ser un lujo comparadas con las suelas de bota).

Al cabo de un rato se me ocurre que igual basta con limpiar la tostadora a conciencia, porque a lo mejor lo que está obturando la palanca son los restos de migas. Humedezco un paño y la dejo resplandeciente, frotando con tanta fruición como si esperase que de su interior saliera un genio a concederme tres deseos (el primero de los cuales sin duda sería “Arréglame-la-jodida-tostadora”; los otros dos deseos implicarían un masajeador Smart Wand de Lelo, a la actriz Amber Heard vestida de látex y una serie de posturas gimnásticas que quedan fuera del alcance de este artículo). Pero no sirve de nada, la tostadora sigue sin responder. Poco a poco me voy liando, me voy liando, y al final acabo sacando el destornillador y desmontando la carcasa del aparato para examinarlo a conciencia. Es inútil, no alcanzo a ver ningún muelle roto ni ninguna pieza encallada. Al parecer, mi tostadora simplemente ha emprendido el camino contrario al de Skynet en la saga Terminator y, en vez de tomar conciencia de sí misma, ha decidido dejar de existir. Ni una nota de suicidio me ha dejado la muy zorra (“Me diseñaron para tostar pan inglés, y tú no haces más que meterme rebanadas de chusco congeladas; ya no aguanto este sindios”).

Dos navecitas de X-Wing, decía al principio. Entonces, ¿qué hacer? ¿Tostadora nueva o un par de Interceptores Tie? Por supuesto, no hay color. No hay puto color. El Imperio Galáctico necesita héroes, así que rebusco en el cajón de los papeles hasta encontrar el ticket y el formulario de garantía de la tostadora, la meto en una bolsa de plástico y para Electrodomésticos Miró que me voy.

FLASHBACK: DOS AÑOS ANTES…

Orbegozo es una compañía española (esto, de por sí, debería bastar para poner en guardia a cualquiera) que fabrica todo tipo de pequeños electrodomésticos y cachivaches del hogar, desde batidoras hasta microondas, pasando por ventiladores, sartenes, termos, cafeteras, quitapelusas, planchas, secadores, cuece-huevos, rizadores de pelo, almohadillas eléctricas, freidoras, hervidores de arroz, pesadores de maletas (te lo juro que sí), palomiteros, máquinas de hacer perritos calientes, sandwicheras, aspiradores, hornillos, barbacoas, cuchillos eléctricos, saunas faciales, humidificadores y deshumidificadores (ojo, no te equivoques y compres el que no toca), yogurteras, radiadores, hidromasajeadores, vinotecas, vaporetinos (que no sé qué coño son pero me suenan a maquetas de barquito veneciano), calienta-camas, convectores, picadoras… y voy a ir parando ya porque empiezo a hiperventilarme. En realidad Orbegozo no los fabrica, sino que por lo visto los compra a diversas factorías low-cost de China (en estos tiempos de crisis galopante, siempre reconforta saber que al menos el sector de la mano de obra esclava sigue viento en popa) y luego les pega encima su logotipo.

Yo descubrí dicha marca hace ya algunos años, cuando aún trabajaba en las oficinas de mi actual empresa (ahora curro desde casa). Fue durante un invierno especialmente crudo, que dio lugar a una ola de resfriados devastadora para mis compañeros del departamento editorial. Nuestra zona estaba en una punta del edificio que, del otro lado de la pared, daba directa a la calle, debido a lo cuál entre los meses de diciembre y febrero registrábamos temperaturas mínimas dignas de la base antártica de La Cosa. Un biruji de lo más preternatural circulaba bajo las mesas, convirtiendo nuestros pinreles en carámbanos. El constante run-run de moqueos sincopados se había convertido en nuestro hilo musical. La situación era desesperada.

Toda aquella miseria acabó el día en que dije “¡Basta!” y me presenté en la oficina con un calefactor Orbegozo debajo del brazo. Era un sencillo modelo FH 5010 de plastiquete, más feo que picio (parecía la estatuilla representativa de una criatura imaginada por el escritor H.P. Lovecraft), pero cuyo desempeño a la hora de generar “caloret” me convirtió ipso-facto en el tipo más popular del departamento. Había hostias entre los compañeros por ponerse el Orbegozo debajo de la mesa, apuntado Electroa bocajarro hacia los piececitos. A veces incluso les podías oir ronronear de gusto, como si fueran gatetes. Quizás no sea exagerado decir que aquella inversión de 19.90 euros salvó vidas (bueno, ahora que lo reflexiono quizás sí sea una exageración, pero me cuesta no dejarme llevar por la épica incluso al hablar de calefactores).

De resultas de aquello, Orbegozo se convirtió en una marca de lo más carismática para mí, y decidí que merecía tener representación en mi casa. En cuestión de pocos días me hice con una báscula, una jarra hervidora de agua y una tostadora. Respecto a la tostadora, mi principal exigencia era que fuese de metal, porque tenía muy grabado en la memoria el accidente de mi amigo Pedrín con un modelo de plástico que, al intentar con todos sus watios dorar un panecillo-brioche, había alcanzado el punto de fusión y ardido por completo hasta la boca del enchufe, con unas llamaradas dignas de un funeral vikingo que estuvieron a puntito de extenderse al resto de la cocina (recuerdo que el incidente tuvo lugar durante una cena con amigos, y en vez de ayudarle a apagar el fuego nos pusimos todos a sacarle fotos con los smartphones, como los perfectos hijos de puta que somos, mientras él gritaba e intentaba salvar su piso del siniestro).

TOTAL, que puse mi destino como consumidor de tostadas en manos de Orbegozo, llevándome un modelo TO 7021 de carcasa de acero inoxidable, doble ranura larga, 1600 W de potencia, función de descongelar y de recalentar, selector con seis niveles de intensidad de tostado, desconexión automática, bandeja recogemigas y soporte calienta-panecillos. Unas especificaciones técnicas que ni R2-D2 en sus mejores tiempos y que, combinadas con su precio en oferta especial de 32’95 euros, me hicieron abandonar la tienda en un estado de entusiasmo consumista similar al que debió de experimentar Peter Minuit, el famoso colono del s. XVII, cuando les compró la isla de Manhattan a los indios por 24 dólares (“¡Chollazo!”).

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Sin embargo, con el paso de las semanas y mitigada ya la euforia, empecé a entender cómo era posible que los cachivaches de Orbegozo aunasen una gama de prestaciones tan amplia con unos precios tan competitivos. ¿Cuál era el secreto de esa combinación ganadora? ¿Quizás los técnicos de la empresa dominaban algún tipo de superciencia estilo Nikola Tesla a la que no habían tenido acceso sus competidores? ¿Acaso la compañía estaba dirigida por un grupo de filántropos que renunciaban a obtener beneficios, a cambio de hacer del mundo un lugar tecnológicamente mejor? No, la respuesta al misterio era mucho más prosaica que todo eso: la calidad de componentes de los electrodomésticos Orbegozo es lo que los especialistas del ramo denominan (no quisiera ponerme demasiado técnico llegados a este punto) “una mierda como un sombrero mejicano”.

Cada vez que me veía obligado a interaccionar con un aparato de la marca me acordaba de La rebelión de las máquinas (película malísima de Stephen King basada en un relato buenísimo de Stephen King): el hervidor de agua estaba tan mal diseñado que, a menos que escanciases el líquido en modo gota a gota, la tapa se acababa cayendo y te escaldabas los cojones. El reloj digital de la báscula había enloquecido y me daba pesos extraños como 19:16C, que más parecían versículos del Apocalipsis. El calefactor funcionaba bien, pero con el paso de las semanas iba haciendo cada vez más ruido, hasta conseguir una imitación bastante certera del sonido de despegue de un helicóptero Huey (sólo se echaba en falta el acompañamiento musical de La cabalgata de las valkirias). En cuanto a la tostadora, con independencia de la programación a la que la pusiera, si dejaba las rebanadas de pan más de un minuto las quemaba con furia hasta transformarlas en tacos de carbón vegetal (nunca lo probé, pero quizás programándola a temperatura máxima y dejando las rebanadas el tiempo suficiente, habría logrado transformarlas en diamante). Por supuesto, cuando al cabo de unos meses tuve que comprarme un exprimidor para hacer limonadas, Orbegozo fue la primera marca que descarté (pero esa es otra historia, que ya fue narrada en su día).

FLASHFORWARD: DOS AÑOS DESPUÉS…

Interior. Tienda de electrodomésticos Miró. Día (nota: esta escena es del todo verídica).

Chema Pamundi está haciendo cola ante el mostrador de servicio técnico del comercio, con una tostadora dentro de una bolsa de plástico. Tiene el pelo revuelto y cara de recién levantado de la cama. En uno de los laterales de la tostadora puede leerse la palabra “Orbegozo”.

Dependienta: ¿Siguiente?
Chema: Sí, yo.
Dependienta: Dígame.
Chema: Vengo a que me cambieis la tostadora, que se ha estropeado.
Dependienta (sonriendo en tono condescendiente): ¿Cambiarla? No, cambiarla no te la vamos a cambiar…
Chema: Pues cambiarla o arreglarla, yo qué sé. Está en garantía.
Dependienta: La mirarán en el servicio técnico y si la avería no ha sido por mal uso se la repararán.
Chema: Es una tostadora. ¿Qué entendéis por mal uso? ¿Tostar un hámster?
Dependienta (resopla): Mal uso es darle golpes, pegarle fuego…
Chema: A ver, no sé qué perfil de psicópatas soléis tener como clientes, pero yo me la compré para tostar pan, mayormente.
Dependienta: ¿Y qué le pasa?
Chema: Pues que no tuesta.
Dependienta (resopla de nuevo): A ver, démela; y el ticket, y la hoja de garantía.
Chema: Toma.
Dependienta: Uf, Orbegozo…
Chema: ¿Qué?
Dependienta: Nada, que tardará más.
Chema: ¿Y eso?
Dependienta: Por las piezas de recambio.
Chema: ¿Son de algún material que no se fabrica en la Tierra?
Dependienta: Mire, ¿se la arreglamos o no?
Chema: ¿Cuánto vais a tardar?
Dependienta: De mes y medio a dos meses.
Chema: Ah, muy bien… ¿Y el mando de radiocontrol me lo cobraréis aparte?
Dependienta: ¿El mando…?
Chema: Coño, si vais a tardar dos meses en reparar una tostadora a la que le falla la palanquita de bajar el pan, supongo que es porque ya de paso le vais a instalar un sistema de vuelo guiado o algo así, ¿no?
Dependienta:
Chema: No me hagas caso. Es igual. Cuando esté arreglada me llamáis y me paso a recogerla, ¿vale?
Dependienta: Eso mismo.
Chema: Pues adeu.
Dependienta: Buenos días.

EPÍLOGO: JULIO DE 2015

Casi tres meses después de mi ordalía, tengo tostadora nueva. No porque me la haya comprado, sino porque al parecer el concepto de «servicio técnico» que tienen los muchachos de Orbegozo consiste en tirar a la basura el aparato que les mandas a reparar y sustituírtelo por otro nuevo. Teniendo en cuenta que ese es su procedimiento en 9 de cada 10 casos, resulta hilarante que necesiten doce semanas para gestionar dicho cambio. En ese periodo de supervivencia sin tostadora he aprendido que:

1. Desayunar biscotes acaba cansando.
2. Desayunar Krisprolls (una marca de panecillos suecos sobre la que ya estoy
preparando un informe exhaustivo) cansa algo menos que desayunar biscotes.
3. Las rebanadas de chusco congeladas no saben tan mal si las masticas a conciencia.
4. Los miembros del departamento de atención al cliente de electrodomésticos Miró son
impermeables al insulto telefónico.
5. Orbegozo es una marca sólo recomendable para cacharros de 20 euros o menos, que
puedas chutar directamente al río cuando se estropean y comprarte otro nuevo.
6. El Interceptor Tie es de largo el mejor caza del Imperio Galáctico, y su relación
calidad/precio supera con mucho la de una tostadora Orbegozo. La tostadora
Orbegozo no puede, por ejemplo, hacer giros de 180º a velocidad 4 y además carece de
cañones láser cuádruples.

Porque, en el fondo, la principal enseñanza zen de todo este asunto ya la sabíamos de sobra sin necesidad de un post de 13.000 caracteres que la justificase: para cualquier friki, comer caliente… o, bueno… simplemente comer, es casi siempre menos prioritario que aumentar su colección de tebeos, jueguecitos y moñecos. Al fin y al cabo, como dijo el maestro Qui-Gon Jinn, «tu enfoque determina tu realidad» (uno sabe que está más allá de todo comportamiento racional cuando cae en algo tan desesperado como citar una frase de La amenaza fantasma que le da la razón…).

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Droja en el Cola Cau, The Director’s Cut (o España, explicada en diez minutos)

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Del mismo modo que uno suele recordar dónde estaba el día en que Bin Laden decidió jugar a los bolos con dos Boeing 767 y las Torres Gemelas (yo: pegado al televisor con las palomitas; resulta horrible admitirlo pero es la noticia más emocionante que he seguido nunca en directo), o en qué circunstancias vio el final de Perdidos (yo: con unos amigos fanboys; cuando acabó el episodio le grité a la pantalla “¡Quiero que me devuelvan los seis años que ha durado esta mierda!”), tampoco creo que olvide jamás que, el día en que murió Jose Tojeiro, yo estaba haciendo el cabra de excursión por el Montseny.

Me enteré de la noticia en uno de los pocos claros de arboleda en los que pude pillar suficiente cobertura de móvil como para calmar mi síndrome de abstinencia urbanita y conectarme a Facebook, donde tenía claro que estaban pasando cosas mucho más interesantes que mis tristes conatos de entrar en comunión con la naturaleza (lo único con lo que entré en comunión esa tarde fueron los tres chorongos de jabalí que pisé). En efecto, las actualizaciones de mis contactos me informaron ipso-facto de que: 1) Tras su accidente de Fórmula 1 Fernando Alonso se había despertado en el hospital hablando en italiano y creyéndose que aún era piloto de karts; 2) Harrison Ford se había pegado una buena hostia con su avioneta (ignoro si se despertó en el hospital hablando interlingua y creyéndose que aún era carpintero); 3) En el estado de Maryland hay una ley en vigor que prohibe maltratar a las ostras (no se me ocurre ningún chiste que mejore ese titular), y 4) Jose Tojeiro, el celebrado autor del meme “Me pusieron droja en el Cola Cau”, había espichado. Las vicisitudes de Alonso, Ford y las ostras me la traen un tanto al fresco. Tojeiro, en cambio, se merece mi homenaje.

La posteridad es un asunto muy caprichoso. Uno puede picar piedra toda su vida, aportar ideas innovadoras a tutiplén y probar fórmulas de éxito contrastado para intentar dejar un legado perdurable a las generaciones venideras, y pese a eso irse de cabeza al olvido ¿Quien se acuerda ahora del HD DVD, de la Silla Hawaii (¡Ideaca!) de la excelente banda de indie-rock Campag Velocet (que según el NME lo iba a petar a finales de los 90, y creo que el disco nos lo acabamos comprando la madre del cantante y yo), o del remake español de Cheers? Jose Tojeiro, en cambio, sin proponérselo y sin apenas esfuerzo, creó genialidades lingüísticas como “prespitación” (lo que hacen las prespitutas), «compló», o sobre todo “droja”, que se han grabado a fuego en el imaginario castellanoparlante. Si la Real Academia de la Lengua tuviese la más mínima sintonía con lo que pasa en la calle, todos estos términos estarían recogidos en su diccionario desde hace más de una década. Pero eso no va a pasar, claro. Estamos hablando de una institución que monta un pifostio de tres pares de cojones a la hora de decidir si “solo” lleva o no lleva tilde (¿Lo echamos a cara o cruz, aunque sea para salir del paso?), que adopta normas tan psicotrónicas como de pronto empezar a llamar “ye” a la i griega de toda la vida, o que se queja de que Whatsapp está volviendo analfabeta a la población pero luego admite el uso de palabros como “culamen”, “bluyín” o “almóndiga”…

En fin, estábamos con Tojeiro, que el pobre se ha muerto a la edad de 80 años. La casualidad ha querido que hace solo (perdón, “sólo”) unos pocos meses, algún alma caritativa e interesada en la antropología-pop subiese a You Tube el documento original que en su día le convirtió en icono de la caspa ibérica: un reportaje del programa televisivo de investigación periodística Código Uno. Se emitió originalmente en 1993, y desde entonces no lo habíamos vuelto a ver de manera íntegra (a la versión que ha estado corriendo por internet durante todos estos años le faltaba mucho minutaje del debate posterior entre los tertulianos del programa). Vamos a revisarlo juntos y luego comentamos algunas cosas…

Qué, ¿ya? Tremendo, ¿verdad? Es como Ciudadano Kane o Casablanca, que no pierden con el paso del tiempo. Analicemos ahora algunos detalles de esta opus magna audiovisual que me llaman poderosamente la atención:

Droja Planos1. Los planos dibujados por el protagonista para intentar aclarar lo que le pasó son como esas ayudas de juego improvisadas que uno hace cuando arbitra una partida de rol. En ellos, Tojeiro mezcla una precisión quirúrgica que tampoco sería imprescindible (las paredes están perfectamente rectas, los marcos de las puertas tienen zócalo, algunas ilustraciones incluyen más textos explicativos que un tebeo de Brian Bendis…), con ciertas libertades creativas de tono enigmático: se dibuja a sí mismo bastante más favorecido de lo que es, pero sin brazos. Respecto a las dos prespitutas, una de ellas podría ser algún tipo de licántropo (le llega la melena por las rodillas), mientras que la otra parece la Bruja Escarlata de los tebeos Marvel.

2. Las aportaciones de información interesante por parte de la ex-esposa son igual a cero. Podría estar horas hablando sin decir absolutamente nada relevante, como Cantinflas o Arturo Fernández. Lo cual, por supuesto, lo hace todo mucho más valioso desde una perspectiva meramente surrealista.

3. El momento reconstrucción de los hechos «Ábrenos, que somos nosotras«, merecería dar título a una antología de relatos en plan «Crónicas de la España negra», a una película de Pedro Almodóvar, a un disco de música indie, o similar (por ejemplo: Ábrenos, que somos Nosotrash).

4. Lo de Tojeiro volviendo a quedar con las prespitutas para que le roben repetidas veces (luego denuncia siempre los hurtos, eso sí que lo tiene), es una especie de versión premium de aquel chiste sobre la estafa en el parking de Carrefour

5. Varias particularidades inquietantes del piso de Tojeiro: en la mesilla de noche tiene una especie de cuchillo ceremonial con el filo vuelto hacia arriba (WTF), y algunas de las fotos con marco que hay en el armario del comedor son recortes de revistas (WTF x2). Además, según nos cuenta la narración en off, la puerta de su lavabo comunica directamente con la escalera de la finca, un atajo sorprendente (aunque puede tener su utilidad como vía de escape si tus enemigos vienen a por ti mientras estás cagando), que me lleva a la conclusión de que el arquitecto de «Tojeiro Manor» fue el mismo tipo que diseñó las minas de Moria.

6. Hablando ya del mini-coloquio posterior al reportaje, la mujer que fuma en pipa es MUNDIAL. Quiero tener una igual en casa. No es necesario que haga nada. Simplemente me gustaría tenerla sentada en un silloncito del salón fumando en pipa, como si fuera una instalación artística. Margarita Landi, se llamaba, y fue periodista de sucesos y crónica criminal en El Caso. Claro, de ahí la pipa, como Sherlock Holmes. Si hubiera sido periodista deportiva, supongo que llevaría un silbato.

7. El experto en hurtos del programa, usando lenguaje técnico: «Este señor es lo que llamamos UN JULAY«. Ahí, aportando. Lo que viene siendo un análisis en profundidad…

8. Todo el mundo tiene un pasado poco aireable, que visto en perspectiva parece ridículo. En cambio, Arturo Pérez-Reverte no ha vuelto a hacer en su puñetera vida nada mejor que esto (me refiero a esta entrega concreta de Código Uno, no al conjunto del programa en sí, que era un monton de estiercol del que hizo bien en salir corriendo). Ni Territorio Comanche, ni Capitán Alatriste, ni hostias. Pérez-Reverte fue el descubridor de Jose Tojeiro.

Podría seguir, y seguir, y seguir… analizando la interminable retahíla de huevos de pascua que esconde cada plano del reportaje (ni siquiera he dicho nada de la muñeca-caja fuerte para guardar la panoja…), pero creo que la idea básica ha quedado ya clara: Droja en el Cola Cau es un referente de la comedia involuntaria. Una pieza coral en la que todos los participantes aportan su grano de arena (Pérez-Reverte, la ex-esposa, las dos actrices del “Abre que somos nosotras”, la señora de la pipa, el “experto” del programa…), pero cuyo centro de gravedad es Jose Tojeiro, animal escénico sin igual. Decía Tojeiro en cierto momento del reportaje, “Nunca dormí más” (otra frase mítica). Ahora, nuestro héroe ya duerme el sueño eterno (descansa, dulce príncipe…). Por suerte nos queda su legado, su obra. Jose seguirá viviendo un poco en todos nosotros mientras tomemos Cola Cao o nos metamos droja. Muchos años antes de La hora chanante, de Miguel Noguera y de los chistes gráficos de Querido Antonio, Jose Tojeiro inventó el post humor; y ni siquiera se dio cuenta. No sólo eso, sino que en diez minutos de televisión pública en prime time, definió de la forma más certera posible ese concepto palurdo y cutre que es España. En nuestras putas narices.

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Chema Pamundi contra los suecos

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Esta es una historia basada en hechos reales. Los nombres de algunos personajes especialmente idiotas han sido cambiados para preservar su identidad (si pudiera, cambiaba incluso el mío).

IKEA 3En el interminable proceso de intentar convertir mi casa en un lugar habitable, que deje de recordar al antro de Ella-Laraña y se parezca más a la vivienda de alguien que ha superado la fase anal, un buen día me doy cuenta de que necesito algún tipo de estantería, armariete o similar en el que colocar mis patéticos intentos de pintar miniaturas roleras, pasatiempo para el que la providencia me ha maldecido con un pulso como para robar panderetas y un criterio en la elección de colores que haría entrar en fuga epiléptica a un daltónico. Baste decir que mis guerreros del Caos hacen sobrado honor a su nombre, y que mis tiránidos parecen figuritas de chocolate para decorar la mona de Pascua. Hace mucho que asumí mis limitaciones en ese campo y decidí sustituir el pintado de miniaturas por la masturbación compulsiva, otro entretenimiento manual para el que, paradójicamente, mi pulso febril ha resultado ser de lo más adecuado.

Sea como sea, el caso es que me hace falta hacerme con una suerte de vitrina en la que colocar los moñecos. Empiezo visitando varios bazares de muebles pero enseguida compruebo que los modelos que me ofrecen son feos con ganas (al menos para mbilly-bookcase-white__43607_PE139450_S4í, que no tengo los mismos gustos que Tony Montana) y sus precios están fuera de mi órbita (¿80 euros por cuatro estantes de vidrio? Ni de coña, eso son por lo menos tres navecitas de X-Wing y un tomo Marvel Gold de Spider-Man), así que acabo recurriendo al lugar común de siempre a la hora de equipar un hogar: el sacrosanto catálogo de IKEA. Tras darle un repaso a fondo, llego a la conclusión de que, en vez de comprar un mueble nuevo, me bastaría con vaciar una de mis dos estanterías Billy pequeñas (no será difícil reubicar los tebeos que tengo allí), ponerle una puerta
con cristal y arreando. O sea, una inversión de sólo 20€, la mar de razonable. Sí, me tocará montar las piezas, pero así funcionan los suecos estos (ya sabéis el viejo chiste: “Bienvenido a su entrevista de trabajo en IKEA. Monte esta silla y siéntese, por favor”). Así que al día siguiente, para allá que me voy.

IKEA l’Hospitalet, 16:30 horas. Resulta que, como mis dos Billys tienen incorporada la pieza adicional de altillo (un estante más que se monta encima de la Billy básica para ganar espacio de almacenaje), necesitaré comprar no solo la puerta normal de cristal sino también la mini-puerta para dicho altillo. Esto significa que la inversión ya no va a ser de 20€ sino de 30. No pasa nada, sigue siendo barato; trinco un carrito, meto las dos piezas dentro y enfilo hacia la caja. Pero ¡Espera!, acabo de recordar que también me hacen falta algunos topes de metal para poder añadirle a la Billy una balda suelta que tengo por casa (no sé de dónde salió; simplemente se manifestó un buen día en mi trastero, de manera espontánea). “Esto lo deben de vender en alguna parte”, me digo, y le pregunto al respecto al primer dependiente con el que me cruzo, un tipo con una pelambrera estilo Chewbacca. Me contesta que no, que no venden topes sueltos, que me tendría que comprar una balda, y que cada balda ya viene con sus propios cuatro topes. “Pero es que ya tengo la balda”, le contesto. Demostrando un vocabulario más corto que las galletas de la fortuna de un restaurante chino, me repite que me compre una balda, que cada balda ya viene con sus propios cuatro topes. Entenderse con este tipo es inútil, así que decido dejar ganar al wookie y buscarme la vida por mi cuenta.

Evidentemente no voy a gastarme 9 eurazos en una balda QUE YA TENGO para conseguir los 4 malditos topes de metal que necesito, así que haciendo gala de todas mis habilidades ninja (que se reducen a ninguna) me acerco a la sección en la que están las estanterías Billy, hago ver que me las miro durante un rato, y en cuanto me quedo solo abro el embalaje de una de ellas, trinco los topes de metal y me los meto en el bolsillo. Tengo que repetir la operación tres veces porque las dos primeras, con los nervios, me he equivocado de modelo y he acabado haciéndome con los topes de un armario Fjälkinbrul y los de un zapatero Prötoflok, que no me sirven para una mierda. Pero bueno, al final consigo mi objetivo y salgo de la tienda como un comprador satisfecho, con la misma cara que el gato que se comió al canario. Llego a casa.

Mi disposición de estanterías en la “sala de peligro” (que es como llamo a la habitación en la que tengo los tebeos, los juegos, los dildos y demás frikadas de uso diario) es, de derecha a izquierda: juegos de tablero, juegos de rol, juegos de miniaturas, comics, libros. Como ya he dicho antes, tengo dos estanterías Billy pequeñas, que son las candidatas a convertirse en la flamante vitrina para mis miniaturas. Una de ellas está en la sección de comics (y, evidentemente, está llena de tebeos), mientras que la otra está en la sección de juegos de rol y miniaturas. Presa de un inusitado rapto de lucidez, decido usar esta última.

Despliego las instrucciones y los componentes. Paso 1: recomiendan clavar la Billy a la pared (lógico, para que el peso de las puertas de cristal no la hagan caer), así que uso un taladro y el clavazo que me indican las instrucciones para dejarla perfectamente sujeta. Paso 2: montar las bisagras de la puerta acristalada, aprovechando algunos de los agujeritos que la Billy lleva de serie para poner baldas. Qué raro, los tornillos de montaje bailan, no quedan ajustados. ¿Me he equivocado de tornillos? No, son los únicos que vienen en la caja. ¿Se habrán torrado los de IKEA? No parece probable, los suecos son gente eficaz: sus albóndigas son de una reCaptura de pantalla 2015-02-22 a las 21.16.06dondez inmaculada, inventaron la dinamita, el soplete, la escala Celsius, los hits musicales “Chiquitita” o “The Final Countdown” (métricamente tan perfectos que seguro que si los pones al revés oyes la voz de Dios) y sus unidades de voluntarios de las Waffen SS eran conocidas por su profesionalidad. ¿Cómo van a liarla parda con algo tan inocente como los tornillos de un mueble? No, debo de ser yo, que estoy acarajotao…

Durante media hora sigo negando la realidad, intentando ajustar con la fuerza de mi mente unos tornillos que siguen bailando porque sencillamente son mucho más estrechos que el agujero en el que pretendo meterlos. A ver, un momento… miro la otra estantería Billy, y veo que sus agujeros son más pequeños. Claro, ¡es el modelo nuevo! En algún momento indeterminado, el Sr. IKEA decidió renovar las Billy, cambiando arbitrariamente el tamaño de los agujeros y de los tornillos de montaje, como un Dios colérico y caprichoso jugando con las leyes de la creación; y yo, claro, tengo una Billy de cada tipo. Pues nada, las cambio de sitio y monto la puerta en la Billy nueva… pero espera espera espera espera… no puedo cambiarlas de sitio porque HE CLAVADO LA BILLY VIEJA A LA PUTA PARED. Mi muñeco de peluche de Cthulhu paga los platos rotos cuando empiezo a darle de hostias para intentar calmarme.

Una vez completada mi tronada imitación del increible Hulk, me siento en el suelo y recapacito. ¿Qué haría McGyver en mi situación? ¡¡¡MCGYVER SE HUBIERA COMPRADO LA ESTANTERÍA CORRECTA Y NO UNA DE CADA, PORQUE NO ES UN GILIPOLLAS COMO YO!!! No, Chema no, tranquilízate, la ira no es el camino (lo dijo aquella marioneta que imitaba a Yoda en Star Wars Episodio I: La amenaza fantasma). A ver, ¿qué tenemos? Tenemos una Billy modelo antiguo en la que no casan los tornillos de montaje, y una Billy modelo nuevo en la que SÍ casan los tornillos de montaje. PEEERO no podemos moverlas de sitio. Bueno, pues la cosa está clara, ¿no? Me levanto y empiezo a montar la puerta grande a la Billy nueva, haciéndome a la idea de que voy a tener mis miniaturas expuestas en medio de los comics, y no con los juegos (pura entropía, pero es lo que hay). Una vez colocada la pieza, me dispongo a montar la mini-puerta del altillo… y descubro que el altillo también pertenece a un modelo antiguo de Billy. O sea, que de vuelta al problema de los tornillos que no encajan. Es aquí cuando rompo a llorar. Son las 8:30 de la tarde.

Tras recuperar la presencia de espíritu se me ocurre bajar a la ferretería, a ver si suena la flauta y tienen unos tornillos similares a los que necesito. La ferretería de mi barrio es un comercio bastante peculiar: está regentado por dos individuos taciturnos y patibularios que llevan escrita en la frente la palabra “PELIGRO” y que parecen de todo menos ferreteros. Su tienda está tan atestada de cosas como la cueva de Ali Babá (hay herramientas incluso colgando del techo), pero desde que vivo aquí he intentado hacerles gasto al menos una docena de veces y nunca tienen de nada. He probado a comprarles un cable de alargo, un destornillador de estrella, unas pilas AAA, un tubo de super-glue, una escalera metálica… y en todos los casos me han mirado como si estuviera loco y uno de ellos me ha contestado con un escueto “De eso no tenemos”, mientras el otro negaba con la cabeza en gesto de desaprobación, o emitía una inquietante risita ahogada. Yo creo que la tienda es en realidad una tapadera, y estos dos julianes son agentes encubiertos de Spectra, o alienígenas, o cultistas de Nyarlathotep (y en la trastienda celebran sacrificios rituales, invocaciones mágicas y cursillos de bricolaje).

TOTAL, les describo el problema y les enseño una muestra de los tornillos que me hacen falta (“Como éste pero un poco más anchos”). Por supuesto, “de eso no tienen”. Claro, mira que yo también… esperar que en una ferretería me vendieran tornillos… a quién se le ocurre. Me entran ganas de gritarles “¿Y QUÉ COÑO TENÉIS AQUÍ?”, pero aprieto los dientes y, conteniendo a duras penas una mueca de odio homicida, me limito a sisearles si saben dónde podría encontrar tornillos de ese tipo. Cruzan miradas en silencio y uno de ellos me contesta con voz robótica que pruebe en Servicio Estación. Hostia claro, Servicio Estación, la macroferretería de cinco o seis plantas que hay en la calle Aragó con Passeig de Gràcia. Normalmente cierra a las 9 de la noche. Miro el reloj del móvil. Las nueve menos diez. Corriendo no llego a tiempo, necesito pillar una bici. Salgo de la tienda a toda mecha, sin dar las gracias ni despedirme. Ellos se quedan allí, supongo que llamando a su puta nave nodriza para informar de lo sucedido.

Corro hasta la estación más cercana de Bicing (el servicio de bicicletas compartidas del ayuntamiento de Barcelona), a unos 50 metros de distancia. Solo queda una bici libre y hay una chica que ya está sacando su tarjeta para pasarla por el sensor y llevársela, pero al ver mi enloquecida cara de “Si tocas ese manillar convertiré tu vida en un infierno”, decide cederme el turno. Me siento como Terminator cuando entra en el bar de carretera y le dice a uno de los parroquianos aquello de “Necesito tu ropa, tus botas y tu motocicleta”. Me monto en la bici y pedaleo al sprint Rambla de Catalunya abajo. En Servicio Estación tienen realmente todo tipo de útiles de ferretería, incluyendo cosas que dudo que haya necesitado nunca nadie, así que tardo cinco minutos en localizar los tornillos de montaje que busco. Cuatro euros y pico por una caja de 20, de la que solo voy a aprovechar cuatro. O sea, a más de un euro el tornillo. Me toca las narices pero, en cualquier caso, parece que por fin el karma se ha cansado de jugar a los dados con mi destino y me está dando un poco de cuartelillo… pero no, la broma dista mucho de haberse acabado. Porque cuando llego a la cola de caja me doy cuenta de que, con las prisas al salir de casa, me he dejado la cartera y no llevo encima ni un clavel, ni en efectivo ni en plástico. Cierro los ojos y estudio posibilidades mientras la cola avanza, pero me cuesta concentrarme en algo que no sea estrangular gatitos (de algún modo tengo que liberar la mala hostia que llevo acumulada). ¿Volver mañana a comprar los tornillos? Nanay, esto ya es una competición de a ver quién tiene los huevos más gordos, si el karma o yo. En realidad, lo veo con una claridad diáfana justo cuando me convierto en el siguiente cliente al que le tocaría pagar, solo existe UNA opción: el ladrón de tornillos va a atacar de nuevo.

La cajera ya está estirando los brazos para cogerme la caja de tornillos y podérmela cobrar, pero yo reacciono con los reflejos de un jaguar, sacándome el teléfono móvil del bolsillo y simulando que alguien me llama para poder abandonar la cola sin que parezca demasiado sospechoso (es un truco que uso a menudo, con gran éxito, como improvisada bomba de humo para escapar de conversaciones coñazo en fiestas y reuniones sociales diversas; “Uy perdona, tengo que contestar, que estoy pendiente de un tema muy tocho”). Me escabullo por las escaleras mecánicas y me pongo a pasear por la planta de fontanería, mientras disimuladamente abro la caja de tornillos, vacío su contenido en un bolsillo del abrigo y la dejo caer por ahí, oculta entre unos chubasqueros o yo qué sé. Luego salgo de la tienda simulando otra conversación de móvil y mirando al guardia de seguridad de la entrada con mi mejor expresión de “No estoy robando nada, estos no son los tornillos que buscais”.

Vuelvo a casa a paso ligero, subo los escalones hasta mi piso de tres en tres, entro y, sin siquiera sacarme el abrigo, agarro el destornillador y empiezo a colocar la puerta del altillo usando los nuevos tornillos, que encajan perfectamente. Resulta que el tornillo que usé para sujetar la Billy a la pared no era para eso sino para montar el tirador de la puerta del altillo. Ni me inmuto, voy a la caja de herramientas, pillo otro tornillo que me parece similar y monto el tirador a mala hostia. A estas alturas, me la pela cómo quede. Es casi como si me estuviera follando a la Billy por la fuerza. Soy Jack Bauer montando un mueble de IKEA, nada puede pararme. En mi cabeza, la banda sonora de esta escena es la fanfarria triunfante de la película Rocky. De hecho, al acabar levanto los brazos al cielo igual que el buen Balboa. Alguien debería aparecer y colgarme una medalla o darme una ensaladera de plata. Son las once de la noche. Lo he hecho. He montado la puertecita de una estantería Billy. Me ha costado siete horas y dos delitos de hurto, pero los malditos suecos no han podido conmigo.

Si tan solo supiera por qué pollas la puñetera puertecita no cierra bien…

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Miracle Mike

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Va, os voy a contar una historia. Una bastante singular. En ella hay derramamiento de sangre, hay miserias humanas, hay superación personal y hay incluso una velada fábula moral (supongo). Pero no es una oda épica ni habla de guerras o batallas. Tampoco aparecen monstruos ni elementos mágicos de ningún tipo. El protagonista no es un héroe, un anti-héroe ni un villano. No es un poderoso guerrero, un astuto ladronzuelo ni un sastrecillo valiente. El protagonista es un simple y modesto pollo. Un pollo llamado Mike.

Yo creo que os va a gustar. Igual ya la conocéis. Yo la descubrí ayer, como quien dice.
Ah, se me olvidaba: es absolutamente verídica. Salvo las partes que me he inventado por completo, claro.

Nuestro relato arranca en los Estados Unidos, a finales del verano de 1945. La película del momento es Días sin huella de Billy Wilder, que ha barrido en los Oscar. José Feliciano acaba de nacer (aún le faltan unas décadas para convertirse en el cantante ciego más famoso del planeta). Las bombas de Hiroshima y Nagasaki han iluminado el cielo nipón hace justo un mes. Norteamérica despierta a un mundo nuevo, tras haber sacrificado en los campos de batalla de Europa y del Pacífico a una de sus generaciones más prometedoras. Queda inaugurada la Guerra Fría. Aunque como ya os he dicho, esta historia no tiene nada que ver con ninguna contienda bélica ya sea fría, caliente o templada.

Pero bueno, estoy divagando (no lo puedo evitar, me encanta perderme en los detalles que son pura cosmética). Volvamos a lo que os quería contar y centremos el foco de atención en la pequeña localidad de Fruita, condado de Mesa, estado de Colorado, cuya mayor particularidad es alojar un importante yacimiento de fósiles de dinosaurios (sí, lo estoy haciendo de nuevo; os dije que no lo podía evitar). En el año 1945 Fruita es un pueblo de apenas 7.000 habitantes. Uno de dichos habitantes es Lloyd Olsen, granjero de profesión. Son las 19:17 de la tarde del lunes 10 de septiembre. Los días empiezan a acortarse a medida que el verano agoniza. Lloyd Olsen está sentado en su porche bebiendo limonada, mientras contempla cómo la brisa mece el neumático atado a una cuerda que, a modo de columpio, pende del árbol que se alza frente a la casa. Dentro (dentro de la casa, no del columpio), la mujer de Lloyd, Clara Olsen, empieza a preparar la cena. Su madre, la suegra de Lloyd, va a venir de visita y Clara quiere obsequiarla con algo un poco más elaborado que unas simples judías.

– “Papá, mata un pollo del corral y tráemelo, por favor.”
– “Voy enseguida mamá.”

Lloyd se levanta de la mecedora resoplando, camina con parsimonia hasta el pequeño cobertizo adyacente a la casa, agarra un hacha de mano de la caja de herramientas y enfila hacia el corral, en la parte trasera de la casa. Los pollos están tranquilos, a sus picotazos y sus cacareos, sin sospechar que a uno de ellos está por llegarle de manera inminente la sentencia de muerte. Es lo que tiene ser un pollo.

A Lloyd le resulta indiferente lo avícola, para él todas las crestas son más o menos iguales. Así que se limita a elegir el pollo que tiene la desgracia de estar más cerca en ese instante, un ejemplar de Wyandotte de unos cinco meses de vida y plumaje blanco. Tras fijar el objetivo, el granjero arma el brazo del hacha y lo descarga neumáticamente sobre la bestia en un rápido movimiento de arriba a abajo, decapitándola con un corte limpio. De inmediato el pollo empieza a corretear sin cabeza, una reacción normal que cualquier hombre de campo ha visto docenas de veces. Lloyd lo mira esperando que ocurra lo inevitable, que el reflejo nervioso cese y el ave descabezada caiga muerta.

Sin embargo, lo “inevitable” no ocurre. Esa tarde-noche en casa de los Olsen lo singular, lo delirante, lo psicotrónico, toman el control de los acontecimientos. Porque el pollo corretea unos metros, sí, pero después de eso no se desploma. Después de eso aletea, se sube a una percha y camina con pasos torpes hasta volver a reunirse con sus congéneres, en la esquina del corral; y allí se queda tan pancho, junto a los demás. Sin cabeza.

Sí. Sin cabeza.

Lloyd Olsen, presa de una extraña bruma de estupefacción que desde luego no puede achacar a la limonada, escruta con detenimiento al ave, todavía empeñada en no diñarla; y no solo es que no la diñe sino que incluso hace ademanes de intentar cacarear, aunque el único sonido que alcanza a emitir es una especie de siseo sordo por el agujero del cuello sobre el que unos minutos antes reposaba su testa. “¡Clara, ven a ver esto, no te lo vas a creer!”. El granjero y su mujer permanecen más o menos una hora en el corral, siguiendo en silencio las evoluciones del pollo decapitado. Alguien llama a la puerta.

– “Es mi madre, Lloyd… y la cena por hacer…”
– “Da igual, prepara cualquier cosa.”

Esa noche los Olsen acaban cenando tortitas. Lejos de contrariarse ante la improvisación de tal ágape, la madre de Clara encuentra todo el asunto divertidísimo y lo utiliza para bromear un poco a costa de Lloyd: “Hija, tu marido ya no sabe ni matar un pollo como es debido”. Clara ríe. En circunstancias normales a Lloyd ese tipo de comentarios le impactarían bajo la línea de flotación (“De verdad que tu madre sabe cómo tocarme las narices”), pero esa vez está demasiado absorto, pensando en los gallináceos, que de repente han escalado unas cuantas posiciones en su lista de intereses. Apenas habla en toda la velada.

Pasan los días.

Entre maravillados y asqueados, los Olsen observan al pollo, que continúa campando por el corral y haciendo cosas de pollo. Es evidente que intenta comer; tan evidente como que, sin cabeza, le resulta del todo imposible hacerlo. Lloyd Olsen decide llamar al veterinario del pueblo.

El veterinario, un hombre acostumbrado más que nada a purgar vacas y ayudar a parir yeguas, alucina. Pero ante todo es un profesional eficiente, así que hace lo que puede ante tan peculiar caso, que consiste en curar las heridas del bicho para que cicatricen más rápido.

– “¿De verdad quieres seguir adelante con esto, Lloyd?”
– “Sí, doc, me lo voy a quedar. Quiero ver cuánto aguanta.”
– “Ok. Yo ya no puedo hacer más, si quieres llevar esto más lejos vas a necesitar que lo examinen médicos mejores que yo, con mejor instrumental.”
– “¿Y cómo hago eso?”
– “Bueno… se me ocurre la universidad de Utah, es lo que te queda más cerca. Allí tienen los especialistas y el equipo necesario. Pero escucha, Lloyd, esto es una locu…”
– “Gracias por su tiempo, doc.”

El veterinario se marcha entre negaciones con la cabeza que vienen a decir “Esto no está bien”.

Lloyd bautiza al pollo con el nombre de Mike, y empieza a alimentarlo a diario con granitos de maiz molidos y una mezcla de leche y agua, suministrada por la abertura del pescuezo con ayuda de un gotero. La universidad de Utah se encuentra en Salt Lake City, a unos 400 kilómetros de donde viven los Olsen. Pero Lloyd es un hombre con una fijación entre ceja y ceja, así que una semana más tarde mete a Mike en una jaula, lo sube con cuidado a su coche y se va para la ciudad del Gran Lago Salado.

Los médicos y veterinarios facultativos empiezan tomándose a broma lo que les cuenta Lloyd. Pero entonces, claro, el granjero les enseña la jaula y las sonrisas condescendientes se convierten en estupor. En una época en que la gripe sigue matando gente a capazos por simple falta de acceso al tratamiento adecuado, el pollo Mike es sometido a todo tipo de pruebas médicas usando los más modernos aparatos del momento. Tras varios días de análisis se alcanza por fin un diagnóstico: el hachazo de Lloyd no fue tan certero como él creía. Falló al tratar de cortar la yugular del animal (que ha permanecido cerrada por un coágulo), dejándole además intacta parte del tronco del encéfalo y una oreja. Lo suficiente como para que Mike siga funcionando.

Llegados a este punto, merece la pena recordar al lector que ésta es una historia verídica.

Los doctores redactan un completo informe sobre Mike, recomendando a su dueño que deje correr lo del gotero o el maiz molido, y que en vez de eso empiece a alimentarlo con inyecciones de vitaminas aplicadas en el esófago, a saco. Algo similar a lo que se hace para dar de comer a los afectados por una traqueotomía. Lloyd y Mike vuelven a casa.

Con el transcurso de las semanas Mike se convierte en un rollizo pollo de tres kilos y medio de peso, que lleva una existencia mucho más normal de lo esperable para un animal al que le faltan todos los órganos de cuello para arriba. Una idea empieza a formarse en la mente de Lloyd.

El granjero ha echado cuentas y está cada vez más seguro de que ese pollo es algo digno de ser dado a conocer, algo que la gente pagaría por ver, algo que podría hacerle RICO. Tras consultarlo con mamá Olsen (“claro que sí papá, me parece una idea estupenda”), Lloyd decide que, dado que le está salvando la vida a Mike, ya va tocando que el plumífero devuelva el favor arrimando un poco el hombro. Que las inyecciones de vitaminas no son gratis, vaya.

Lloyd empieza a exhibir al pollo en un freak show.

El que se anuncia en los carteles como “Mike, el Pollo Maravilla” (Mike, the Wonder Chicken) pasea su talento por ciudades rurales de todo el estado, actuando junto a enanos, cabras de dos cabezas, mujeres barbudas y otras bromas de la naturaleza. En muy poco tiempo su performance se convierte en la atracción más popular de la feria, no por ser la más espectacular pero sí la más auténtica. Todo lo que hace Mike es moverse arriba y abajo por una pasarela de madera mientras al lado, en el suelo, su cabeza muerta le contempla desde el interior de una botella de formol. Pero a la gente le encanta. Las actuaciones por los pueblos sin nombre de Colorado dan paso a funciones en Nueva York, Atlantic City, Los Angeles, San Diego…

Lloyd incluso contrata a un representante artístico para Mike.

El fenómeno desata opiniones enfrentadas entre el público, desde los más impresionables que lo consideran un milagro divino hasta los más cínicos, a los que solo les parece un pollo tan idiota que ni siquiera sabe morirse. Sea como sea, todos pagan los 25 centavos que cuesta la entrada para ver a Mike corretear sin saber hacia dónde va. Su fama sigue creciendo hasta que la prensa acaba por hacerse eco y le dedica sendos reportajes fotográficos en las revistas Time y Life. En su máximo pico (nunca mejor dicho) de popularidad, el pollo llega a generar unas ganancias en torno a los 4.500 dólares al mes (más de 30.000 euros de hoy en día, calculando inflación). Los abogados de Lloyd Olsen lo han asegurado por unos 10.000 dólares en caso de enfermedad o muerte. Mike es, en efecto, la proverbial gallina de los huevos de oro.

O el gallo. O el pollo.

Ya me entendéis.

No obstante, nada dura para siempre. Todo camino por largo que sea tiene un final en el que la oscuridad, paciente, aguarda.

Una noche a principios de marzo de 1947. Una carretera secundaria en el condado de Maricopa, Arizona. Lloyd al volante de su coche. Mike dentro de su caja acolchada, en el asiento del acompañante. Vuelven de una gira. La última actuación ha acabado más tarde de lo planeado y la noche les ha echado su manto por encima, en medio del desierto. Lloyd y Mike resuelven hacer parada y fonda en un motel de carretera. A ver, claro… no es que el pollo y el humano lo decidan a medias, sino más bien que Lloyd ve las luces del edificio y se dice a sí mismo “estoy harto de conducir, aquí paramos”, y Mike no le contesta que no (es un poco como cuando tú eliges a qué restaurante ir a cenar, y tu pareja se limita a confirmar tu decisión con una sonrisa, ¿no? ¿No os parece? Bueno, da igual, avancemos).

– “Buenas noches.”
– “Buenas noches.”
– “Una habitación sencilla por favor.”
– “Con el animal hay recargo.”
– “Sí, lo que sea.”

A Lloyd se le cierran los ojos por el cansancio, así que tal como echa el pestillo de la habitación coloca la caja de Mike en el suelo y se deja caer sobre la cama. Morfeo lo recibe con los brazos abiertos antes siquiera de que sus mofletes toquen la almohada.

A las 3:37 de la madrugada Lloyd se despierta agitado por un ruido.

Mike no está bien. Emite gorgoteos y lo que parecen ser… ¿toses? Es como si se ahogara.

No está bien.

Con el cerebro aún medio desconectado por el sueño Lloyd se levanta de la cama, tropieza con una silla y llega maldiciendo hasta el maletín donde guarda las jeringas con las que alimenta y limpia a su fenómeno descabezado.

Abre el maletín… y en ese mismo instante un frío espasmo le recorre la columna. No le hace falta siquiera mirar dentro, sabe que el maletín está vacío. Acaba de recordar que se ha olvidado el instrumental de Mike en el lugar de su última actuación. Lloyd siempre suele dejar las jeringas a mano, entre bambalinas, por si el pollo tiene una emergencia en pleno show. Pero esta vez, al recogerlo todo con prisa porque se les hacía tarde, Lloyd ha cometido un error fatal.

El granjero se sienta en la cama abatido, impotente, aturdido. Si el pollo tuviera ojos podría ver como a su compañero de escenario se le llenan las mejillas de lágrimas. Pero aparte de no ver, Mike tiene sus propios problemas: es evidente que algo obtura su traquea y le impide respirar. Tras unos minutos de sufrimiento agónico queda inerte, tumbado boca arriba, las patas apuntando al techo. Exhala por última vez, emitiendo un sonido como de gaita que se desinfla, y muere.

Mike ha vivido 18 meses sin cabeza. Ha vivido más de lo que viven la mayoría de pollos. Dentro de sus limitadas capacidades, podría decirse que ha sido un pollo feliz. El puto amo de los pollos. Perder la cabeza, quien lo diría, quizás haya sido lo mejor que le ha pasado jamás.

Meses después del trágico desenlace, Lloyd Olsen aún siente tristeza por lo sucedido. O más que tristeza, vergüenza. Vergüenza ante su mujer, vergüenza ante sus amigos, vergüenza ante los fans del pollo sin cabeza más famoso de la historia, vergüenza ante el mundo. Todo lo que tenía que hacer para alcanzar sus sueños (un tractor nuevo, un cobertizo más grande, quizás incluso algún acre de tierra y unas vacas) era mantener viva a un ave de corral, y no ha sido capaz. Así que ha preferido no contarle a nadie sobre su muerte. Ni siquiera a Clara. Cuando alguien le pregunta al respecto, se muestra esquivo. Dice que descontando gastos, lo de Mike no le compensaba, así que se lo vendió a un tipo que tiene un circo. ¿Qué tipo? ¿Qué circo? Lloyd dice que no se acuerda.

Aún así la leyenda del pollo Mike, al que a esas alturas ya todos llaman “Miracle Mike”, sigue más viva que nunca. Por todo el país se propagan los rumores afirmando que aún anda de gira, actuando de ciudad en ciudad. “¡Está en Boston!” “¡No, está haciendo la ruta de los Grandes Lagos!” “¡No, está en Europa!”. Nadie lo ha visto, pero todo el mundo conoce a alguien, que conoce a alguien, que conoce a ALGUIEN, que dice que lo ha visto. La codicia incluso ha acabado dando lugar a un auténtico genocidio galliforme: multitud de granjeros convertidos en aprendices de Dr. Frankenstein, decapitando pollos a diestro y siniestro con la esperanza de toparse con otro Miracle Mike que les solucionara la vida.

En 1949 se descubre por fin que Mike lleva dos años muerto. El representante de Lloyd (bueno, en realidad de Mike) y sus abogados demandan al granjero por incumplimiento de contrato. Le sangran hasta el último dólar ganado a costa del pollo. Los Olsen acaban como empezaron.

Es el momento de que le echéis un vistazo a Mike…

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En 1999, coincidiendo con el 50 aniversario del descubrimiento de la muerte de Miracle Mike, el ayuntamiento de Fruita, Colorado, establece el «Mike the Headless Chicken Day», a celebrarse cada año durante la tercera semana de mayo. Ese día tienen lugar, entre otras festividades, una carrera de medio fondo en la que los participantes corren con los ojos vendados (como pollos sin cabeza), un concurso de lanzamiento de huevos y un bingo, en el que los números no son elegidos con un bombo, sino mediante las deposiciones de un grupo de gallinas sobre un cartón gigante con los números impresos.
En el 2008, la banda californiana de punk-rock The Radioactive Chicken Heads hace público su tema de tributo Headless Mike (que podéis ver AQUÍ).

Y esta es la historia que os quería contar. La historia de Miracle Mike. Estoy seguro de que puede interpretarse como una lúcida metáfora. Pero no sé de qué. Estoy seguro de que conlleva una honda enseñanza moral. Pero no sé cuál. Estoy seguro de que leerla os ha hecho más sabios. Pero no sé cómo. Lo único que sé es que empieza con un pollo vivo, y que termina con un pollo muerto.

Me he comprado un exprimidor

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Reconozco que el de los exprimidores eléctricos es un territorio que nunca había hollado hasta ahora. Mis variopintas circunstancias vitales, además de una educación familiar basada en el ahorro y la cultura del esfuerzo, me llevaban siempre a acabar decantándome por el sacrificado pero fiable exprimidor manual. Desde hace cierto tiempo tengo uno de plástico en dos piezas, azul y transparente, que adquirí en un bazar oriental por el razonable precio de 1,5€, recomendación expresa del encargado del establecimiento, quien demostrando un conocimiento sobre el estrujado de cítricos sorprendente para alguien que regenta un negocio donde se venden mil artículos distintos (desde bombillas con la cara del Ratón Mickey hasta sombreros mejicanos), me desaconsejó el modelo de color verde del que yo me había encaprichado, usando un lenguaje acaso tosco pero que denotaba una mundología que me conquistó (“velde no… velde mal… asul eprime bien… asul putamadre”). Mi exprimidor de plástico azul/transparente es un artilugio austero pero que cumple correctamente la función para la que fue diseñado, y si mi consumo de zumo de frutas se hubiese mantenido dentro de los niveles habituales en mí, probablemente lo habría seguido usando sin ningún cargo de conciencia hasta el fin de mis días.

Pero ¡ay!, en tiempos recientes he descubierto diversas recetas de limonadas picantes y estoy completamente enganchado a ellas. De momento he probado dos versiones: la japonesa (con jengibre y wasabi) y la americana (con pomelo rojo y chile habanero). A la primera la llamo “limonada Hiroshima”, y a la segunda “limonada Alamogordo”, y cualquiera que las pruebe comprenderá el porqué. La respuesta más típica de mis comensales al degustar uno de estos brebajes atómicos es el estupor (“Ya no siento sed… solo dolor”, me dijo mi buen amigo Pere Clúa con los ojos zombificados), seguido por algún tipo de reacción estentórea como los gritos o el llanto. Sin embargo, al tercer trago aquello es como una droga que no puedes dejar (en la última cena que organicé en casa nos bajamos dos jarras de litro y medio entre tres personas). El caso es que, azuzado por los calores de agosto, estoy generando un volumen de limonada superior al que puedo asumir con mi exprimidor de 1,5€, pues al cabo de tres o cuatro minutos de trabajo me empieza a dejar dolorido el dedo central de la mano derecha y temo desarrollar una de esas lesiones típicas de los tenistas (que me reste soltura a la hora de dibujar o hacerme pajas); por lo tanto, he decidido abrazar la tecnología del siglo XXI comprándome un exprimidor eléctrico.

Como ya sabrán quienes me conocen, las soluciones fáciles en cuestión de adquisición de electrodomésticos no son mi fuerte, así que en vez de hacer lo que cualquier homo sapiens medio normal, que es irse a la tienda más cercana y adquirir el exprimidor que tengan de oferta, he llevado a cabo un concienzudo estudio de los pros y contras marca por marca y casi modelo por modelo, visitando páginas web y personándome en comercios diversos (El corte inglés, Kyoto, etc.) para asegurarme de hacer la elección correcta. Así, poco a poco he ido descartando toda la gama de Orbegozo (plástico demasiado frágil, asa incómoda…), Taurus (el modelo T-700 ofrece prestaciones interesantes, pero el depósito del zumo es opaco y la cabeza exprimidora parece complicada de limpiar), Bosch (su diseño me resulta demasiado inquietante), Ufesa (el EX 4935, además de tener poca potencia, parece la lámpara de Aladino) y Sogo (bastante caros por ser de metal, algo a lo que solo le veo utilidad si tuviera que ponerme a hacer limonada en la franja de Gaza), hasta que por fin he decidido convertirme en el satisfecho dueño de un Braun CJ 3000. Se trata de un exprimidor en plástico rígido blanco/transparente, perteneciente a la “Tribute Collection” de la marca alemana, que aúna calidad contrastada con un aspecto retro de corte setentero (ah, los 70… la edad dorada del electrodoméstico con enchufe de pared). Es pequeño, compacto, bonito (si ello es posible en un exprimidor), fácil de limpiar y guardar (cable enroscable), con un selector de pulpa de tres potencias y sin tapa, lo cual para mí era importante: no me gustan las tapas en los exprimidores, no quiero tocar plástico cuando exprimo, quiero mantener el contacto con la cáscara de la fruta, esa comunión íntima entre limón y ser humano que me retrotrae a épocas más inocentes y civilizadas, cuando todo (también las limonadas) era sencillo y puro.

Pues eso, gente, que me he comprado un exprimidor COJONUDO. 22,95€ en tiendas Miró.