2016: un año en doce películas

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Pues aquí está, como cada enero (más o menos), mi lista comentada con las mejores películas del año que se acaba de esfumar. En esta ocasión no la voy a hacer pública con uno de mis interminables vídeos de You Tube, sino mediante un modesto artículito escrito (que oye, voy que me estrello); y no van a ser quince películas, sino doce. Doce obras que me han hecho vibrar en la butaca, a lo largo de 365 días que no me han parecido especialmente granados en lo cinematográfico (para llegar a la docena de títulos, me ha bastado con descartar los otros nueve o diez que me habían gustado). No es que el curso 2016 nos haya dejado mucho peor cine de lo normal, pero sí mucha mediocridad y, sobre todo, muchas decepciones.

Tampoco vale la pena extenderse demasiado en ello, de hecho ni siquiera me ha apetecido listar de modo pormenorizado mis peores películas del año, por evidentes. Baste decir que uno siempre espera lo mejor de la última comedia de un ex-Monthy Python (Absolutamente todo), de la adaptación sin reparar en gastos ni en FX del videojuego de fantasía por antonomasia (Warcraft), o del blockbuster que debía reunir por todo lo alto a los dos superhéroes más imponentes del universo (Batman v. Superman), por poner tres ejemplos particularmente sangrantes de bofetadas al espectador en plena cara (aunque habría muchos más: Escuadrón suicida, X-Men: Apocalipsis, Passengers, La quinta ola, Blair Witch, Dioses de Egipto, Infierno azul, Morgan, El bosque de los suicidios…). Todas estas cintas generaron ilusión y grandes expectativas, pero todas ellas se revelaron como muestras de cine esclerótico y, aún más cabreante, de talento desperdiciado. Incluso el por lo general infalible Tarantino se descolgó con un películín correcto pero alargado hasta lo infame, Los odiosos 8, que cabría colocar tan solo un peldaño por encima de Deathproof en cuanto a irrelevancia dentro de su filmografía.

Aún así, un año entero acaba dando para bastante, como mínimo para rescatar doce historias que, bien por su atrevimiento o bien por su academicismo, su capacidad de epatar o de emocionar, han hecho que el séptimo arte me parezca algo mejor ahora que antes de que existieran. Soy de fácil contentar en este aspecto. Vivimos la era de las series de TV, dicen, y sin embargo para mí sigue sin haber otra experiencia igual de molona que ir al cine. Ese componente de espectáculo-evento que aún conserva, esa ceremonia un punto atávica de salir de casa y pagar una entrada para tirarte dos horas a oscuras en una sala, mirando una pantalla gigante en la que van pasando cosas, rodeado de gente desconocida con la que compartir risas, llantos, sorpresas e incluso aburrimiento, me parece lo más. Se apagan las luces, empiezan a encadenarse los nombres de las productoras, y a mí me entra cada vez el mismo hormigueo en el estómago. Cada puñetera vez. Como dice mi amigo Ray Zeta, «a mí dame películas».

El criterio para confeccionar esta lista ha sido el habitual, ciñéndome a los largometrajes estrenados en cines españoles entre el 1 de enero y el 31 de diciembre. No lo he visto todo, claro, pero creo que he visto bastante de lo que había que ver (las de Tim Burton, por ejemplo, ya me las salto directamente). En resumen, ahí van mis doce pelis del 2016, ordenadas de la doce hasta la uno:

12. Zootrópolis (Estados Unidos; Byron Howard y Rich Moore)
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Porque no pretende narrar un gran cuento ni una gran saga épica, sino una historia modesta y costumbrista sobre animales antropomórficos de clase media. Porque es una buddy-buddy movie protagonizada por una pareja tan inverosímil como una coneja y un zorro, y por ahí acaba colando un discurso sobre la aceptación de la diferencia educativo pero sutil, que no vende burras a los niños ni produce vergüenza ajena a los padres. Porque te presenta un microcosmos, una ciudad, que chorrea detalles y carisma, un lugar del que quieres que te lo cuenten todo, en el que quieres que ambienten mil películas más. Por su despampanante diseño visual atiborrado de detalles. Porque es una comedia di-ver-ti-dí-si-ma.

11. Green Room (Estados Unidos; Jeremy Saulnier)
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Por la valentía de Jeremy Saulnier al haber hecho una simple pieza de horror con los neonazis como villanos (evitando la tentación de soltarte sermones morales de fondo). Por la contundencia extrema de sus escenas cumbre, que te golpean como descargas eléctricas. Porque Anton Yelchin volvió a demostrar en esta, su última película antes de fallecer en un estúpido accidente, que estaba a un paso de convertirse en una estrella; y sobre todo porque, entre tantos alienígenas, señores oscuros y seres sobrenaturales dominando el panorama fílmico actual, Patrick Stewart se convirtió en el mejor villano del 2016 interpretando a un tipo normal, que hiela la puta sangre sin siquiera alzar la voz cuando da una orden.

10. La invitación (Estados Unidos; Karyn Kusama)
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Por la habilidad de su guión y su puesta en escena para convertir un tópico social con el que todos podemos identificarnos (esa cena de reencuentro con viejos amigos a la que no te apetece ir) en hora y media de claustrofobia y mal rollo creciente. Porque el actor protagonista, Logan Marshall-Green, te mete en la mente de su personaje hasta que dejas de considerarlo un paranoico (o te vuelves tan paranoico como él). Por los ecos a El ángel exterminador. Por todo lo que no ves y no oyes, pero imaginas que está ocurriendo. Porque te lleva hasta el tramo final sin que tengas ni idea de cómo va a acabar (y tiene mérito lograr eso en un género tan desgastado como el thriller psicológico). Por sus 20 últimos segundos de efectismo bien entendido.

9Comanchería (Estados Unidos; David Mackenzie)
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Porque resucita de nuevo a un género, el western, al que han tratado de enterrar mil veces (aunque en este caso sea un western moderno, con coches y camionetas en lugar de caballos). Porque a veces, para crear gran cine no hace falta revolucionar nada, basta con unos cuantos buenos personajes conduciendo por el desierto, por una carretera infinita, sin saber que circulan en ruta de colisión unos con otros. Por unos diálogos secos, a base de sentencias simples y directas, que son oro puro. Por un Jeff Bridges (otra vez) inmenso, devorando la pantalla. Porque molan todos tanto, los polis y los atracadores, que quieres que todos ganen, aunque sepas que no puede ser. Porque es una película “de las que ya no se hacen”, pero por suerte sí que se hacen.

8. Spotlight (Estados Unidos; Tom McCarthy)
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Por recordar que otro periodismo, no hace tanto, era posible. Por mezclar en su justa medida la minuciosidad del «procedural» con el factor humano (entre Todos los hombres del presidente y Michael Clayton), sin abusar de los momentos sensacionalistas ni convertir a sus protas en superhéroes del periodismo. Por poner el dedo en la llaga sobre la responsabilidad de toda la sociedad en denunciar lo execrable no cuando está de moda hacerlo, sino cuando se le puede poner remedio. Por hacer todo eso mediante una narrativa elegante, que se sustenta a base de planos amplios llenos de personajes, en busca de un distanciamiento objetivo pero también como reconocimiento al trabajo coral que supone una investigación así, y una película así.

7. El libro de la selva (Estados Unidos; John Favreau)
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Porque nadie esperaba ni siquiera que fuera buena y si me apuras es mejor que la de dibujos del 67. Porque Shere Khan es un malo espectacular. Porque cuando empiezan a cantar “Quiero ser como tú” o “Busca lo más vital” te entran ganas de dar palmas para llevar el ritmo. Por ese tono épico/bíblico de cine de aventuras de reestreno. Porque la amistad gamberra entre Mowgli y Baloo produce envidia. Porque se disfruta usando zonas del cerebro que no necesitan de coartada intelectual. Porque te hace creer que los animales hablan. Porque no se le pueden poner peros a un orangután gigante cantando jazz. Porque por una vez el 3D mejora la inmersión sensorial (te mete en la puta jungla). Porque la productora Disney, por mucho que rajen de ella, sigue facturando entretenimiento de gran formato como nadie.

6. Mustang (Francia/Turquía/Alemania; Deniz Gamze Ergüven)
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Por la empatía incondicional que generan las cinco niñas protagonistas, encarceladas en su propia casa. Porque a partir de una historia muy local sobre la tiranía del patriarcado en Turquía, acaba lanzando un mensaje de lo más universal sobre la rebeldía contra cualquier forma de opresión (hay que seguir resistiendo con tozudería, aún cuando la derrota sea inevitable). Por la astucia de usar a las cinco protagonistas para desgranar todos los posibles desenlaces de una situación así. Porque mantiene el punto de vista infantil incluso en sus momentos más duros y, lejos de parecer postiza o cursi, se siente de lo más auténtica. Porque supone el debut de la directora/guionista Deniz Gamze Ergüven, y lo ha hecho todo bien.

5. Elle (Francia/Alemania/Bélgica; Paul Verhoeven)
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Porque Isabelle Huppert, pasados los 60 años de edad, destila un erotismo salvaje que lo llena todo. Porque no puedes dejar de mirarla ni siquiera cuando sólo se dedica a contemplar a los demás hablando a su alrededor. Porque cuesta imaginar una película menos tópica y más libre, audaz, moralmente ambigua, psicológicamente compleja y, sí, feminista, sobre violación-y-venganza. Porque en realidad no es una película sobre violación-y-venganza sino sobre una tía que se empodera y hace lo que le sale del coño, cuando le sale del coño. Porque es loquísima desde un clasicismo formal casi de thriller hitchcockiano. Porque rompe las fronteras de todos los géneros por los que se pasea. Porque los aburridos probablemente la odiarán.

4. La doncella (Corea del Sur; Park Chan-wook)
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Porque es un orgasmo visual y de puesta en escena. Porque su narrativa en tres actos (con cambio radical del punto de vista en cada uno de ellos) la acerca por igual a Rashomon y El golpe, convirtiéndola en algo así como tres mini-películas en una, a cuál mejor. Porque maneja un equilibrio perfecto entre exquisitez y delirio culebronesco, sin descarrilar en ningún momento. Por su lucidez al explicar cuál es la diferencia entre la ambición y el deseo. Por utilizar el erotismo, no como mera representación plástica del sexo, sino como la brújula emocional que guía a las dos protagonistas. Porque supone una nueva cota maestra en la carrera de un director, Park Chan-wook, que parece no tener techo.

3. Anomalisa (Estados Unidos; Charlie Kaufman)anomalisa-cartel-6581.jpg
Porque, como reza el cartel, las marionetas de Charlie Kaufman son los personajes más humanos que se han podido ver en una pantalla de cine este año. Porque el motivo dramático que justifica que sean precisamente muñecos de caras cambiantes, en lugar de actores de carne y hueso, es el tipo de idea perfecta que define la manera de pensar de un genio. Porque es una reflexión tan descarnada como emocionante sobre la naturaleza del amor (a la vez, el sentimiento más generoso y más egoísta que somos capaces de experimentar y de transmitir). Porque logra convertir una comida de coño explícita en un momento de absoluta ternura. Porque siempre que la veo acabo sonriendo y llorando a la vez.

2. El renacido (Estados Unidos; Alejandro González Iñárritu)
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Porque pocas veces el cine ha logrado transmitir sensaciones físicas que traspasen la pantalla, y sin embargo en El renacido “se pasa frío”. Por la fotografía mortecina y fantasmagórica (nunca la luz natural pareció tan sobrenatural; nunca una tundra desolada recordó tanto al infierno bíblico). Por ese duelo imposible de dirimir entre dos bestias de la interpretación de carácter como Leonardo Di Caprio y Tom Hardy. Porque cuesta ver la escena del oso y respirar a la vez. Porque dura tres horas y podría durar seis, y yo aún querría más: más nieve, más frío, más suciedad, más dolor y más muerte. Porque en el fondo es una carta de amor de Alejandro González Iñárritu al cine de Terrence Malick y Werner Herzog, y ante eso no hay más que hablar.

1. La llegada (Estados Unidos; Denis Villeneuve)
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Por ese prólogo apasionado, conmovedor, descorazonador y cinematográficamente redondo estilo Up. Por ese final “sorpresa sin sorpresa” que pone patas arriba la linealidad argumental. Porque acaso sea lo más inteligente que ha parido la ciencia-ficción dura desde 2001: una odisea del espacio. Por cómo utiliza sus maneras de cine fantástico para explorar con una hondura descomunal las limitaciones del ser humano a la hora de gestionar sus emociones. Porque te pone un nudo en el estómago que poco a poco se convierte en nudo en la garganta. Porque es una peli con alienígenas de aspecto imposible y te la crees de arriba a abajo. Por Abbot y por Costello. Porque lo que hace Amy Adams, desde una contención interpretativa al límite, es simplemente prodigioso. Porque si alguna película de todas las estrenada a lo largo del 2016 tiene pinta de poder entrar en la historia del cine, de seguir generando lecturas y significados dentro de 20 años, sin duda es esta.

 

Droja en el Cola Cau, The Director’s Cut (o España, explicada en diez minutos)

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Del mismo modo que uno suele recordar dónde estaba el día en que Bin Laden decidió jugar a los bolos con dos Boeing 767 y las Torres Gemelas (yo: pegado al televisor con las palomitas; resulta horrible admitirlo pero es la noticia más emocionante que he seguido nunca en directo), o en qué circunstancias vio el final de Perdidos (yo: con unos amigos fanboys; cuando acabó el episodio le grité a la pantalla “¡Quiero que me devuelvan los seis años que ha durado esta mierda!”), tampoco creo que olvide jamás que, el día en que murió Jose Tojeiro, yo estaba haciendo el cabra de excursión por el Montseny.

Me enteré de la noticia en uno de los pocos claros de arboleda en los que pude pillar suficiente cobertura de móvil como para calmar mi síndrome de abstinencia urbanita y conectarme a Facebook, donde tenía claro que estaban pasando cosas mucho más interesantes que mis tristes conatos de entrar en comunión con la naturaleza (lo único con lo que entré en comunión esa tarde fueron los tres chorongos de jabalí que pisé). En efecto, las actualizaciones de mis contactos me informaron ipso-facto de que: 1) Tras su accidente de Fórmula 1 Fernando Alonso se había despertado en el hospital hablando en italiano y creyéndose que aún era piloto de karts; 2) Harrison Ford se había pegado una buena hostia con su avioneta (ignoro si se despertó en el hospital hablando interlingua y creyéndose que aún era carpintero); 3) En el estado de Maryland hay una ley en vigor que prohibe maltratar a las ostras (no se me ocurre ningún chiste que mejore ese titular), y 4) Jose Tojeiro, el celebrado autor del meme “Me pusieron droja en el Cola Cau”, había espichado. Las vicisitudes de Alonso, Ford y las ostras me la traen un tanto al fresco. Tojeiro, en cambio, se merece mi homenaje.

La posteridad es un asunto muy caprichoso. Uno puede picar piedra toda su vida, aportar ideas innovadoras a tutiplén y probar fórmulas de éxito contrastado para intentar dejar un legado perdurable a las generaciones venideras, y pese a eso irse de cabeza al olvido ¿Quien se acuerda ahora del HD DVD, de la Silla Hawaii (¡Ideaca!) de la excelente banda de indie-rock Campag Velocet (que según el NME lo iba a petar a finales de los 90, y creo que el disco nos lo acabamos comprando la madre del cantante y yo), o del remake español de Cheers? Jose Tojeiro, en cambio, sin proponérselo y sin apenas esfuerzo, creó genialidades lingüísticas como “prespitación” (lo que hacen las prespitutas), «compló», o sobre todo “droja”, que se han grabado a fuego en el imaginario castellanoparlante. Si la Real Academia de la Lengua tuviese la más mínima sintonía con lo que pasa en la calle, todos estos términos estarían recogidos en su diccionario desde hace más de una década. Pero eso no va a pasar, claro. Estamos hablando de una institución que monta un pifostio de tres pares de cojones a la hora de decidir si “solo” lleva o no lleva tilde (¿Lo echamos a cara o cruz, aunque sea para salir del paso?), que adopta normas tan psicotrónicas como de pronto empezar a llamar “ye” a la i griega de toda la vida, o que se queja de que Whatsapp está volviendo analfabeta a la población pero luego admite el uso de palabros como “culamen”, “bluyín” o “almóndiga”…

En fin, estábamos con Tojeiro, que el pobre se ha muerto a la edad de 80 años. La casualidad ha querido que hace solo (perdón, “sólo”) unos pocos meses, algún alma caritativa e interesada en la antropología-pop subiese a You Tube el documento original que en su día le convirtió en icono de la caspa ibérica: un reportaje del programa televisivo de investigación periodística Código Uno. Se emitió originalmente en 1993, y desde entonces no lo habíamos vuelto a ver de manera íntegra (a la versión que ha estado corriendo por internet durante todos estos años le faltaba mucho minutaje del debate posterior entre los tertulianos del programa). Vamos a revisarlo juntos y luego comentamos algunas cosas…

Qué, ¿ya? Tremendo, ¿verdad? Es como Ciudadano Kane o Casablanca, que no pierden con el paso del tiempo. Analicemos ahora algunos detalles de esta opus magna audiovisual que me llaman poderosamente la atención:

Droja Planos1. Los planos dibujados por el protagonista para intentar aclarar lo que le pasó son como esas ayudas de juego improvisadas que uno hace cuando arbitra una partida de rol. En ellos, Tojeiro mezcla una precisión quirúrgica que tampoco sería imprescindible (las paredes están perfectamente rectas, los marcos de las puertas tienen zócalo, algunas ilustraciones incluyen más textos explicativos que un tebeo de Brian Bendis…), con ciertas libertades creativas de tono enigmático: se dibuja a sí mismo bastante más favorecido de lo que es, pero sin brazos. Respecto a las dos prespitutas, una de ellas podría ser algún tipo de licántropo (le llega la melena por las rodillas), mientras que la otra parece la Bruja Escarlata de los tebeos Marvel.

2. Las aportaciones de información interesante por parte de la ex-esposa son igual a cero. Podría estar horas hablando sin decir absolutamente nada relevante, como Cantinflas o Arturo Fernández. Lo cual, por supuesto, lo hace todo mucho más valioso desde una perspectiva meramente surrealista.

3. El momento reconstrucción de los hechos «Ábrenos, que somos nosotras«, merecería dar título a una antología de relatos en plan «Crónicas de la España negra», a una película de Pedro Almodóvar, a un disco de música indie, o similar (por ejemplo: Ábrenos, que somos Nosotrash).

4. Lo de Tojeiro volviendo a quedar con las prespitutas para que le roben repetidas veces (luego denuncia siempre los hurtos, eso sí que lo tiene), es una especie de versión premium de aquel chiste sobre la estafa en el parking de Carrefour

5. Varias particularidades inquietantes del piso de Tojeiro: en la mesilla de noche tiene una especie de cuchillo ceremonial con el filo vuelto hacia arriba (WTF), y algunas de las fotos con marco que hay en el armario del comedor son recortes de revistas (WTF x2). Además, según nos cuenta la narración en off, la puerta de su lavabo comunica directamente con la escalera de la finca, un atajo sorprendente (aunque puede tener su utilidad como vía de escape si tus enemigos vienen a por ti mientras estás cagando), que me lleva a la conclusión de que el arquitecto de «Tojeiro Manor» fue el mismo tipo que diseñó las minas de Moria.

6. Hablando ya del mini-coloquio posterior al reportaje, la mujer que fuma en pipa es MUNDIAL. Quiero tener una igual en casa. No es necesario que haga nada. Simplemente me gustaría tenerla sentada en un silloncito del salón fumando en pipa, como si fuera una instalación artística. Margarita Landi, se llamaba, y fue periodista de sucesos y crónica criminal en El Caso. Claro, de ahí la pipa, como Sherlock Holmes. Si hubiera sido periodista deportiva, supongo que llevaría un silbato.

7. El experto en hurtos del programa, usando lenguaje técnico: «Este señor es lo que llamamos UN JULAY«. Ahí, aportando. Lo que viene siendo un análisis en profundidad…

8. Todo el mundo tiene un pasado poco aireable, que visto en perspectiva parece ridículo. En cambio, Arturo Pérez-Reverte no ha vuelto a hacer en su puñetera vida nada mejor que esto (me refiero a esta entrega concreta de Código Uno, no al conjunto del programa en sí, que era un monton de estiercol del que hizo bien en salir corriendo). Ni Territorio Comanche, ni Capitán Alatriste, ni hostias. Pérez-Reverte fue el descubridor de Jose Tojeiro.

Podría seguir, y seguir, y seguir… analizando la interminable retahíla de huevos de pascua que esconde cada plano del reportaje (ni siquiera he dicho nada de la muñeca-caja fuerte para guardar la panoja…), pero creo que la idea básica ha quedado ya clara: Droja en el Cola Cau es un referente de la comedia involuntaria. Una pieza coral en la que todos los participantes aportan su grano de arena (Pérez-Reverte, la ex-esposa, las dos actrices del “Abre que somos nosotras”, la señora de la pipa, el “experto” del programa…), pero cuyo centro de gravedad es Jose Tojeiro, animal escénico sin igual. Decía Tojeiro en cierto momento del reportaje, “Nunca dormí más” (otra frase mítica). Ahora, nuestro héroe ya duerme el sueño eterno (descansa, dulce príncipe…). Por suerte nos queda su legado, su obra. Jose seguirá viviendo un poco en todos nosotros mientras tomemos Cola Cao o nos metamos droja. Muchos años antes de La hora chanante, de Miguel Noguera y de los chistes gráficos de Querido Antonio, Jose Tojeiro inventó el post humor; y ni siquiera se dio cuenta. No sólo eso, sino que en diez minutos de televisión pública en prime time, definió de la forma más certera posible ese concepto palurdo y cutre que es España. En nuestras putas narices.

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