“Claro que no conté toda la verdad. Nadie cuenta nunca toda la verdad”. – Robert Durst en The Jinx.
Antes de empezar, vayamos a lo fundamental… ¿Habéis visto The Jinx? ¿No? Ok, pues atended a lo que os voy a decir: aparcad cualquier otra serie que estéis siguiendo ahora mismo (¿Mr. Robot? ¿Fear the Walking Dead? ¿Better Call Saul? ¡Que les den por el saco, hombre!). Posponed lo que cojones sea que estéis haciendo. De hecho, dejad incluso de leer esta chorrada de artículo… y corred a ver The Jinx. Lo sé, a veces tengo unos gustos un tanto peculiares (me pasé todo un verano defendiendo que la canción Loca, de Malena Gracia, estaba a la altura de cualquier hit de Raffaella Carrà), pero os pido que me hagáis caso en esto. Luego me daréis las gracias. Es más, apuesto a que lo haréis dentro de muy poco, porque los seis episodios de The Jinx enganchan tanto que os la vais a ventilar a una velocidad absurda.
Decir que esta serie documental del canal HBO es el producto más sorprendente que ha parido la televisión en 2015 sería quedarse corto. Cortísimo. Así que para definirla voy a pasarme directamente dos pueblos: dudo que, en la última década, se haya emitido por la pequeña pantalla nada con mayor capacidad hipnótica que The Jinx. La última vez que me quedé tan boquiabierto ante la tele, un boeing 767 acababa de estrellarse contra la torre sur del World Trade Center, no os digo más. Por supuesto, las desventuras del millonario Robert Durst, el protagonista de The Jinx, resultan imposibles de comparar en una escala absoluta con los atentados del 11-S (ni siquiera yo soy tan cafre); pero si hablamos de drama real en estado puro, de mirar la pantalla con las uñas clavadas a los brazos del sillón mientras encadenas “what-the-fucks” uno detrás de otro, me atrevería a decir que, a día de hoy, no vais a encontrar en Netflix muchos estrenos recientes que superen a esto.
Si The Jinx fuese ficción declarada (algún tipo de falso documental elaboradísimo), valoraríamos su sofisticada factura visual pero no podríamos por menos que ponernos condescendientes respecto a su alambicado guión, que catalogaríamos de tramposo, efectista, excesivamente melodramático y, a la postre, inverosímil. Pero es que, hay que joderse, los hechos que narra son verídicos de cabo a rabo. No sólo eso, sino incluso cabe decir que son «más reales que la realidad», por cuanto la han acabado modificando. No se trata de un simple reportaje periodístico sobre la vida de Robert Durst, sino de LA VIDA de Robert Durst sucediendo ante nuestros atónitos ojos.
Reduciéndola a su sinopsis básica podríamos decir que The Jinx desgrana, a lo largo de media docena de capítulos, un caso de desaparición/asesinato/no-se-sabe-bien-qué cuyas pistas y consecuencias se diluyen a lo largo de cuatro décadas (desde 1982 hasta ahora). La serie es, por supuesto, muchísimo más que un simple whodunit, pero no voy a daros información adicional porque este pastel se disfruta infinitamente más si lo vas catando a medida que te lo sirven (ahora que lo pienso, ni siquiera tendríais que miraros el tráiler que adjunto bajo este párrafo). Aún así, los ansiosos dispuestos a fastidiarse buena parte de la diversión sólo necesitarán una sencilla búsqueda en Google para enterarse de todos los pormenores del crimen, que en los EE.UU. fue un escandalazo de lo más llamativo.
Baste decir que The Jinx son cuatro horas y media de televisión que te mantienen en vilo de principio a fin (no conozco a nadie a quien se la haya recomendado y haya tardado más de dos sentadas en zampársela entera), que la historia que cuenta es de no dar crédito, que está filmada con un estilazo visual y montada con un sentido descomunal del drama, y que cada episodio incluye al menos uno o dos momentos que te dejan la mandíbula a la altura de la moqueta; y todo eso sin apenas efectismos, sin exceso de casquería en las recreaciones, sin fijar la lupa en el morbo con los entrevistados… pero desplegando una contundencia narrativa que congela la sangre.
The Jinx ha sido dirigida por Andrew Jarecki, y supone cinco años de trabajo realizando entrevistas, revisando pruebas policiales, visitando escenas del crimen y orquestando reconstrucciones dramatizadas con actores. Antes de eso, en 2010, el propio Jarecki ya demostró cierta obsesión por este mismo misterio al dirigir Todas las cosas buenas, un largometraje “basado en hechos reales” en el que contaba lo que se sabía sobre la historia de Durst hasta ese punto. Protagonizado por Ryan Gosling, Kirsten Dunst y Frank Langella, Todas las cosas buenas era un drama voluntarioso pero a la postre tópico y, citando a Bilbo Bolsón, “disperso como mantequilla untada sobre demasiado pan”. A Jarecki le faltaban datos para rellenar los huecos y sobre todo le faltaba un discurso moral. Daba la sensación de que sabía que ahí tenía el germen de una gran trama, pero no había sabido encontrar el formato ni el tono adecuados para contarla. Pero mira tú qué cosas, resulta que Robert Durst vio la película, le gustó el enfoque de Jarecki (que le había pintado bajo una luz positiva, quizás dejándose llevar por cierta fascinación hacia el personaje), y decidió hacerle un regalo que no le había hecho jamás a nadie: concederle una entrevista exclusiva en la que hablar del caso. Ahí, Jarecki encontró su discurso moral. Ahí se gestó una obra maestra. Ahí nació The Jinx.
Se podrá criticar que Jarecki manipule al espectador soltando la información en el orden y con la cadencia que le conviene para lograr mayor impacto, e incluso que sus intereses periodísticos puedan haber llegado a obstruir en algún momento la labor policial, pero de algún modo lo que logra con eso es sumergirnos por completo dentro de la historia, hacer que la veamos del mismo modo en que, a lo largo de los últimos 30 y pico años, debe de haberla visto el público americano (o incluso algunos de los personajes implicados, como por ejemplo el círculo de amigas íntimas de la víctima, que siguieron investigando cuando aparentemente no quedaba nada que investigar).
Dicha fórmula, además, aporta el plus de acabar convirtiendo en detective amateur a cualquier espectador lo bastante motivado. Yo mismo vi The Jinx un poco así, rebobinando la acción para volver a escuchar las palabras exactas de algunos de los testimonios, o parando la imagen para poder leer mejor qué decía tal noticia de periódico o tal listado de evidencias policiales. No me lo pasaba tan bien lanzando teorías al aire desde los buenos tiempos de Perdidos (sí, hubo una época en la que comerse la olla tras un buen episodio de Perdidos era más divertido que follar, no lo neguéis). No obstante, la diferencia principal con Perdidos es que, al acabar cada entrega de The Jinx te viene a la cabeza la misma frase, una reflexión escalofriante que lo pone todo en perspectiva y te deja mirando al blanco de la pared, estupefacto: “Joder… es que todo esto pasó DE VERDAD”. A menudo, un buen documental te sorprende, te entretiene o te hace reflexionar, pero no es nada común que llegue a alterarte tanto como para generar una respuesta física. Sin embargo, viendo los últimos diez minutos del capítulo final tuve que poner la pausa durante un rato. Estaba sudando. Tenía el pulso acelerado. Una parte de mí no quería seguir mirando. En resumen, pasé miedo.
The Jinx desnuda las miserias, ridiculeces legales y fallos de bulto que subyacen en todo procedimiento policial, un sistema falible y por momentos francamente estúpido. La tesis de base es que, en cualquier investigación criminal, lo importante no son tanto las pruebas como la manera de mirar y juzgar esas pruebas, y que la justicia ya no es que sea ciega, sino que a menudo se basa en la empatía que generen las víctimas y los acusados. El esclarecimiento de un crimen puede llegar a decir mucho más sobre la sociedad que lo investiga que sobre el propio crimen. En su día, OJ Simpson se libró increíblemente de una acusación de homicidio pese a tener todas las evidencias en su contra, y lo hizo porque la sociedad prefirió verle como un héroe caído en desgracia. Robert Durst, con su cara de ratón y sus pequeños ojitos negros, que tan pronto parecen los de un demonio como los de un niño que sólo quiere que le abracen, consigue despertar de forma alterna compasión y rechazo, confianza y terror. A medida que avanza la acción nos ponemos de su lado o en su contra, y a veces ambas cosas al mismo tiempo, como en esas películas en las que quieres que el villano se salga con la suya. Como en Pelham 1, 2, 3, por ejemplo, en la que te identificabas con Walter Matthau pero no podías dejar de cruzar en secreto los dedos para que la banda de atracadores liderada por Robert Shaw se saliese con su plan. La gracia de The Jinx es que en ciertos episodios no tienes ni pajolera idea de cuál de los dos arquetipos, víctima o villano, es Robert Durst.
Jarecki ya nos había puesto el alma del revés hace algo más de diez años con Capturing the Friedmans, otro documental que incluso llegó a estar nominado al Oscar, y que explicaba la desintegración interna de una familia a partir de sus filmaciones caseras, tras una acusación de pederastia. Capturing the Friedmans no se preocupaba tanto en demostrar culpabilidades o inocencias como en certificar que la verdad absoluta, a veces, no es más que un constructo de nuestra mente, una papilla de valores morales sacralizados y percepciones distorsionadas que la sociedad se traga sin hacerse más preguntas. Este es también el discurso de fondo de The Jinx. La verdad es mutable, porque en realidad lo único que importa, lo único que tendrá consecuencias, es la verdad que alcanzamos a percibir. La verdad es lo que ocurre mientras la cámara sigue filmando.
Y ahora sed buenos, haced lo que os dice el tito Pamundi y ved The Jinx…