Los ocho primeros episodios de The Handmaid’s Tale me han parecido fenomenales, sin duda las mejores 8 horas de televisión que he visto en lo que va de año. Aparte de la milimétrica puesta en escena, con esas composiciones de “simetría kubrickiana”, o de las sobresalientes interpretaciones (lo que hace Elizabeth Moss en el papel protagonista es increíble, pero es que incluso el a menudo insulso Joseph Fiennes me ha dejado atónito), aparte de todos los apartados artísticos y técnicos que pudiera enumerar, lo que más me ha cautivado de esos ocho episodios ha sido su narrativa sutil, apenas subrayada (en base a un uso tan inteligente como económico de los diálogos, los flashbacks y la voz en off), que logra comunicar al espectador la información justa y necesaria, tanto para poner la trama en contexto como para entender los estados de ánimo en que se mueven los personajes. Una puñetera maravilla. No obstante, hoy no vengo a escribir una reseña técnica sobre The Handmaid’s Tale sino a vomitar una serie de reflexiones que me ha dejado su visionado, recién acabado hará cosa de un par de horas. Por lo tanto, disculpad si este texto no tiene demasiada estructura ni dirección. Es casi un ejercicio de escritura automática; y sí, evidentemente contiene spoilers, así que si todavía no has visto la serie deja de leer ahorita mismo.
PRIMERA REFLEXIÓN: ¿A QUIEN LE IMPORTA EL REALISMO?
No acabo de estar de acuerdo en que The Handmaid’s Tale sea una ficción “escalofriantemente realista”, tal como he leído en diversas crónicas. Lo que nos cuenta resulta sólo un pelín más plausible que Los juegos del hambre o THX-1138: en un futuro cercanísimo, debido a una crisis de infertilidad generalizada en los seres humanos, Norteamérica se ha transformado en la “República de Gilead”, una dictadura heteropatriarcal en la que las mujeres han perdido casi todos sus derechos, han sido esclavizadas y sirven como vientres preñables para las clases acomodadas. La cosa ha ocurrido casi de la noche a la mañana, con los cabecillas del asunto logrando como por arte de magia no sólo derrocar al gobierno y controlar paramilitarmente todos los medios, sino ya de paso inculcar a las masas una teocracia loquísima, que mezcla el puritanismo del s. XVII con un catálogo de doctrinas que se dirían redactadas durante una noche de taja. Cuesta bastante tragarse que una sociedad avanzada en genética, fecundación in vitro y programas de adopción (en un planeta, además, superpoblado) pueda pasar de cero a cien ante un desafío similar en tan corto espacio de tiempo, del “Bah, no pasa nada” directamente al “¡Hostia-hostia-hay-que-montar-el-IV-Reich-rapidito-porque-VAMOS-A-MORIR-TODOS!”, sin pasos intermedios.
Por fortuna, no parece que el “hiper-realismo” fuera una de las pretensiones de los creadores de la serie. Al igual que ocurre con la mayoría de distopías futuristas (desde Farenheit 451 hasta cualquier capítulo de Black Mirror), The Handmaid’s Tale es justo eso, un cuento, una hipérbole ideada para llevar las hipótesis que plantea hasta su punto de ruptura, y a partir de ahí analizar los rincones más inquietantes de la naturaleza humana. Lo cual no implica, claro está, que no hayan intentado narrar la fábula de la manera más verosímil posible. En este aspecto comparte espíritu, por ejemplo, con el remake de La guerra de los mundos dirigido por Steven Spielberg en 2005: en ambos casos el planteamiento es “Desde luego que no va a pasar, pero si lo hiciera, ¿cómo sería?”. Así que no, por mucho que a algunos les apetezca ver paralelismos directos, la serie no es un espejo de la América de Trump (aunque es una feliz coincidencia que se haya estrenado justo ahora, su gestación y rodaje tuvo lugar en plena campaña presidencial, cuando todo el mundo daba por hecha la victoria de Hillary Clinton), del mismo modo que la novela original en que se basa, escrita por Margareth Atwood en 1986, no era un espejo de la América de Reagan. Sus miras son, por suerte, más amplias, y por eso se ha mantenido como una historia relevante y “actual” durante más de tres décadas, con reediciones constantes y adaptaciones al cine (Volker Schlondörff la dirigió en 1990, con Natasha Richardson de protagonista), a radionovela e incluso a ópera de cámara.
SEGUNDA REFLEXIÓN: ¿A QUIEN LE IMPORTA EL FEMINISMO?
Del mismo modo, pongo en duda que The Handmaid’s Tale sea un manifiesto abierta y declaradamente feminista; y aquí coincido tanto con la actriz protagonista Elisabeth Moss como con la autora del libro Margareth Atwood, cuando apuntan a que la cosa va mucho más por el flanco de la metáfora sobre los totalitarismos como modelo, sobre los mecanismos que utilizan para moldear a la peña a la que oprimen, y sobre cómo los oprimidos aprenden a vivir con ello, a asumir que lo aberrante se ha convertido en su nueva cotidianeidad. Mientras me zampaba un episodio tras otro en modo atracón descontrolado (me acabé la temporada entera en tres sesiones), los referentes que me venían a la cabeza eran cosas como Raíces, 1984 o incluso Maus. El sujeto dramático central de The Handmaid’s Tale son las mujeres, cierto, pero podría ser cualquier otro grupo social y, con los cambios pertinentes, la historia funcionaría igual de bien. Por ejemplo, en un tono menos dramático los esclavizados podrían ser los pelirrojos, como en aquel videoclip de M.I.A. para su canción Born Free.
Eso no significa que la serie no aproveche para tocar de lleno temas vinculados al feminismo tan actuales como el derecho a disponer del propio cuerpo, la maternidad subrogada o los roles tradicionales en los que el hombre ha intentado siempre mantener encasillada a la mujer (en la República de Gilead sólo hay madres, criadas, esposas, carceleras y putas). Sin embargo, el discurso que deja ir no resulta complaciente ni unívoco hacia el feminismo, sino más bien al contrario: reparte sartenazos indiscriminados contra mujeres, hombres y viceversa, poniendo al descubierto varias de las contradicciones y puntos débiles presentes en cualquier movimiento ideológico, por muy cargado que esté de buenas intenciones. Algunas de las normas bajo las que funciona la República de Gilead son caricaturas deformadas del ideario feminista más radical, como la demonización del culto a los cánones de belleza física o el modo ejemplarizante en que se ajusticia a los violadores.
A pesar de su visión con tintes críticos del “feminismo de manual”, o quizás precisamente por atreverse a hablar de estas cuestiones sin esconder nada bajo la alfombra ni devenir en panfleto, preveo que The Handmaid’s Tale puede ser una obra importante a la hora de poner sobre la mesa algunos que otros debates de género. Si atendemos al volumen y profundidad de análisis que está generando en internet, parece claro que ha logrado un mayor nivel de impacto social que por ejemplo Girls u Orange is the New Black, por el simple hecho de que, debido a su factura lujosa, su naturaleza de evento televisivo y también por estar encuadrada en el género de ciencia-ficción, es un producto con capacidad para llegar a un público que no acostumbra a consumir este tipo de historias (me da la sensación de que tanto Girls como Orange is the New Black hablan casi de manera exclusiva a una audiencia ya conversa de antemano).
TERCERA REFLEXIÓN: ¿A QUIÉN LE IMPORTA EL MUNDO REAL?
Para mí, la mayor bofetada de alerta que propina The Handmaid’s Tale no es contra el patriarcado, ni contra el fascismo, ni contra las contradicciones feministas, sino contra la clase media occidental. Cada vez que leo/oigo/veo a alguien referirse a la serie con cualquier variante de la frase “No estamos tan lejos de que ocurran cosas así”, me doy cuenta de hasta qué punto pone el dedo en la llaga. Porque no, no es que estemos lejos o cerca de que ocurran cosas así. Es que ESTÁN OCURRIENDO. Aunque ya he comentado antes que el planteamiento distópico de la serie me parecía un tanto inverosímil, los maltratos, abusos y violaciones que ilustra son tristemente extrapolables a nuestro mundo, sin demasiado esfuerzo. Están ocurriendo en Afganistán. En Irak. En Nepal. En Mali. En Pakistán. En Arabia Saudí. Están ocurriendo… pero en lugares que no nos interesan. Si The Handmaid’s Tale estuviera ambientada en la actual Arabia Saudí en lugar de en una Norteamérica futura, ¿quien cojones la vería? Casi nadie. Porque lo de Arabia Saudí son, al fin y al cabo, problemas de otras culturas y otros colores de piel.
Si lo que narra la serie nos afecta es porque su protagonista es una chica occidental en la que nos reconocemos. Así de crudo. La siniestra pero impepinable conclusión, pues, es que empatizamos más con una puñetera obra de ficción llena de actores y emitida por una multinacional (Metro Goldwyn Mayer en este caso), que con mujeres esclavizadas y torturadas, en tiempo real y a diario, a tres horas de avión de donde vivimos. La mayor bofetada de alerta que propina The Handmaid’s Tale es certificar algo que ya sabíamos, pero que conviene que nos repitan de cuando en cuando para que no se nos olvide: somos basura.
CUARTA REFLEXIÓN: ¿A QUIÉN LE IMPORTAN LOS FINALES REDONDOS?
La única pega que puedo ponerle a The Handmaid’s Tale es su desenlace. Al empezar este escrito he dicho que los ocho primeros episodios me parecían fenomenales. Eso es porque los dos últimos no me lo han parecido tanto, ni de lejos. De repente, tras haberlo hecho casi todo a la perfección, en los dos capítulos de cierre la serie se pega un tiro en el pie detrás de otro, cayendo en todos los tópicos de guión y dirección (esa cámara lenta con la protagonista caminando por la calle convertida en una especie de Caperucita badass…), en todos los efectismos inverosímiles, en todos los giros de thriller y en todos los «feel-good moments» que había logrado evitar hasta entonces. Leo en otro artículo que su última escena es calcada a la de la novela y a eso respondo que, aunque así sea, el final de una historia no se construye sólo en base a su última escena, sino también en base a cómo has llegado hasta ella. La serie concentra en sus tres primeras horas gran parte de las tramas principales del libro y a partir de ahí amplía personajes, trasfondo, diálogos, situaciones y quiebros argumentales, modificando la historia original y, por lo tanto, modificando también las connotaciones de su desenlace (queriendo o sin querer). Sencillamente, llegados a esa última escena tenemos ya demasiada información sobre demasiadas cosas como para meternos en la furgoneta negra junto a la protagonista y darnos por satisfechos.
Así pues, The Handmaid’s Tale me ha dejado cierta sensación de estupefacción. Ocho episodios que he disfrutado como una bestia, y otros dos en los que he arrugado la nariz unas cuantas veces. Me han quedado en la memoria los suficientes buenos momentos como para seguir considerándome fan, como para seguir pensando que es la mejor serie del 2017 (al menos hasta que vea la conclusión de The Leftovers) y como para estar deseando que estrenen cuanto antes la ya anunciada segunda temporada. Pero no puedo dejar de sentir, hasta cierto punto, la misma sensación que cuando tu equipo va ganando un partido de fútbol por 3-0 y en los minutos de descuento el contrario te marca dos goles… y no te empata de milagro.
Si el final de The Handmaid’s Tale me ha tocado las narices de este modo es porque, por supuesto y pese a todo, me parece una pieza de ficción de consumo imprescindible. Sólo las cosas que te llegan de verdad al tuétano tienen capacidad para hacerte enfadar cuando no cumplen por completo tus expectativas.
Ah, y también creo que me va a gustar todavía más el libro…