En la página 3 de Will to Power, el suplemento sobre parahumanos nazis del juego de rol Godlike, figura uno de los “disclaimers” más chorras que yo haya visto jamás en una publicación lúdica. Hay que decir que, por lo demás, Godlike es un excelente producto que mezcla superhéroes y Segunda Guerra Mundial con una arrebatadora sensación de realismo sucio (y un sistema de reglas muy divertido). Pero, en esa página 3, a los autores Dennis Detwiller y Greg Stolze se les fue un poco la castaña. Presas de un arranque de tontería paternalista, decidieron incluir una caja de texto en la que, con muy malas maneras, desaconsejaban a los jugadores hacerse superhéroes nazis. De hecho empezaban llamando directamente “idiotas” a quienes demostrasen tal interés, y luego desarrollaban más el concepto hasta acabar sugiriéndoles que buscasen ayuda psiquiátrica. Supongo que a Detwiller y Stolze les ponía nerviosos que alguien les acusara de banalizar un tema tan siniestro o de hacer apología del nazismo, y decidieron curarse en salud marcando territorio justificativo.
Mi recomendación es que no les hagais ni puñetero caso. Godlike es un juego dirigido a un público adulto al que se le suponen dos dedos de frente. Afirmar que resulta inadecuado llevar nazis en él equivale a decir que resulta inadecuado llevar imperiales en Star Wars, sectarios de Yog Sothoth en Cultos Innombrables, mafiosos en Omertà o centuriones en Cthulhu Invictus (el Imperio Romano y el Tercer Reich, por cierto: dos regímenes totalitarios y belicistas, cuya economía subsistía gracias a la mano de obra esclava y que perseguían a la gente por motivos étnico-religiosos…). Montar una partida de Godlike llevando superhéroes nazis no va a convertir a tus jugadores en simpatizantes arios, a menos que ya lo fuesen antes de sentarse a la mesa (en cuyo caso, igual el lugar en el que estás arbitrando tus partidas no es un club de rol tal como pensabas; mira a tu alrededor… ¿van todos rapados y con chaquetas bomber?). Bruno Ganz tampoco se volvió nazi por interpretar a Hitler en El Hundimiento (un papel que, asumo, le resultó algo más intensito que jugar una puñetera partida). No, lo único que debería preocuparte si te decides a ello es que la aventura que arbitres merezca la pena. La cruz de hierro o El puente, por ejemplo, son dos excelentes películas bélicas que, con los cambios necesarios, dan para tramas de Godlike bastante chulas.
Hay temáticas que la industria de los juegos de mesa aún no ha sido capaz de digerir. El nazismo es una de ellas, pero aquí cabrían también la esclavitud, el asesinato y muchas otras de las lindezas que los seres humanos nos hacemos mutuamente. ¿Por qué alguien querría jugar a un juego que plantease dichas temáticas? Bueno, con las mismas yo podría contestar repreguntando por qué alguien querría ver La lista de Schindler o leer American Psycho. O, ya que estamos, por qué alguien querría jugar a un juego sobre la Guerra Civil Española y su cuarto de millón de muertos (según los recuentos más benignos). Ah no, calla, es verdad: que te interese lo bélico está bien visto, con independencia de la destrucción humana y material generada. En cambio, que te interesen La matanza de Texas o Maniac te convierte en poco menos que un psicópata no diagnosticado.
El presente videotocho es la sublimación de otra idea que acabé descartando: hablar sobre juegos controvertidos en general. Finalmente preferí centrar un poco más el asunto en los nazis, entre otras cosas porque la inmensa mayoría de juegos de “temática extrema” que encontraba eran en realidad lo de siempre: los jugadores llevando a los buenos en una situación peliaguda. Así es por ejemplo Freedom: The Underground Railroad, uno de los títulos que iba a videotochar originalmente (y que acabaré reseñando de todos modos, en otro contexto, porque creo que lo merece). Al final, cosas como Dead of Winter acaban aportando una experiencia de juego más atrevida y oscura que la de la mayoría de títulos basados en hechos históricos; pero claro, Dead of Winter no suele ser percibido como un juego de temática polémica porque incluye zombies, que rebajan el tono y lo sitúan en el género fantástico (donde cabe de todo y nadie se queja nunca). Ahora bien, imaginemos un Dead of Winter sin muertos vivientes y ambientado en el ghetto de Varsovia en 1943. El mismo juego exacto, con las mismas mecánicas, pero anda que no cambiaría la cosa. Tranquilos, no veremos publicado algo así, al menos a corto plazo. A falta de que nos llegue la versión en tablero de This War of Mine a cambiar un poco el panorama, puede decirse que de momento los juegos de tablero siguen sin atreverse a explorar los rincones más sórdidos del alma humana.
Ya que cito los videojuegos, hay que reconocer que en esa industria se andan con muchas menos puñetas morales. Soy bastante analfabeto al respecto (ni me entero de lo que se publica, ni me interesa demasiado; empiezo a aburrirme a los 5 minutos de que me pongan un joystick en la mano), pero basta con rascar un poco en Google para darse cuenta de que la revolución temática del entretenimiento está viniendo más por ese flanco que por el de los juegos de mesa, que siguen siendo infinitamente más conservadores. ¿Nos imaginamos algo parecido a Grand Theft Auto o a Papers, Please en torno a un tablerito de cartón y unas cuantas barajas de cartas? Complicado, ¿verdad?
Quizás la simulación sensorial directa que proponen los videojuegos nos resulta menos ofensiva porque “se limita” a ilustrarnos un mundo tal como es, nos sumerge en él de manera virtual sin que necesitemos imaginarnos nada: le damos al botón y, voilà, estamos dentro. En cambio, los juegos de tablero utilizan abstracciones en forma de reglas y componentes físicos un tanto arcaicos (fichas, cartas, dados, miniaturas), que generan cierto distanciamiento y te obligan a hacer un esfuerzo inmersivo consciente (“Ok, así que estos cubitos de madera representan esclavos”), algo que puede resultar incómodo y que tiende a trivializar la temática tocada, sea cual sea. Porque al final, incluso en un juego de tono tan grave como Labyrinth, que trata la guerra contra el terrorismo yihadista, lo que estás haciendo es jugar cartas molonas; y seguro que durante la partida se te escapa algún chistecito sobre Bin Laden y los atentados suicidas. O sea, te estás divirtiendo con cosas que teóricamente no deberían parecerte divertidas.
De hecho, la mayoría de juegos de tablero que siquiera rozan temas truculentos optan por ignorarlos o blanquearlos. Dejemos de lado la cuestión de la esclavitud como motor económico común a muchos eurogames (algo de lo que ya hablo en el videotocho), y tomemos como ejemplo en cambio a Pandemic, uno de los títulos mejor valorados a día de hoy por la comunidad jugona. Pandemic va sobre el estallido de un virus con potencial para exterminar a toda la humanidad, y sin embargo las palabras “enfermo”, “víctima” o “muerto” ni siquiera se pronuncian en su reglamento (vamos, igual sí que aparecen en algún párrafo perdido, pero yo no lo recuerdo). Ni en su caja. Ni en ninguna de sus cartas. Por supuesto, el juego tampoco contiene una sola ilustración en la que se vea aunque sea una cama de hospital, y su portada está ocupada por diversos médicos y operarios en actitud heroica (la portada de Pandemic Iberia, variante del original ambientada en España a mediados del s. XIX, tiene aún más guasa: en ella aparecen una enfermera sonriente y un científico mirando por un microscopio; parece el póster de una telenovela de época). El tema chungo se convierte así en familiar a base de barrer lo sórdido bajo la alfombra. Que, ojo, no lo critico de por sí. Pero me gustaría que también existieran juegos que cubriesen la otra posibilidad: la de tratar una pandemia mortal como lo que es, sin paños calientes y con mecánicas que obligasen a los jugadores a tomar decisiones éticas difíciles.
Hace tiempo, investigando en BoardGameGeek para ilustrar este videotocho, localicé un juego que me llamó la atención (y que al final se me pasó mencionar). Se llama Train, lo diseñó Brenda Brathwaite en 2009 y es casi inencontrable. De hecho, nunca se ha llegado a producir más allá de algún prototipo y no creo que su autora tuviera intención de venderlo, sino que más bien se lo planteó como una especie de instalación artística. En Train los jugadores deben llenar sus trenes de pasajeros de la manera más eficiente posible, y luego llevarlos hasta su destino, que es desconocido. Por el camino se van jugando cartas para entorpecer/favorecer el movimiento de los demás jugadores. Una vez que uno de los trenes alcanza el final de la línea, se da la vuelta a otra carta y se descubre que la estación de destino es Auschwitz, momento en el cual los jugadores deben decidir si dan la partida por terminada o si siguen jugando. Hasta donde sé, el juego ni siquiera explica cuáles son las condiciones de victoria. Train resulta interesante como idea, pero al carecer de los mecanismos de un juego completamente acabado creo que su planteamiento se queda a medio camino. Funciona más por el “shock value” de dar la vuelta a la carta de Auschwitz que otra cosa. Genera empatía, pero no genera debate.
A mí me interesan mis zonas oscuras, y creo que los juegos de mesa podrían ser un vehículo excelente para pasearme por ellas. Quiero juegos que no escurran el bulto, que me planteen dilemas morales, que me obliguen a reflexionar hasta el punto de modificar mi manera de jugar para hacer lo “correcto” antes que lo “práctico”. O, por qué no, que me lleven a la esquina contraria, a ese lugar realmente jodido en el que habitan personajes como el Harry Lime de El tercer hombre. Recordemos la escena de la noria, cuando Lime está en las alturas junto a su ex-amigo Holly Martins y de pronto se pone a señalar a la gente que camina por el parque bajo ellos y le dice aquello de “Mira ahí abajo… ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? ¿Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara, me dirías que me guardase mi dinero… o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? Y libre de impuestos amigo, libre de impuestos.”
Pues sí, a mí me interesaría jugar alguna tarde a ser Harry Lime.