Divertirse con las desgracias ajenas

En la página 3 de Will to Power, el suplemento sobre parahumanos nazis del juego de rol Godlike, figura uno de los “disclaimers” más chorras que yo haya visto jamás en una publicación lúdica. Hay que decir que, por lo demás, Godlike es un excelente producto que mezcla superhéroes y Segunda Guerra Mundial con una arrebatadora sensación de realismo sucio (y un sistema de reglas muy divertido). Pero, en esa página 3, a los autores Dennis Detwiller y Greg Stolze se les fue un poco la castaña. Presas de un arranque de tontería paternalista, decidieron incluir una caja de texto en la que, con muy malas maneras, desaconsejaban a los jugadores hacerse superhéroes nazis. De hecho empezaban llamando directamente “idiotas” a quienes demostrasen tal interés, y luego desarrollaban más el concepto hasta acabar sugiriéndoles que buscasen ayuda psiquiátrica. Supongo que a Detwiller y Stolze les ponía nerviosos que alguien les acusara de banalizar un tema tan siniestro o de hacer apología del nazismo, y decidieron curarse en salud marcando territorio justificativo.

Mi recomendación es que no les hagais ni puñetero caso. Godlike es un juego dirigido a un público adulto al que se le suponen dos dedos de frente. Afirmar que resulta inadecuado llevar nazis en él equivale a decir que resulta inadecuado llevar imperiales en Star Wars, sectarios de Yog Sothoth en Cultos Innombrables, mafiosos en Omertà o centuriones en Cthulhu Invictus (el Imperio Romano y el Tercer Reich, por cierto: dos regímenes totalitarios y belicistas, cuya economía subsistía gracias a la mano de obra esclava y que perseguían a la gente por motivos étnico-religiosos…). Montar una partida de Godlike llevando superhéroes nazis no va a convertir a tus jugadores en simpatizantes arios, a menos que ya lo fuesen antes de sentarse a la mesa (en cuyo caso, igual el lugar en el que estás arbitrando tus partidas no es un club de rol tal como pensabas; mira a tu alrededor… ¿van todos rapados y con chaquetas bomber?). Bruno Ganz tampoco se volvió nazi por interpretar a Hitler en El Hundimiento (un papel que, asumo, le resultó algo más intensito que jugar una puñetera partida). No, lo único que debería preocuparte si te decides a ello es que la aventura que arbitres merezca la pena. La cruz de hierro o El puente, por ejemplo, son dos excelentes películas bélicas que, con los cambios necesarios, dan para tramas de Godlike bastante chulas.

Hay temáticas que la industria de los juegos de mesa aún no ha sido capaz de digerir. El nazismo es una de ellas, pero aquí cabrían también la esclavitud, el asesinato y muchas otras de las lindezas que los seres humanos nos hacemos mutuamente. ¿Por qué alguien querría jugar a un juego que plantease dichas temáticas? Bueno, con las mismas yo podría contestar repreguntando por qué alguien querría ver La lista de Schindler o leer American Psycho. O, ya que estamos, por qué alguien querría jugar a un juego sobre la Guerra Civil Española y su cuarto de millón de muertos (según los recuentos más benignos). Ah no, calla, es verdad: que te interese lo bélico está bien visto, con independencia de la destrucción humana y material generada. En cambio, que te interesen La matanza de Texas o Maniac te convierte en poco menos que un psicópata no diagnosticado.

El presente videotocho es la sublimación de otra idea que acabé descartando: hablar sobre juegos controvertidos en general. Finalmente preferí centrar un poco más el asunto en los nazis, entre otras cosas porque la inmensa mayoría de juegos de “temática extrema” que encontraba eran en realidad lo de siempre: los jugadores llevando a los buenos en una situación peliaguda. Así es por ejemplo Freedom: The Underground Railroad, uno de los títulos que iba a videotochar originalmente (y que acabaré reseñando de todos modos, en otro contexto, porque creo que lo merece). Al final, cosas como Dead of Winter acaban aportando una experiencia de juego más atrevida y oscura que la de la mayoría de títulos basados en hechos históricos; pero claro, Dead of Winter no suele ser percibido como un juego de temática polémica porque incluye zombies, que rebajan el tono y lo sitúan en el género fantástico (donde cabe de todo y nadie se queja nunca). Ahora bien, imaginemos un Dead of Winter sin muertos vivientes y ambientado en el ghetto de Varsovia en 1943. El mismo juego exacto, con las mismas mecánicas, pero anda que no cambiaría la cosa. Tranquilos, no veremos publicado algo así, al menos a corto plazo. A falta de que nos llegue la versión en tablero de This War of Mine a cambiar un poco el panorama, puede decirse que de momento los juegos de tablero siguen sin atreverse a explorar los rincones más sórdidos del alma humana.

Ya que cito los videojuegos, hay que reconocer que en esa industria se andan con muchas menos puñetas morales. Soy bastante analfabeto al respecto (ni me entero de lo que se publica, ni me interesa demasiado; empiezo a aburrirme a los 5 minutos de que me pongan un joystick en la mano), pero basta con rascar un poco en Google para darse cuenta de que la revolución temática del entretenimiento está viniendo más por ese flanco que por el de los juegos de mesa, que siguen siendo infinitamente más conservadores. ¿Nos imaginamos algo parecido a Grand Theft Auto o a Papers, Please en torno a un tablerito de cartón y unas cuantas barajas de cartas? Complicado, ¿verdad?

Quizás la simulación sensorial directa que proponen los videojuegos nos resulta menos ofensiva porque “se limita” a ilustrarnos un mundo tal como es, nos sumerge en él de manera virtual sin que necesitemos imaginarnos nada: le damos al botón y, voilà, estamos dentro. En cambio, los juegos de tablero utilizan abstracciones en forma de reglas y componentes físicos un tanto arcaicos (fichas, cartas, dados, miniaturas), que generan cierto distanciamiento y te obligan a hacer un esfuerzo inmersivo consciente (“Ok, así que estos cubitos de madera representan esclavos”), algo que puede resultar incómodo y que tiende a trivializar la temática tocada, sea cual sea. Porque al final, incluso en un juego de tono tan grave como Labyrinth, que trata la guerra contra el terrorismo yihadista, lo que estás haciendo es jugar cartas molonas; y seguro que durante la partida se te escapa algún chistecito sobre Bin Laden y los atentados suicidas. O sea, te estás divirtiendo con cosas que teóricamente no deberían parecerte divertidas.

De hecho, la mayoría de juegos de tablero que siquiera rozan temas truculentos optan por ignorarlos o blanquearlos. Dejemos de lado la cuestión de la esclavitud como motor económico común a muchos eurogames (algo de lo que ya hablo en el videotocho), y tomemos como ejemplo en cambio a Pandemic, uno de los títulos mejor valorados a día de hoy por la comunidad jugona. Pandemic va sobre el estallido de un virus con potencial para exterminar a toda la humanidad, y sin embargo las palabras “enfermo”, “víctima” o “muerto” ni siquiera se pronuncian en su reglamento (vamos, igual sí que aparecen en algún párrafo perdido, pero yo no lo recuerdo). Ni en su caja. Ni en ninguna de sus cartas. Por supuesto, el juego tampoco contiene una sola ilustración en la que se vea aunque sea una cama de hospital, y su portada está ocupada por diversos médicos y operarios en actitud heroica (la portada de Pandemic Iberia, variante del original ambientada en España a mediados del s. XIX, tiene aún más guasa: en ella aparecen una enfermera sonriente y un científico mirando por un microscopio; parece el póster de una telenovela de época). El tema chungo se convierte así en familiar a base de barrer lo sórdido bajo la alfombra. Que, ojo, no lo critico de por sí. Pero me gustaría que también existieran juegos que cubriesen la otra posibilidad: la de tratar una pandemia mortal como lo que es, sin paños calientes y con mecánicas que obligasen a los jugadores a tomar decisiones éticas difíciles.

Hace tiempo, investigando en BoardGameGeek para ilustrar este videotocho, localicé un juego que me llamó la atención (y que al final se me pasó mencionar). Se llama Train, lo diseñó Brenda Brathwaite en 2009 y es casi inencontrable. De hecho, nunca se ha llegado a producir más allá de algún prototipo y no creo que su autora tuviera intención de venderlo, sino que más bien se lo planteó como una especie de instalación artística. En Train los jugadores deben llenar sus trenes de pasajeros de la manera más eficiente posible, y luego llevarlos hasta su destino, que es desconocido. Por el camino se van jugando cartas para entorpecer/favorecer el movimiento de los demás jugadores. Una vez que uno de los trenes alcanza el final de la línea, se da la vuelta a otra carta y se descubre que la estación de destino es Auschwitz, momento en el cual los jugadores deben decidir si dan la partida por terminada o si siguen jugando. Hasta donde sé, el juego ni siquiera explica cuáles son las condiciones de victoria. Train resulta interesante como idea, pero al carecer de los mecanismos de un juego completamente acabado creo que su planteamiento se queda a medio camino. Funciona más por el “shock value” de dar la vuelta a la carta de Auschwitz que otra cosa. Genera empatía, pero no genera debate.

A mí me interesan mis zonas oscuras, y creo que los juegos de mesa podrían ser un vehículo excelente para pasearme por ellas. Quiero juegos que no escurran el bulto, que me planteen dilemas morales, que me obliguen a reflexionar hasta el punto de modificar mi manera de jugar para hacer lo “correcto” antes que lo “práctico”. O, por qué no, que me lleven a la esquina contraria, a ese lugar realmente jodido en el que habitan personajes como el Harry Lime de El tercer hombre. Recordemos la escena de la noria, cuando Lime está en las alturas junto a su ex-amigo Holly Martins y de pronto se pone a señalar a la gente que camina por el parque bajo ellos y le dice aquello de “Mira ahí abajo… ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? ¿Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara, me dirías que me guardase mi dinero… o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? Y libre de impuestos amigo, libre de impuestos.”

Pues sí, a mí me interesaría jugar alguna tarde a ser Harry Lime.

El que susurra desde detrás de las pantallas

Hubo un tiempo en el que yo odiaba con toda mi alma La llamada de Cthulhu, el que hoy en día es sin ninguna duda mi juego de rol favorito. En cierto modo he estado siempre peleado con su reglamento, ese sistema de porcentajes plano, árido y caprichoso (¿Qué otro juego tiene “Tamaño” como característica?). Por eso pocas veces lo he utilizado, prefiriendo en su lugar otros más coloristas y peliculeros como Nemesis, Mundo de Tinieblas o Realms of Cthulhu (que corre sobre el chasis de mi adorado Savage Worlds). En aquellos tiempos, no obstante, si odiaba La llamada de Cthulhu era simplemente por lo que significaba. Lo detestaba con la irracionalidad adolescente de alguien que se había formado como rolero a base de Dungeons & Dragons, Traveller y Paranoia. En mi cabeza, esos tres juegos eran punk, mientras que La llamada de Cthulhu era música de ascensor. En las jornadas Día de Joc, y demás citas roleras de mediados de los 80, los jugadores de Cthulhu solían mirar a los dungeoneros con cierta condescendencia, como si nosotros fuéramos trasgos y ellos una especie de super-humanos, más inteligentes y poseedores de un saber oculto y ancestral que no podían compartir.

Los jugadores de Cthulhu se pasaban el día resolviendo sofisticados enigmas investigativos a base de recorrer caserones abandonados con ayuda de una linterna, visitar bibliotecas y consultar tomos arcanos. O sea, se pasaban el día “molando”. Los dungeoneros, por contra, éramos unos cafres descerebrados que sólo saqueábamos mazmorras, matando en el proceso a todo bicho viviente (o no muerto) que nos salía al paso. Ocupábamos el escalafón menos evolucionado de la pirámide rolera; y espérate, que con la llegada de Vampiro el asunto aún se puso más elitista: hubo a quien hasta le dio por decir que D&D no era rol…

Así las cosas, menospreciar La llamada de Cthulhu era para mí casi una cuestión de principios. Incluso cuando dirigía partidas de terror, evitaba todo lo lovecraftiano en la medida de lo posible para decantarme por el más clásico Chill, que tiraba de vampiros, fantasmas, momias, zombis, licántropos y demás antagonistas estilo peli de la Hammer. Sin embargo, Chill rara vez lograba el efecto que yo buscaba: toda su galería de monstruos estaba tan trillada que costaba un mundo sorprender y asustar a los jugadores. Faltaba algo consustancial al género de terror: el miedo a lo desconocido. Tras un par de partidas, de hecho, llegué a la conclusión de que el terror estaba muy bien para el cine y la literatura, pero que en cambio no era la ambientación más adecuada para jugar a rol. Me volví a la zona de confort de mis dragones y mis naves espaciales.

Por suerte, a principios de los 90 un par de amigos, Salva G. Toll y Miguel Antón, se dieron cuenta de que yo era un alma descarriada necesitada de terapia de choque (no podía ser que alguien cuyo género favorito era el terror le tuviese una tirria tan cargada de prejuicios a La llamada de Cthulhu), y no pararon hasta poner en mis manos un ejemplar de The Unspeakable Oath, un pequeño fanzine escrito por una peña de chiflados cthulhianos de Columbia, Missouri. Contra pronóstico, como si fuera un hechizo, The Unspeakable Oath me hipnotizó hasta el punto de hacer dar un giro de 180 grados a mi opinión respecto a La llamada de Cthulhu. John Tynes, Dennis Detwiller, John Crowe, Blair Reynolds, Mark Morrison, Scott Aniolowski y las demás firmas que sacaban adelante cada número de TUO (con una periodicidad aún más errática que la mía haciendo Videotochos) demostraban una pasión absolutamente contagiosa por el universo de Lovecraft, aparte de un talento descomunal para escribir reseñas, minuciosos artículos de reglas y, sobre todo, aventuras memorables.

Aquellos textos me hicieron, por fin, comprender y aceptar todos los motivos por los que el trasfondo de los mitos de Cthulhu le daba sopas con honda al de cualquier otro universo de terror (cósmico o no) convertido en juego de rol. Tras muchos años de evitar toda exposición a La llamada de Cthulhu, fallé con estrépito mi tirada de cordura y me tuve que rendir a la evidencia. Antes incluso de terminar de leer el primer número (que luego he releído muchas, muchas veces), ya estaba enganchado sin remedio. En realidad, a mí me seguía pareciendo que el juego de Chaosium tenía poco que ver con H. P. Lovecraft (un escritor que siempre me había gustado, por otra parte). O, al menos, que ambas fuentes mantenían el mismo tipo de relación epidérmica que D&D mantenía respecto a Tolkien. Los relatos de Lovecraft son desesperanzados, completamente antiheróicos y desprovistos del más mínimo fetichismo por lo sobrenatural. En La llamada de Cthulhu, en cambio, los personajes tienden a acumular cualquier objeto mágico o grimorio prohibido que se encuentran, y consideran la dinamita como el mejor método para resolver cualquier conflicto en el que haya sectarios implicados. O sea, que podemos decir que La llamada de Cthulhu inventó un subgénero nuevo, fusión de Lovecraft y de peripecias semi-pulp estilo Indiana Jones. El asunto estaba en que, ahora, había caído en la cuenta de que esa pirotécnica mezcla era la hostia de divertida (aunque tengo bastante claro que horrorizaría al escritor de Providence).

Como suele decirse “no hay nada más radical que un converso” así que, en cuestión de semanas, La llamada de Cthulhu pasó de ser un juego que yo ignoraba a convertirse en una obsesión. Empecé a comprarme y devorar todos los manuales a los que podía echar el guante. Por aquellas mismas fechas, el equipo creativo detrás de The Unspeakable Oath decidió lanzarse a por proyectos más ambiciosos, y a través de Pagan Publishing, su propia editorial, se puso a publicar suplementos y aventuras no oficiales. Fue como la tormenta perfecta para mí porque, como no podía ser de otro modo, todo lo que sacaban al mercado era oro puro: desde módulos cortos como Grace Under Pressure o Devil’s Children hasta campañas largas como Walker in the Wastes o Coming Full Circle, pasando por libros de trasfondo como Delta Green o The Golden Dawn. Material adulto, excelentemente escrito y documentado, y siempre mucho más pendiente de la parte narrativa y dramática de una partida de rol que de las mecánicas. Podríamos decir que Pagan Publishing se adelantó veinte años a lo que acabarían haciendo Kenneth Hite y Pelgrane Press con El rastro de Cthulhu.

De todos los libros editados en aquella época por la gente de Pagan, guardo un especial cariño por Walker in the Wastes, campañote-mamotreto de más de doscientas páginas, en cuerpo de letra 8 y con unos textos que alimentaban como un chuletón de dos kilos (contenía ideas para desarrollar aventuras secundarias en casi cada párrafo). Walker in the Wastes había sido diseñada teniendo en mente a los Guardianes de los Arcanos más veteranos, pese a lo cual fue la primera campaña de Cthulhu que arbitré, como el inconsciente que era. Qué queréis que os diga, yo tenía 26 años y todo me parecía fácil.

Pero eso no fue todo, ni de lejos. Como seguía sin gustarme el sistema Chaosium, me lié la manta a la cabeza y decidí utilizar el reglamento de Vampire: The Masquerade, rediseñándolo de arriba a abajo para cubrir mis necesidades. Aún hoy conservo dos cajas llenas hasta los topes de carpetas con todas las reglas caseras que fui inventando antes y durante la campaña (reglas de drogadicción, de artes marciales, de hipotermia, de dogfights aéreos, tablas para simular los efectos del crack bursátil del 29 en los PJs, una adaptación a wargame hexagonado para simular el asalto con efectivos del FBI a una base de cultistas en Alaska…); y a eso hay que sumarle la ingente cantidad de material de documentación histórica que llegué a reunir sobre los diversos temas, lugares y sucesos que cubre la campaña (y que no venían explicados en el propio módulo, claro). Porque en 1994, cuando querías saber cómo era un barco de exploración ártica del siglo XIX, no podías «googlearlo», sino que te tenías que ir a la biblioteca y pasarte la tarde leyendo y fotocopiando páginas de enciclopedias. De alguna manera, preparar una campaña cthulhiana en los años 90 era parecido al tipo de investigación que llevan a cabo los personajes de una partida de La llamada de Cthulhu: vas a la biblioteca y haces una tirada de Library Use.

Walker in the Wastes nos duró cuatro años de juego ininterrumpido, a un ritmo de entre una y tres sesiones semanales, con ese nivel de entrega y disciplina por parte de todos los jugadores que sólo se contempla cuando estás en plena veintena (a medida que vas ganando canas, cuesta más sacar tiempo para este tipo de proyectos roleros locos). Tuvo sus altibajos, en parte fruto de mi inexperiencia como Guardián de los Arcanos. Sin duda fue demasiado larga y ambiciosa (me saqué de la manga una subtrama en Viena, que la acabó estirando de manera algo innecesaria seis meses más), y es bastante probable que mis variantes al sistema de juego estuviesen descompensadísimas; pero, del mismo modo, me apuesto mi colección de dados poliédricos a que los seis jugadores principales que tomaron parte en ella (Pere, Miguel, Marta, Dicky, Xavi y Ramón), la recuerdan como una de sus experiencias lúdicas definitivas. Para mí desde luego lo fue.

Veinte años después de aquello, y pese a haber jugado otras doscientas partidas de rol desde entonces, seguimos recordando “El Walker” por encima de todas las demás: las sesiones hasta horas intempestivas de la madrugada en día laboral, las frases míticas de los PJs (tengo libretas y libretas llenas de ellas; las apuntábamos TODAS) y las docenas de escenas cumbre: el prólogo estilo La cosa con el ataque del Yigue en la península de Adelaida, la infiltración en la base de las islas Kuriles, la trágica muerte de Molly Mulligan por empeñarse en seguir una pista falsa absurda, la persecución en el desierto de Irak disparando una ametralladora Vickers desde la trasera de un camión, el puto pavor que daba el villano Reinhold Blair en cada una de sus apariciones, la pifia al traducir del chino el conjuro de Resurrección (que, en lugar de devolver la vida a uno de los PJs, lo convirtió en vampiro), la entrada de Calloway en el sanpan de los sectarios en Shanghai disparando una lluvia de plomo con sus dos pistolas Colt 1911, los fantasmagóricos restos del barco Erebus varado en medio de los hielos del ártico… momentazos que, cada vez que los recuerdo, vuelven a ponerme los pelos de punta. Aún hoy, Walker in the Wastes es el estándar contra el que comparamos cualquier otra partida de rol. Todo lo juzgamos en base a si nos ha parecido “mejor o peor que el Walker”. Tal fue el impacto que nos dejó.

Así que Pagan Publishing me abrió los ojos, haciéndome ver que La llamada de Cthulhu era el mejor juego de rol de terror jamás habido. No lo es por su sistema de porcentajes, ni por su exótica ambientación en los años 20 y 30, ni siquiera por el excelente catálogo de aventuras del que dispone. Es el mejor porque es el único que, tiroteos con Tommy Guns aparte… cuando tiene que dar miedo, da verdadero miedo. El suyo es un universo poblado por criaturas imposibles no ya de derrotar, sino en muchas ocasiones incluso de describir o comprender, y por investigadores que, en comparación, son falibles e insignificantes (por mucha dinamita que acumulen). Esa es una base excelente sobre la que trabajar, porque trata el miedo como una sensación visceral más allá del ámbito de la razón, y no como un ejercicio de estilo autoconsciente (que es en lo que caen casi siempre Kult, Ravenloft o Mundo de tinieblas, por poner tres ejemplos de ambientaciones que son “terroríficas” más por la forma que por el fondo). En mi partida más reciente de Cthulhu Invictus, sin ir más lejos, uno de los jugadores llegó a sentir tal nivel de mal rollo (no hablo de llevarse un sustazo puntual, sino de tener una sensación de escalofrío constante), que acabó cambiando su silla de sitio a media sesión, para no seguir dándole la espalda al pasillo a oscuras.

Eso es lo que tiene La llamada de Cthulhu, eso es lo que sigue teniendo tras cuatro décadas de historia sin haber pasado de moda. Por lo tanto, eso es lo que justifica el siguiente Videotocho reseñando la 7ª edición.

Diviértete y calla

Demasiado a menudo, el término “divertido” es utilizado como sinónimo de “menor” a la hora de juzgar cultura. Decía Raúl Minchinela en una de sus imprescindibles Reflexiones de Repronto, en la que analizaba las diferencias entre esos constructos a los que llamamos “alta cultura” (la música clásica, la pintura, la escultura…) y “baja cultura” (el cine de género, el pop, los comics, los juegos…) que una de las diferencias básicas entre ambas categorías es que la baja cultura abraza un discurso de la diversión, mientras que la alta cultura lo rechaza. La alta cultura busca sublimarnos por encima de lo que nos hace humanos, llevarnos a tener una experiencia mariana ante “las grandes obras” (si nos da el síndrome de Stendhal mirando el Guernica, es que hemos triunfado), y por lo tanto cosas tan pedestres como la risa o el mero “pasarlo bien” son generalmente desdeñadas. Al reseñar un tebeo de Spiderman prima decir si es o no divertido, ese es el parámetro principal que marca su calidad, y en cambio nunca se nos ocurriría usar la diversión como tema central de un ensayo literario sobre, por ejemplo, El guardián entre el centeno de Salinger (y cito este libro en concreto porque precisamente, consideraciones místicas aparte, si algo bueno tiene es que es divertidísimo). Quizás esto nos lleve a entender mejor porqué Chaplin o los Hermanos Marx sólo recibieron Oscars honoríficos a lo largo de su carrera. Ser divertido siempre ha cotizado a la baja. Si los Emmy no diferenciasen entre Mejor drama y Mejor comedia en sus premios, probablemente Frasier no hubiera ganado ninguna de las cinco estatuillas que consiguió.

Dentro del mundo de los juegos, que vive acomplejado y en permanente búsqueda de reconocimiento cultural, pasa algo similar. Cuando se quiere rebajar la supuesta calidad de un título se suele decir “pse… es divertido”, como si lograr hacer descojonar de la risa a un grupo de cuatro personas durante dos horas de partida fuera tan fácil como chasquear los dedos. O como si la diversión no fuera un ideal deseable en sí mismo sino un efecto colateral menor. Por ejemplo, en el género de los juegos de rol, Dungeons & Dragons siempre ha tenido que aguantar ser considerado un mero “juego divertido” frente a expresiones roleras supuestamente más elevadas como El rastro de Cthulhu o Rolemaster. Recuerdo cómo, en los 90, ciertos jugadores de Vampiro solían mirarnos a los dungeoneros por encima del hombro, en plan “estas dragonadas vuestras son entrañables, pero lo que nosotros hacemos es rol serio, ROL DE VERDAD”; y si hablamos de juegos de mesa, los ameritrash y los wargames de miniaturas de fantasía son en general vistos como productos “para niños grandes” frente a “prodigios mecánicos” (LOL) como Caylus o “simulaciones hiper-realistas” (RELOL) como Advanced Squad Leader. Por si no fuera suficiente, los ultras de los eurogames y de los wargames históricos también se reparten cera entre ellos, refiriéndose a los juegos del otro como “juegos de cubitos” y “juegos de cartoncitos”, respectivamente. ¿Qué tienen en común todos estos prejuicios? En efecto: banalizar aquello que no nos gusta señalándolo como una gilipollez porque es, simplemente, divertido.

Ese es uno de los motivos por los que este videotocho (en dos partes), que originalmente iba a ser un Top de mis juegos favoritos, se acabó convirtiendo en un Top de los juegos con los que me he divertido más en mi vida. Ambas cosas parecen lo mismo, pero no lo son. Las mecánicas ocultas de Twilight Struggle me maravillan en cada nueva partida, pero me he divertido mil veces más jugando a un festival tira-dados como Last Night on Earth, por ejemplo. ¿Cuál de las dos sensaciones es mejor? A mí me parecen igual de válidas, igual de chulas y de plenas, pero dado que todo el mundo parece considerar superior la primera, yo me he decantado por prestarle atención a la segunda. Además, el tema de la diversión me permite incluir en la lista varios juegos poco previsibles (ni yo mismo me esperaba que Titularing acabaría superando el corte) y también hablar de algunos aspectos tangenciales relacionados con la experiencia lúdica: a veces un juego es tan bueno como el grupo con el que lo has jugado, o como las circunstancias en que lo has jugado. A veces lo divertido ni siquiera es jugarlo en sí, sino planificar la partida o incluso coleccionarlo. Usar el baremo de la diversión por encima de la calidad intrínseca me ha obligado a reflexionar a fondo acerca de por qué me gustan los juegos, y ha hecho aflorar aspectos de la experiencia jugona de los que no era del todo consciente.

Los juegos de mesa aún están en una época de crecimiento y exploración como ítems culturales, y me parece un error seguir el mismo camino elitista por el que han tirado el cine o la literatura, con su rollo macabeo de los géneros mayores y menores. La diversión y el entretenimiento son fines en sí mismos absolutamente válidos al crear cultura. Saber divertir al prójimo es MUY jodido y tiene MUCHO mérito, y al que le parezca una habilidad sencilla o trivial que me componga ahora mismo un puto Dueling Banjos, o que me escriba La venganza de Don Mendo, o que me diseñe un Cosmic Encounter. O que se calle.

El BROMAZO del 28D: ¡Nuevo videotocho! La 2ª parte de la lista sobre los 13 juegos con los que más he loleado ever.

Odio los juegos de ovejitas

Uno de los efectos colaterales que está teniendo el actual “zeitgeist” lúdico, en el que proliferan los blogs y los canales de You Tube que ofrecen reseñas sobre juegos, es que la especialización no acaba de caer bien. Hoy en día, para tener credibilidad al hacer crítica de juegos de tablero, tienes que parecer lo más ecléctico posible. Es lo mismo que ocurre en la crítica músical, cinematográfica o gastronómica: puedes demostrar un criterio infalible y un conocimiento enciclopédico hablando sobre cine fantástico, pero si no dejas claro que también te gustan los musicales de Fred Astaire y los dramas iranies, jamás conseguirás hacerte respetar al mismo nivel que un crítico de periódico. Sólo hay que ver la injusta diferencia de estatus y de caché entre, por ejemplo, Carlos Boyero y Jordi Costa (supongo que no hace falta que aclare de cuál de los dos me fío más).

En los juegos de mesa, ese sesgo llama más la atención porque ha empezado a ocurrir en tiempos recientes, cuando la cifra de títulos editados al año se ha disparado y el sector ha adquirido visibilidad. Pero por lo demás, es lo mismo. Hoy en día, si te dedicas a reseñar juegos parece que no puedas confesar que algunos géneros y subtipos sencillamente te la rempampinflan. Se te exige que juegues a todo y que te guste todo (el socorrido mantra de “No hay juegos malos”). Se espera de ti que de vez en cuando reseñes un party game, o hagas un “Especial juegos para los más pequeños”, o algo igual de didáctico y que deje claro que tú no te privas de nada, que disfrutas el universo de los juegos A TOPE, con un maximalismo orgiástico; y, por supuesto, si algún día se te ocurre hacer público un ranking de tus títulos “Top”, asegúrate de que sea tan variado como una ensalada vegana (confieso que yo aún no he encontrado el modo de alcanzar el estado de nirvana mental que hace falta para ser capaz de comparar el Pingüinos & Cia y el Twilight Struggle en una misma lista; seguiré esforzándome).

Me considero en general bastante flexible a la hora de ponerme a jugar. Soy una especie de punto intermedio entre mis amigos wargamers, eurofans y ameritrashers; y el pasado fin de año me llevé mi Código Secreto a Ferrol, a casa de mi “amiga no-jugona” Amaia, y triunfé: lloramos de risa echando una partida detrás de otra hasta que se nos hizo de día. Aún así me considero un jugador especializado, y al igual que todo quisque tengo filias y fobias. Entre las segundas se cuentan los juegos familiares y los muevecubos con temática de granjeros, ovejas y zanahorias. En mi listado de diez juegos preferidos (el día que lo decida hacer) habrán probablemente dos o tres títulos de Games Workshop, otros tantos wargames de Segunda Guerra Mundial y quizás algún cajómetro enorme de Fantasy Flight lleno de miniaturas de plástico. Lo que estoy bastante seguro que no habrá, ya lo digo ahora para evitar sustos, es ninguna variante del Cocoricó-Cocorocó, del Fantasma Blitz ni del Pictionary.

A ver, que no me estoy burlando de esos juegos. Sólo es que me la traen al fresco, nada más. No considero mi criterio como más elevado ni mejor que el de nadie… pero es el mío. Ni soy ni tengo intención de parecer equidistante, y desde luego no voy del palo “me gusta jugar a todo”. Por ejemplo, la mayoría de juegos de adivinar palabras me parecen intercambiables. Los jugaba hace 30 años abriendo páginas al azar de un diccionario y ahora me da la impresión de que alguien ha impreso esas palabras en unas tarjetas, las ha metido en una caja junto con un reloj de arena y os las está vendiendo por 25 euros. Si hablamos de productos con un poquito más de enjundia, no soporto el Carcassonne, el 7 Wonders ni el Aventureros al Tren. Sí, soy consciente de que para la mayoría de jugones es como si estuviera diciendo que no soporto a los minusválidos o a los refugiados sirios, pero qué le voy a hacer, esos tres títulos me producen una pereza no euclidiana, hasta el punto de que prefiero no jugar a nada antes que jugar a cualquiera de ellos (en parte es porque los tengo ya muy quemados, pero en realidad sus mecánicas tampoco me han parecido nunca la bomba). Aún más gordo: jamás he probado el Agrícola… y oye, tan pancho. No, no me interesa (la inmersión temática es importante para mí incluso en un juego abstracto; y la temática de Agrícola hace que me falte el aire sólo de pensar en dedicarle tres horas de partida). ¿Cómo te quedas? Sí, la conclusión obvia es que tengo prejuicios. Pero oye, no te preocupes porque tú también los tienes; y seguro que tampoco has jugado nunca a alguno de mis juegos de cabecera. ¿Has probado el D-Day Dice? ¿Y el W1815? ¿Y el Nuklear Winter 68? Pues ya está. Relájate, leñe, que esto es la mar de grande y aquí cabemos todos.

Lo que acabo de contar viene a colación de que, en la intro del videotocho que acompaña a este artículo, hay un momento en el que me pongo pedante y condescendiente, para qué negarlo. En concreto, me ocurre entre el minuto 1:40 y el 2:45, cuando digo que yo no reseño party games (excepción: sí que podría llegar a reseñar alguno de roles ocultos elaborados, estilo La Resistencia) ni juegos de contar ovejitas, y que para jugarlos tendría que alcoholizarme antes. Es probable que los fans de Sheepland y Una noche el Hombre Lobo se sientan ofendidos ante tal comentario. De hecho, estuve a punto de cortar esa parte o añadir un “disclaimer” aclaratorio para quitarle hierro. Porque, bueno, esto es You Tube y en el fondo todo el mundo quiere caerle bien a su audiencia, y tal. Pero luego pensé que, oye, al fin y al cabo soy como soy, y que de hecho está bien desnudarse y dar opiniones fuertes en las que crees. Tampoco es que sea tan original, hago lo que hace todo el mundo en una charla de carajillo con los colegas: decir que lo que me gusta a mí es lo mejor y rajar del resto.

Porque llevo toda la vida tirando dados, robando cartas, moviendo fichas y hablando sobre ello de un modo u otro (empecé a jugar «de manera oficial» en un club a mediados del 85, y publiqué mi primer artículo fanzinero un par de años más tarde); así que sí, es posible que tenga un gusto pésimo, pero en todo caso mi nulo interés hacia ciertos subgéneros y temáticas de juegos (¿Qué narices le pasa a todo el mundo con los juegos sobre trenes?) no invalida en absoluto mis opiniones ni mis conocimientos respecto a otros tipos de juegos distintos, que son justo los que reseño. Aunque jugar a Bang! me parezca una pérdida de tiempo, eso no me incapacita lo más mínimo para analizar Blood Rage o Catacombs. Porque las filias y fobias personales son una característica intrínseca a la hora de hacer crítica, no un lastre. Tom Vasel no puede con los wargames densos, del mismo modo que Rahdo no soporta los juegos de mayorías y en Shut Up & Sit Down llevan relativamente mal cualquier cosa que huela a «ameritrash» (aunque en el caso de estos últimos haya algo de pose, porque hacen una reseña poniendo a parir Eldritch Horror y tiempo después se cascan una videopartida en la que se les ve divertirse como enanos con el juego). Los tres hacen unas reseñas jodidamente buenas y tienen una capacidad de análisis afiladísima. Lo demás me importa más o menos lo mismo que a Rhett Butler las lágrimas de cocodrilo de Scarlett O’Hara al final de Lo que el viento se llevó.

Elogio de los juegos viejos

El Warrior Knights de Corey Koniecza, editado en 2006 por Fantasy Flight Games, es un juego superior en casi todos los aspectos al clásico de Games Workshop diseñado por Derek Carver tres décadas antes: mucho más equilibrado, elegante, divertido y sobre todo… jugable. Sigue resultando una experiencia larga, quizás demasiado (a 5 o 6 participantes, no bajas de las cinco horas), pero nada comparable a la puñetera agonía que suponía el original, lo que se conoce como un “juego de club”, porque realmente sólo era asumible si podías dejar la partida montada en una mesa durante varios días y jugarlo en dos o tres sesiones (a razón de 4-5 horas por sesión). Fellowship of the Ring, editado por I.C.E. a principios de los años 80, es otro ejemplo similar. Aunque el semi-moderno Guerra del Anillo no sea un remake directo de aquel, ambos títulos coinciden en intentar narrar las aventuras de Frodo Bolsón y el resto de la Compañía del Anillo cruzando la Tierra Media sin que Sauron les dé matarile, en una suerte de juego del gato y el ratón. Guerra del Anillo transmite sensaciones muy parecidas a Fellowship of the Ring pero lo hace con reglas bastante más prácticas e intuitivas, y con una narrativa menos delirante (en Fellowship of the Ring a la Compañía le pasaba de todo, incluyendo tener que pegarse con vampiros o dragones). Por no decir que Guerra del Anillo cuenta la trilogía de Tolkien completa, mientras que Fellowship of the Ring, por algún motivo que me elude, sólo llegaba hasta el final del primer libro (la partida acababa en cuanto la Compañía se disolvía).

Así pues queda claro que tanto el Fellowship of the Ring de I.C.E. como el Warrior Knights de Derek Carver son dos títulos ampliamente superados, a nivel mecánico, por 30 años de sacarle brillo al diseño de juegos; y sin embargo, cuando tengo que listar las diez partidas de tablero más míticas que he jugado en mi vida, cae como mínimo una de ambos (en el antiguo club Maquetismo y Simulación, donde a mediados de los ochenta, colegas como Antonio Catalán, Jordi Fernandez o Antonio Aroca me lo enseñaron TODO). En cambio, en ese tipo de listas nunca me acuerdo ni del Warrior Knights de Koniecza ni de Guerra del Anillo. ¿Esto tiene que ver con la nostalgia y el efecto de fascinación que producen “esas primeras partidas”, cuando acabas de descubrir que existe un universo lúdico más allá del Monopoly y el Trivial Pursuit? Posiblemente sí, del mismo modo que todos los roleros veteranos intentamos en realidad revivir esa anaconda que se nos formó en el estómago la primera vez que jugamos a D&D (y por eso una serie como Stranger Things nos hace tantísima pupa; porque pega justo donde duele). Pero hay también un factor intangible que pocas veces se tiene en cuenta, y es que los juegos de antaño gozaban de un componente arcano que los hacía extrañamente atractivos. Jugarlos era complejo y extenuante, era como descifrar un jeroglífico. Tenía mérito (si eras capaz de entender el funcionamiento de Magic Realm, te sentías listo). Requerían un estado mental concreto, un punto de concentración introspectiva que te premiaba de vuelta haciéndote disfrutar de una sensación de inmersión apabullante. Era como si hubiese una especie de «verdad oculta» en todo aquel proceso; hasta el punto de que, a donde no llegaban los componentes físicos del juego (que la mayoría de veces dejaban bastante que desear o eran directamente inexistentes), llegaba la imaginación de los jugadores. Que no tuvieras un troll de plástico para representar al troll que había sobre el tablero no lo convertía en menos troll, sino justamente en MÁS troll (no sé si se me ha entendido; sospecho que los lectores mayores de 40 años sí lo habrán hecho).

Cuando empecé a hacer videotochos se me ocurrió una idea que seguramente no llegaré a concretar nunca, porque tras darle varias vueltas me pareció que tenía un interés marginal, pero que me viene muy bien comentar aquí y ahora: X-Wing (Fantasy Flight, 2012) y Star Warriors (West End Games, 1987), los dos grandes juegos de duelos de cazas en el universo de Star Wars, llegan al mismo punto (meterte en la carlinga de una nave espacial de combate) por derroteros completamente distintos. X-Wing es un juego moderno en el que prima lo adrenalítico (decisiones rápidas y suerte con los dados), y eso es pura simulación de lo que es un combate de naves de La guerra de las galaxias, es Han Solo y Chewbacca gritando alborozados tras haber hecho estallar un Tie Fighter de un disparo. Star Warriors, por su parte, es un juego antiguo en el que prima lo metódico (planificar el turno llenando de contadores de acción tu hoja de nave), y eso también es pura simulación de lo que es un combate de naves de La guerra de las galaxias, es Luke Skywalker apretando botones de su cuadro de mandos, dando órdenes a R2-D2 y decidiendo si pasa o no a disparo manual.

En el presente videotocho comparo los juegos de tablero Star Wars Rebellion y Guerra del Anillo, dos joyas modernas difíciles de mejorar. Pero eso no significa que otros juegos más viejunos que tratan los mismos temas sean peores simplemente por eso, por ser viejunos. Diría más bien que son juegos que utilizan otro lenguaje. Es del todo lícito que a la mayoría de nosotros nos interese más (o nos interese de manera exclusiva) el lenguaje moderno. Pero denostar a quien en su día diseñó Fellowship of the Ring sin red (o sea, mirando hacia atrás, no encontrando ningún referente anterior del que sacar ideas y teniendo que inventarse, DE LA NADA, un sistema tan jodidamente brillante como el de los dados de rumores que utiliza ese juego), es como denostar Los siete samurais de Kurosawa diciendo que Los 7 magníficos de Antoine Fuqua es en color. Pues no. No lo hagáis.

Aun siendo un firme defensor de que los juegos de tablero nunca habían vivido un periodo de creatividad más chulo que el actual (pese a que ahora se haya puesto de moda relativizar el asunto, con argumentos tan pardos como que «cantidad no es lo mismo que calidad»), me he dado cuenta de que, en estos artículos de complemento a los videotochos, casi siempre acabo defendiendo los juegos del año de la conga. Creo que lo hago porque no veo que lo haga casi nadie más, y los considero un poso cultural que merece ser valorado y debería ser estudiado. Porque del mismo modo que a un crítico de cine se le exige que haya visto Rashomon antes de entrar a analizar la deconstrucción narrativa de las pelis de Tarantino, o que a un crítico literario se le exige que haya leído a Alejandro Dumas antes de ponerse a juzgar la estructura de las novelas de Alatriste, o que a un crítico de tebeos se le exige que conozca el Spider-Man de Jerry Conway antes de ensalzar o poner a parir el de Strackynski, cualquier crítico de juegos tiene la misma obligación de HACER LOS DEBERES y, si piensa reseñar por ejemplo la última edición de Civilización, debería por lo menos preocuparse en googlear quien fue Francis Tresham. Porque todos sabemos lo que significa el término «eurogame», sí, pero mucha menos gente sabe que se lo debemos a pioneros como él.

La mazmorra perfecta

Hace poco, hablando con un colega acerca de diversos juegos de tablero, variante dungeon-crawling (lo que aquí llamamos “mazmorreo”), el tío me soltó de pronto una de esas perlas de sabiduría Jedi que te hacen recalibrar tu visión de las cosas. La frase vino a ser (transcripción libre): “Todos los pesados que se quejan siempre de que a Shadows of Brimstone le falta un sistema de campaña, o de que a Descent le falta nivel de detalle en los combates, deberían ponerse a jugar a D&D 4ª edición como si fuera un juego de tablero y listos. ¿Quieres nivel de detalle? Pues toma nivel de detalle.” El comentario me llevó a revisar bajo una luz nueva mi opinión sobre la tan denostada cuarta edición de D&D; y tras darle algunas vueltas al asunto, concluí que mi amigo tenía razón. D&D 4ª me sigue pareciendo un ñordo de tamaño ciclópeo como sistema rolero, pero no se puede negar que es un juego de microgestión táctica extremadamente pulido. Si pretendes montar la tangana mazmorrera definitiva, con miniaturas y sobre un tablero cuadriculado, te va a costar encontrar otro producto que represente de manera más exhaustiva el combate, la magia, las campañas, la experiencia y demás elementos icónicos del género. O sea, que si quieres que Descent o Shadows of Brimstone funcionen como un juego de rol quizás deberías plantearte que, en realidad, lo que quieres es jugar a rol.

Digo todo lo anterior porque, en los últimos tiempos, he venido observando cierto nivel de obsesión por encontrar “el juego que lo tenga todo” entre los fans de los dungeon-crawlers de tablero. Esta actitud se aprecia sobre todo en ciertos ex-roleros, personajes un tanto fantasmagóricos que suelen poblar las convenciones y las tiendas de juegos como si fueran encuentros aleatorios y que, a la que te despistas, te pillan por banda y te ponen la cabeza como un timbal soltando sentencias del estilo de “Mansiones de la Locura es como La llamada de Cthulhu pero sin las partes aburridas” (una meme-chorrada que, si la sometes al polígrafo, en realidad lo que significa es algo así como: “Ya no tengo tiempo ni energías para jugar a rol y me dan envidia todos los que lo siguen haciendo, así que prefiero decir que las uvas están verdes”).

“El juego que lo tenga todo” es como el Conejo de Pascua, la chica de la curva o el extraterrestre de Roswell: no existe. Así de sencillo. Su búsqueda suele llevar a un estado de frustración constante, a la aparición de proyectos-mostrenco tan delirantes como Dungeon Crusade (no es que a su creador le falte perspectiva, es que yo creo que directamente ha perdido la cordura), y a la repetición ad nauseam de la secuencia “Me compro un juego = lo pruebo una vez = lo vendo. Me compro otro juego = lo pruebo una vez = lo vendo. Me compro otro juego…”. A mí me parece que es mucho más sano juzgar a cada juego por lo que es y por lo que ofrece (y si nos gusta, bien; y si no, también), en lugar de juzgarlo de manera distorsionada por su supuesto parecido con el unicornio rosa que estamos intentando cazar.

Los dos juegos protagonistas del videotocho que podéis ver bajo esta párrafada sirven como claros ejemplos de lo que estoy contando. Warhammer Quest: el juego de cartas es un colaborativo al que casi todas las reseñas aplauden por el intenso nivel de interacción que genera cuando lo juegas con cuatro participantes… y sin embargo he escuchado ponerlo a parir a gente que lo ha jugado de forma exclusiva en solitario o a dos jugadores (culpa de ellos por infrautilizarlo, no culpa del juego). Catacombs es uno de los títulos con los que más he visto disfrutar a un grupo de jugadores en torno a mi mesa en los últimos tiempos (aullidos de euforia incluidos, cuando los aventureros logran liquidar a un monstruo particularmente peludo)… y sin embargo, al acabar la partida, varios de esos mismos jugadores me han dicho que les había parecido “como jugar a las chapitas; no es serio” (ojo al dato: hablo de individuos que luego son capaces de estarse tres horas seguidas echando partidas de futbolín en un bareto).

Valorados sin prejuicios, por sus propios méritos y por la experiencia lúdica que aportan, Warhammer Quest: el juego de cartas y Catacombs son dos auténticas perlas (el segundo, en concreto, me parece lo mejor que he probado en lo que va de año). En cambio, si nos empeñamos en compararlos con ese legendario e ilusorio “Juego que lo tenga todo” van a salir perdiendo siempre, claro. Posiblemente, si algún día se llega a publicar de verdad el juego de mazmorreo perfecto, también pasará desapercibido ante la propia idea abstracta del «Juego que lo tenga todo», que habrá crecido ya hasta alcanzar unas dimensiones mitológicas que superen su propia plasmación física. Al fin y al cabo ya sabéis lo que le pasó a Charles Chaplin en cierta ocasión: se presentó de incógnito a participar en un concurso de imitadores de Charlot… y quedó eliminado en la primera ronda. Le dijeron que su imitación era mediocre. Los miembros de aquel jurado también estaban tan obsesionados en encontrar al Charlot perfecto, que ni siquiera supieron ver al auténtico cuando lo tuvieron ante sus narices. Ganó el concurso un tal Milton Berle.

Juegazos a pesar de ellos mismos

Vídeo

El panorama de los juegos de mesa ha mutado de manera radical en la última década, con una oferta de títulos que se ha disparado casi de manera exponencial; y lo más curioso es que ya empieza a haber bastante gente vinculada al mundillo (desde diseñadores hasta blogueros) que no han vivido la etapa previa a este cambio de paradigma. No conocen nada anterior a Dixit y Aventureros al tren (salvo por las reediciones, claro). Les hablas de Avalon Hill, Victory Games, GDW y demás editoriales antediluvianas (que es el equivalente a decir “antes todo esto era campo”) y les suenan a klingon. Pero sin embargo probablemente hayan probado muchos más juegos distintos en los últimos cinco años que yo en mis primeros quince como jugón (a mediados de los 80 me compré el Russian Campaign y lo rejugué hasta que se le destiñeron las fichas).

Por fuerza, el hecho de que te hayas aficionado a los juegos de tablero antes o después de la avalancha que vivimos en la actualidad (digamos pre o post-2008, por marcar la frontera con la aparición de dos “game-changers” como Dominion y Agricola), tiene que haber moldeado el tipo de jugador en el que te has acabado convirtiendo. Generalizando muy a lo bruto (Demagogue Mode ON), podría decirse que los jugadores nuevos tienen mayor flexibilidad mental y probablemente mayor capacidad de abstracción, pero los jugadores viejunos somos más pacientes y más constantes. No me refiero en este caso a que seamos capaces de enchufarnos reglamentos más complejos o de jugar a juegos más largos, que también (la verdad es que no me imagino a nadie menor de 30 años con arrestos suficientes para ponerse a tontear con un Freedom in the Galaxy o un Pacific War por ejemplo), sino a que somos más proclives a relativizar los defectos de diseño de un juego… y seguir jugándolo (y divirtiéndonos) pese a ellos. No es por falta de espíritu crítico, de hecho las más de las veces somos bien conscientes de que lo que estamos jugando no hay por dónde cogerlo. Pero si la temática y el formato nos motivan, tenemos unas tragaderas descomunales. Sobre todo si salen nazis. O, en mi caso, si sale Napoleón.

Verbigracia: Napoleón in Europe, un precioso wargame multijugador de la editorial Eagle Games (experta en publicar juegos tan bonitos como mal testeados), que cubría todas las guerras napoleónicas por campañas, con trescientos soldaditos de plástico y un tablero de tres pistas. Una especie de Axis & Allies cebado para la matanza. Me lo regalaron por mi cumpleaños en el 2002. Aparte de tener una duración interminable, el reglamento estaba claramente descompensado, tenía tantos agujeros que era más fácil volver a escribirlo que recopilar una fe de erratas; y eso justamente fue lo que hice, cascarme mi propia versión de las reglas, reescrita de arriba a abajo, completamente maquetada y encuadernada. Cuando me meto en estas cosas, me meto a fondo.

Lo redacté mezclando varias fuentes: mantuve lo poco que me gustaba del manual original, le añadí bastante matraca de un reglamento alternativo cojonudo (Charge the Guns!) creado por otro fan, y salpimenté el mejunje resultante con unas cuantas reglas caseras que vi en los foros de BGG y que me hicieron gracia. Total, sesenta páginas de faena. Cada vez que lo jugaba ponía a prueba nuevas reglas caseras para ver si funcionaban, en cuyo caso las redactaba en limpio y las añadía al «vademecum». Ni siquiera colgué en internet todo ese currazo, me limité a imprimir copias para los cinco o seis amigos con los que solía jugarlo por aquel entonces (con los años y las migraciones informáticas los archivos digitales se han perdido y ya sólo me queda mi propio ejemplar en papel). Fue un simple proyecto por amor al arte, para intentar salvar un juego cuya temática, presentación y formato me ponían palotísimo, pero cuyas reglas dejaban bastante que desear. Desde el 2010 no he vuelto a convencer a nadie para volver a jugar a Napoleon in Europe y, sinceramente, ya no creo que lo consiga nunca. Me gustaría poder decir que lo que hice fue excepcional, pero no es así ni de lejos. Casi todos los que empezamos a jugar hace más de 30 años hemos cometido alguna chaladura de estas (conozco a un tipo que lleva desde 1987 actualizando y puliendo su propia versión consolidada de las reglas de Magic Realm; doscientas y pico páginas).

Lo que sí es cierto es que hoy en día ese nivel de obsesión y de esfuerzo por mantener vivo un juego que «ni fu ni fa» como Napoleon in Europe sería impensable. Hoy en día a un juego le das tres partidas y, si no demuestra ser un potencial “Spiel des Jahres”, lo chutas fuera de casa y te pillas otro. Hoy apenas hay manga ancha para los juegos de “clase media”. Todo lo que no sea una experiencia mariana, un título de 11 sobre 10, no interesa. Sólo queremos jugar a Robinson Crusoe: Aventuras en la isla maldita Dead of Winter. Si juegos como Circus Maximus o Illuminati (por citar dos ejemplos de clásicazos cuyas reglas simplemente “están bien”) se hubieran publicado por vez primera en 2016 en lugar de a principios de los 80, no aguantarían ni seis meses en una tienda antes de pasar a la sección de saldos (por supuesto, el día que alguien se casque un Kickstarter de Circus Maximus yo me tiraré en plancha a comprarlo).

En el videotocho de hoy reseño Time of Soccer y Fortune and Glory (sobre el que ya escribí cosas en esta entrada del blog), dos de esos juegos que a nivel de reglas no son nada del otro mundo, pero que aún así me siguen proporcionando sesiones de juego antológicas cada vez que los saco a la mesa, gracias principalmente a contar con una temática super-molona, evocadora y excelentemente implementada. Son juegos de puta madre no gracias a sus mecánicas, sino casi diría que a pesar de ellas. Porque para muchos jugones “old school”, un buen juego de tablero no es simplemente un conjunto de permutaciones estadísticas que funcionen. A veces un juego de tablero es bueno porque, aunque sea demasiado largo, demasiado complejo, demasiado duro o demasiado descompensado, tiene alma. Time of Soccer y Fortune and Glory tienen alma.

Vivir para jugar

Cuando me mudé a mi actual Batcueva en el barrio barcelonés de Gràcia, hace ya un par de años, lo primero que tuve claro tras firmar el contrato y recoger las llaves fue que quería disponer de una “sala de juegos”. Una habitación confortable, espaciosa, bien iluminada y con una mesa robusta y enorme sobre la que poder montar partidas de lo que me diera la santa gana, dejándolas ahí desplegadas durante días enteros si era necesario. Un lugar que, además, pudiese llenar de estanterías en las que guardar mi colección de juegos de manera que luciesen, en vez de tener que apilarlos dentro del canapé de la cama como si fuera un traficante de armas escondiendo sus Kalashnikovs. Me importaba tres pepinos no tener comedor y verme obligado a desayunar, comer y cenar en la cocina, pero quería tener una sala de juegos. No, rectifico, NECESITABA tener una sala de juegos.

Tras algunos birli-birloques a la hora de repartir el espacio del piso logré mi objetivo, cosechando un nivel de éxito incluso superior al que esperaba: con el tiempo, mi sala de juegos se ha acabado convirtiendo en una especie de improvisado club social en el que se juega a todo. Mis amigos se pasan por aquí prácticamente sin avisar, a que les monte partidas de lo que sea; y yo, claro, encantado. Nunca he jugado más que ahora, y sobre todo nunca he jugado mejor. Estas paredes han visto épicas campañas de rol, batallas tochísimas de Warhammer 40,000, sesiones de Sherlock Holmes Detective Asesor tan intensas como descacharrantes, macropartidas de Space Hulk para ocho personas y combates masivos de X-Wing a 500 puntos por bando. Sin embargo, los juegos en sí han sido lo de menos. Lo realmente importante, lo insustituible, han sido los jugadores. Porque incluso el juego más buñolero (el puto Risk, pongamos por caso) puede llegar a convertirse en una experiencia lúdica legendaria si tiene detrás un buen grupo de gente, que le eche película e intensidad a la partida. En cambio, ni el título mejor puntuado en Boardgame Geek resistiría un mal grupo de jugadores. Por lo tanto, me considero un tipo con bastante suerte, y sólo tengo palabras de agradecimiento para los amigos con los que juego de manera habitual. Sois un regalo.

De eso van los primeros cinco minutos de este videotocho, que son los relevantes de verdad. Los veinticinco minutos restantes, aunque parezcan el auténtico contenido, en el fondo son una excusa para justificar esa «introducción/homenaje» a mis compinches de tiradas de dado. Aún así, puestos a tener que llenar 25 putos minutos dándole a la sinhueso lo he hecho lo mejor que he podido: hablo sobre juegos que merecerían más atención de la que reciben, en un panorama saturado de novedades estrella que atraen la atención de casi todo el mundo. Los juegos son un artículo de lujo cada vez más grande y más caro. Los 70 euros de media empiezan a ser un precio normal para cualquier temático que incluya miniaturas (y si eres coleccionista de Star Wars Armada, de verdad que te compadezco…). Ello nos obliga a tener que afinar bastante en las compras, ya que cada vez que nos decidimos por un nuevo juego estamos renunciando (quizás para siempre) a otros tres. Hola Shadows of Brimstone, adios Heroes of Normandie (o al revés).

Por eso, en muchos casos acabamos yendo al tiro seguro, al valor contrastado por el boca-oreja y la reseña «tom-vaseliana» de turno. La mayoría de nosotros acabamos llevándonos a casa el Pandemic Legacy, el Imperial Assault o el Twilight Struggle… y pasando por alto otros títulos que, aunque tienen pinta de ser como mínimo igual de buenos, brillan bastante menos. En el presente videotocho reivindico tres de esos juegos a los que les falta brillo pero les sobra calidad y que siguen ahí, en la estantería de la tienda, esperando que te atrevas a apostar por ellos; además, piensa que cuando alguien te pregunta si juegas a Star Realms no hay nada más cool que contestarle “Pse, no está mal, pero Valley of the Kings le da cien vueltas…”

Eurotrashnarok

Blood Rage es uno de esos juegos de tablero al que reventar de éxito en un Kickstarter lo ha convertido en mejor producto, pero probablemente peor juego, de lo que sería si Cool Mini Or Not (empresa a la que no le falta precisamente la panoja como para tener que andar tirando de mecenazgos) lo hubiera editado a la manera tradicional. Pero claro, entonces probablemente Blood Rage tampoco habría alcanzado el eco mediático que lo ha colocado, de manera exageradísima, en el puesto número 4 de mejores temáticos de la historia según la web de referencia Boardgame Geek, cuyos rankings se han desnaturalizado en los últimos años hasta llegar a convertirse, como le escuché decir hace poco a un colega jugón, en «Los 40 Principales» de los juegos.

Blood Rage es un buen temático, probablemente esté a tiro de piedra de ser un gran temático, pero desde luego no es el cuarto mejor temático jamás publicado por el ser humano. No nos volvamos locos. Respiremos hondo. Tomémonos la molestia de jugar a Caos en el Viejo Mundo para descubrir una versión anterior y mucho más jugosa de Blood Rage, o de jugar a Cyclades y a Kemet para descubrir dos juegos de espíritu similar (esa mezcla entre ameritrash y eurogame a la que ahora se conoce como «eurotrash«) con un modelo de producto bastante más honesto, que te vende de salida un juego completo en lugar de una caja capada a la que tienes que completarle los componentes mediante la compra de micro-expansiones (llevamos toda la vida quejándonos del sistema de edición de Fantasy Flight, pero esto es aún peor).

De todo ello hablo en mayor o menor medida en el siguiente videotocho. También hago publicidad gratis de una novedosa marca de ginebra que me ha proporcionado numerosas noches de alegría, y me casco algunas ironías a costa de Código Secreto, el hipster-juego que, al parecer, ha vuelto a convertir en cool a los party games de adivinar palabras que llevamos jugando toda la puñetera vida:

Una flota estelar en el bolsillo

Star Realms es un juego de cartas de hostiazos entre armadas galácticas, que apareció en el año 2013 vía campaña de Kickstarter y se pasó todo el 2014 acumulando premios (ya sólo en los Golden Geek Awards se llevó cuatro: mejor juego para dos jugadores, mejor juego de cartas, mejor juego indie y mejor juego de móvil/tablet). Es rápido, sencillote, adictivo y bastante modular (expansiones de quita y pon y modalidades de juego en solitario o por equipos). Pero sobre todo es barato. No encontrarás en tu tienda habitual otro producto al que le puedas sacar tantas timbas con una inversión inicial de sólo 15€. Ahora bien, ¿si dejamos de lado el hype, que tipo de juego tenemos entre manos? ¿Merece la pena gastarse esos 15€ en comprarlo, o sería más sabio guardárselos para hacer que otro juego mejor que Star Realms te salga 15€ más barato? ¿Y quien es el tío del anorak que se ha colado en el trastero de Chema Pamundi? Encontrarás las respuestas a estas preguntas, mas algunos de los peores trucajes de efectos especiales que hayas visto en tu puta vida (todo ello con una calidad de imagen lastimosa), en el siguiente videotochorl: