18 DE JUNIO (CUARTA PARTE DE SEIS). LA TARDE.
Son en torno a las 16 horas en el campo de batalla que está decidiendo la suerte del continente europeo. Tras el primer asalto frustrado de D’Erlon, seguido por la feroz carga de Uxbridge y la contracarga de los lanceros franceses, la cosa está completamente en el alero, como un partido de fútbol que fuese 1-1 al término de la primera parte. Los prusianos ya empiezan a cruzar por la izquierda anglo-aliada en dirección a la villa de Plancenoit, pero aún tardarán un buen rato en desplegarse y poder combatir contra el ala derecha francesa. Mientras, los de Wellington siguen alineados en defensa a lo largo de la cresta de Mont Saint-Jean, sin capacidad ni ganas de pasar al contraataque. Parece que, después de todo, la predicción de Napo a sus generales a primera hora de esa misma mañana (“esto va a ser tan fácil como desayunar”) era una “boutade” como la copa de un pino. Pero bueno, al loro que no estamos tan mal: al Emperador todavía le quedan cinco o seis horas de luz diurna, y sigue siendo EL PUTO NAPOLEÓN BONAPARTE, el mayor genio militar de su época (y probablemente en el “Top 3” de todas las épocas). Hasta el último enfant de la patrie que queda vivo sobre el campo de batalla aún confía en que esto el pequeño lo gana por sus cojones.
La Gran Batería francesa ya se ha recompuesto del brutal asalto de la caballería británica, completando sus dotaciones con soldados de infantería sacados de los regimientos cercanos. El intercambio de cañonazos entre los dos ejércitos se reanuda con una intensidad todavía mayor que al principio de la batalla. El general Desvaux, máximo responsable de la artillería de la Guardia Imperial, palma de un impacto directo mientras supervisaba la alineación de una pieza de 12 libras. En el otro lado, hacia el final de la batalla una bala de cañón francesa le arrancará de cuajo la pierna derecha a Lord Uxbridge, el comandante de caballería que había liderado la carga contra la infantería de D’Erlon (otra de esas anécdotas imposibles de confirmar: Uxbridge exclama presa del shock “¡Por Dios, he perdido la pierna!”, a lo que un Wellington tan estóico como de costumbre, mirando desde la grupa de su caballo, responde “En efecto, parece que así ha sido”). Con los años, la pierna perdida de Uxbridge llegará a hacerse más popular que su propio dueño, e incluso se le compondrán poemas.
Pese al respiro que ha supuesto su momentánea victoria contra los de D’Erlon, el Duque de Wellington sigue con los huevos por corbata, pues la línea anglo-aliada se aguanta con pinzas: de los 83 batallones de infantería que componen su ejército ha utilizado ya a 60, 17 de los cuales están al borde del colapso por el cansancio y las bajas. O sea, que le queda una reserva de 23 batallones frescos para el resto del día (sin contar lo que aporten los prusianos cuando entren en liza de una puñetera vez). No le va a sobrar ni un soldado. Los franceses por su parte han utilizado a 57 de sus 103 batallones, y buena parte de ellos han quedado tan maltrechos que han perdido toda su capacidad operativa. Es decir, que Napoleón aún tiene otros 47 nuevos de trinca, incluyendo a los 22 de la Guardia Imperial. Son muchos, sí, pero el terreno no les beneficia y el tiempo corre cada vez más en su contra. En ambos lados, la sensación es que el resultado pende de un hilo.
En Hougoumont, Jerome Bonaparte está haciendo honor a su apellido y probándolo todo para tomar el chateau: atacar simultáneamente por varios flancos, incendiar los edificios del complejo, e incluso desplegar obuses y otras piezas artilleras (quizás tendría que haberlo hecho antes) para intentar literalmente tumbar los muros a zambombazos. No hay tu tía. En cierto momento de la tarde, al teniente Legros, un gabacho grande como un oso, se le inflan los cataplines: trinca un hacha y se lanza contra la puerta norte bajo una lluvia de balas y gritando cual poseso, seguido por el grueso de su regimiento de infantería ligera. Legros hace saltar la barra de la puerta a hachazo limpio y un centenar de soldados imperiales consiguen entrar en el patio de la finca. Pero los defensores chapan la puerta a tiempo de evitar males mayores y despachan a todos los intrusos en un dramático combate a sangre y fuego. El único francés que se salva es el tamborilero de la unidad, un niño al que los ingleses encierran en un cobertizo por el resto de la batalla.A esas horas Wellington ya sabe de sobras que aguantar Hougoumont es clave para impedir que todo su flanco derecho se desintegre, así que mantiene a un buen número de unidades protegiendo el pasillo de acceso al chateau, para así poder reforzar su defensa con munición y tropas frescas (sobre todo compañías ligeras de la King’s German Legion y de Brunswick). Los franceses por su parte han destacado en total cerca de 14.000 hombres contra Hougoumont, con resultado cero. De hecho lo peor para los defensores ya ha pasado: los de Napoleón nunca llegarán a tomar la plaza. Tras la batalla, a Wellington no le dolerán prendas en decir que Waterloo se ganó en gran medida allí, en las puertas de Hougoumont.
Pero volvamos al centro, que es donde ahora mismo se está vendiendo todo el pescado: las tropas francesas se han reorganizado tras el fiasco de D’Erlon y ya lanzan nuevas acometidas, más desorganizadas que la primera pero que están causando verdaderos estragos en el enemigo. En la granja de La Haye Sainte arrecian los duelos de “tirailleurs” agazapados por todas partes, tras muros, arbustos, zarzales y lo que se tercie. En la otra granja de la zona, la Papelotte, la cosa no anda mucho más tranquila. De hecho, el tiroteo es tan intenso que a los hombres del regimiento de Orange-Nassau se les empieza a agotar la munición. Los franceses están ya a punto de arrollarlos cuando de pronto aparece un héroe, uno de tantos que se forjaron ese día: May, un tamborilero de apenas 14 años, suelta el timbal y se pone a correr bajo el fuego hasta los polvorines de retaguardia, se llena el zurrón de cartuchos y regresa a primera línea esquivando disparos para distribuir la munición entre los soldados. Repite la carrera por dos veces más, la segunda con una bala francesa alojada en la cadera. Tras estar seguro de haber reamunicionado por completo al regimiento, recoge su instrumento y reemprende su labor (poco rato después recibirá un nuevo balazo en la garganta, pero aún así el chaval sobrevivirá y tras la batalla será condecorado). Por el canto de un duro, pero la Haye Sainte y la Papelotte aguantan.
Wellington ve que el intercambio de sartenazos contra los franceses no le conviene. Las bajas se acumulan a un ritmo horroroso y varias zonas ya clarean, a duras penas parcheadas por batallones de reserva desplegados cagando leches. Si la cosa sigue así mucho rato, toda la línea puede acabar hundiéndose por falta de profundidad. Por tanto, el Duque ordena un repliegue táctico que permita retirar a los numerosos heridos y reposicionar detrás de las colinas a sus unidades más vapuleadas, sustituyéndolas por los escasos batallones de reserva que aún le quedan.
Dicho y hecho, los soldados aliados empiezan a moverse como pueden. El mariscal francés Ney, desde la lejanía y a través de la casi inescrutable cortina de humo que lo llena todo, interpreta la maniobra en cuestión como el inicio de una retirada general. Busca a su Emperador con la mirada pero no lo encuentra. Hay que hacer algo para poder explotar dicha ventaja, y hay que hacerlo rápido. No puede permitirse el lujo de esperar órdenes. Después de todo, para eso le nombraron mariscal, ¿no?, para que tomara decisiones como ésta. Ney ya la cagó dos días atrás en Quatre Bras precisamente por falta de iniciativa, y ahora no dejará que el error se repita. Seguro que por la noche, cuando la victoria francesa se haya completado, el Emperador se lo agradecerá…
Pero, ¿qué hacer? A Ney tampoco le quedan reservas de infantería, todo lo que tiene está ya trabado en combate en el centro o desangrándose en la úlcera de Hougoumont, o bien redesplegándose a la derecha para defenderse de la llegada de los prusianos. Lo único que Ney tiene, y en cantidad, es caballería. Solo caballería. Los coraceros de Milhaud, las divisiones ligeras de la Guardia y los cuerpos de caballería pesada de Kellermann y Guyot. En total 67 escuadrones, es decir 9.000 sables, jinetes y jacos. En ese mismo momento son la fuerza montada más poderosa del mundo. Bueno, no se han vestido así para nada, ¿verdad? Pues que los cornetas toquen a formar, que nos vamos a cascar un órdago para la posteridad. Está a punto de tener lugar el que los historiadores consideran, en general, el momento definitorio de la batalla de Waterloo (y sobre cuya utilidad, conveniencia y motivos siguen debatiendo a día de hoy): la carga de caballería de Ney.
(continuará)