Superbowl LI: Forajidos de leyenda

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La 51ª edición de la Superbowl sirvió para acabar de un plumazo con un buen montón de discusiones de barra de bar. ¿La mejor dinastía del fútbol americano? Check. ¿El mejor quarterback de la historia? Check. ¿El mejor entrenador de todos los tiempos? Check. Ni Montanas, ni Dolphins, ni Lombardis: Patriots, Brady y Belichick. Puede sonar fuerte, sí, pero es una afirmación avalada por las cifras en bruto, que ni el más desquiciado ataque de «forofismo hater» puede ya discutir. No es necesario que nos guste (a casi ningún no-fan de los New England Patriots le gusta), pero sí que toca reconocerlo, igual que a los culés nos toca reconocer las once Copas de Europa del Real Madrid. Quizás a mí, al ser seguidor de un equipo de “ADN loser” como Los Angeles Rams, me resulte más fácil asumir cosas de este tipo, pero en cualquier caso negar semejante evidencia equivaldría a negar que la Tierra es redonda y gira.

Y ni siquiera se trata de un debate sobre estadísticas, o sobre la consistencia en títulos que debe tener una dinastía para ser considerada como tal. Si el domingo 4 de febrero en Houston los Pats hubiesen palmado (algo que estuvieron haciendo durante 59 de los 60 minutos de “regulation time” de la final, y que si me apuras se merecieron en cuanto a calidad global de juego y desempeño táctico), a día de hoy seguiría pensando lo mismo. Me seguirían pareciendo una conjunción irrepetible que le ha dado a este deporte mucho más de lo que, presuntamente, le haya podido quitar mediante Spygates, Deflategates y otras mandangas. Nos caen mal, sí (aunque a mí ya se me ha pasado en buena parte), pero el caso es que van volando los años, van mutando las estrategias dominantes casi de una temporada a la siguiente (ahora triunfan los equipos de pase, ahora los de carrera, ahora los ultradefensivos…) y lo que siempre permanece ahí son los Patriots. Ni mucho menos inmutables, sino justamente adaptándose a todo: a las limitaciones de plantilla, a las lesiones, a las rondas inservibles de draft, a la incipiente cuarentena de su capitán y al hecho de que todos los demás equipos de la liga viven obsesionados por contrarrestarles.

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Los Patriots de Belichick & Brady han cambiado el fútbol americano como pocos equipos campeones precedentes. Desde una mentalidad de minuciosidad, pragmatismo, astucia y sacrificio colectivo por encima del dominio de los jugadores-estrella (en vez de pagarlos a precio de oro, se los fabrican), han hecho de la NFL un espectáculo todavía mejor de lo que era antes de que llegaran; y ojo, repito que lo digo como seguidor de los Rams, un club cuyas aspiraciones dinásticas se quedaron en un solitario título (demasiado poco para una generación de jugadores excepcionales) por culpa, justo, de los puñeteros New England Patriots. Fuimos sus primeras víctimas. El paciente cero. ¿Os ha dolido verles ganar todas estas Superbowls? Pues si no sois fans de los Rams, de los Panthers, de los Eagles, de los Seahawks o, ahora, de los Falcons, no tenéis ni puñetera idea de lo que duele.

Por encima de todo, lo que ha hecho míticos a estos Patriots es que, lejos de conseguir sus títulos desde una superioridad insultante (al estilo, por ejemplo, de las aburridas palizas que arreaban los Dallas Cowboys en los 90), los han conquistado de manera agónica, estableciendo una narrativa propia de los mejores thrillers. Si pusiera por escrito un Top Ten de las Superbowls más emocionantes y divertidas que he visto nunca, estos Pats aparecerían como mínimo en la mitad de entradas de dicha lista; y eso, ya los ames, los odies o te dejen indiferente, hay que agradecérselo. Su carrerón ha sido como una de esas sagas épicas que empiezan con la aparición del héroe (sus tres primeros títulos, cuando el mundo aún se preguntaba de dónde habían salido), continúan con el descenso a los infiernos (las dos finales perdidas contra los New York Giants de Eli Manning, un jugador cuya carrera anterior y posterior certifica que el lugar que ocupará en la historia será como némesis de Tom Brady), y culminan con la resurrección y victoria definitiva contra las fuerzas de las tinieblas cuando peor les pintaba la cosa. Los New England Patriots son Luke Skywalker disparando el torpedo de protones en modo manual contra la Estrella de la Muerte. Son Frodo Bolsón tirando el anillo al Monte del Destino con Gollum enganchado a la giba. Son John McLane correteando descalzo y en camiseta imperio por el Nakatomi Plaza mientras nos grita “¡Yipi-Kiai, hijos de puta!”.

Eli Manning, Tom Brady

Esta Superbowl LI, por ejemplo, ha supuesto la sublimación más delirante posible del concepto de “victoria contra pronóstico”. El “qué”, la victoria en sí, podría quedar como un peldaño más hacia la gloria eterna (simplemente otro de sus cinco anillos en década y media de «Patriot-tiranía»), pero es el “cómo” lo que la convierte en especial, en la mejor Superbowl jamás celebrada. Una final que nos ha dejado el récord absoluto de yardas de pase a cargo de un QB (466, Brady), el récord de primeros downs a cargo de un equipo (37, los Patriots), el récord de deficit de puntos remontados, 25, para ganar el título (nunca antes se le habían dado la vuelta a más de 10), el de minutos jugados (la primera vez en 51 ediciones que se llega a la prórroga)…

Pero, de nuevo, todo eso que acabo de citar es el “qué”, y yo he venido a hablar sobre todo del “cómo”. De que esos 25 puntos de desventaja se enjugaron en un límite de tiempo ridículo (19 de ellos en el último cuarto). De que para lograrlos, y forzar así la prórroga, los Patriots necesitaron anotar dos touchdowns con sendas conversiones de 2 puntos (o sea, Brady tuvo que cascarse cuatro pases buenos a la end zone sin margen de error; el equivalente a “cuatro Joe Montanas” de los de la última jugada de los 49ers en aquella Superbowl del año 89 contra los Bengals). O de que todo empezó a gestarse con un 4º y 3 que los de Boston sacaron adelante cuando perdían 28-3, a finales del tercer cuarto y en la yarda 46 propia, con dos cojones, un pase bueno a Danny Amendola que mantuvo latiendo el ataque y acabó derivando en cinco drives de anotación consecutiva (e incontestada por parte del rival). O de que la recepción-carambola de Julien Edelman en el momento más peludo del partido es LA jugada inverosímil para acabar con TODAS las jugadas inverosímiles; un sólo milímetro de rebote distinto del balón y quizás estaríamos comentando la primera Superbowl de los Falcons. De ese tipo de cosas quería hablar yo.

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El partido en sí fue una batalla loquísima entre dos entrenadores que se pegaron el uno al otro con todo lo que tenían a mano. Llegado el descanso parecía que Atlanta, bajo la batuta de Kyle Shanahan, el actual wonderboy de los coordinadores ofensivos de la liga, le había tomado la medida a los de Belichick, incapaces de frenar el aluvión que se les venía encima por tierra y aire. La cosa lucía 21-3 a favor de los Falcons, incluyendo una humillante intercepción a Brady para touchdown; y en el tercer cuarto aún se les haría más de noche con otro TD en contra para 28-3. Tras poco más de media hora de juego efectivo, los del equipo de Georgia ya estaban festejando el título. En las redes sociales (durante las finales me gusta pasearme por los foros de una y otra afición, a ver qué ambiente se mastica) sus fans se dedicaban a hacer porras sobre a quién de los suyos le iba a caer el MVP. El resto del partido parecía puro trámite. ¿Trámite? Parece que no aprendamos, coño. Delante estaban los Patriots. En coma, pero no muertos. Les hacía falta un milagro, pero era un milagro todavía en los lindes de lo factible. Eran 25 puntos en 20 minutos. Cualquier equipo de élite es capaz de lograrlo. El problema era anotar esos 25 puntos sin encajar ni uno más. O sea, había que ejecutar en ataque y en defensa de manera perfecta, algo que no parecía posible atendiendo al severo correctivo que los Falcons les habían estado propinando durante tres cuartos seguidos. Aún así, cuando leí a un veterano seguidor de Atlanta decirles a sus colegas “Boys, boys, calm down. This is far from over”, no pude por menos que darle la razón. Cautela.

Y entonces, de pronto, hicieron aparición dos factores que cambiaron por completo el cuadro. El primero ya lo conocemos de sobras: la legendaria capacidad de los Patriots para ajustar mecanismos cuando la cosa no les está funcionando, sobre todo cuando tienen a la vista un objetivo claro que les permite simplificar y centrar su juego, dejar a un lado las dudas y los nervios y entrar en modo berserker. Cuando están contra las cuerdas es cuando mejor juegan. El segundo factor fue producto de una estadística del partido que en ese momento aún no parecía gran cosa, pero que acabaría por revelarse como el agujero de iceberg que hundiría el Titanic de los Atlanta Falcons: el cansancio.

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En efecto, los Patriots, pese a su pírrica producción en puntos, habían tenido el balón en ataque el doble de tiempo que sus rivales, que habían anotado en drives rápidos como latigazos. Si tú tienes todo el rato a tu equipo de ataque sobre el terreno de juego, significa que el otro tiene todo el rato a su equipo de defensa; y las defensas, cuanto más juegan, más se agotan. Los ataques también, claro, pero el desgaste de la defensa suele ser mucho más intenso, más colectivo, y sus errores más costosos en cuanto a posición de campo. Además, la defensa de los Falcons se había tirado toda la función encadenando jugadas de anticipación en tromba, con el objetivo de llegar hasta Brady e impedirle lanzar cómodo, tratando de romper la dinámica de ataque de los Patriots en lo que se preveía como un partido a muchos puntos, en modo “toma y daca”. Hasta entonces les había funcionado a las mil maravillas (Brady recibió estopa a más no poder), tan bien, de hecho, que de manera inesperada habían logrado secar al ataque de Nueva Inglaterra casi por completo. No obstante, esa es una estrategia brutalmente exigente en lo físico y, quedando todavía un cuarto entero por jugar, se notó. La defensa de los Falcons estaba derrengada de tanto correr, pegar y morder.

Podríamos decir, simplificando, que Atlanta planteó la batalla a 45 minutos, a lograr en ese tiempo la ventaja de marcador suficiente como para gestionarla el resto del partido, mientras que los Patriots la plantearon a 60 minutos; y si una cosa es poco recomendable en este negocio es regalarles a Bill Belichick y Tom Brady el último cuarto de una Superbowl (la gestión de reloj: otra parcela del juego en la que nadie les va a enseñar a esta pareja nada que no sepan ya). Los Patriots escupieron la sangre de la boca, se levantaron e hicieron lo que se les da mejor, lo que les había hecho ganar cuatro finales antes de esta: capitalizar su desesperación para mantenerse vivos en el filo. Para ganar a base de dar la sensación de que TE VAN A GANAR. No hay otro equipo en el mundo que intimide más tirando de pura actitud y fuerza de voluntad.

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De pronto, los Falcons empezaban a llegar tarde a los placajes, las pantallas y las ayudas. De pronto, Brady tenía aire en el pocket y empezaba a ametrallarlos con pases rápidos y cortos, siempre a un receptor diferente, ganando yardas cada vez que soltaba el brazo. Poco a poco, de manera sistemática. De 5 en 5 y de 6 en 6. Lentos pero inevitables como la muerte. A la que se pusieron 28-9, aún fallando el punto extra de su touchdown, muchos miramos el crono, hicimos cuentas y llegamos a la conclusión de que, si New England seguía resolviendo en ataque y aguantando en defensa, había partido. Los Falcons también lo pensaron; y cuando quisieron darse cuenta estaban 28-12, luego 28-20, y finalmente 28-28 y de cabeza a la prórroga. El suelo se les había evaporado bajo los pies.

Aún así, a media remontada Atlanta lo tuvo una vez más. Sólo necesitaban un field goal para alejarse en el marcador hasta unos inalcanzables 31 puntos, y a cuatro minutos del final estuvieron ahí, con segundo down y en la yarda 23 de los Patriots. Todo lo que debían hacer era clavar rodilla en tierra en primer, segundo y tercer down, dejar agotar el tiempo, chutar a palos en el cuarto down y adios muy buenas. Sin embargo, el estado generalizado de shock y agarrotamiento en el que ya habían caído les hizo cometer el error de rifar otras dos jugadas para tratar de avanzar un poco más, y lo único que se llevaron de ahí fue un sack y un holding en contra, que les sacaron de distancia de chute. Lo que viene siendo pegarse un tiro en el pie, vamos (contra New England esa es otra cosa que suele pasar; y si no, que les pregunten a los Seahawks por su frivolité en la última jugada de la Superbowl del 2015).

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A esas alturas Atlanta era ya un animal moribundo. Cuando el árbitro tiró la moneda de la prórroga y salio que los Patriots empezarían atacando, todo el mundo supo que, de facto, el partido estaba decidido. Un ataque inicial de Falcons todavía podría haber sacado las suficientes fuerzas de flaqueza como para ganar aquello. Pero su defensa, sencillamente no. Ni cinco minutos les duraron a los Pats: 34-28 y otro Vince Lombardi que se va para Bostón. Quizás sea el último que ganen. Desde luego fue el mejor. Llevo 30 años tragándome Superbowls y no he visto nunca nada igual de épico que esto.

En el lado malo de la valla, los Falcons sufrieron la derrota más humillante, cruel y descorazonadora que se haya encajado en medio siglo de finales. Es infinitamente menos doloroso perder de 50 que perder así. Queda en el campo de batalla una afición destrozada, una ciudad que sigue sin haber ganado casi nada (esas imágenes de críos llorando con la camiseta del equipo puesta y la cara pintada de rojo y negro, las tiendas de Atlanta retirando en silencio todo el merchandising conmemorativo de una victoria que daban por hecha…), y un equipo joven, que tendrá que ser mentalmente muy fuerte, tendrá que demostrar que de verdad es «La Hermandad» («The Broterhood») de la que siempre presume, si quiere levantar cabeza y volver a ponerse tan a tiro de la gloria.

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Pero en fin, así son estas cosas. Para que existan unos Patriots que den una lección de historia es necesario que existan unos Falcons que la reciban. Atlanta tenía el partido ganado y no lo supo ganar. New England lo tuvo perdido y ni se le pasó por la cabeza perderlo. Esa es la diferencia entre el grupo de Bill Belichick y los otros 31 equipos de esta liga maravillosa, de este deporte como no hay otro. Esa viene siendo la puta diferencia desde hace quince años. No queda más que ponerse en pie y aplaudir, seas del equipo que seas.

2016: un año en doce películas

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Pues aquí está, como cada enero (más o menos), mi lista comentada con las mejores películas del año que se acaba de esfumar. En esta ocasión no la voy a hacer pública con uno de mis interminables vídeos de You Tube, sino mediante un modesto artículito escrito (que oye, voy que me estrello); y no van a ser quince películas, sino doce. Doce obras que me han hecho vibrar en la butaca, a lo largo de 365 días que no me han parecido especialmente granados en lo cinematográfico (para llegar a la docena de títulos, me ha bastado con descartar los otros nueve o diez que me habían gustado). No es que el curso 2016 nos haya dejado mucho peor cine de lo normal, pero sí mucha mediocridad y, sobre todo, muchas decepciones.

Tampoco vale la pena extenderse demasiado en ello, de hecho ni siquiera me ha apetecido listar de modo pormenorizado mis peores películas del año, por evidentes. Baste decir que uno siempre espera lo mejor de la última comedia de un ex-Monthy Python (Absolutamente todo), de la adaptación sin reparar en gastos ni en FX del videojuego de fantasía por antonomasia (Warcraft), o del blockbuster que debía reunir por todo lo alto a los dos superhéroes más imponentes del universo (Batman v. Superman), por poner tres ejemplos particularmente sangrantes de bofetadas al espectador en plena cara (aunque habría muchos más: Escuadrón suicida, X-Men: Apocalipsis, Passengers, La quinta ola, Blair Witch, Dioses de Egipto, Infierno azul, Morgan, El bosque de los suicidios…). Todas estas cintas generaron ilusión y grandes expectativas, pero todas ellas se revelaron como muestras de cine esclerótico y, aún más cabreante, de talento desperdiciado. Incluso el por lo general infalible Tarantino se descolgó con un películín correcto pero alargado hasta lo infame, Los odiosos 8, que cabría colocar tan solo un peldaño por encima de Deathproof en cuanto a irrelevancia dentro de su filmografía.

Aún así, un año entero acaba dando para bastante, como mínimo para rescatar doce historias que, bien por su atrevimiento o bien por su academicismo, su capacidad de epatar o de emocionar, han hecho que el séptimo arte me parezca algo mejor ahora que antes de que existieran. Soy de fácil contentar en este aspecto. Vivimos la era de las series de TV, dicen, y sin embargo para mí sigue sin haber otra experiencia igual de molona que ir al cine. Ese componente de espectáculo-evento que aún conserva, esa ceremonia un punto atávica de salir de casa y pagar una entrada para tirarte dos horas a oscuras en una sala, mirando una pantalla gigante en la que van pasando cosas, rodeado de gente desconocida con la que compartir risas, llantos, sorpresas e incluso aburrimiento, me parece lo más. Se apagan las luces, empiezan a encadenarse los nombres de las productoras, y a mí me entra cada vez el mismo hormigueo en el estómago. Cada puñetera vez. Como dice mi amigo Ray Zeta, «a mí dame películas».

El criterio para confeccionar esta lista ha sido el habitual, ciñéndome a los largometrajes estrenados en cines españoles entre el 1 de enero y el 31 de diciembre. No lo he visto todo, claro, pero creo que he visto bastante de lo que había que ver (las de Tim Burton, por ejemplo, ya me las salto directamente). En resumen, ahí van mis doce pelis del 2016, ordenadas de la doce hasta la uno:

12. Zootrópolis (Estados Unidos; Byron Howard y Rich Moore)
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Porque no pretende narrar un gran cuento ni una gran saga épica, sino una historia modesta y costumbrista sobre animales antropomórficos de clase media. Porque es una buddy-buddy movie protagonizada por una pareja tan inverosímil como una coneja y un zorro, y por ahí acaba colando un discurso sobre la aceptación de la diferencia educativo pero sutil, que no vende burras a los niños ni produce vergüenza ajena a los padres. Porque te presenta un microcosmos, una ciudad, que chorrea detalles y carisma, un lugar del que quieres que te lo cuenten todo, en el que quieres que ambienten mil películas más. Por su despampanante diseño visual atiborrado de detalles. Porque es una comedia di-ver-ti-dí-si-ma.

11. Green Room (Estados Unidos; Jeremy Saulnier)
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Por la valentía de Jeremy Saulnier al haber hecho una simple pieza de horror con los neonazis como villanos (evitando la tentación de soltarte sermones morales de fondo). Por la contundencia extrema de sus escenas cumbre, que te golpean como descargas eléctricas. Porque Anton Yelchin volvió a demostrar en esta, su última película antes de fallecer en un estúpido accidente, que estaba a un paso de convertirse en una estrella; y sobre todo porque, entre tantos alienígenas, señores oscuros y seres sobrenaturales dominando el panorama fílmico actual, Patrick Stewart se convirtió en el mejor villano del 2016 interpretando a un tipo normal, que hiela la puta sangre sin siquiera alzar la voz cuando da una orden.

10. La invitación (Estados Unidos; Karyn Kusama)
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Por la habilidad de su guión y su puesta en escena para convertir un tópico social con el que todos podemos identificarnos (esa cena de reencuentro con viejos amigos a la que no te apetece ir) en hora y media de claustrofobia y mal rollo creciente. Porque el actor protagonista, Logan Marshall-Green, te mete en la mente de su personaje hasta que dejas de considerarlo un paranoico (o te vuelves tan paranoico como él). Por los ecos a El ángel exterminador. Por todo lo que no ves y no oyes, pero imaginas que está ocurriendo. Porque te lleva hasta el tramo final sin que tengas ni idea de cómo va a acabar (y tiene mérito lograr eso en un género tan desgastado como el thriller psicológico). Por sus 20 últimos segundos de efectismo bien entendido.

9Comanchería (Estados Unidos; David Mackenzie)
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Porque resucita de nuevo a un género, el western, al que han tratado de enterrar mil veces (aunque en este caso sea un western moderno, con coches y camionetas en lugar de caballos). Porque a veces, para crear gran cine no hace falta revolucionar nada, basta con unos cuantos buenos personajes conduciendo por el desierto, por una carretera infinita, sin saber que circulan en ruta de colisión unos con otros. Por unos diálogos secos, a base de sentencias simples y directas, que son oro puro. Por un Jeff Bridges (otra vez) inmenso, devorando la pantalla. Porque molan todos tanto, los polis y los atracadores, que quieres que todos ganen, aunque sepas que no puede ser. Porque es una película “de las que ya no se hacen”, pero por suerte sí que se hacen.

8. Spotlight (Estados Unidos; Tom McCarthy)
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Por recordar que otro periodismo, no hace tanto, era posible. Por mezclar en su justa medida la minuciosidad del «procedural» con el factor humano (entre Todos los hombres del presidente y Michael Clayton), sin abusar de los momentos sensacionalistas ni convertir a sus protas en superhéroes del periodismo. Por poner el dedo en la llaga sobre la responsabilidad de toda la sociedad en denunciar lo execrable no cuando está de moda hacerlo, sino cuando se le puede poner remedio. Por hacer todo eso mediante una narrativa elegante, que se sustenta a base de planos amplios llenos de personajes, en busca de un distanciamiento objetivo pero también como reconocimiento al trabajo coral que supone una investigación así, y una película así.

7. El libro de la selva (Estados Unidos; John Favreau)
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Porque nadie esperaba ni siquiera que fuera buena y si me apuras es mejor que la de dibujos del 67. Porque Shere Khan es un malo espectacular. Porque cuando empiezan a cantar “Quiero ser como tú” o “Busca lo más vital” te entran ganas de dar palmas para llevar el ritmo. Por ese tono épico/bíblico de cine de aventuras de reestreno. Porque la amistad gamberra entre Mowgli y Baloo produce envidia. Porque se disfruta usando zonas del cerebro que no necesitan de coartada intelectual. Porque te hace creer que los animales hablan. Porque no se le pueden poner peros a un orangután gigante cantando jazz. Porque por una vez el 3D mejora la inmersión sensorial (te mete en la puta jungla). Porque la productora Disney, por mucho que rajen de ella, sigue facturando entretenimiento de gran formato como nadie.

6. Mustang (Francia/Turquía/Alemania; Deniz Gamze Ergüven)
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Por la empatía incondicional que generan las cinco niñas protagonistas, encarceladas en su propia casa. Porque a partir de una historia muy local sobre la tiranía del patriarcado en Turquía, acaba lanzando un mensaje de lo más universal sobre la rebeldía contra cualquier forma de opresión (hay que seguir resistiendo con tozudería, aún cuando la derrota sea inevitable). Por la astucia de usar a las cinco protagonistas para desgranar todos los posibles desenlaces de una situación así. Porque mantiene el punto de vista infantil incluso en sus momentos más duros y, lejos de parecer postiza o cursi, se siente de lo más auténtica. Porque supone el debut de la directora/guionista Deniz Gamze Ergüven, y lo ha hecho todo bien.

5. Elle (Francia/Alemania/Bélgica; Paul Verhoeven)
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Porque Isabelle Huppert, pasados los 60 años de edad, destila un erotismo salvaje que lo llena todo. Porque no puedes dejar de mirarla ni siquiera cuando sólo se dedica a contemplar a los demás hablando a su alrededor. Porque cuesta imaginar una película menos tópica y más libre, audaz, moralmente ambigua, psicológicamente compleja y, sí, feminista, sobre violación-y-venganza. Porque en realidad no es una película sobre violación-y-venganza sino sobre una tía que se empodera y hace lo que le sale del coño, cuando le sale del coño. Porque es loquísima desde un clasicismo formal casi de thriller hitchcockiano. Porque rompe las fronteras de todos los géneros por los que se pasea. Porque los aburridos probablemente la odiarán.

4. La doncella (Corea del Sur; Park Chan-wook)
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Porque es un orgasmo visual y de puesta en escena. Porque su narrativa en tres actos (con cambio radical del punto de vista en cada uno de ellos) la acerca por igual a Rashomon y El golpe, convirtiéndola en algo así como tres mini-películas en una, a cuál mejor. Porque maneja un equilibrio perfecto entre exquisitez y delirio culebronesco, sin descarrilar en ningún momento. Por su lucidez al explicar cuál es la diferencia entre la ambición y el deseo. Por utilizar el erotismo, no como mera representación plástica del sexo, sino como la brújula emocional que guía a las dos protagonistas. Porque supone una nueva cota maestra en la carrera de un director, Park Chan-wook, que parece no tener techo.

3. Anomalisa (Estados Unidos; Charlie Kaufman)anomalisa-cartel-6581.jpg
Porque, como reza el cartel, las marionetas de Charlie Kaufman son los personajes más humanos que se han podido ver en una pantalla de cine este año. Porque el motivo dramático que justifica que sean precisamente muñecos de caras cambiantes, en lugar de actores de carne y hueso, es el tipo de idea perfecta que define la manera de pensar de un genio. Porque es una reflexión tan descarnada como emocionante sobre la naturaleza del amor (a la vez, el sentimiento más generoso y más egoísta que somos capaces de experimentar y de transmitir). Porque logra convertir una comida de coño explícita en un momento de absoluta ternura. Porque siempre que la veo acabo sonriendo y llorando a la vez.

2. El renacido (Estados Unidos; Alejandro González Iñárritu)
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Porque pocas veces el cine ha logrado transmitir sensaciones físicas que traspasen la pantalla, y sin embargo en El renacido “se pasa frío”. Por la fotografía mortecina y fantasmagórica (nunca la luz natural pareció tan sobrenatural; nunca una tundra desolada recordó tanto al infierno bíblico). Por ese duelo imposible de dirimir entre dos bestias de la interpretación de carácter como Leonardo Di Caprio y Tom Hardy. Porque cuesta ver la escena del oso y respirar a la vez. Porque dura tres horas y podría durar seis, y yo aún querría más: más nieve, más frío, más suciedad, más dolor y más muerte. Porque en el fondo es una carta de amor de Alejandro González Iñárritu al cine de Terrence Malick y Werner Herzog, y ante eso no hay más que hablar.

1. La llegada (Estados Unidos; Denis Villeneuve)
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Por ese prólogo apasionado, conmovedor, descorazonador y cinematográficamente redondo estilo Up. Por ese final “sorpresa sin sorpresa” que pone patas arriba la linealidad argumental. Porque acaso sea lo más inteligente que ha parido la ciencia-ficción dura desde 2001: una odisea del espacio. Por cómo utiliza sus maneras de cine fantástico para explorar con una hondura descomunal las limitaciones del ser humano a la hora de gestionar sus emociones. Porque te pone un nudo en el estómago que poco a poco se convierte en nudo en la garganta. Porque es una peli con alienígenas de aspecto imposible y te la crees de arriba a abajo. Por Abbot y por Costello. Porque lo que hace Amy Adams, desde una contención interpretativa al límite, es simplemente prodigioso. Porque si alguna película de todas las estrenada a lo largo del 2016 tiene pinta de poder entrar en la historia del cine, de seguir generando lecturas y significados dentro de 20 años, sin duda es esta.

 

Diviértete y calla

Demasiado a menudo, el término “divertido” es utilizado como sinónimo de “menor” a la hora de juzgar cultura. Decía Raúl Minchinela en una de sus imprescindibles Reflexiones de Repronto, en la que analizaba las diferencias entre esos constructos a los que llamamos “alta cultura” (la música clásica, la pintura, la escultura…) y “baja cultura” (el cine de género, el pop, los comics, los juegos…) que una de las diferencias básicas entre ambas categorías es que la baja cultura abraza un discurso de la diversión, mientras que la alta cultura lo rechaza. La alta cultura busca sublimarnos por encima de lo que nos hace humanos, llevarnos a tener una experiencia mariana ante “las grandes obras” (si nos da el síndrome de Stendhal mirando el Guernica, es que hemos triunfado), y por lo tanto cosas tan pedestres como la risa o el mero “pasarlo bien” son generalmente desdeñadas. Al reseñar un tebeo de Spiderman prima decir si es o no divertido, ese es el parámetro principal que marca su calidad, y en cambio nunca se nos ocurriría usar la diversión como tema central de un ensayo literario sobre, por ejemplo, El guardián entre el centeno de Salinger (y cito este libro en concreto porque precisamente, consideraciones místicas aparte, si algo bueno tiene es que es divertidísimo). Quizás esto nos lleve a entender mejor porqué Chaplin o los Hermanos Marx sólo recibieron Oscars honoríficos a lo largo de su carrera. Ser divertido siempre ha cotizado a la baja. Si los Emmy no diferenciasen entre Mejor drama y Mejor comedia en sus premios, probablemente Frasier no hubiera ganado ninguna de las cinco estatuillas que consiguió.

Dentro del mundo de los juegos, que vive acomplejado y en permanente búsqueda de reconocimiento cultural, pasa algo similar. Cuando se quiere rebajar la supuesta calidad de un título se suele decir “pse… es divertido”, como si lograr hacer descojonar de la risa a un grupo de cuatro personas durante dos horas de partida fuera tan fácil como chasquear los dedos. O como si la diversión no fuera un ideal deseable en sí mismo sino un efecto colateral menor. Por ejemplo, en el género de los juegos de rol, Dungeons & Dragons siempre ha tenido que aguantar ser considerado un mero “juego divertido” frente a expresiones roleras supuestamente más elevadas como El rastro de Cthulhu o Rolemaster. Recuerdo cómo, en los 90, ciertos jugadores de Vampiro solían mirarnos a los dungeoneros por encima del hombro, en plan “estas dragonadas vuestras son entrañables, pero lo que nosotros hacemos es rol serio, ROL DE VERDAD”; y si hablamos de juegos de mesa, los ameritrash y los wargames de miniaturas de fantasía son en general vistos como productos “para niños grandes” frente a “prodigios mecánicos” (LOL) como Caylus o “simulaciones hiper-realistas” (RELOL) como Advanced Squad Leader. Por si no fuera suficiente, los ultras de los eurogames y de los wargames históricos también se reparten cera entre ellos, refiriéndose a los juegos del otro como “juegos de cubitos” y “juegos de cartoncitos”, respectivamente. ¿Qué tienen en común todos estos prejuicios? En efecto: banalizar aquello que no nos gusta señalándolo como una gilipollez porque es, simplemente, divertido.

Ese es uno de los motivos por los que este videotocho (en dos partes), que originalmente iba a ser un Top de mis juegos favoritos, se acabó convirtiendo en un Top de los juegos con los que me he divertido más en mi vida. Ambas cosas parecen lo mismo, pero no lo son. Las mecánicas ocultas de Twilight Struggle me maravillan en cada nueva partida, pero me he divertido mil veces más jugando a un festival tira-dados como Last Night on Earth, por ejemplo. ¿Cuál de las dos sensaciones es mejor? A mí me parecen igual de válidas, igual de chulas y de plenas, pero dado que todo el mundo parece considerar superior la primera, yo me he decantado por prestarle atención a la segunda. Además, el tema de la diversión me permite incluir en la lista varios juegos poco previsibles (ni yo mismo me esperaba que Titularing acabaría superando el corte) y también hablar de algunos aspectos tangenciales relacionados con la experiencia lúdica: a veces un juego es tan bueno como el grupo con el que lo has jugado, o como las circunstancias en que lo has jugado. A veces lo divertido ni siquiera es jugarlo en sí, sino planificar la partida o incluso coleccionarlo. Usar el baremo de la diversión por encima de la calidad intrínseca me ha obligado a reflexionar a fondo acerca de por qué me gustan los juegos, y ha hecho aflorar aspectos de la experiencia jugona de los que no era del todo consciente.

Los juegos de mesa aún están en una época de crecimiento y exploración como ítems culturales, y me parece un error seguir el mismo camino elitista por el que han tirado el cine o la literatura, con su rollo macabeo de los géneros mayores y menores. La diversión y el entretenimiento son fines en sí mismos absolutamente válidos al crear cultura. Saber divertir al prójimo es MUY jodido y tiene MUCHO mérito, y al que le parezca una habilidad sencilla o trivial que me componga ahora mismo un puto Dueling Banjos, o que me escriba La venganza de Don Mendo, o que me diseñe un Cosmic Encounter. O que se calle.

El BROMAZO del 28D: ¡Nuevo videotocho! La 2ª parte de la lista sobre los 13 juegos con los que más he loleado ever.

Odio los juegos de ovejitas

Uno de los efectos colaterales que está teniendo el actual “zeitgeist” lúdico, en el que proliferan los blogs y los canales de You Tube que ofrecen reseñas sobre juegos, es que la especialización no acaba de caer bien. Hoy en día, para tener credibilidad al hacer crítica de juegos de tablero, tienes que parecer lo más ecléctico posible. Es lo mismo que ocurre en la crítica músical, cinematográfica o gastronómica: puedes demostrar un criterio infalible y un conocimiento enciclopédico hablando sobre cine fantástico, pero si no dejas claro que también te gustan los musicales de Fred Astaire y los dramas iranies, jamás conseguirás hacerte respetar al mismo nivel que un crítico de periódico. Sólo hay que ver la injusta diferencia de estatus y de caché entre, por ejemplo, Carlos Boyero y Jordi Costa (supongo que no hace falta que aclare de cuál de los dos me fío más).

En los juegos de mesa, ese sesgo llama más la atención porque ha empezado a ocurrir en tiempos recientes, cuando la cifra de títulos editados al año se ha disparado y el sector ha adquirido visibilidad. Pero por lo demás, es lo mismo. Hoy en día, si te dedicas a reseñar juegos parece que no puedas confesar que algunos géneros y subtipos sencillamente te la rempampinflan. Se te exige que juegues a todo y que te guste todo (el socorrido mantra de “No hay juegos malos”). Se espera de ti que de vez en cuando reseñes un party game, o hagas un “Especial juegos para los más pequeños”, o algo igual de didáctico y que deje claro que tú no te privas de nada, que disfrutas el universo de los juegos A TOPE, con un maximalismo orgiástico; y, por supuesto, si algún día se te ocurre hacer público un ranking de tus títulos “Top”, asegúrate de que sea tan variado como una ensalada vegana (confieso que yo aún no he encontrado el modo de alcanzar el estado de nirvana mental que hace falta para ser capaz de comparar el Pingüinos & Cia y el Twilight Struggle en una misma lista; seguiré esforzándome).

Me considero en general bastante flexible a la hora de ponerme a jugar. Soy una especie de punto intermedio entre mis amigos wargamers, eurofans y ameritrashers; y el pasado fin de año me llevé mi Código Secreto a Ferrol, a casa de mi “amiga no-jugona” Amaia, y triunfé: lloramos de risa echando una partida detrás de otra hasta que se nos hizo de día. Aún así me considero un jugador especializado, y al igual que todo quisque tengo filias y fobias. Entre las segundas se cuentan los juegos familiares y los muevecubos con temática de granjeros, ovejas y zanahorias. En mi listado de diez juegos preferidos (el día que lo decida hacer) habrán probablemente dos o tres títulos de Games Workshop, otros tantos wargames de Segunda Guerra Mundial y quizás algún cajómetro enorme de Fantasy Flight lleno de miniaturas de plástico. Lo que estoy bastante seguro que no habrá, ya lo digo ahora para evitar sustos, es ninguna variante del Cocoricó-Cocorocó, del Fantasma Blitz ni del Pictionary.

A ver, que no me estoy burlando de esos juegos. Sólo es que me la traen al fresco, nada más. No considero mi criterio como más elevado ni mejor que el de nadie… pero es el mío. Ni soy ni tengo intención de parecer equidistante, y desde luego no voy del palo “me gusta jugar a todo”. Por ejemplo, la mayoría de juegos de adivinar palabras me parecen intercambiables. Los jugaba hace 30 años abriendo páginas al azar de un diccionario y ahora me da la impresión de que alguien ha impreso esas palabras en unas tarjetas, las ha metido en una caja junto con un reloj de arena y os las está vendiendo por 25 euros. Si hablamos de productos con un poquito más de enjundia, no soporto el Carcassonne, el 7 Wonders ni el Aventureros al Tren. Sí, soy consciente de que para la mayoría de jugones es como si estuviera diciendo que no soporto a los minusválidos o a los refugiados sirios, pero qué le voy a hacer, esos tres títulos me producen una pereza no euclidiana, hasta el punto de que prefiero no jugar a nada antes que jugar a cualquiera de ellos (en parte es porque los tengo ya muy quemados, pero en realidad sus mecánicas tampoco me han parecido nunca la bomba). Aún más gordo: jamás he probado el Agrícola… y oye, tan pancho. No, no me interesa (la inmersión temática es importante para mí incluso en un juego abstracto; y la temática de Agrícola hace que me falte el aire sólo de pensar en dedicarle tres horas de partida). ¿Cómo te quedas? Sí, la conclusión obvia es que tengo prejuicios. Pero oye, no te preocupes porque tú también los tienes; y seguro que tampoco has jugado nunca a alguno de mis juegos de cabecera. ¿Has probado el D-Day Dice? ¿Y el W1815? ¿Y el Nuklear Winter 68? Pues ya está. Relájate, leñe, que esto es la mar de grande y aquí cabemos todos.

Lo que acabo de contar viene a colación de que, en la intro del videotocho que acompaña a este artículo, hay un momento en el que me pongo pedante y condescendiente, para qué negarlo. En concreto, me ocurre entre el minuto 1:40 y el 2:45, cuando digo que yo no reseño party games (excepción: sí que podría llegar a reseñar alguno de roles ocultos elaborados, estilo La Resistencia) ni juegos de contar ovejitas, y que para jugarlos tendría que alcoholizarme antes. Es probable que los fans de Sheepland y Una noche el Hombre Lobo se sientan ofendidos ante tal comentario. De hecho, estuve a punto de cortar esa parte o añadir un “disclaimer” aclaratorio para quitarle hierro. Porque, bueno, esto es You Tube y en el fondo todo el mundo quiere caerle bien a su audiencia, y tal. Pero luego pensé que, oye, al fin y al cabo soy como soy, y que de hecho está bien desnudarse y dar opiniones fuertes en las que crees. Tampoco es que sea tan original, hago lo que hace todo el mundo en una charla de carajillo con los colegas: decir que lo que me gusta a mí es lo mejor y rajar del resto.

Porque llevo toda la vida tirando dados, robando cartas, moviendo fichas y hablando sobre ello de un modo u otro (empecé a jugar «de manera oficial» en un club a mediados del 85, y publiqué mi primer artículo fanzinero un par de años más tarde); así que sí, es posible que tenga un gusto pésimo, pero en todo caso mi nulo interés hacia ciertos subgéneros y temáticas de juegos (¿Qué narices le pasa a todo el mundo con los juegos sobre trenes?) no invalida en absoluto mis opiniones ni mis conocimientos respecto a otros tipos de juegos distintos, que son justo los que reseño. Aunque jugar a Bang! me parezca una pérdida de tiempo, eso no me incapacita lo más mínimo para analizar Blood Rage o Catacombs. Porque las filias y fobias personales son una característica intrínseca a la hora de hacer crítica, no un lastre. Tom Vasel no puede con los wargames densos, del mismo modo que Rahdo no soporta los juegos de mayorías y en Shut Up & Sit Down llevan relativamente mal cualquier cosa que huela a «ameritrash» (aunque en el caso de estos últimos haya algo de pose, porque hacen una reseña poniendo a parir Eldritch Horror y tiempo después se cascan una videopartida en la que se les ve divertirse como enanos con el juego). Los tres hacen unas reseñas jodidamente buenas y tienen una capacidad de análisis afiladísima. Lo demás me importa más o menos lo mismo que a Rhett Butler las lágrimas de cocodrilo de Scarlett O’Hara al final de Lo que el viento se llevó.

Elogio de los juegos viejos

El Warrior Knights de Corey Koniecza, editado en 2006 por Fantasy Flight Games, es un juego superior en casi todos los aspectos al clásico de Games Workshop diseñado por Derek Carver tres décadas antes: mucho más equilibrado, elegante, divertido y sobre todo… jugable. Sigue resultando una experiencia larga, quizás demasiado (a 5 o 6 participantes, no bajas de las cinco horas), pero nada comparable a la puñetera agonía que suponía el original, lo que se conoce como un “juego de club”, porque realmente sólo era asumible si podías dejar la partida montada en una mesa durante varios días y jugarlo en dos o tres sesiones (a razón de 4-5 horas por sesión). Fellowship of the Ring, editado por I.C.E. a principios de los años 80, es otro ejemplo similar. Aunque el semi-moderno Guerra del Anillo no sea un remake directo de aquel, ambos títulos coinciden en intentar narrar las aventuras de Frodo Bolsón y el resto de la Compañía del Anillo cruzando la Tierra Media sin que Sauron les dé matarile, en una suerte de juego del gato y el ratón. Guerra del Anillo transmite sensaciones muy parecidas a Fellowship of the Ring pero lo hace con reglas bastante más prácticas e intuitivas, y con una narrativa menos delirante (en Fellowship of the Ring a la Compañía le pasaba de todo, incluyendo tener que pegarse con vampiros o dragones). Por no decir que Guerra del Anillo cuenta la trilogía de Tolkien completa, mientras que Fellowship of the Ring, por algún motivo que me elude, sólo llegaba hasta el final del primer libro (la partida acababa en cuanto la Compañía se disolvía).

Así pues queda claro que tanto el Fellowship of the Ring de I.C.E. como el Warrior Knights de Derek Carver son dos títulos ampliamente superados, a nivel mecánico, por 30 años de sacarle brillo al diseño de juegos; y sin embargo, cuando tengo que listar las diez partidas de tablero más míticas que he jugado en mi vida, cae como mínimo una de ambos (en el antiguo club Maquetismo y Simulación, donde a mediados de los ochenta, colegas como Antonio Catalán, Jordi Fernandez o Antonio Aroca me lo enseñaron TODO). En cambio, en ese tipo de listas nunca me acuerdo ni del Warrior Knights de Koniecza ni de Guerra del Anillo. ¿Esto tiene que ver con la nostalgia y el efecto de fascinación que producen “esas primeras partidas”, cuando acabas de descubrir que existe un universo lúdico más allá del Monopoly y el Trivial Pursuit? Posiblemente sí, del mismo modo que todos los roleros veteranos intentamos en realidad revivir esa anaconda que se nos formó en el estómago la primera vez que jugamos a D&D (y por eso una serie como Stranger Things nos hace tantísima pupa; porque pega justo donde duele). Pero hay también un factor intangible que pocas veces se tiene en cuenta, y es que los juegos de antaño gozaban de un componente arcano que los hacía extrañamente atractivos. Jugarlos era complejo y extenuante, era como descifrar un jeroglífico. Tenía mérito (si eras capaz de entender el funcionamiento de Magic Realm, te sentías listo). Requerían un estado mental concreto, un punto de concentración introspectiva que te premiaba de vuelta haciéndote disfrutar de una sensación de inmersión apabullante. Era como si hubiese una especie de «verdad oculta» en todo aquel proceso; hasta el punto de que, a donde no llegaban los componentes físicos del juego (que la mayoría de veces dejaban bastante que desear o eran directamente inexistentes), llegaba la imaginación de los jugadores. Que no tuvieras un troll de plástico para representar al troll que había sobre el tablero no lo convertía en menos troll, sino justamente en MÁS troll (no sé si se me ha entendido; sospecho que los lectores mayores de 40 años sí lo habrán hecho).

Cuando empecé a hacer videotochos se me ocurrió una idea que seguramente no llegaré a concretar nunca, porque tras darle varias vueltas me pareció que tenía un interés marginal, pero que me viene muy bien comentar aquí y ahora: X-Wing (Fantasy Flight, 2012) y Star Warriors (West End Games, 1987), los dos grandes juegos de duelos de cazas en el universo de Star Wars, llegan al mismo punto (meterte en la carlinga de una nave espacial de combate) por derroteros completamente distintos. X-Wing es un juego moderno en el que prima lo adrenalítico (decisiones rápidas y suerte con los dados), y eso es pura simulación de lo que es un combate de naves de La guerra de las galaxias, es Han Solo y Chewbacca gritando alborozados tras haber hecho estallar un Tie Fighter de un disparo. Star Warriors, por su parte, es un juego antiguo en el que prima lo metódico (planificar el turno llenando de contadores de acción tu hoja de nave), y eso también es pura simulación de lo que es un combate de naves de La guerra de las galaxias, es Luke Skywalker apretando botones de su cuadro de mandos, dando órdenes a R2-D2 y decidiendo si pasa o no a disparo manual.

En el presente videotocho comparo los juegos de tablero Star Wars Rebellion y Guerra del Anillo, dos joyas modernas difíciles de mejorar. Pero eso no significa que otros juegos más viejunos que tratan los mismos temas sean peores simplemente por eso, por ser viejunos. Diría más bien que son juegos que utilizan otro lenguaje. Es del todo lícito que a la mayoría de nosotros nos interese más (o nos interese de manera exclusiva) el lenguaje moderno. Pero denostar a quien en su día diseñó Fellowship of the Ring sin red (o sea, mirando hacia atrás, no encontrando ningún referente anterior del que sacar ideas y teniendo que inventarse, DE LA NADA, un sistema tan jodidamente brillante como el de los dados de rumores que utiliza ese juego), es como denostar Los siete samurais de Kurosawa diciendo que Los 7 magníficos de Antoine Fuqua es en color. Pues no. No lo hagáis.

Aun siendo un firme defensor de que los juegos de tablero nunca habían vivido un periodo de creatividad más chulo que el actual (pese a que ahora se haya puesto de moda relativizar el asunto, con argumentos tan pardos como que «cantidad no es lo mismo que calidad»), me he dado cuenta de que, en estos artículos de complemento a los videotochos, casi siempre acabo defendiendo los juegos del año de la conga. Creo que lo hago porque no veo que lo haga casi nadie más, y los considero un poso cultural que merece ser valorado y debería ser estudiado. Porque del mismo modo que a un crítico de cine se le exige que haya visto Rashomon antes de entrar a analizar la deconstrucción narrativa de las pelis de Tarantino, o que a un crítico literario se le exige que haya leído a Alejandro Dumas antes de ponerse a juzgar la estructura de las novelas de Alatriste, o que a un crítico de tebeos se le exige que conozca el Spider-Man de Jerry Conway antes de ensalzar o poner a parir el de Strackynski, cualquier crítico de juegos tiene la misma obligación de HACER LOS DEBERES y, si piensa reseñar por ejemplo la última edición de Civilización, debería por lo menos preocuparse en googlear quien fue Francis Tresham. Porque todos sabemos lo que significa el término «eurogame», sí, pero mucha menos gente sabe que se lo debemos a pioneros como él.

La mazmorra perfecta

Hace poco, hablando con un colega acerca de diversos juegos de tablero, variante dungeon-crawling (lo que aquí llamamos “mazmorreo”), el tío me soltó de pronto una de esas perlas de sabiduría Jedi que te hacen recalibrar tu visión de las cosas. La frase vino a ser (transcripción libre): “Todos los pesados que se quejan siempre de que a Shadows of Brimstone le falta un sistema de campaña, o de que a Descent le falta nivel de detalle en los combates, deberían ponerse a jugar a D&D 4ª edición como si fuera un juego de tablero y listos. ¿Quieres nivel de detalle? Pues toma nivel de detalle.” El comentario me llevó a revisar bajo una luz nueva mi opinión sobre la tan denostada cuarta edición de D&D; y tras darle algunas vueltas al asunto, concluí que mi amigo tenía razón. D&D 4ª me sigue pareciendo un ñordo de tamaño ciclópeo como sistema rolero, pero no se puede negar que es un juego de microgestión táctica extremadamente pulido. Si pretendes montar la tangana mazmorrera definitiva, con miniaturas y sobre un tablero cuadriculado, te va a costar encontrar otro producto que represente de manera más exhaustiva el combate, la magia, las campañas, la experiencia y demás elementos icónicos del género. O sea, que si quieres que Descent o Shadows of Brimstone funcionen como un juego de rol quizás deberías plantearte que, en realidad, lo que quieres es jugar a rol.

Digo todo lo anterior porque, en los últimos tiempos, he venido observando cierto nivel de obsesión por encontrar “el juego que lo tenga todo” entre los fans de los dungeon-crawlers de tablero. Esta actitud se aprecia sobre todo en ciertos ex-roleros, personajes un tanto fantasmagóricos que suelen poblar las convenciones y las tiendas de juegos como si fueran encuentros aleatorios y que, a la que te despistas, te pillan por banda y te ponen la cabeza como un timbal soltando sentencias del estilo de “Mansiones de la Locura es como La llamada de Cthulhu pero sin las partes aburridas” (una meme-chorrada que, si la sometes al polígrafo, en realidad lo que significa es algo así como: “Ya no tengo tiempo ni energías para jugar a rol y me dan envidia todos los que lo siguen haciendo, así que prefiero decir que las uvas están verdes”).

“El juego que lo tenga todo” es como el Conejo de Pascua, la chica de la curva o el extraterrestre de Roswell: no existe. Así de sencillo. Su búsqueda suele llevar a un estado de frustración constante, a la aparición de proyectos-mostrenco tan delirantes como Dungeon Crusade (no es que a su creador le falte perspectiva, es que yo creo que directamente ha perdido la cordura), y a la repetición ad nauseam de la secuencia “Me compro un juego = lo pruebo una vez = lo vendo. Me compro otro juego = lo pruebo una vez = lo vendo. Me compro otro juego…”. A mí me parece que es mucho más sano juzgar a cada juego por lo que es y por lo que ofrece (y si nos gusta, bien; y si no, también), en lugar de juzgarlo de manera distorsionada por su supuesto parecido con el unicornio rosa que estamos intentando cazar.

Los dos juegos protagonistas del videotocho que podéis ver bajo esta párrafada sirven como claros ejemplos de lo que estoy contando. Warhammer Quest: el juego de cartas es un colaborativo al que casi todas las reseñas aplauden por el intenso nivel de interacción que genera cuando lo juegas con cuatro participantes… y sin embargo he escuchado ponerlo a parir a gente que lo ha jugado de forma exclusiva en solitario o a dos jugadores (culpa de ellos por infrautilizarlo, no culpa del juego). Catacombs es uno de los títulos con los que más he visto disfrutar a un grupo de jugadores en torno a mi mesa en los últimos tiempos (aullidos de euforia incluidos, cuando los aventureros logran liquidar a un monstruo particularmente peludo)… y sin embargo, al acabar la partida, varios de esos mismos jugadores me han dicho que les había parecido “como jugar a las chapitas; no es serio” (ojo al dato: hablo de individuos que luego son capaces de estarse tres horas seguidas echando partidas de futbolín en un bareto).

Valorados sin prejuicios, por sus propios méritos y por la experiencia lúdica que aportan, Warhammer Quest: el juego de cartas y Catacombs son dos auténticas perlas (el segundo, en concreto, me parece lo mejor que he probado en lo que va de año). En cambio, si nos empeñamos en compararlos con ese legendario e ilusorio “Juego que lo tenga todo” van a salir perdiendo siempre, claro. Posiblemente, si algún día se llega a publicar de verdad el juego de mazmorreo perfecto, también pasará desapercibido ante la propia idea abstracta del «Juego que lo tenga todo», que habrá crecido ya hasta alcanzar unas dimensiones mitológicas que superen su propia plasmación física. Al fin y al cabo ya sabéis lo que le pasó a Charles Chaplin en cierta ocasión: se presentó de incógnito a participar en un concurso de imitadores de Charlot… y quedó eliminado en la primera ronda. Le dijeron que su imitación era mediocre. Los miembros de aquel jurado también estaban tan obsesionados en encontrar al Charlot perfecto, que ni siquiera supieron ver al auténtico cuando lo tuvieron ante sus narices. Ganó el concurso un tal Milton Berle.

CRÓNICA DEL PRIMAVERA SOUND 2016 (2 de 2)

Cohet

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Viernes
El único espacio de conciertos del Parc del Forum que aún no había visitado en ninguna edición del Primavera Sound era el Auditori Rockdelux, así que al llegar al recinto me dejo arrastrar por unos amigos que quieren ver allí a Robert Forster (mientras caminamos, se oyen de fondo los desgañitamientos post-punk de la cantante de Savages, que originalmente eran mi primera opción para este hueco horario). No se puede negar que al Auditori Rockdelux le pega bien lo de “marco incomparable”: buena sonoridad, escenario cuco, oscuridad limpia, butacones comodísimos… el entorno ideal para disfrutar del cancionero del que fuera líder de The Go-Betweens, banda seminal del indie rock ochentero que es uno de mis lunares más flagrantes: sólo la conozco a través de singles en CDs recopilatorios de cuando me compraba la Rockdelux. He de decir que jamás escuché tampoco una canción suya que no me pareciese especial, y esta vez no es una excepción. Forster y su banda repasan el ayer y el hoy con una ejecución exquisita, de terciopelo. Acabamos todos de pie aplaudiendo a rabiar. Alguien me comenta “Todas las canciones del mundo mejoran con un violín”, y yo sólo puedo darle la razón. Salgo con la firme promesa mental de bucear más a fondo en la música de Forster (lo estoy haciendo mientras escribo esto). El PS también sirve para hacerle a uno menos ignorante.

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Robert Forster. La vida después de The Go-Betweens.

En otra de esas decisiones que le hacen a uno sangrar por los oídos, opto por picarme a Radiohead en favor de un sitio de privilegio para The Last Shadow Puppets. ¿Por qué? Pues porque Alex Turner me cae muy bien y porque a Radiohead los he visto ya tres veces, y en las tres ocasiones me han parecido una de esas bandas que no tocan para el público sino para sí mismas. Fijo que desde la primera línea debe de ser un concierto para vibrarlo muy fuerte, con “himnos bajoneros” del nivelazo de Karma Police, Paranoid Android o The National Anthem. En cambio, sentado a un centenar de metros de la pantalla gigante mientras me zampo unos noodles (ay, los noodles de tenderete: uno de mis rituales del Primavera Sound), las evoluciones sonoras de los autores de OK Computer y Kid A me llegan apagadas, como si fueran versiones indie de cantos gregorianos. Aún así, cuando cierran el espectáculo con la inesperada Creep (ya casi nunca la tocan en vivo) y todo quisque hasta donde alcanza la vista, incluyendo a los que hacen cola en las barras para pillar bebida, se pone a corear eso de “What the hell I’m doing here? I don’t belong here”, a mí también se me ponen los pelos de punta y me queda clarinete que acabo de asistir a la que seguramente vaya a ser la instantánea más mitificada por todas las crónicas del festival.

The Last Shadow Puppets: quien más quien menos entiende a esta banda como el proyecto secundario de Alex Turner, el divertimento con el que se quita de encima el estrés por ser el líder de los Arctic Monkeys. Desde luego, la calidad de ambos cancioneros no es comparable, pero si hablamos de cuál de las dos formaciones tiene mejores tablas, cuidado. The Last Shadow Puppets trocan el concepto de stadium band en una cosa mucho más gamberra, espontánea y… sí, divertida. La complicidad entre Turner y su colega de correrías Miles Kane es total, hasta incluso convertirse en tensión sexual descarada (gritos de “¡Iros a un hotel!” entre el público, cada vez que el uno se contornea enfrente del otro o que ambos pegan frente contra frente mientras cantan mirándose libidinosamente). Kane es el sostén musical, el que mantiene en marcha la energía y la cadencia del concierto. Turner es el provocador apayasado y divo (posturitas de kárate, bailes espasmódicos, intentos de hablar español que se quedan en un psicotrónico “Buenas noches Primavera grasies porfavor”…). Ambos son necesarios, la combinación funciona de perlas y el show se convierte en una lección de rock sudoroso la mar de vitamínica, que maquilla sus composiciones más pedestres (Everything You’ve Come to Expect, Bad Habits) y convierte en momentazos insuperables las más inspiradas (The Age of the Understatement, Aviation). Estos dos pájaros deben de follar mucho, y viéndoles desde luego dan ganas de follárselos.

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The Last Shadow Puppets: Alex and Miles in love.

A media hora de que empiece el concierto de The Avalanches no hay mucha gente en esa especie de cuenco/anfiteatro que se abre ante el escenario Ray-Ban, lo cuál me permite colarme hasta casi la primera fila, oye qué bien. En cambio, sólo diez minutos más tarde ya estamos a reventar (supongo que van llegando todos los que estaban viendo a Kiasmos y Beach House). Ya me extrañaba a mí tanta tranquilidad: el concierto de The Avalanches (o sea, Tony Di Blasi y Robbie Chatter) pasa por ser uno de los que más pone los dientes largos de todo el cartel. Los australianos sólo han publicado un disco en dos décadas de existencia (Since I Left You), pero se trata de una obra tan seminal del electropop bizarre y robaperas (incluye más de 3000 sampleos, según cuenta la leyenda), que les ha bastado para mantener su carrera a flote. Se rumorea que en el concierto van a estrenar temas de su “difficult second album”, que llevan grabando y regrabando desde hace cinco años (los Stone Roses de la electrónica, sí). O sea, las expectativas están imposiblemente altas. Quizás por eso el sopapo de realidad que todos nos llevamos es tan desconcertante. ¿Decepción? Bueno, no exactamente, porque en lo musical el asunto raya a buen nivel y no paramos de bailar en una hora, pero lo que ocurre ante nuestros ojos tiene mucho más de sesión de DJ con la electro-hormigonera en piloto automático (algunas transiciones un poco a machete, algunos mixes que funcionan sólo a medias…) que del conciertazo que esperábamos los fans. Un descomunal error de cálculo, vamos. A los dos músicos tampoco les ayuda a ganar amigos su actitud en plan “¿Cuánto nos van a pagar por esto?”, un pasotismo teatral que nadie acaba de entender: Di Blasi aún parece implicado en que aquello funcione, pero Chatter se limita a darle al play y se tira toda la actuación paseándose, contándole chistecitos al oído a su compinche y bebiendo a morro de una botella de champán. En cuanto a los temas nuevos, que efectivamente pinchan… pues eso, pinchan. Sinceramente, cuando saquen el disco que me avisen. Hasta entonces, que se acuesten.

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The Avalanches. Freud on the dance floor.

Sábado
La jornada de cierre del PS 2016 se presenta como la más peliaguda para mí, con un toma y daca bastante killer entre los dos escenarios principales. Básicamente se trata de decidir entre la opción “A”, que consiste en ver a Manel + Deerhunter en buena posición y a Brian Wilson + PJ Harvey de lejos, o la opción “B”, que es justo la contraria. Como no tengo claro por dónde tirar, acabo optando por una tercera vía, que consiste en empezar con U.S. Girls en la otra punta del recinto (escenario Adidas Originals) y a partir de ahí improvisar. Meghan Remy me parece una compositora con un ángel especial para crear perlas de retro-pop electrónico que a la vez funcionan como soflamas feministas cargadas de vitriolo (sobre todo en Half Free, su trabajo más reciente). Sin embargo, el concierto reduce todo eso a una caricatura. Acompañada únicamente por una “esbirra” que le hace los coros y las segundas voces, la tía se limita a poner una cinta con sus canciones y nos castiga con un karaoke sin la menor garra ni carisma, llevando la actitud desdeñosa hasta un punto en el que deja de ser divertida y cae en lo cargante (canta mirando a la nada y con permanente cara de “que os follen”). El público parece captar la indirecta, porque a mi alrededor todo el mundo está hablando o mirando el móvil. El nivel de atención sólo aumenta un poco cuando ataca el single Damn that Valley, algo que por suerte ocurre durante el primer tercio de su actuación. Le aguanto 20 minutos que me parecen bastante representativos de lo que les espera a quienes se queden hasta el final, y me piro a ver a Manel, que en apenas media hora y gracias a temazos como Teresa Rampell o Sabotatge me hacen olvidar por completo el desaguisado de U.S. Girls. Estos cuatro barceloneses son tan buenos en lo suyo (y lo suyo es un pop-folk impecable, fresco y lúdico) que ni siquiera les hace falta esforzarse bajo un sol de justicia para dejar encandilado a su público.

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Pst, Manel, que ve l’amor!

El haberme quedado a ver a Manel significa que me va a tocar seguir a Brian Wilson en el escenario de enfrente desde el quinto pino. No me preocupa mucho porque a sus 73 añazos llenos de achaques dudo que al líder de los Beach Boys le dé por ponerse a hacer el pogo. Más bien hará lo de siempre en esta etapa final de su carrera: quedarse pegado al piano e intentar no desafinar demasiado. El concierto se centra en celebrar el quincuagésimo aniversario de la publicación de Pet Sounds, una de las más maravillosas obras de orfebre que dio la música pop del siglo XX, así que nadie duda de que el setlist va a ser portentoso. Lo que sí genera dudas, y muchas, es el desempeño del que será capaz Wilson, si le quedarán voz y energía suficientes como para sostener un concierto entero por sí mismo. En efecto, el arranque con un Wouldn’t It Be Nice estridente y desangelado hace presagiar que voy a pasarlo mal. Al final de la canción Wilson ya se está excusando con un “intentaré cantar lo mejor que pueda”. A los tres temas la cosa ya ha alcanzado tal nivel de autoparodia involuntaria que se me está empezando a escapar la risa, y tampoco es plan de quedarme allí descojonándome rodeado de unos fans entregados, que bailan y sonríen ante unos coros dignos de show de los Muppets, en un ejercicio de negación de la realidad que yo sencillamente no soy capaz de hacer. Por tanto, me voy a pillar buen sitio para Deerhunter y oigo la restante hora de maullidos desde la distancia y en actitud de facepalm. En sus mejores momentos aquello tiene el aroma de un concierto de crucero para jubilados. En sus peores momentos… bueno, Brian Wilson ha sido un gigante y Pet Sounds es uno de los discos de mi vida, así que no tengo ganas de hacer más sangre. El tiempo pasa para todo el mundo, y a Wilson parece haberle pasado por encima. Hagamos ver como que esto sencillamente no ha ocurrido nunca.

Deerhunter. Les he visto unas cuantas veces antes de esta y nunca me canso. Porque aunque en disco no hayan vuelto a dejarme patitieso desde Halcyon Days (2010), su carrera en general sigue siendo de lo más sólida, y además en vivo nunca bajan del excelente. Hoy tampoco lo harán. De hecho, como concierto de Deerhunter es una carta a los Reyes Magos, con una selección de canciones redonda, una ejecución técnica impepinable y emocionante, y un Bradford Cox mucho menos enganchado al micro y mucho más frontman que nunca, destilando empatía e hipnotizándonos con su presencia y sus movimientos de mantis religiosa (o cómo convertir el síndrome de Marfan que le aqueja en una cualidad escénica acojonante). La banda inunda el Parc del Forum con una hora de hechizantes desarrollos de guitarra que no querrías que se acabaran nunca. Revival, Helicopter y Desire Lines son las cúspides de una actuación casi perfecta. “Casi”, porque aunque las comparaciones son siempre odiosas, unos diez minutos después de que terminen va a pisar el escenario Heineken (el más grande del recinto) la inconmensurable Polly Jean Harvey. La cosa se pone seria.

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Deerhunter. Caza mayor.

En las horas y días posteriores al concierto de PJ Harvey, me encontraré con varios amigos que curiosamente me lo definirán con variantes diversas de la misma frase: “Esto ha estado a otro nivel”; y la verdad es que no se me ocurre mejor manera de explicarlo. Resultaría menos exagerado de lo que parece decir que Polly Jean es genéticamente incapaz de facturar un mal álbum, pero del mismo modo hay que reconocer que a lo largo de su tremebunda carrera ha grabado cosas mejores que The Hope Six Demolition Project, un disco de denuncia sociopolítica algo difuso (lo compuso como parte de una instalación artística abierta al público, y aunque la idea es buenísima el resultado final se resiente un tanto, con tres o cuatro canciones que parecen demos a medio cocer). Me daba un poco de cosica que ello diese lugar a un directo irregular, a una diva en horas bajas. Madre de Dios, qué tonto soy y qué equivocado estaba: PJ aparece en escena vestida de negro, con plumas en la cabeza, mezcla de ninfa y Diamanda Galas, escoltada por su excelente banda de músicos en lo que parece uno de esos desfiles funerarios de Nueva Orleans. Tras esta entrada dramática, que ya predispone positivamente, se entrega a un espectáculo conceptual oscuro, opresivo e intenso (las pantallas lo retransmiten en un apelmazado blanco y negro), teñido de blues, que da razón de ser a sus nuevas composiciones (toca casi el disco entero) e integra sus hits clásicos en un todo orgánico fascinante. Mientras que la mayoría de artistas optan por adaptar sus actuaciones al formato festivalero, más ligero y complaciente con la galería (verbigracia: lo de Radiohead ayer tocando Creep), ella hace al revés, hace lo difícil: arrastrar al público a un show exigente, mucho más elaborado, alimenticio y lleno de matices que todo lo demás que hemos visto en estos cuatro días, en el que cada canción ha sido cuidada para suponer un pequeño acontecimiento. 50ft. Queenie son posiblemente los dos minutos y medio más poderosos y auténticos de todo el festival, y To Bring You My Love los cinco más escalofriantes. Hipnótica. Soberbia. Triunfante. Inapelable. Entrega y vozarrón. El Primavera Sound 2016 será recordado sin la menor duda como “el de PJ Harvey”.

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PJ Harvey: palabras que matan.

Y hasta aquí mi crónica. Quedan en el tintero algunos conciertos que vi de reojo (me gustó la potencia seca de Battles, el afilado rock viejoven de Parquet Courts y el gamberrismo de repetidor de instituto de Ty Segall, pero en los tres casos estaba ya tan derrengado que me veo incapaz de analizarlos haciéndoles justicia), otros que me dejaron a medias (Sheer Mag tienen buenísima actitud punk y una cantante que es un ciclón vocal, pero con sólo dos o tres EPs en el mercado, lo que aún no tienen son canciones suficientes para llenar más de media hora), y alguno que no me aportó nada sobre lo que merezca la pena extenderse (en la clausura, el techno alemán de Pantha Du Prince aburrió soberanamente a un público que pedía la hora para que saliera a escena el sempiterno DJ Coco).

Mi Top Tres de mejores actuaciones estaría encabezado por John Carpenter (ni puedo ni me da la gana ser objetivo al respecto), seguido por el apabulle de PJ Harvey y por la masterclass de tablas, empatía y estribillos de los eternos Suede. Respecto a los pestiños, la única actuación en la que me sentí estafado contra pronóstico fue la de U.S. Girls. Hubo otros conciertos menores, claro, pero en esos casos ya sabía lo que iba a ver. La nota media ha sido alta y la sensación general, lo dije al principio, es que este Primavera Sound ha gozado de un cartel tan potente como en los dos o tres años anteriores, que no obstante ha quedado un tanto ensombrecido por unos solapes especialmente criminales.

En lo personal, noto que voy entrando lentamente en la misma deriva que a mediados de los 2000 me llevó a tomarme un descanso de casi diez años sin asistir a este tipo de eventos: me da pereza arrancar el primer día, alcanzo antes el punto de saturación (sólo cuatro conciertos el viernes), y a veces me da igual perderme a tal o cual artista a cambio de pasar media hora sentado en la zona de tenderetes, descansando las piernas y charlando de lo que sea con un grupo de amigos que me he encontrado (“¿Habéis leído los artículos de Nando Cruz?”). Ya he visto de nuevo a casi todo mi circuito favorito de bandas indies, y empiezo a tener que hacer auténticas piruetas para no repetirlas (¿Dinosaur Jr. vienen cada año o qué cojones pasa aquí?).

Por supuesto, otro de los tópicos de cualquier asiduo a los festivales es quejarse de que en realidad son una mierda (las aglomeraciones, las actuaciones de duración reducida, el público al que se la pela lo que está viendo…); y yo ahí no fallo, me quejo todo el rato. Me gusta tanto quejarme, de hecho, que ya me he comprado el abono a precio reducido para el PS 2017, sin darle ni una consulta de almohada. Así podré seguirme quejando con conocimiento de causa. Además, en mis cuentas mentales el año que viene les toca volver a Mogwai, y a los Fuck Buttons, y a (por favor por favor por favor) The National; y luego están esos boles de noodles con crema de cacahuete a las tres de la madrugada entre conciertos, que saben tan jodidamente ricos…

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Tradicional fin de fiesta con DJ Coco. Exit Planet Primavera.

PLAYLIST DE SPOTIFY PAMUNDI’S PRIMAVERA 2016:

CRÓNICA DEL PRIMAVERA SOUND 2016 (1 de 2)

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Voy a empezar este texto citando, como no, a Carl Wilson, autor del libro Música de mierda (vergonzosa traducción-busca polémicas del título original Let’s Talk About Love: A journey to the end of taste), un ensayo bastante aplaudido entre el hipsterismo ilustrado sobre los mecanismos que definen nuestro gusto artístico (el libro, ya que estamos, me parece tan entretenido como hueco, e innegablemente condescendiente; y además desde una supuesta reevaluación del concepto mismo de condescendencia que, lo siento, no cuela). Pues bueno, que Carl Wilson, entre una pedantería por aquí y un análisis tergiversado por allá, dice alguna que otra cosa con la que puedo estar de acuerdo. Por ejemplo, lo siguiente: “A veces hay gente que me pregunta si la vida no es demasiado corta para malgastarla con arte que no te gusta. Últimamente, sin embargo, tengo la sensación de que la vida es demasiado corta precisamente como para no hacerlo.”

Esta curiosa afirmación resume bien uno de los aspectos colaterales que a mí personalmente me resultan más interesantes de un evento como el Primavera Sound: escuchar cosas que me gustan y otras que no (las que no, generalmente de fondo mientras hago cola para comprar un frankfurt o espero frente a otro escenario a que salga un artista que sí me hace tilín). Compararlas, analizar los porqués y a veces incluso sorprenderme matizando mi opinión sobre un artista al que había hecho cruz y raya o por el que profesaba un «fanboyismo» acrítico. No sé cuántos de los asistentes harán este ejercicio (porque a priori todos vamos a estos eventos para ver reforzados nuestros gustos y tararear canciones que ya conocemos), pero yo no puedo evitarlo.

Este año, además, me ha sido imposible no entregarme a ello, porque aunque el cartel prometía ser la releche, a la hora de la verdad quedó relativizado por una parrilla de lo más caprichosa: la mayoría de los conciertos que esperaba con más ganas se concentraron el jueves, incluso propiciando un triple solapamiento que parecía haber sido diseñado expresamente para orinarse en mis cuencas: John Carpenter, Tame Impala y Protomartyr tocando a la misma hora. Menuda puntería. En cambio, el resto de días acabé viendo alguna actuación que en otras circunstancias quizás me habría saltado. Pero vamos, que no me quejo. Como ya he dicho, casi todo me parece interesante. Incluso lo que no me lo parece (vamos, una manera elegante de decirme a mí mismo “Has pagado 120 euros por la puta pulserita: jódete y baila”).

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Miercoles por la tarde. El Primavera Sound se despereza y pilla velocidad.

Aparte de lo anterior, el Primavera Sound 2016 se desarrolló en medio de cierto follón mediático: una serie de artículos de salsa rosa disfrazados de investigación + denuncia escritos por Nando Cruz (periodista musical al que hace años leía con gusto en revistas como Rockdelux, hasta que llegué a la conclusión de que en realidad no le gustaba la música, sino lucir su prosa con la música como excusa) y publicados en el diario El Confidencial, en los que el plumilla utilizaba quince mil caracteres más de los necesarios para “sacar a la luz” la presunta mafia que domina a la organización del certamen. Sin embargo, leídos desde fuera y sin tener ni zorra idea del intramundo y las puñaladas traperas del Primavera Sound, aquellos textos me parecieron más un ajuste de viejas cuentas que otra cosa.

Ya no era sólo que el fondo de lo que Nando Cruz explicaba tuviese una relevancia discutible (¿Un empresario que levanta un imperio a base de joder a la competencia? Hostias, ¡El notición!), sino que en los comentarios de los artículos de marras la cosa degeneraba en un aburrido rifi-rafe entre gente del medio: que si tal me insultó una vez, que si cuál no pagaba las cenas; o sea, Sálvame de Luxe, edición indie. Hasta Josep Pedrerol, en el programa futbolero El Chiringuito, suele cortar a sus contertulios diciendo que las broncas entre periodistas no interesan a los espectadores. Sin embargo, se conoce que el tinglado del pop-rock tiene un listón de exigencia más bajo que el del deporte rey, porque lo cierto es que durante los tres días de festival la pregunta “¿Has leído lo de Nando Cruz?” fue una de las maneras más socorridas de iniciar conversaciones entre concierto y concierto.

En fin, una polémica efervescente que, una vez echado el telón del PS 2016, irá quedando relegada a un eco lejano al que nadie volverá a prestar mucha atención; porque a la clientela mayoritaria del Primavera Sound lo único que nos interesa es que el abono no se dispare de precio, que a nivel organizativo se cumplan unos mínimos, y que los conciertos molen; tres frentes en los que la cosa lleva ya unos cuantos años rozando lo impecable.

Miércoles
Cuando uno ha encadenado tres o cuatro ediciones seguidas de cualquier festival de música, es normal que las bandas empiecen a repetirse (“Si esto es el 2016, toca que vengan Animal Collective”, y tal). Con lo cuál, al menos a mí el chip me cambia: ya no se trata de ver cuantas más actuaciones mejor sino de ver, las que sean, en las menores condiciones posibles. Ya sé lo que es cascarme a Deerhunter sentado a 50 metros de distancia (porque tras seis o siete conciertos ese día no tenía el coño para farolillos), así que este año me toca verlos pegadito al escenario. Eso, por supuesto, significa pillar buen sitio con antelación, es decir perderse un buen montón de actuaciones de relleno que en años anteriores hubiese intentado ir a ver. También significa gestionar mejor el esfuerzo físico, porque un festival de música es todo un fin de semana de tralla salpicado de breves pausas para dormir, comer, evacuar, re-planificar la parrilla de actuaciones y beber Red Bull.

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Pillado in fraganti haciendo el fanboy.

Con eso en mente, en la sesión gratuita del miércoles en el Parc del Forum decido saltarme a El último vecino y Sr. Chinarro. Aparezco a las ocho de la tarde, con la calma, para que me pongan la pulserita que me acredita como “Primaverer” (el apelativo me lo acabo de sacar del gorro, pero si a los asistentes al FIB les llaman “fibers”…), y ver únicamente dos conciertos ese día. O sea, me salto los entremeses y me voy directo al jabalí asado: Goat y Suede.

La banda sueca Goat, cuyas dos cantantes aparecen disfrazadas con espectaculares máscaras y túnicas, a medio camino entre figurantes del carnaval de Río y cultistas lovecraftianas, descargan su frenético rock psicodélico-étnico-experimental como un aluvión. No paran. Encadenan las canciones sin apenas descanso y casi se diría que, más que cantarlas, es como si nos estuvieran arengando a la luz de una fogata para cargar a la batalla o para ponernos a bailar la danza de la lluvia. Si este es el nivel de energía que despliegan en todas sus actuaciones, desde luego ser Goat durante una gira entera debe de resultar agotador. En disco me parecen… interesantes, pero tras verlas durante una hora me queda claro que es en el directo donde encuentran su razón de ser, donde su música transmite verdadera electricidad.

Nada de lo que Goat hagan ante los micros, no obstante, puede rivalizar en potencia con siquiera los cinco primeros minutos del show de Suede (“I want the style of a woman, the kiss of a man… Introducing the band”; es difícil encontrar mejor canción de apertura para un concierto). Que, bueno, en realidad podría considerarse el show de “Brett Anderson and friends”, porque aunque la formación siga manteniendo a tres de sus miembros originales (además de Anderson, Mat Osman al bajo y Simon Gilbert a la batería), está bastante claro quién de ellos es la auténtica bestia escénica, el que tira del carro, la “rockstar total”. Simple y llanamente, el mejor frontman en sentido clásico que vamos a ver a lo largo de todo el Primavera Sound 2016.

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Suede. Puro nitrato animal.

Brett Anderson se entrega con una profesionalidad y un carisma que te aniquilan, como si hubieran pasado apenas 20 días desde el lanzamiento de su disco de debut, y no más de 20 años. Igual de desgarrador y carismático que siempre cuando grita estribillos como “He was a fucking animal” o “We’re trash, me and you” (nudo en la garganta), cuando se mezcla con el público y se deja romper la camisa sin desafinar una sola nota, o cuando adorna los pasajes instrumentales con esos bailecitos jodidamente sexys (zapateando y dando palmas o agarrando el micro por el cable y haciéndolo girar como si fuera un yo-yo). Actualmente Suede parecen estar viviendo una segunda juventud, habiendo editado en los últimos tres años un par de álbumes de una inmediatez contagiosa, que conecta directamente con lo mejor de su catálogo saltándose limpiamente los patinazos de Head Music y A New Morning. Sin embargo, eso es casi lo de menos, porque pese a sus altibajos discográficos, lo que jamás ha perdido Suede es la infalibilidad en directo. Tocan todas las buenas y las tocan como Dios. Están más arrugados, sí, pero siguen siendo The Beautiful Ones.

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Suede: Now he has gone.

Jueves
Arranco el primer “día oficial” de festival con el pop-R&B-bailable-experimental de Empress Of, una artista que en general ha pasado más desapercibida de lo que merecería su fantástico álbum de debut Me. El concierto apunta a marrón para Lorely Rodriguez, la mujer orquesta que se esconde tras este proyecto, pues no parece fácil trasplantar con éxito las envolventes texturas de sus canciones a un entorno de directo a las siete de la tarde del jueves, en un escenario pequeño y ante un público aún remolón, menos pendiente de ella que de consultar el cuadre de actuaciones para el día y localizar los puestos de cerveza. Lorely salva la papeleta con una actuación que va creciendo en soltura escénica y vocal a medida que caen temones como Water Water, Kitty Kat y sobre todo How Do You Do It, mi primer estribillo memorable de la jornada. De momento Lorely apunta maneras. Va camino de ser emperatriz.

Tirando ya de bocata casero en papel de aluminio, pillo sitio para ver la mitad del concierto de Explosions in the Sky, que es lo único que me va a dar tiempo si luego quiero llegar al escenario Primavera con margen suficiente para disfrutar desde primera fila de John Carpenter (MI concierto del PS 2016). Mientras me zampo la mortadela con pan con tomate miro de reojo por las pantallas el final de la actuación de Air en el escenario H&M. Por los franceses no parece haber pasado el tiempo, siguen igual que hace veinte años: desganados, faltos de argumentos musicales/escénicos y sobreviviendo gracias a los hits de su primer álbum, el ya lejanísimo Moon Safari (“¡Se-xy booo-oooy!”), que fue el único chispazo de su carrera en el que no parecieron absolutamente mediocres. Es difícil determinar si se están aburriendo más ellos o el público.

Lo de Explosions in the Sky, en cambio, eleva la temperatura desde el primer guitarrazo. Apoyados en unos juegos de luces que quitan el hipo y trayendo debajo del brazo The Wilderness, posiblemente su mejor obra en más de una década, los tejanos llenan la noche barcelonesa con una burbujeante cortina sónica (calma-tormenta-calma) que justifica por sí sola la existencia de todo el subgénero post-rock. Hacen gala de un nivel de compenetración técnica que hipnotiza, y de un dominio perfecto del “tempo” para mantener al público en permanente estado de gravedad cero. Me quedo hasta que tocan mi canción favorita de todo su catálogo, la preciosa Your Hand in Mine, y me voy a regañadientes, convencido de que su fin de fiesta será aún más apabullante. Pero es que tengo una cita con la historia…

Explosions in the Sky: el post-rock implosiona.

Explosions in the Sky: el post-rock implosiona.

En la explanada de los dos escenarios principales ya se agolpa la legión de fans de Tame Impala, uno de los highlights del festival. En el escenario Primavera, mientras tanto, se agolpa otra legión: camisetas de Halloween, de The Thing, de Big Trouble in Little China… Muchas caras conocidas de acreditados del festival de Sitges. O sea, los de siempre. Estamos ahí para ver no un concierto, sino casi un rito religioso. Porque si al director de cine John Carpenter le quitas su estatus de «John Ford del fantástico de serie B», ¿qué te queda? Pues uno de los compositores de bandas sonoras más influyentes de los últimos 30 años. Alguien que ha sido capaz de enseñarle cosas lo mismo a Ennio Morricone que a Daft Punk es que sin duda sabe algo que los demás ignoramos. Por primera vez desde que asisto a festivales de música, estoy nervioso. Carpenter es parte sustancial de mi formación en las cosas que molan de la vida: por él me enganché al cine de terror y por él empecé a escuchar música electrónica (ambas cosas siendo yo aún un crío). Cuando hace algunos meses me enteré de que había publicado su primer disco de estudio (el a ratos excelente Lost Themes), y que estaba dando conciertos, empecé a cruzar los dedos para que algún festival lo trajera por aquí; y mira, acabé cantando bingo. Carpenter sale a escena vestido de negro, con coleta y esa cara de cabreo tan suya. Saluda levantando la mano, se mete un caramelo en la boca, empieza a tocar los primeros acordes de teclado del tema principal de 1997… rescate en Nueva York y de pronto la definición coloquial de “puto amo” cobra una nueva dimensión.

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John Carpenter, Príncipe de las Tinieblas.

Está en su salsa, sabedor de que le comemos de la mano, y pleno de mojo sin apenas hacer nada salvo señalarnos con el dedo de vez en cuando, leer unos textos pautados entre canción y canción (apoteósicamente kitsch: “Cuando volváis a casa, conducid con cuidado… porque Christine está ahí fuera”, dice con una entonación estilo Scooby Doo), y cascarse algún que otro guiño menor como ponerse gafas de sol para tocar el tema de Están vivos. Dos únicas concesiones para tocar los singles de Lost Themes y Lost Themes II (las excelentes Vortex y Distant Dream), y el resto bistecs: Asalto a la comisaría del distrito, La niebla, Golpe en la pequeña China, La cosa (único tema ajeno, porque la BSO es de Morricone aunque la compusiera “al estilo Carpenter”)… y con cada canción retroproyecciones de escenas de la película correspondiente, resumida de manera tan milimétrica que incluso evita los spoilers (se salta el plano final de El príncipe de las tinieblas, por ejemplo). La traslación de los temas al directo, a un concepto de banda de rock con guitarra, bajo, batería y teclados, es sencillamente perfecta. Lo que se dice un conciertazo. Una maravilla que no creí que fuera a ver jamás. Pienso que he tenido mucha suerte, y me emociono.

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John Carpenter da el gran golpe en el escenario Primavera.

En el 2011, James Murphy anunció que LCD Soundsystem se desbandaban para siempre, certificándolo mediante una macrogira mundial de despedida. A la hora de la verdad han aguantado apenas un lustro separados, y viendo conciertos tan impecables como éste uno no puede por menos que celebrar la falta de palabra de Murphy. LCD Soundsystem es una de esas bandas que no enamora sino que convence arrollando. Todo parece haberse calculado al detalle para que funcione, incluso los chistes, la desenvoltura escénica y los momentos presuntamente espontáneos/desmelenados de James Murphy (le gusta irles a tocar las narices a sus músicos durante los pasajes instrumentales, y da la sensación de que a ellos no les viene de nuevo). Lo de LCD Soundsystem es sobre todo pop inteligente, más cerebral que pasional. El resultado es una tromba de hits incontestable (Daft Punk Is Playing at My House, Tribulations, All My Friends… el único que echo en falta es Drunk Girls), pero que tiene quizás un punto demasiado liofilizado, demasiado perfecto, como una reconstrucción de su concierto-documental Shut Up and Play the Hits. Me gustan muchísimo LCD Soundsystem, me parecen una de las bandas definitivas de electro-rock de la pasada década, pero sigo sin ver demasiada diferencia entre verles en directo o bailarlos en alta definición en el salón de mi casa. Un muy buen show, pero que no me hace saltar los rulos. Me voy a dormir pensando que, como sea, con lo de John Carpenter yo ya he llenado mi festival. Todo lo que caiga de bueno en las dos jornadas que faltan será un extra. Pues caramba con los extras…

FIN DE LA PRIMERA PARTE (PARA LEER LA SEGUNDA PARTE DE ESTA CRÓNICA PINCHA AQUÍ)

PLAYLIST DE SPOTIFY PAMUNDI’S PRIMAVERA 2016:

Juegazos a pesar de ellos mismos

Vídeo

El panorama de los juegos de mesa ha mutado de manera radical en la última década, con una oferta de títulos que se ha disparado casi de manera exponencial; y lo más curioso es que ya empieza a haber bastante gente vinculada al mundillo (desde diseñadores hasta blogueros) que no han vivido la etapa previa a este cambio de paradigma. No conocen nada anterior a Dixit y Aventureros al tren (salvo por las reediciones, claro). Les hablas de Avalon Hill, Victory Games, GDW y demás editoriales antediluvianas (que es el equivalente a decir “antes todo esto era campo”) y les suenan a klingon. Pero sin embargo probablemente hayan probado muchos más juegos distintos en los últimos cinco años que yo en mis primeros quince como jugón (a mediados de los 80 me compré el Russian Campaign y lo rejugué hasta que se le destiñeron las fichas).

Por fuerza, el hecho de que te hayas aficionado a los juegos de tablero antes o después de la avalancha que vivimos en la actualidad (digamos pre o post-2008, por marcar la frontera con la aparición de dos “game-changers” como Dominion y Agricola), tiene que haber moldeado el tipo de jugador en el que te has acabado convirtiendo. Generalizando muy a lo bruto (Demagogue Mode ON), podría decirse que los jugadores nuevos tienen mayor flexibilidad mental y probablemente mayor capacidad de abstracción, pero los jugadores viejunos somos más pacientes y más constantes. No me refiero en este caso a que seamos capaces de enchufarnos reglamentos más complejos o de jugar a juegos más largos, que también (la verdad es que no me imagino a nadie menor de 30 años con arrestos suficientes para ponerse a tontear con un Freedom in the Galaxy o un Pacific War por ejemplo), sino a que somos más proclives a relativizar los defectos de diseño de un juego… y seguir jugándolo (y divirtiéndonos) pese a ellos. No es por falta de espíritu crítico, de hecho las más de las veces somos bien conscientes de que lo que estamos jugando no hay por dónde cogerlo. Pero si la temática y el formato nos motivan, tenemos unas tragaderas descomunales. Sobre todo si salen nazis. O, en mi caso, si sale Napoleón.

Verbigracia: Napoleón in Europe, un precioso wargame multijugador de la editorial Eagle Games (experta en publicar juegos tan bonitos como mal testeados), que cubría todas las guerras napoleónicas por campañas, con trescientos soldaditos de plástico y un tablero de tres pistas. Una especie de Axis & Allies cebado para la matanza. Me lo regalaron por mi cumpleaños en el 2002. Aparte de tener una duración interminable, el reglamento estaba claramente descompensado, tenía tantos agujeros que era más fácil volver a escribirlo que recopilar una fe de erratas; y eso justamente fue lo que hice, cascarme mi propia versión de las reglas, reescrita de arriba a abajo, completamente maquetada y encuadernada. Cuando me meto en estas cosas, me meto a fondo.

Lo redacté mezclando varias fuentes: mantuve lo poco que me gustaba del manual original, le añadí bastante matraca de un reglamento alternativo cojonudo (Charge the Guns!) creado por otro fan, y salpimenté el mejunje resultante con unas cuantas reglas caseras que vi en los foros de BGG y que me hicieron gracia. Total, sesenta páginas de faena. Cada vez que lo jugaba ponía a prueba nuevas reglas caseras para ver si funcionaban, en cuyo caso las redactaba en limpio y las añadía al «vademecum». Ni siquiera colgué en internet todo ese currazo, me limité a imprimir copias para los cinco o seis amigos con los que solía jugarlo por aquel entonces (con los años y las migraciones informáticas los archivos digitales se han perdido y ya sólo me queda mi propio ejemplar en papel). Fue un simple proyecto por amor al arte, para intentar salvar un juego cuya temática, presentación y formato me ponían palotísimo, pero cuyas reglas dejaban bastante que desear. Desde el 2010 no he vuelto a convencer a nadie para volver a jugar a Napoleon in Europe y, sinceramente, ya no creo que lo consiga nunca. Me gustaría poder decir que lo que hice fue excepcional, pero no es así ni de lejos. Casi todos los que empezamos a jugar hace más de 30 años hemos cometido alguna chaladura de estas (conozco a un tipo que lleva desde 1987 actualizando y puliendo su propia versión consolidada de las reglas de Magic Realm; doscientas y pico páginas).

Lo que sí es cierto es que hoy en día ese nivel de obsesión y de esfuerzo por mantener vivo un juego que «ni fu ni fa» como Napoleon in Europe sería impensable. Hoy en día a un juego le das tres partidas y, si no demuestra ser un potencial “Spiel des Jahres”, lo chutas fuera de casa y te pillas otro. Hoy apenas hay manga ancha para los juegos de “clase media”. Todo lo que no sea una experiencia mariana, un título de 11 sobre 10, no interesa. Sólo queremos jugar a Robinson Crusoe: Aventuras en la isla maldita Dead of Winter. Si juegos como Circus Maximus o Illuminati (por citar dos ejemplos de clásicazos cuyas reglas simplemente “están bien”) se hubieran publicado por vez primera en 2016 en lugar de a principios de los 80, no aguantarían ni seis meses en una tienda antes de pasar a la sección de saldos (por supuesto, el día que alguien se casque un Kickstarter de Circus Maximus yo me tiraré en plancha a comprarlo).

En el videotocho de hoy reseño Time of Soccer y Fortune and Glory (sobre el que ya escribí cosas en esta entrada del blog), dos de esos juegos que a nivel de reglas no son nada del otro mundo, pero que aún así me siguen proporcionando sesiones de juego antológicas cada vez que los saco a la mesa, gracias principalmente a contar con una temática super-molona, evocadora y excelentemente implementada. Son juegos de puta madre no gracias a sus mecánicas, sino casi diría que a pesar de ellas. Porque para muchos jugones “old school”, un buen juego de tablero no es simplemente un conjunto de permutaciones estadísticas que funcionen. A veces un juego de tablero es bueno porque, aunque sea demasiado largo, demasiado complejo, demasiado duro o demasiado descompensado, tiene alma. Time of Soccer y Fortune and Glory tienen alma.

Vivir para jugar

Cuando me mudé a mi actual Batcueva en el barrio barcelonés de Gràcia, hace ya un par de años, lo primero que tuve claro tras firmar el contrato y recoger las llaves fue que quería disponer de una “sala de juegos”. Una habitación confortable, espaciosa, bien iluminada y con una mesa robusta y enorme sobre la que poder montar partidas de lo que me diera la santa gana, dejándolas ahí desplegadas durante días enteros si era necesario. Un lugar que, además, pudiese llenar de estanterías en las que guardar mi colección de juegos de manera que luciesen, en vez de tener que apilarlos dentro del canapé de la cama como si fuera un traficante de armas escondiendo sus Kalashnikovs. Me importaba tres pepinos no tener comedor y verme obligado a desayunar, comer y cenar en la cocina, pero quería tener una sala de juegos. No, rectifico, NECESITABA tener una sala de juegos.

Tras algunos birli-birloques a la hora de repartir el espacio del piso logré mi objetivo, cosechando un nivel de éxito incluso superior al que esperaba: con el tiempo, mi sala de juegos se ha acabado convirtiendo en una especie de improvisado club social en el que se juega a todo. Mis amigos se pasan por aquí prácticamente sin avisar, a que les monte partidas de lo que sea; y yo, claro, encantado. Nunca he jugado más que ahora, y sobre todo nunca he jugado mejor. Estas paredes han visto épicas campañas de rol, batallas tochísimas de Warhammer 40,000, sesiones de Sherlock Holmes Detective Asesor tan intensas como descacharrantes, macropartidas de Space Hulk para ocho personas y combates masivos de X-Wing a 500 puntos por bando. Sin embargo, los juegos en sí han sido lo de menos. Lo realmente importante, lo insustituible, han sido los jugadores. Porque incluso el juego más buñolero (el puto Risk, pongamos por caso) puede llegar a convertirse en una experiencia lúdica legendaria si tiene detrás un buen grupo de gente, que le eche película e intensidad a la partida. En cambio, ni el título mejor puntuado en Boardgame Geek resistiría un mal grupo de jugadores. Por lo tanto, me considero un tipo con bastante suerte, y sólo tengo palabras de agradecimiento para los amigos con los que juego de manera habitual. Sois un regalo.

De eso van los primeros cinco minutos de este videotocho, que son los relevantes de verdad. Los veinticinco minutos restantes, aunque parezcan el auténtico contenido, en el fondo son una excusa para justificar esa «introducción/homenaje» a mis compinches de tiradas de dado. Aún así, puestos a tener que llenar 25 putos minutos dándole a la sinhueso lo he hecho lo mejor que he podido: hablo sobre juegos que merecerían más atención de la que reciben, en un panorama saturado de novedades estrella que atraen la atención de casi todo el mundo. Los juegos son un artículo de lujo cada vez más grande y más caro. Los 70 euros de media empiezan a ser un precio normal para cualquier temático que incluya miniaturas (y si eres coleccionista de Star Wars Armada, de verdad que te compadezco…). Ello nos obliga a tener que afinar bastante en las compras, ya que cada vez que nos decidimos por un nuevo juego estamos renunciando (quizás para siempre) a otros tres. Hola Shadows of Brimstone, adios Heroes of Normandie (o al revés).

Por eso, en muchos casos acabamos yendo al tiro seguro, al valor contrastado por el boca-oreja y la reseña «tom-vaseliana» de turno. La mayoría de nosotros acabamos llevándonos a casa el Pandemic Legacy, el Imperial Assault o el Twilight Struggle… y pasando por alto otros títulos que, aunque tienen pinta de ser como mínimo igual de buenos, brillan bastante menos. En el presente videotocho reivindico tres de esos juegos a los que les falta brillo pero les sobra calidad y que siguen ahí, en la estantería de la tienda, esperando que te atrevas a apostar por ellos; además, piensa que cuando alguien te pregunta si juegas a Star Realms no hay nada más cool que contestarle “Pse, no está mal, pero Valley of the Kings le da cien vueltas…”