Festival de Cine de Sitges 2015 – Día 2 (sábado 10)

Segunda jornada de festival. Tal como prometí, este vídeo es más corto. Concretamente, diez segundos más corto. Menos duración pero mismo LOL; y más decadente todo también. Mi degradación física y mental sigue su curso a buen ritmo. Para el sexto videoblog, calculo que ya habré logrado que tengan una duración manejable y como bonus no se entenderá nada de lo que digo. Aquí la crónica escrita, y aquí la crónica en movimiento:

Festival de Cine de Sitges 2015 – Día 1 (viernes 9)

Primer día de festival. ¿Cinco minutos por vídeo? LOL. Evidentemente, va a ser que no. Es lo que pasa cuando no tienes tiempo para ensayar ni prepararte un guión que lo sintetice todo un poco, y además te lo estás pasando bien contando cosas. Aquí la crónica escrita, y aquí el videoblog (os recuerdo que las paridas que cuento en ambos formatos tienen cosicas diferentes):

Festival de Cine de Sitges 2015 – Día 0 (jueves 8)

¡Chavalada!, os aviso de que voy a ir colgando por aquí (al ritmo que pueda y me apetezca) los enlaces a mis artículos y vídeos de cobertura del Sitges 2015, Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya. Los artículos aparecerán publicados en la web del Diario de Venusville (en la que escribo habitualmente), y los vídeos estarán disponibles en mi canal de You Tube (siempre y cuando me aclare con el iPhone a la hora de subirlos, porque es la primera vez que intento hacer este tipo de mierda y soy un tarugo tecnológico de primer orden). Para abrir fuego, aquí os dejo mi clásico articulín previo de pelis imprescindibles, y el primer vídeo. Como de costumbre sólo digo chorradas, pero salgo bonico (¡Mirad qué pelazo, por favor!) y las digo con un salero innegable:

Tres debates y medio

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25 de noviembre de 2012, elecciones autonómicas al Parlament de Catalunya. Estoy con mi madre delante del colegio electoral, haciendo cola en la calle. De pronto mi madre me agarra del brazo y me dice:

-“Ay Chema, que no sé a quién votar.”
-“Joder mama, que estamos en la cola…”
-“¿A quién voto Chema, a quién voto?”
-“Eso es cosa tuya, mama, yo no te voy a decir lo que tienes que hacer.”
-“Una ayudita, va, Chema. Dime cuatro cosas y decido rápido.” (e ilustra la frase con un movimiento de manos que siempre hace ella, a medio camino entre un pase mágico y un repique de castañuelas).
-“A ver mama, ¿tú qué quieres que pase?»
-“Yo lo que no quiero es que gane ese” (y me señala un cartel).
-“Mama, ese es Chick Corea, que viene a dar un concierto el mes que viene…”

Esta anécdota completamente real, que nos parecería un gag redondo si la viéramos en Seinfeld o en cualquier otra sitcom similar, ilustra a la perfección la relación de pasotismo que siempre han tenido mis padres respecto a la política. En “can Pamundi” jamás se les ha hecho ni puto caso a los programas electorales, los mítines, los debates ni demás espectáculos del circo político. En cambio a mí, supongo que por esa tendencia natural que tienen los hijos a distanciarse de sus padres para marcar personalidad propia, siempre me ha parecido la releche de divertido.

12033094_10206807610541887_5972519039929114856_nAhora mismo, por ejemplo, estoy enfermo de campaña electoral catalana. Tenía a medio cocer un escrito sobre otro tema (una anécdota saladísima de cuando fui mecenas de V. Cañasveras, el mayor y más incomprendido talento artístico que ha alumbrado el siglo XXI; el día que os la cuente no vais a dar crédito…), pero hace ya algunos días me di cuenta de que, hasta que no acabe este show que tenemos liado en el Principado, hasta que no llegue el día 27 de septiembre por la noche y se cuenten todas las papeletas, y por fin empiece a intuir si la Golondrina catalana zarpa rumbo a Ítaca o a la mierda, no voy a ser capaz de escribir (de pensar) sobre otra cosa que no sean las elecciones autonómico-plebiscitarias.

Quizás alguno de los lectores de este blog conozca una extraña película de 1990 titulada Mister Frost. En ella, Jeff Goldblum interpreta a un demoníaco personaje (precursor clarísimo de Hannibal Lecter) que, entre otras aficiones, cocina elaborados platos, tras lo cual los fotografía con una cámara Polaroid y los tira a la basura sin probar bocado. Le interesa más el proceso que el resultado, más el camino que el punto de destino. Bueno, pues a mí con las campañas electorales me sucede algo parecido. Normalmente les dedico bastante atención, las sigo como si fueran los play-offs de un campeonato deportivo o la temporada final de una serie de suspense… pero la mayoría de las veces, cuando llega el “día D”, acabo no votando a ninguno de los replicantes que se presentan (es cierto que, en un post anterior con motivo de las últimas municipales, me comprometí a votar en las tres citas que se celebraban este año en Catalunya; sin embargo, a la hora de la verdad voy a hacer una semi-trampa con estas autonómicas, un “votar sin votar” que ya explicaré otro día). Me contento con acompañar a mi madre al colegio electoral y ayudarla a emitir su voto (consultando en qué urna le toca, poniéndole en el sobre la papeleta que ella me indica, etc), tras lo cual solemos irnos los dos “xino-xano” a tomar lo que, con los años, hemos bautizado como “el vermut de la democracia”.

Dicho lo anterior, reconozco que mi nivel de inmersión campañil durante estas últimas dos semanas ha sido ya de cuadro psiquiátrico: desayunándome cada día con las tertulias políticas de RAC 1 y Catalunya Radio, leyendo La Vanguardia, El Periódico y Vilaweb, tragándome en modo zapping sincopado el Telenoticies de TV3 y el Telediario de TVE (ambos compitiendo por ver quien daba la información más sesgada), cenando con el programa 8 al Día de Josep Cuní en 8TV (otro que tal) y tomándome el yogur de postre con L’illa de Robinson en el canal El Punt Avui (que es un poco como el Cuarto Milenio de las tertulias políticas catalanas). He dejado de leer comics (desde aquí estoy viendo el último volumen de Los muertos vivientes sobre mi mesa, aún con el precinto puesto). He dejado de ir al cine. He dejado de ver series. Cuando quiero reírme un rato, en vez de un episodio de Louie o Parks and Recreation me pongo un rato la tertulia de 13TV (la que sea; ese canal es una puta ruleta de tertulias) y disfruto cual gorrinaco en charca viendo a Antonio Jiménez, Carlos Cuesta, Isabel San Sebastián y el resto de vampiros españistaníes explicarme por qué el independentismo catalán es una plaga peor que los orcos de Mordor, la organización criminal Spectra de las pelis de James Bond y la Kraft durch Freude nazi, todo junto.

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Para empeorar aún más mi obsesión aguda, resulta que en esta campaña las televisiones han ofrecido tres debates electorales y medio. Es decir, tres debates con los siete cabezas de lista, más un cara a cara (de perro) entre Oriol Junqueras y el ministro español de exteriores José Manuel García-Margallo como armagedónico fin de fiesta. Pues bien, lo que vais a leer a continuación es un resumen pormenorizado de esos tres debates y medio. Ya que me los he tragado, que me cundan para algo. Estamos quizás ante las elecciones autonómicas más tochas e inciertas de la historia de Catalunya y, aunque la mayoría de la gente está ya movilizada y tiene el voto decidido de manera impermeable, aún queda una bolsa de indecisos que se calcula en torno al 30%. Además, según las últimas encuestas la mayoría absoluta está ahí ahí, en el alambre. Por lo tanto, no es arriesgado decir que el reparto final de los quesitos puede acabar de decantarse, en cierta medida, por lo ocurrido en la pantallita de TV a lo largo de estos días. Veremos.

Hago notar que mi natural escepticismo ante cualquier borregada de más de tres personas (que me convierte en un “botifler” de perfil bajo cuando hablo con mis colegas indepes, y en un tonto útil del “procés” cuando hablo con mis colegas constitucionalistas), sumado a mi escaso sentimiento patriótico en cualquier sentido (el único himno que me hace llorar es la marcha imperial de Star Wars; y si pudiese elegir me gustaría nacionalizarme cimmerio), hacen que a la hora de poner por escrito este análisis me la hayan traído muy al fresco las consideraciones propagandístico-morales. El presente artículo no es una tesis religios… digo ideológica, y por tanto no pretendo convencer a nadie de nada. Voy a limitarme a analizar lo bien o mal que ha estado cada candidato a la hora de vender su burra ante las cámaras, y lo bien o mal organizado que ha estado cada debate como puro espectáculo. O sea, voy a hablar de televisión más que de política.

Eso sí, no vivo aislado en una cámara de vacío ni voy de equidistante o de lobo estepario, muy al contrario tengo mi propia mochila de prejuicios, filias y fobias, como cualquier hijo de vecino. Básicamente, Antonio Baños y Miquel Iceta me caen bien. De Baños me fascina su argumentario, brillante, divertido, con pocas fisuras y sin rastro de caspa (lo explica de coña en su libro La rebelión catalana, y antes de eso ya lo cantaba en las letras de su estupendo grupo de punk-pop Los Carradine). No soy particularmente indepe (alguna vez ya he comentado que me convertiré justo el día después de que Catalunya se independice, porque entonces no quedarán más cojones que jugar para el equipo y remar todos en la misma dirección), pero sí me atrae mucho la posibilidad de vivir una revolución social a corto plazo que lo haga saltar todo por los putos aires. Por tanto, si tuviese que votar a alguien en estas elecciones, pinza en la nariz mediante, sería a la CUP. Respecto a Iceta, me parece en general un buen tipo. Me gusta que cante y baile en plan locaza y encuentro clasista, mediocre y en cierto modo muy de “catalanet resclumit” criticarle por ello, quizás porque una de mis frases históricas favoritas es aquella de Emma Goldman que me descubrió mi amiga Amaia Carreira y que dice “si no puedo bailar, no es mi revolución”. Lo que dice Iceta me parece grosso modo un montón de estiercol (llega tarde, no es creíble y ni siquiera interesa), pero él me cae bien. El resto de candidatos me dan bastante igual. ¿Capisci? Pues vamos allá…

PRIMER ASALTO: EL DEBAT DE 8TV
La televisión privada catalana del grupo Godó (La Vanguardia, RAC 1 y demás máquinas informativas de dar miedo) fue la primera en golpear, que en este caso sí que fue “golpear dos veces” porque los candidatos (cómodamente sentados en unos butacones blancos estilo nave Enterprise) estaban aún frescos y eso propicio un debate con más enjundia que los dos posteriores. La ordenación en tres bloques temáticos (“Motivos para el Sí o No”, “La viabilidad económica” y “El reto europeo”), discutible a priori, demostró ser un acierto pues ayudó a oxigenar y hacer amenas lo que de otro modo podrían haber sido dos horas y media intragables.

El moderador Josep Cuní estuvo, como de costumbre, fantástico. La mayor parte del tiempo ni siquiera se notó que estaba allí (lo que se dice de los buenos árbitros de fútbol, y eso). Muy a la americana, se mantuvo en un segundo plano dejando hablar y simplemente dando la palabra a unos y otros para compensar tiempos de intervención sobre la marcha. Ahora se ha puesto de moda entre el «borinotisme» patrio meterse con Cuní acusándole de practicar periodismo tendencioso (ya, ¿comparado con quien?), pero dejando al margen su sesgo ideológico, a mí me parece que no tenemos en Catalunya a otro animal televisivo capaz de montar un tinglado de este tonelaje y salir así de airoso.

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En cuanto a los tres periodistas de apoyo, que iniciaban cada uno de los bloques de discusión lanzando una pregunta al aire (para romper el hielo), por suerte tuvieron menos papel del que me esperaba, lo cuál es bastante meritorio dado que uno de ellos era Pilar “Talking Head” Rahola. De hecho, la Rahola fue la mejor de los tres, la más fresca e incisiva, porque Marius Carol estuvo tan gris y alcanforado como siempre y Jordi Basté, que se quejaba todo el rato de que al día siguiente tenía que madrugar para su programa de radio, podría haberse ido en efecto a clapar a las diez de la noche y nadie habría sufrido demasiado.

Respecto a los candidatos…

Medalla de oro: Raül Romeva (Junts pel Sí)
Pese a las hostias que se llevó tanto al hablar de Europa como al ser acusado de “capgròs” de Artur Mas (no supo esquivar ninguno de los dos sartenazos), salió como ganador holgado. Demostró solvencia, carisma y labia para vender su pollino haciéndolo parecer mejor de lo que es, o sea maquillando la habitual indefinición de Junts pel Sí a base de frases floridas sobre libertad, dignidad y otros plagios a aquella peli en la que Mel Gibson se pintaba la cara de pitufo. Un discurso acaso algo básico pero bien transmitido. Fue, de largo, a quien más le cundió la velada.

Medalla de plata: Anna Gabriel (CUP)
Como la CUP tiene el rollo este del asamblearismo sin líderes verticales y sin personalizar y bla-bla-bla, enviaron al debate no a su número 1 de lista (Antonio Baños) sino a su número 2, Anna Gabriel, a la que yo personalmente nunca había oído debatir y que me pareció bastante demoledora. Supo diferenciarse de los otros seis (Iceta y Espadaler, en cambio, a veces dieron la sensación de hacerse coros mutuos) y situarse en la habitual posición de superioridad moral que tan bien se le da a la CUP, para repartir estopa dogmática “a tort i a dret” sin recibir apenas ningún ataque a cambio (en parte porque es dificilísimo pillarlos en un renuncio, y en parte porque los demás saben que meterse con el único partido sin pufos conocidos, que tiene imagen limpia y honesta y que antepone el idealismo a cualquier otra consideración, es como torturar en directo a un gatito; quedas fatal).

Medalla de bronce: Inés Arrimadas (Ciutadans)
El discurso populista de la formación de Albert Rivera no resiste el más mínimo análisis en profundidad (lerrouxismo «up to eleven»), pero Inés Arrimadas cae simpática, tiene una imagen excelente, sabe lo que tiene que decir en cada momento y logró el conjuro mágico de que tanto PP como PSC pareciesen dos opciones inútiles, y que para eso era mejor votarla a ella. La vi solidísima.

Medalla de latón: Miquel Iceta (PSC), Xavier García Albiol (PP) y Ramon Espadaler (Unió)
Ninguno de los tres aportó demasiado. Más que candidatos parecían periodistas agresivos rollo Ana Pastor (luego hablamos de ella) entrevistando a los otros cuatro. Se asumieron como personajes secundarios de la película y, aparte de soltar algunos chascarrillos graciosos (otros no tanto: en cierto momento Iceta se dirigió a Romeva como «fill meu», un coloquialismo de barra de bar que no tocaba), lo único que hicieron en realidad fue trabajar a favor de Ciutadans: todo lo que sembraban lo recogía tan campante la Arrimadas.

Cuchara de palo: Lluís Rabell (Catalunya Sí que es Pot)
No sé quien ha engañado a las cúpulas Pablemistas haciéndoles creer que el sosias de Shrek era un candidato presentable, pero sea como sea el debate certificó que todo esto le viene enorme; y no en el buen sentido, rollo Ada Colau o Manuela Carmena (o sea, sensación de cercanía, empatía y nobleza aunque meta la pata de vez en cuando), sino en el mal sentido: atacado de los nervios (le temblaban las manos al hablar), malhumorado, quisquilloso, con permanente cara de oler huevos podridos, usando un lenguaje demasiado arcano y, en un desesperado intento final por contrarrestar los dolorosos misilazos que le iban lanzando desde Ciutadans y la CUP (Inés Arrimadas le acusó de chavista, Anna Gabriel de tibio), incluso adoptando un tono un poco verdulero. Se equivocó de fecha y de canal: el debate-bronca en La Sexta era dos días más tarde. Mala impresión.

SEGUNDO ASALTO: EL DEBATE DE LA SEXTA
Plató muy de color verde y con un suelo decorado a base de celdillas rollo balón de fútbol (parecía que se lo habían prestado los de El Chiringuito). Los candidatos, de pie y agarrados con las manos a unos mini-atriles como si tuvieran miedo de que se los fuesen a robar; y enfrente, la bicha: Ana Pastor.

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Ana Pastor es esa periodista especializada en entrevistas políticas que hace años nos parecía incisiva y valiente, hasta que empezó a confundir la incisión y la valentía con ser maleducada y borde, y hoy en día sus entrevistas son básicamente una sucesión de interrupciones al invitado, que recuerdan a lo que hacía el Dr. Maligno en aquella mítica escena de Austin Powers, misterioso agente internacional. Su conducción del debate fue peor de lo que yo preveía (y mis expectativas ya no eran muy altas), erigiéndose en protagonista (Ana, el Octavo Tertuliano) cuando lo que tocaba era hacer justo lo contrario. Sus injerencias constantes para amonestar a los candidatos (sobre todo a Romeva, al que daba la palabra por alusiones y luego reñía por contestar por alusiones), hacer chistecitos y repetir como un loro las normas o la frase promocional (si me llego a tomar un chupito cada vez que dijo “primer debate en una televisión nacional” caigo redondo antes del segundo corte publicitario), colaboraron a histerizar aún más un ambiente que ya venía crispado de serie.

La ausencia de bloques ordenados por temas no parecía una mala idea (que la retórica fluyese hacia donde tuviese que fluir) pero, de nuevo, la deficiente moderación de la Pastor llevó de cabeza al caos. Su obsesión por compensar los tiempos de palabra casi de inmediato (en vez de gestionarlos a largo plazo, “Cuní style”), dio lugar a situaciones absurdas, como que un candidato al que acababan de aludir directamente tuviese que esperar a responder hasta que hubiesen hablado antes otros dos o tres que llevaban consumido menos tiempo, con lo cuál cuando el primer candidato por fin contestaba la alusión ya nadie recordaba de qué estaba hablando. Esto empezó a ocurrir de forma constante y a veces en paralelo, con cruces de alusiones acumulados en “cola de espera”, degenerando muy rápido en un diálogo para besugos, con todo el mundo contestando a algo que había dicho alguien un cuarto de hora antes. Estamos en La Sexta, ¿no? Pues que se note: gallinero.

En fin, puntuaciones:

Apartamento en Torrevieja: Antonio Baños (CUP)
Dominó la escena con la tranquilidad del que “come aparte”. Estuvo claro, simpático y transmitió la sensación de que la independencia, lejos de ser una posibilidad política complicada de lograr, es algo inevitable, casi un fenómeno meteorológico como las lluvias de abril. Estuvo redondo en el speech final, que colofoneó con el mejor one-liner que he escuchado en toda la campaña: “la España de los afectos es irrompible, pero el estado español es inviable”. Juego, set y puto partido.

Fin de semana en Punta Cana: Inés Arrimadas (Ciutadans)
Ya hemos quedado en que Ciutadans es menos un partido político que un equipo de debate. Por eso sus candidatos funcionan tan bien delante de la cámara (aunque su ideología sea una mayonesa populista en la que caben igual los ingredientes típicos del centroizquierda que los de la extrema derecha). Inés Arrimadas estuvo sostenidamente bien en todas sus intervenciones, calcando las mismas dos o tres cositas que ya había dicho en 8TV (su discurso se agota a partir del cuarto eslogan), y demostrando venirse arriba en el ambiente de bulla. Incluso tuvo un momento digno de hacerle la ola, cuando vinculó a Espadaler con la corrupción sacando un cartel de CiU y soltándole un navajazo dialéctico en plan: “¿Ve usted esta U? Pues hasta hace dos meses esta U era usted”. Catacrocker.

Juego de sartenes: Miquel Iceta (PSC) y Ramon Espadaler (Unió)
Tiene mérito lo mucho que están intentando remar este par, teniendo en cuenta que su barca navega hacia ninguna parte. Pese a lo estéril de sus respectivos esfuerzos (los dos se van a pegar una hostia mítica el 27-S), hicieron un papel razonablemente digno en medio de la olla de grillos. A Iceta se le vio muy pancho, con un discurso en plan “va, no os enfadéis, nos sentamos todos y hablamos, que veréis cómo encajamos a Catalunya en el puzzle” (angelico…). Tiró de sorna en muchas ocasiones y dio imagen de político bregado. Espadaler, siempre gesticulando mucho con las manos, siempre apuntando con el boli, siempre con media sonrisita y cara de “tranquils, que jo controlo”, recordaba a un amable maestro de escuela que explica cosas tan razonables como la ley de la gravedad de Newton. Su plan pareció el más lógico de todos. Lástima que, en realidad, no tenga ninguno.

Muñeca chochona: Raül Romeva (Junts pel Sí)
Romeva lo pasó en general mal, en un tipo de debate particularmente hostil para él. Aquello fue un siete contra uno, porque no le dio aire ni la moderadora. Incluso Baños le metió estopa. Se defendió de manera poco convincente, echando balones fuera, tirando de su currículum de eurodiputado (como si eso fuera algún tipo de superpoder) y volviendo sobre su mantra de “estas elecciones son el referéndum que no nos han dejado hacer” cada vez que intentaba ampliar su discurso (hablando de pensiones, Europa o financiación) y se veía acorralado. Esta vez sí, tuvo pinta de ser un mero pararrayos del pérfido Mas. Se puso nervioso enseguida y así se tiró dos horas, incapaz de explicarse sin resultar antipático. ¿Algo de esto le va a perjudicar el domingo? Ni hablar. Junto con Ciutadans y la CUP, su candidatura es la que tiene el voto más blindado a cualquier golpe de viento externo. Sólo puede crecer, pero en esta ocasión no supo hacerlo.

Calabaza Ruperta: Xavier García Albiol (PP) y Lluís Rabell (Catalunya Sí que es Pot)
Este era en cierto modo el debate más importante de los tres para Albiol, cuya mejor esperanza de aumentar su bolsa de votantes se encuentra justamente entre la caspa populista que se queda los sábados en casa mirando La Sexta Noche (yo también suelo hacerlo, pero yo soy GUAY). Pues oye, estuvo lamentable. Su problema de tos no le ayudó (en su primera intervención, nada más empezar a hablar, le subió un pollaco a la garganta), pero aparte de eso sólo aportó follón y discurso del miedo (ni una puñetera frase en positivo), se entrabancó demasiadas veces y hasta le pudimos ver desencajado cuando creía que la cámara no le enfocaba. Transmitió una desesperación similar a la de Rabell, que cada vez que hablaba era como si recitara la tabla de multiplicar en el desierto. El “Mini yo” de Pablo Iglesias siguió sin conseguir hacerse escuchar, tirando de una retórica aburridísima (llena de palabros como “precarizante” o “sistémico”) y vendiendo un mensaje machacón que se centró en dos ejes: ataques abstractos hacia Artur Mas (sin interpelar de manera directa y hurgante a Romeva como sí hicieron Arrimadas o Iceta) y sainetes naftalínicos sobre justicia social de pancarta. Pareció mucho más un político de Iniciativa-Verds que de Podemos, y eso nunca puede ser interpretado como un elogio.

TERCER ASALTO: EL DEBAT DE TV3
La noche siguiente al aquelarre gritón en la caverna de Atresmedia llegó el debate final y (aparentemente) decisivo en la “caverneta” de TV3. La tarde previa había estado dominada por el torticero castigo de la Junta Electoral Central a la cadena autonómica, al considerar que su retransmisión de la macro-manifa del 11-S fue un “acto electoralista”, pese a que se celebra cada año desde 2012 y que, dada su relevancia informativa, es cubierto en mayor o menor medida por televisiones de todo el mundo (o sea, a la JEC le hubiera parecido normal que los actos de la Diada pudiesen verse en Japón pero no en Catalunya; bien, bieeeeeen…). Sea como sea, para compensar y tal, TV3 fue obligada a emitir tres horas de programación con actos electorales de los cuatro partidos que no habían ido a la mani (Ciutadans, Unio, PSC y PP). Esas tres horas cosecharon los peores registros de audiencia de la historia de TV3 un domingo por la tarde (sí, otro triunfo inapelable de la mayoría silenciosa), pero el caso es que había un run-run de cabreo en el ambiente, y eso se trasladó al debate.

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El asunto empezó con una introducción larguísima de la moderadora Monica Terribas (mezclando frases grandilocuentes, reflexiones astutas y sopapos subjetivos), seguida por una cortinilla de presentación épica y tremendista, con planos aéreos del terruño y música estilo Tron: Legacy. Una cosa de acabarse el mundo, oye. Los siete candidatos llegaron a plató sin apenas tiempo para recuperarse de lo de La Sexta (Baños empalmando literalmente desde un mitin) y casi sin ganas. Se les notaba ya muy cansados, en piloto automático. Quizás por eso se decidió arrancar el show planteándoles un juego, como a los niños con déficit de atención: cada uno respondería a una pregunta inicial formulada por otro candidato secreto, y al final del debate caramelito de menta para los que acertasen quién había preguntado qué. Aparte de esa gracieta un tanto tontaina (que a la Terribas le parecía tronchante), la idea era que el debate fuese ágil, sin los bloques temáticos impuestos por Cuní ni las obsesiones cronometradoras de Ana Pastor. ¿He dicho ágil? Pues aquello fue un puñetero pantano…

Mónica Terribas es una profesional excelente, muy acostumbrada a manejar estos cotarros (soy fan desde los tiempos de su informativo La nit al día), y supo demostrar que no hace falta emular al sargento de La chaqueta metálica para mantener a raya a las fieras. A ratos quizás se le fue la mano metiendo cuñitas y apostillando a todo el mundo (¿hacía falta cachondearse de Albiol por celebrar la victoria de la Roja en el Eurobasket?), pero en general supo dejar hablar cuando tocaba y cortar antes de que el guirigay se disparase. El problema no estuvo en ella, sino en los contertulios…

Gran Maestro Jedi: Nadie
Hoy he visto por la tele a Artur Mas y Pablo Iglesias insultarse por mitin interpuesto usando el lenguaje de los indios, prueba palmaria de que esta campaña electoral empieza a dar síntomas de agotamiento. Creo que todo el mundo (hablo de los candidatos, pero también aplica a los votantes) hubiera firmado que durase una semana menos, porque hemos llegado a ese punto en que el cerebro ya no hilvana bien y los políticos se entregan a la astracanada, probablemente pensando que el único voto que les queda aún por captar es el de los locos. De aquí al domingo no descarto ver a Espadaler hacer magia con naipes, a Romeva bailar en moonwalking o a Rabell convertido en hombre bala. En todo caso esa fatiga, no sólo física sino en cierto modo también de sí mismos, dio lugar a un debate flojo y repetitivo, en el que a los siete candidatos se les trabó la lengua y en el que ninguno brilló en especial. Posteriormente pasaron en TV3 imágenes del plató durante los descansos por publicidad, y todos parecían estar deseando irse a casa y que los abrazara su madre. Por lo tanto, nadie merece el primer premio.

Caballero Jedi: Antonio Baños (CUP)
En un principio, la actitud de Baños me pareció pura indolencia rollo “paso, me duele el tarro”. Casi no intervenía y, lo que es peor, ni siquiera intentaba hacerlo. Terribas casi tuvo que rogarle un par de veces que dijera algo. Sin embargo, cuando la cosa llevaba cerca de una hora rodando me di cuenta de su plan: mientras todos se arrojaban con torpeza a la melé unos contra otros, él permanecía en una esquina sin arrugarse el traje. Sabía que, por las propias reglas de compensación de tiempos del debate, iba a acabar hablando lo mismo que los demás, así que, ¿para qué desgañitarse? Se limitaba a esperar que la moderadora le cediera la vez, y entonces se cascaba una intervención larga, un semi-monólogo bastante ameno en el que primaban los mensajes constructivos salpimentados con hostias finas que vestían de torero a sus contrincantes. Consiguió pintar a todos los partidos unionistas bajo una luz negativa (dejó a Rabell convertido en estatua de sal al apuntar que Podemos ya no hablaba de “tsunami” sino de “ola”, y que a ese paso iba a acabar en “marejadilla”) y una vez más jugó su papel de policía moral del procés para evitar que Junts pel Sí se convierta en «Junts per Mas» a partir del lunes 28. Completó con nota alta lo que ha sido una campaña modélica por parte de la CUP, tanto en imagen como en mensaje (bueno, excepto por lo de Willy Toledo dándoles apoyo; eso nos lo podrían haber ahorrado). Es el único partido al que estas dos semanas se le han hecho cortas.

Padawan raspado: Raül Romeva (Junts pel Sí)
Necesitó tres debates, pero por fin Romeva se preparó una respuesta para cuando le preguntasen por la labor de gobierno de Artur Mas y los casos de corrupción de CiU. Tampoco es que dicha respuesta fuese la repanocha, pero al menos era mejor que quedarse callado y poner cara de lemur (resumiendo mucho, dijo que él no estaba en ese gobierno, que hay cosas que él hubiera hecho de manera distinta, que cualquier miembro de Junts pel Sí al que se le encontrase un roto tendría que responder por ello, y que en todo caso lo que tocaba ahora era sumar fuerzas para lograr la soberanía). A fin de salir menos apaleado que en el debate de La Sexta, redujo su discurso a las sales esenciales (“Necesitamos las herramientas de un estado soberano” y, de nuevo, “Estas elecciones son el referéndum que no nos han dejado hacer”). Le funcionó. Con todo, deja la sensación de estar un poco en guerra ajena y de que Artur Mas, en su lugar, se hubiera comido crudos a los otros seis candidatos (sí, incluyendo a Baños). De Mas se podrá decir lo que se quiera (que si el 3%, que si se hizo indepe cuando le convino, que si tal) pero nadie puede negar que, hablando ante un micro, no lo tumba ni Dios.

Androides de protocolo: Miquel Iceta (PSC), Ramon Espadaler (Unio), Inés Arrimadas (Ciutadans), Lluis Rabell (Catalunya Sí que es Pot)
Si una cosa hay que reconocerle al independentismo es que, al hablar del déficit económico catalán, te vende una idea. Será todo lo alocada/fantacientífica que se quiera, pero al menos es una idea y es ilusionante: un estado propio nos daría más dinero y más recursos que gestionar (sobre el papel, suena bien). El frente unionista, en cambio, vende un “sigamos igual pero cambiando” que se entiende poco y trempa aún menos. Nos cuentan que tienen grandes planes económicos y sociales, pero no aclaran de dónde van a sacar la pasta para implementarlos ni por qué, si tan claro está todo, no se ha hecho hasta ahora. Iceta, Espadaler, Arrimadas y Rabell abundaron en esto, cada uno con sus matices, y sonaron a discurso viejo. Arrimadas, pese a todo el coaching que ha recibido para hablar en público, no dice suficientes cosas como para llenar tres debates completos (y las que dice no las concreta, más allá de enumerarlas todo el rato contando con los dedos). Rabell (al que sus asesores le pusieron esta vez un traje de anchas hombreras que le hacía parecer Kingpin) se enroca en que todo pasa por esperar hasta diciembre y tumbar al PP en Madrid. O sea, todo pasa por algo que tiene que ocurrir en otro sitio y que, de hecho, lo más probable es que ni siquiera ocurra. En cuanto a Iceta y Espadaler, se compenetran ya tan bien a la hora de atacar a Junts pel Sí y proponer un federalismo de la Srta. Pepis que, tras su más que previsible descalabro electoral, podrían ganarse la vida como pareja cómica (Espadaler, que es más serio, haciendo el papel de augusto, y el cachondo Iceta como cariblanco). Incluso podrían reutilizar los mismos chistes que han estado explicando en estos tres debates.

Esbirro del Lado Oscuro: Xavier García Albiol (PP)
Cuando empezó la campaña comenté a unos amigos que, más allá de lo facha que llega a ser el tipo, la elección de Albiol como relevo de la ya amortizadísima Alicia Sánchez-Camacho era un acierto para el PP catalán, porque su perfil agresivo movilizaría el voto de la mano dura y podía hacerle daño a Ciutadans. Sin embargo, y aunque CUALQUIER COSA hubiera sido mejor que la Camacho, creo que a nadie escapa que Albiol ha resultado ser un candidato muy decepcionante en lo mediático, un orador mediocre con tendencia a empanarse y con un lenguaje corporal muy limitado (ese constante dirigir el tráfico con las manos…). Estuvo patético sacando por tercera vez en tres debates el papelito de la Generalitat que hablaba de corralito (“CO-RRA-LI-TOW”, como dice él, separando mucho las sílabas, igual que si estuviera haciendo un anuncio radiofónico de una marca de pollos a l’ast), y se le cruzaron los cables varias veces con lo de los catalanes dejando de ser europeos si nos independizamos (¿Really? ¿Los cuatro hijos de la Infanta Cristina, por ejemplo, perderían súbitamente la ciudadanía europea? Hostia, esto no me lo pierdo…). Varias de sus intervenciones eran recibidas con risas por los otros siete contertulios (sí, Terribas included), y él ni siquiera se enfadaba.

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TERCER ASALTO Y MEDIO: EL CARA A CARA DE 8TV
Cerramos el círculo volviendo al mismo canal donde empezamos, con un «one on one» entre José Manuel García-Margallo, ministro de asuntos exteriores del gobierno español, y Oriol Junqueras, líder de Esquerra Republicana de Catalunya y semi-camuflado número 5 en la lista de Junts pel Sí. Lo extraordinario de la cita (todo un ministro de exteriores “bajando al barro” a debatir con un líder indepe) desconectaba ya por completo el discurso cavernícola de que esto son unas elecciones autonómicas corrientes y molientes. Aparte, el elevado nivel de debate que se les sabía a los dos pájaros garantizaba un duelo eléctrico. El choque de trenes de la campaña.

La cosa se había ido calentando en los días previos hasta llegar a cobrar más relevancia que los tres debates anteriores juntos. Muchos en la cúpula del PP estaban cagaditos, no entendían qué réditos podía reportar el asunto y desconfiaban de Margallo, al que ven como una especie de díscolo ye-ye porque se ha manifestado a favor de estudiar una eventual reforma de la Constitución. Aparte, el día anterior se había producido el inenarrable momento “Pues, eeeeh… ¿y la europea?” de Marianico el corto en Onda Cero, que en apariencia había hecho saltar por los aires el principal argumento del miedo en contra de la secesión.

Con las cosas más apretadas que nunca (según las encuestas) y la bolsa de indecisos que seguía sin desinflarse a 72 horas de que se abrieran las urnas, si algún debate televisivo podía acabar de decantar la balanza a favor o en contra de una mayoría absoluta barretinaire, era este. En un 90% de probabilidades la cosa no tendría ninguna influencia sobre el voto… pero claro, ahí estaba ese 10% restante, ese 10% de que uno de los dos metiera la pata con alguna declaración suicida o se sacara un conejo de la chistera. Por ese 10%, merecía la pena estar pegado a la tele. ¿Cervezas? Check. ¿Palomitas? Check. ¿Desconectar el móvil, a fin de evitar llamadas a medio debate de mi amigo Pedrín para contarme el último juego que se ha comprado en Gigamesh? Check. Me pongo las pantuflas, me repantingo en el sofá y bajo las luces. Josep Cuní aparece en pantalla, con los dos contendientes sentados frente a frente, Margallo a la izquierda de la pantalla, Junqueras a la derecha. No sé por qué, pienso en la peli Rocky (quizás por la cortinilla de presentación, muy “combate del siglo”, con primeros planos cerrados de Margallo en plan Mike Tyson y una imagen de Junqueras alzando los brazos y gritando durante un mitin, como si fuera Hulk Hogan). Collons, quins nervis…

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Pues bueno, tras una hora de debate, el ganador es… ninguno de los dos. O sea, a ver si me explico:

Margallo es una máquina de debatir, apabullante contrarrestando datos. No se trata de si lo que dicen uno y otro es más o menos cierto, más o menos exacto: Margallo suena convincente (recordemos que me estoy tragando esto como un espectáculo por sí mismo). Sin embargo, su discurso se apoya demasiado en papeles (típica escuela PP de debatir: tienen la superstición de que decir directamente “75%” es menos efectivo que mostrar un papel con una barra azul en la que ponga “75%”) y el tipo da un poco de miedo. Con todo, a base de enumerar leyes y contraleyes acaba logrando que su contrincante se haga la picha un lío y diga algo así como que los catalanes nos vamos a independizar pero seguiremos siendo españoles (¿WTF?). Junqueras ofrece en general una imagen relajada y simpática, habla de memoria (que siempre gusta) y mezcla los datos con sencillas apelaciones a la lógica. Cuando la discusión vira hacia las consideraciones sociales/sentimentales y el análisis de las políticas del PP, Junqueras consigue atragantar al rival y da sensación de poder liquidarlo, pero ya sólo quedan diez minutos de debate y no le da tiempo (de hecho Junqueras acaba pidiendo otro debate, porque se nota fino). Margallo se las ha ingeniado para que la mayor parte del partido se jugase en el terreno que más le convenía.

Al final los dos se lanzan mutuas flores (Margallo llega a decir que Junqueras es “el jefe”) y todo el mundo para casa. Ha sido, de largo, el mejor de todos los duelos dialécticos vistos en esta campaña. Hubiera cambiado sin dudarlo los tres debates a siete bandas por una horita más viendo a estos dos mostrencos intercambiar estocadas. Dicho esto y tal como se preveía, no se ha obrado el “10% mágico” y este debate va a tener poca incidencia (o ninguna) sobre la intención de voto. Nadie ha sacado los pies del tiesto con un titular que pueda ser utilizado de manera efectiva por el aparato de propaganda rival (ni Margallo ha repetido lo de que una Catalunya indie vagará por el espacio por los siglos de los siglos, ni Junqueras ha soltado ninguna de sus tontunas sobre los genes catalufos). Las personas afines a cada opción política dirán que ha ganado el suyo y santas pascuas.

CONCLUSIONES
Treinta y pico mil caracteres después, tengo la sensación de que no he dicho nada y os he aburrido hasta la muerte. Todo este post podría resumirse en: los debates electorales no sirven para un carajo. Sin embargo yo necesitaba poner toda esta mierda por escrito, purgarla del sistema, aunque no me leyese nadie. Por el camino creo que he dejado caer bastantes pistas acerca de lo que pienso sobre la zona geográfica en la que nací y resido, su independencia y la pastelera madre que nos parió a todos, que asimismo podría resumirse en: haced lo que os dé la gana y ya me diréis. Yo mientras tanto estaré viendo las dos temporadas que me faltan para acabar Community. Aunque al final, las vueltas que da la vida, me he acabado mojando y firmando un manifiesto que corre por ahí. ¿Por qué? Porque me lo pidió un amigo (al que le saco 20 años pero del que no paro de aprender cosas), porque me pareció chulo el texto y porque a mí también me gusta el rocanrol.

En un próximo post contaré lo que he hecho al final con mi voto y, después de eso, me tiraré una buena temporada sin escribir nada más sobre política. Volveré a hablar de pelis, de juegos, de series, de sexo, de electrodomésticos y de las anécdotas imbéciles que me ocurren a diario (¿Os he contado mi odisea paranoide la primera vez que usé Wallapop? ¿No? Pues esa es buena…). Es decir, volveré a escribir sobre las cosas importantes de verdad. Hasta entonces, lo más sensato que se me ocurre para acabar esto es citar al futbolista africano Emmanuel Amunike, ese insigne tuercebotas que militó temporada y media en el Barça (yo siempre defendí que el bueno era su compatriota Daniel Amokachi pero que, aprovechando lo parecido de sus nombres y la negritud de ambos, el representante nos vendió al tronco). Cuando Amunike salió al balcón de la Generalitat durante la celebración de una Recopa (o algo así) ganada por los culers en 1997, trincó el micrófono y pronunció una frase con la que me identifico plenamente (y que explica, por ejemplo, por qué me mola Antonio Baños): ¡Visca Calayuya!

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The Jinx: más extraño que la ficción

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“Claro que no conté toda la verdad. Nadie cuenta nunca toda la verdad”. – Robert Durst en The Jinx.

Antes de empezar, vayamos a lo fundamental… ¿Habéis visto The Jinx? ¿No? Ok, pues atended a lo que os voy a decir: aparcad cualquier otra serie que estéis siguiendo ahora mismo (¿Mr. Robot? ¿Fear the Walking Dead? ¿Better Call Saul? ¡Que les den por el saco, hombre!). Posponed lo que cojones sea que estéis haciendo. De hecho, dejad incluso de leer esta chorrada de artículo… y corred a ver The Jinx. Lo sé, a veces tengo unos gustos un tanto peculiares (me pasé todo un verano defendiendo que la canción Loca, de Malena Gracia, estaba a la altura de cualquier hit de Raffaella Carrà), pero os pido que me hagáis caso en esto. Luego me daréis las gracias. Es más, apuesto a que lo haréis dentro de muy poco, porque los seis episodios de The Jinx enganchan tanto que os la vais a ventilar a una velocidad absurda.

Decir que esta serie documental del canal HBO es el producto más sorprendente que ha parido la televisión en 2015 sería quedarse corto. Cortísimo. Así que para definirla voy a pasarme directamente dos pueblos: dudo que, en la última década, se haya emitido por la pequeña pantalla nada con mayor capacidad hipnótica que The Jinx. La última vez que me quedé tan boquiabierto ante la tele, un boeing 767 acababa de estrellarse contra la torre sur del World Trade Center, no os digo más. Por supuesto, las desventuras del millonario Robert Durst, el protagonista de The Jinx, resultan imposibles de comparar en una escala absoluta con los atentados del 11-S (ni siquiera yo soy tan cafre); pero si hablamos de drama real en estado puro, de mirar la pantalla con las uñas clavadas a los brazos del sillón mientras encadenas “what-the-fucks” uno detrás de otro, me atrevería a decir que, a día de hoy, no vais a encontrar en Netflix muchos estrenos recientes que superen a esto.

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Si The Jinx fuese ficción declarada (algún tipo de falso documental elaboradísimo), valoraríamos su sofisticada factura visual pero no podríamos por menos que ponernos condescendientes respecto a su alambicado guión, que catalogaríamos de tramposo, efectista, excesivamente melodramático y, a la postre, inverosímil. Pero es que, hay que joderse, los hechos que narra son verídicos de cabo a rabo. No sólo eso, sino incluso cabe decir que son «más reales que la realidad», por cuanto la han acabado modificando. No se trata de un simple reportaje periodístico sobre la vida de Robert Durst, sino de LA VIDA de Robert Durst sucediendo ante nuestros atónitos ojos.

Reduciéndola a su sinopsis básica podríamos decir que The Jinx desgrana, a lo largo de media docena de capítulos, un caso de desaparición/asesinato/no-se-sabe-bien-qué cuyas pistas y consecuencias se diluyen a lo largo de cuatro décadas (desde 1982 hasta ahora). La serie es, por supuesto, muchísimo más que un simple whodunit, pero no voy a daros información adicional porque este pastel se disfruta infinitamente más si lo vas catando a medida que te lo sirven (ahora que lo pienso, ni siquiera tendríais que miraros el tráiler que adjunto bajo este párrafo). Aún así, los ansiosos dispuestos a fastidiarse buena parte de la diversión sólo necesitarán una sencilla búsqueda en Google para enterarse de todos los pormenores del crimen, que en los EE.UU. fue un escandalazo de lo más llamativo.

Baste decir que The Jinx son cuatro horas y media de televisión que te mantienen en vilo de principio a fin (no conozco a nadie a quien se la haya recomendado y haya tardado más de dos sentadas en zampársela entera), que la historia que cuenta es de no dar crédito, que está filmada con un estilazo visual y montada con un sentido descomunal del drama, y que cada episodio incluye al menos uno o dos momentos que te dejan la mandíbula a la altura de la moqueta; y todo eso sin apenas efectismos, sin exceso de casquería en las recreaciones, sin fijar la lupa en el morbo con los entrevistados… pero desplegando una contundencia narrativa que congela la sangre.

all-good-things-posterThe Jinx ha sido dirigida por Andrew Jarecki, y supone cinco años de trabajo realizando entrevistas, revisando pruebas policiales, visitando escenas del crimen y orquestando reconstrucciones dramatizadas con actores. Antes de eso, en 2010, el propio Jarecki ya demostró cierta obsesión por este mismo misterio al dirigir Todas las cosas buenas, un largometraje “basado en hechos reales” en el que contaba lo que se sabía sobre la historia de Durst hasta ese punto. Protagonizado por Ryan Gosling, Kirsten Dunst y Frank Langella, Todas las cosas buenas era un drama voluntarioso pero a la postre tópico y, citando a Bilbo Bolsón, “disperso como mantequilla untada sobre demasiado pan”. A Jarecki le faltaban datos para rellenar los huecos y sobre todo le faltaba un discurso moral. Daba la sensación de que sabía que ahí tenía el germen de una gran trama, pero no había sabido encontrar el formato ni el tono adecuados para contarla. Pero mira tú qué cosas, resulta que Robert Durst vio la película, le gustó el enfoque de Jarecki (que le había pintado bajo una luz positiva, quizás dejándose llevar por cierta fascinación hacia el personaje), y decidió hacerle un regalo que no le había hecho jamás a nadie: concederle una entrevista exclusiva en la que hablar del caso. Ahí, Jarecki encontró su discurso moral. Ahí se gestó una obra maestra. Ahí nació The Jinx.

Se podrá criticar que Jarecki manipule al espectador soltando la información en el orden y con la cadencia que le conviene para lograr mayor impacto, e incluso que sus intereses periodísticos puedan haber llegado a obstruir en algún momento la labor policial, pero de algún modo lo que logra con eso es sumergirnos por completo dentro de la historia, hacer que la veamos del mismo modo en que, a lo largo de los últimos 30 y pico años, debe de haberla visto el público americano (o incluso algunos de los personajes implicados, como por ejemplo el círculo de amigas íntimas de la víctima, que siguieron investigando cuando aparentemente no quedaba nada que investigar).

grid-cell-1542-1426525210-0Dicha fórmula, además, aporta el plus de acabar convirtiendo en detective amateur a cualquier espectador lo bastante motivado. Yo mismo vi The Jinx un poco así, rebobinando la acción para volver a escuchar las palabras exactas de algunos de los testimonios, o parando la imagen para poder leer mejor qué decía tal noticia de periódico o tal listado de evidencias policiales. No me lo pasaba tan bien lanzando teorías al aire desde los buenos tiempos de Perdidos (sí, hubo una época en la que comerse la olla tras un buen episodio de Perdidos era más divertido que follar, no lo neguéis). No obstante, la diferencia principal con Perdidos es que, al acabar cada entrega de The Jinx te viene a la cabeza la misma frase, una reflexión escalofriante que lo pone todo en perspectiva y te deja mirando al blanco de la pared, estupefacto: “Joder… es que todo esto pasó DE VERDAD”. A menudo, un buen documental te sorprende, te entretiene o te hace reflexionar, pero no es nada común que llegue a alterarte tanto como para generar una respuesta física. Sin embargo, viendo los últimos diez minutos del capítulo final tuve que poner la pausa durante un rato. Estaba sudando. Tenía el pulso acelerado. Una parte de mí no quería seguir mirando. En resumen, pasé miedo.

The Jinx desnuda las miserias, ridiculeces legales y fallos de bulto que subyacen en todo procedimiento policial, un sistema falible y por momentos francamente estúpido. La tesis de base es que, en cualquier investigación criminal, lo importante no son tanto las pruebas como la manera de mirar y juzgar esas pruebas, y que la justicia ya no es que sea ciega, sino que a menudo se basa en la empatía que generen las víctimas y los acusados. El esclarecimiento de un crimen puede llegar a decir mucho más sobre la sociedad que lo investiga que sobre el propio crimen. En su día, OJ Simpson se libró increíblemente de una acusación de homicidio pese a tener todas las evidencias en su contra, y lo hizo porque la sociedad prefirió verle como un héroe caído en desgracia. Robert Durst, con su cara de ratón y sus pequeños ojitos negros, que tan pronto parecen los de un demoni0213durst02o como los de un niño que sólo quiere que le abracen, consigue despertar de forma alterna compasión y rechazo, confianza y terror. A medida que avanza la acción nos ponemos de su lado o en su contra, y a veces ambas cosas al mismo tiempo, como en esas películas en las que quieres que el villano se salga con la suya. Como en Pelham 1, 2, 3, por ejemplo, en la que te identificabas con Walter Matthau pero no podías dejar de cruzar en secreto los dedos para que la banda de atracadores liderada por Robert Shaw se saliese con su plan. La gracia de The Jinx es que en ciertos episodios no tienes ni pajolera idea de cuál de los dos arquetipos, víctima o villano, es Robert Durst.

Jarecki ya nos había puesto el alma del revés hace algo más de diez años con Capturing the Friedmans, otro documental que incluso llegó a estar nominado al Oscar, y que explicaba la desintegración interna de una familia a partir de sus filmaciones caseras, tras una acusación de pederastia. Capturing the Friedmans no se preocupaba tanto en demostrar culpabilidades o inocencias como en certificar que la verdad absoluta, a veces, no es más que un constructo de nuestra mente, una papilla de valores morales sacralizados y percepciones distorsionadas que la sociedad se traga sin hacerse más preguntas. Este es también el discurso de fondo de The Jinx. La verdad es mutable, porque en realidad lo único que importa, lo único que tendrá consecuencias, es la verdad que alcanzamos a percibir. La verdad es lo que ocurre mientras la cámara sigue filmando.

Y ahora sed buenos, haced lo que os dice el tito Pamundi y ved The Jinx

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El Dr. Strangelove estaría orgulloso de vosotros…

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«En mi opinión el uso de esa cruel arma en Hiroshima y Nagasaki no fue una ayuda material en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y se disponían a rendirse debido al efectivo bloqueo marítimo y los exitosos bombardeos con armas convencionales.» – William Leahy, jefe de Estado Mayor de los EE.UU.

«La guerra habría terminado en dos semanas… La bomba atómica no tuvo absolutamente nada que ver con el fin de la guerra.»Curtis LeMay, General de la U.S.A.F.

«Precisamente cuando los japoneses estaban dispuestos a capitular, seguimos adelante e introdujimos en el mundo el arma más devastadora que había visto, y en efecto dimos el visto bueno a Rusia para que se extendiera sobre Asia Oriental. Sugiero que fue la decisión equivocada. Fue un error por motivos estratégicos. Y fue un error por motivos humanitarios.» – Ellis Zacharias, director adjunto de la Oficina de Inteligencia Naval de los EE.UU.

«Cuando no necesitábamos hacerlo, y sabíamos que no necesitábamos hacerlo y ellos sabían que no necesitábamos hacerlo, los utilizamos como un experimento para dos bombas atómicas.»Carter Clarke, Brigadier General de la Inteligencia Naval de los EE.UU.

Domingo de resaca, echándome unas risas con la página web Nukemap, que utiliza el motor de Google Maps para simular los efectos que tendría una bomba atómica lanzada sobre cualquier punto del planeta. Puedes elegir la ciudad que más rabia te dé y fijar un montón de parámetros divertidos: la calle exacta donde impactará la chufa, sus kilotones y libras de presión por pulgada cuadrada (o bien escoger uno de los muchos modelos prefijados que se incluyen, desde Fat Man y Little Boy hasta el típico artefacto terrorista artesanal, emulando a un villano de la serie 24), si detonarla en el suelo o a cierta altura, obtener información acerca del índice de radiación, el número de muertos y heridos instantáneos, el tamaño del cráter, el impacto humanitario… Por petición de un par de colegas, he simulado la explosión de una mini-bomba casera de un kilotón sobre un polígono en las afueras de Ferrol (una amiga que quería liquidar a su ex-jefe sin reparar en gastos), y la de un misil yanqui Minuteman III directamente contra el palco del Santiago Bernabeu (lo cuál me ha parecido poco práctico, porque la onda expansiva de radiación térmica se ha acabado llevando por delante también el Vicente Calderón, con lo majos que son los colchoneros…).

Llegué hasta la web de Nukemap merced a un entretenido articulín publicado en el diario La Vanguardia, en el que la periodista Gina Tosas se preguntaba qué ocurriría si la bomba de Nagasaki cayese en Barcelona. Era el típico texto chorra para un domingo de agosto parco en noticias, pero también resultaba comprensible atendiendo al dato de que esta pasada semana se han cumplido 70 años del lanzamiento de las mascletás de Hiroshima y Nagasaki, lo que equivale a decir 70 años de la puesta de largo de la era atómica, la guerra fría y los rusos como necesario nuevo enemigo de occidente.

¿Y qué pasaría si la bomba de Nagasaki cayera en Barcelona? El artículo en cuestión se limitaba a listar los fríos datos sobre víctimas y ondas expansivas que facilita Nukemap, sin entrar en otro tipo de consideraciones que acaso tengan más chicha especulativa. Porque una de las cosas que pasarían, sin la menor duda, es que los medios de comunicación y los revisionistas históricos afines a la potencia agresora tratarían de vender la burra de que, al fin y al cabo, los barceloneses nos lo habíamos buscado. Al menos esa es la actitud que uno puede leer y escuchar estos días por parte de los “fachas de lluvia fina” pro-yanquis respecto a los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Según parece, como se trataba de japoneses malos se lo merecían. Sí, incluso los panaderos, lampistas, carteros, bomberos, dependientes, peluqueros, putas, pescateros, bibliotecarios, cantantes de cabaret, jardineros, sexadores de pollos y demás civiles completamente desvinculados del esfuerzo de guerra imperial (supongo que, por cuestiones de coherencia moral, quienes sostienen dicho argumento lo seguirían defendiendo con idéntica vehemencia aunque sus propias familias hubiesen vivido allí en aquel momento). Entre ese facherío-merluzo, el horror de los bombardeos incendiarios contra las ciudades alemanas de Dresde o Hamburgo aún puede llegar a despertar cierta empatía, pero ¿atomizar a 150.000 japoneses? Anda y que les den por culo, eran malditos amarillos…

El caso, como de costumbre, es pasarle el paño a la historia de los EE.UU. hasta dejarla limpia de cualquier rastro de salvajada genocida. Los yanquis, como sabe cualquiera que conozca a fondo la filmografía de John Wayne, sólo han participado en guerras justas (repetid conmigo: “guerra justa, guerra justa, guerra justa” hasta que la idea se os fije en el cerebro). Nunca exterminaron a los indios, los 20 millones de galones de napalm/agente naranja arrojados en Vietnam eran solo para desinfectar la selva (por si venían visitas)… y por supuesto su única motivación detrás del Proyecto Manhattan fue acabar con la Segunda Guerra Mundial de la forma más rápida y limpia posible. Ya. Claro. Risas enlatadas, por favor

Si el uso de armamento atómico precipitó o no el final de la contienda militar más cafre de la historia es algo que se sigue debatiendo a día de hoy. Los fans de la lluvia radiactiva y las explosiones en forma de hongo dicen que fue mucho mejor hacer eso que tener que invadir Japón de manera convencional, una campaña cuyos índices de bajas hubieran resultado ciertamente inasumibles (eso nadie lo niega; hasta los informes más optimistas de la «Operación Downfall» hablaban de medio millón de muertos por la pata baja). La guerra es desde luego un asunto muy chungo, en el que la moralidad de los actos concretos suele aparcarse en favor de consideraciones más generales (llevado hasta una situación lo bastante límite, cualquier bando acabará haciendo lo que tenga que hacer para derrotar al contrario). Sin embargo, en este caso el sofisma no cuela: soltar que las únicas dos opciones para forzar a Hirohito a capitular eran invadir Japón o nukearlo supone una falacia lógica de lo más perversa (en concreto la que se conoce como “falsa dicotomía”, que consiste en barajar sólo dos posturas extremas sin tener en cuenta todo el continuo de posibilidades intermedias). Pero claro, es que aquí de lo que se trata, ya lo he dicho más arriba, es de depurar como sea las responsabilidades morales del vencedor. Todo un poco asquerosito, la verdad.

Porque afirmaciones tan contundentes como “las bombas atómicas ganaron la paz”, o “la bomba atómica fue la bomba humanitaria” (sí, tal es el calado de las paridas que uno puede leer en internet haciendo una simple búsqueda de Google) distan mucho de ser unánimes entre los historiadores y expertos en armamento nuclear. Más bien lo contrario. Algunos, como Max Hastings (autor del libro Némesis: La derrota del Japón) aseguran que, con bombas o sin ellas, el sistema industrial del sol naciente se hubiera colapsado igualmente por sí solo en muy poco tiempo. Otros, como Ward Wilson en Five Myths About Nuclear Weapons apuntan que la expiración del pacto de no agresión entre japoneses y soviéticos, y el consiguiente avance del ejército rojo vía Manchuria con un millón y medio de soldados, fue un factor tan o más decisivo; y aún otros, como Howard Zinn en The Bomb, dejan claro que en la orden de dar luz verde a los bombardeos no sólo pesaron las consideraciones puramente bélicas, sino también los motivos de fachada política, cierto nivel de racismo y la oportunidad irrepetible de hacer dos pruebas nucleares sobre víctimas reales. Todos coinciden en que, sea como fuere, con dejar caer una de las dos peladillas hubiese habido más que de sobras (de hecho, la reunión definitiva para discutir la rendición había dado comienzo antes de la detonación de Nagasaki). Pero claro, una de las bombas era de uranio y la otra de plutonio, así que si puedes montártelo guapamente para probar ambas y comparar resultados, pues miel sobre hojuelas, ¿no?.

En resumen, pocas voces autorizadas, salvo quizás algún tertuliano de Cuarto Milenio, se atreven ya a discutir que en el verano del 45 el Imperio del Japón tenía la guerra perdida por completo y que estaba bastante convencido de rendirse. Tan pronto como al año siguiente, el Departamento sobre Bombardeos Estratégicos de los EE.UU. presentó su Resumen de la guerra del pacífico, en el que decía, entre otras cosas: «Basándonos en una detallada investigación de los hechos y en el testimonio de los dirigentes japoneses supervivientes que estuvieron implicados, es la opinión de este estudio que sin duda antes del 31 de diciembre de 1945, y con toda probabilidad antes del 1 de noviembre de 1945, Japón se habría rendido incluso si no se hubiesen lanzado las bombas atómicas, incluso si Rusia no hubiese entrado en la guerra, e incluso si no se hubiese planeado ni considerado ninguna invasión.» Si camina como un pato, grazna como un pato y tiene pinta de pato…

remember-dec-7th-1941-pearl-harbor-attack-1942Pero el quid de la cuestión es que al aparato politico-militar norteamericano ya no le bastaba sólo con rendir Japón. Ni siquiera con rendirlo cuanto antes para evitar más muertes de soldados aliados (un goteo que seguía aumentando con cada día que duraba la refriega). No, querían alguna cosa más. Querían probar un juguete nuevo en el que habían invertido un pastizal, y querían hacerlo mientras siguiese habiendo la excusa de una guerra total contra un enemigo al que consideraban humanamente inferior (ya lo dijo clarinete el propio presidente Harry S. Truman: “cuando te enfrentas contra bestias, tienes que tratarlas como a tales”). Querían, también, lanzar un mensaje geoestratégico a los soviéticos sobre quien era el nuevo sheriff de cara al reparto posterior del mapamundi. Por último, querían purgar Pearl Harbour, que aún les resultaba humillante, así como castigar con contundencia los numerosos crímenes de guerra nipones (la Marcha de la Muerte de Bataán, las atroces torturas de prisioneros, los experimentos con seres humanos…). Devolvérselas todas juntas. En una palabra: venganza; y para eso hacía falta echar a rodar el bulo propagandístico de que el enemigo no se iba a rendir hasta que los Marines hubiesen tomado la última habitación de la última barraca de Tokyo (un enemigo rodeado por completo en una isla, sin capacidad para reabastecerse, sin flota operativa y con una fuerza aérea que se limitaba ya casi por entero a los kamikazes…).

Personalmente no tengo demasiado problema con todo eso, lo entiendo y lo disculpo en el contexto de una contienda a gran escala y al calor de una opinión pública que pedía sangre (según una encuesta de opinión de 1944, el 13% de los norteamericanos estaban a favor de erradicar a TODA la población de Japón; así de quemado andaba el personal…). No me habría gustado estar en la piel de Truman durante aquellos días, y está claro que una vez tomada la decisión no le quedaba otra que tirar millas y convencer al mundo (e incluso a sí mismo) de que había hecho lo correcto. Incluso estoy dispuesto a admitir que el recuerdo de los infiernos de Hiroshima y Nagasaki ejerció un poder disuasorio razonablemente efectivo sobre las dos superpotencias de la guerra fría, propiciando unos protocolos de seguridad draconianos para minimizar la posibilidad de cualquier futuro intercambio (ya fuese voluntario o accidental) de misilazos nucleares.

Lo que me toca de manera poderosa los cataplines es que, setenta años después, se sigan haciendo esfuerzos conscientes por adornar la historia con excusas de tebeo, tratando de convertir casi en un acto de bondadosa clemencia lo que de hecho fue una puñetera animalada (como dijo el almirante William Leahy, «al ser los primeros en usar la bomba hemos adoptado un estándar ético común a los bárbaros de la Alta Edad Media»). Estaría bien que, algún día, el gobierno norteamericano de turno dejara de insultar la inteligencia universal y reconociera todo el abanico de motivos por los qué se llevaron a cabo realmente las misiones del Enola Gay y el Bockscar: “Sí, usamos bombas atómicas contra los japoneses porque los odiábamos, porque era necesario atar en corto a los soviets y porque queríamos comprobar de primera mano qué le pasa a la carne humana cuando la sometes a 13 kilotones de uranio o a 25 kilotones de plutonio.” No haría falta decirlo de manera tan cruda, por supuesto. Pero eso fue lo que hubo. Lo demás, pamplinas.

Y quien aún no lo vea claro, bastRqY0Da con que se haga a sí mismo una sencilla pregunta: ¿Se hubiera utilizado la bomba atómica contra Alemania? ¿En plena Europa occidental, matando a blanquitos y con el riesgo manifiesto de irradiar a los países vecinos? No padre. Los teutones eran adversarios con los que los aliados podían equipararse hasta cierto punto a nivel político, militar y moral. Hoy mismo, en cualquier convención de juegos es común encontrarse con wargamers tontolabas que muestran una admiración sincera por tipejos del calado de Rommel o Von Mannstein, llegando a disculparlos como “militares profesionales” que se limitaron a «hacer su trabajo” y nunca abrazaron la causa del nazismo (lo cuál me recuerda aquel cuento de Woody Allen sobre el barbero del Führer, cuando dice “Como declaré ante el tribunal de Nuremberg, no sabía que Hitler era nazi”). Vamos, que por ejemplo el mariscal Von Leeb, máximo responsable del sitio de Leningrado que se saldó con cinco millones de muertos, tiene el atenuante de que “era majete” (católico y anti-nazi para más señas; es sorprendente lo bien que lo disimulaba el hijo de la grandísima puta). Por contra, ni siquiera los más resueltos generales japoneses, los Yamamoto y Kuribasashi, han gozado jamás de ese aura romántica. Eran malvados y punto, sin espacio para matices.

Eso sí… si los nazis llegan a lanzar un par de pepinos atómicos sobre (por ejemplo) Plymouth y Brighton, y luego van y pierden igualmente el conflicto, hoy día en los colegios eso se explicaría como la madre de todos los crímenes de guerra. Porque incluso en la matanza indiscriminada de civiles hay muertos de primera y muertos de segunda, como bien saben los keyboard heroes que ahora defienden esas «bombas atómicas humanitarias” sin que se les caiga la cara de vergüenza. Sí, no hay duda de que el Dr. Strangelove estaría orgulloso de vosotros…

Orbegozo contra el Imperio Galáctico

Tostadora

PRÓLOGO: ABRIL DE 2015…

“Esto son dos navecitas de X-Wing”. En esos términos racionaliza uno su nivel de gastos domésticos, cuando se le estropea la tostadora y se plantea si merece la pena pasar por el coñazo de ir a reclamar al establecimiento donde la compró, o si es mejor tirarla directamente a la basura y gastarse 30 euros en una nueva. Mi tostadora ha dejado de funcionar de pronto esta mañana, sin previo aviso y sin motivo aparente. Como cada día he sacado una rebanada de chusco del congelador, la he puesto en la ranura y he bajado la palanca. Sin embargo, a diferencia de las 162 veces anteriores en que había llevado a cabo la misma operación, ahora la palanca no baja y el pan no se tuesta. Todo un drama del primer mundo, que me obliga a mojar en el café con leche una rebanada de chusco congelada, un desayuno no muy distinto del que debían disfrutar las tropas de Napoleon cuando invadieron Rusia (al menos, hasta que incluso las rebanadas de chusco congelado empezaron a ser un lujo comparadas con las suelas de bota).

Al cabo de un rato se me ocurre que igual basta con limpiar la tostadora a conciencia, porque a lo mejor lo que está obturando la palanca son los restos de migas. Humedezco un paño y la dejo resplandeciente, frotando con tanta fruición como si esperase que de su interior saliera un genio a concederme tres deseos (el primero de los cuales sin duda sería “Arréglame-la-jodida-tostadora”; los otros dos deseos implicarían un masajeador Smart Wand de Lelo, a la actriz Amber Heard vestida de látex y una serie de posturas gimnásticas que quedan fuera del alcance de este artículo). Pero no sirve de nada, la tostadora sigue sin responder. Poco a poco me voy liando, me voy liando, y al final acabo sacando el destornillador y desmontando la carcasa del aparato para examinarlo a conciencia. Es inútil, no alcanzo a ver ningún muelle roto ni ninguna pieza encallada. Al parecer, mi tostadora simplemente ha emprendido el camino contrario al de Skynet en la saga Terminator y, en vez de tomar conciencia de sí misma, ha decidido dejar de existir. Ni una nota de suicidio me ha dejado la muy zorra (“Me diseñaron para tostar pan inglés, y tú no haces más que meterme rebanadas de chusco congeladas; ya no aguanto este sindios”).

Dos navecitas de X-Wing, decía al principio. Entonces, ¿qué hacer? ¿Tostadora nueva o un par de Interceptores Tie? Por supuesto, no hay color. No hay puto color. El Imperio Galáctico necesita héroes, así que rebusco en el cajón de los papeles hasta encontrar el ticket y el formulario de garantía de la tostadora, la meto en una bolsa de plástico y para Electrodomésticos Miró que me voy.

FLASHBACK: DOS AÑOS ANTES…

Orbegozo es una compañía española (esto, de por sí, debería bastar para poner en guardia a cualquiera) que fabrica todo tipo de pequeños electrodomésticos y cachivaches del hogar, desde batidoras hasta microondas, pasando por ventiladores, sartenes, termos, cafeteras, quitapelusas, planchas, secadores, cuece-huevos, rizadores de pelo, almohadillas eléctricas, freidoras, hervidores de arroz, pesadores de maletas (te lo juro que sí), palomiteros, máquinas de hacer perritos calientes, sandwicheras, aspiradores, hornillos, barbacoas, cuchillos eléctricos, saunas faciales, humidificadores y deshumidificadores (ojo, no te equivoques y compres el que no toca), yogurteras, radiadores, hidromasajeadores, vinotecas, vaporetinos (que no sé qué coño son pero me suenan a maquetas de barquito veneciano), calienta-camas, convectores, picadoras… y voy a ir parando ya porque empiezo a hiperventilarme. En realidad Orbegozo no los fabrica, sino que por lo visto los compra a diversas factorías low-cost de China (en estos tiempos de crisis galopante, siempre reconforta saber que al menos el sector de la mano de obra esclava sigue viento en popa) y luego les pega encima su logotipo.

Yo descubrí dicha marca hace ya algunos años, cuando aún trabajaba en las oficinas de mi actual empresa (ahora curro desde casa). Fue durante un invierno especialmente crudo, que dio lugar a una ola de resfriados devastadora para mis compañeros del departamento editorial. Nuestra zona estaba en una punta del edificio que, del otro lado de la pared, daba directa a la calle, debido a lo cuál entre los meses de diciembre y febrero registrábamos temperaturas mínimas dignas de la base antártica de La Cosa. Un biruji de lo más preternatural circulaba bajo las mesas, convirtiendo nuestros pinreles en carámbanos. El constante run-run de moqueos sincopados se había convertido en nuestro hilo musical. La situación era desesperada.

Toda aquella miseria acabó el día en que dije “¡Basta!” y me presenté en la oficina con un calefactor Orbegozo debajo del brazo. Era un sencillo modelo FH 5010 de plastiquete, más feo que picio (parecía la estatuilla representativa de una criatura imaginada por el escritor H.P. Lovecraft), pero cuyo desempeño a la hora de generar “caloret” me convirtió ipso-facto en el tipo más popular del departamento. Había hostias entre los compañeros por ponerse el Orbegozo debajo de la mesa, apuntado Electroa bocajarro hacia los piececitos. A veces incluso les podías oir ronronear de gusto, como si fueran gatetes. Quizás no sea exagerado decir que aquella inversión de 19.90 euros salvó vidas (bueno, ahora que lo reflexiono quizás sí sea una exageración, pero me cuesta no dejarme llevar por la épica incluso al hablar de calefactores).

De resultas de aquello, Orbegozo se convirtió en una marca de lo más carismática para mí, y decidí que merecía tener representación en mi casa. En cuestión de pocos días me hice con una báscula, una jarra hervidora de agua y una tostadora. Respecto a la tostadora, mi principal exigencia era que fuese de metal, porque tenía muy grabado en la memoria el accidente de mi amigo Pedrín con un modelo de plástico que, al intentar con todos sus watios dorar un panecillo-brioche, había alcanzado el punto de fusión y ardido por completo hasta la boca del enchufe, con unas llamaradas dignas de un funeral vikingo que estuvieron a puntito de extenderse al resto de la cocina (recuerdo que el incidente tuvo lugar durante una cena con amigos, y en vez de ayudarle a apagar el fuego nos pusimos todos a sacarle fotos con los smartphones, como los perfectos hijos de puta que somos, mientras él gritaba e intentaba salvar su piso del siniestro).

TOTAL, que puse mi destino como consumidor de tostadas en manos de Orbegozo, llevándome un modelo TO 7021 de carcasa de acero inoxidable, doble ranura larga, 1600 W de potencia, función de descongelar y de recalentar, selector con seis niveles de intensidad de tostado, desconexión automática, bandeja recogemigas y soporte calienta-panecillos. Unas especificaciones técnicas que ni R2-D2 en sus mejores tiempos y que, combinadas con su precio en oferta especial de 32’95 euros, me hicieron abandonar la tienda en un estado de entusiasmo consumista similar al que debió de experimentar Peter Minuit, el famoso colono del s. XVII, cuando les compró la isla de Manhattan a los indios por 24 dólares (“¡Chollazo!”).

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Sin embargo, con el paso de las semanas y mitigada ya la euforia, empecé a entender cómo era posible que los cachivaches de Orbegozo aunasen una gama de prestaciones tan amplia con unos precios tan competitivos. ¿Cuál era el secreto de esa combinación ganadora? ¿Quizás los técnicos de la empresa dominaban algún tipo de superciencia estilo Nikola Tesla a la que no habían tenido acceso sus competidores? ¿Acaso la compañía estaba dirigida por un grupo de filántropos que renunciaban a obtener beneficios, a cambio de hacer del mundo un lugar tecnológicamente mejor? No, la respuesta al misterio era mucho más prosaica que todo eso: la calidad de componentes de los electrodomésticos Orbegozo es lo que los especialistas del ramo denominan (no quisiera ponerme demasiado técnico llegados a este punto) “una mierda como un sombrero mejicano”.

Cada vez que me veía obligado a interaccionar con un aparato de la marca me acordaba de La rebelión de las máquinas (película malísima de Stephen King basada en un relato buenísimo de Stephen King): el hervidor de agua estaba tan mal diseñado que, a menos que escanciases el líquido en modo gota a gota, la tapa se acababa cayendo y te escaldabas los cojones. El reloj digital de la báscula había enloquecido y me daba pesos extraños como 19:16C, que más parecían versículos del Apocalipsis. El calefactor funcionaba bien, pero con el paso de las semanas iba haciendo cada vez más ruido, hasta conseguir una imitación bastante certera del sonido de despegue de un helicóptero Huey (sólo se echaba en falta el acompañamiento musical de La cabalgata de las valkirias). En cuanto a la tostadora, con independencia de la programación a la que la pusiera, si dejaba las rebanadas de pan más de un minuto las quemaba con furia hasta transformarlas en tacos de carbón vegetal (nunca lo probé, pero quizás programándola a temperatura máxima y dejando las rebanadas el tiempo suficiente, habría logrado transformarlas en diamante). Por supuesto, cuando al cabo de unos meses tuve que comprarme un exprimidor para hacer limonadas, Orbegozo fue la primera marca que descarté (pero esa es otra historia, que ya fue narrada en su día).

FLASHFORWARD: DOS AÑOS DESPUÉS…

Interior. Tienda de electrodomésticos Miró. Día (nota: esta escena es del todo verídica).

Chema Pamundi está haciendo cola ante el mostrador de servicio técnico del comercio, con una tostadora dentro de una bolsa de plástico. Tiene el pelo revuelto y cara de recién levantado de la cama. En uno de los laterales de la tostadora puede leerse la palabra “Orbegozo”.

Dependienta: ¿Siguiente?
Chema: Sí, yo.
Dependienta: Dígame.
Chema: Vengo a que me cambieis la tostadora, que se ha estropeado.
Dependienta (sonriendo en tono condescendiente): ¿Cambiarla? No, cambiarla no te la vamos a cambiar…
Chema: Pues cambiarla o arreglarla, yo qué sé. Está en garantía.
Dependienta: La mirarán en el servicio técnico y si la avería no ha sido por mal uso se la repararán.
Chema: Es una tostadora. ¿Qué entendéis por mal uso? ¿Tostar un hámster?
Dependienta (resopla): Mal uso es darle golpes, pegarle fuego…
Chema: A ver, no sé qué perfil de psicópatas soléis tener como clientes, pero yo me la compré para tostar pan, mayormente.
Dependienta: ¿Y qué le pasa?
Chema: Pues que no tuesta.
Dependienta (resopla de nuevo): A ver, démela; y el ticket, y la hoja de garantía.
Chema: Toma.
Dependienta: Uf, Orbegozo…
Chema: ¿Qué?
Dependienta: Nada, que tardará más.
Chema: ¿Y eso?
Dependienta: Por las piezas de recambio.
Chema: ¿Son de algún material que no se fabrica en la Tierra?
Dependienta: Mire, ¿se la arreglamos o no?
Chema: ¿Cuánto vais a tardar?
Dependienta: De mes y medio a dos meses.
Chema: Ah, muy bien… ¿Y el mando de radiocontrol me lo cobraréis aparte?
Dependienta: ¿El mando…?
Chema: Coño, si vais a tardar dos meses en reparar una tostadora a la que le falla la palanquita de bajar el pan, supongo que es porque ya de paso le vais a instalar un sistema de vuelo guiado o algo así, ¿no?
Dependienta:
Chema: No me hagas caso. Es igual. Cuando esté arreglada me llamáis y me paso a recogerla, ¿vale?
Dependienta: Eso mismo.
Chema: Pues adeu.
Dependienta: Buenos días.

EPÍLOGO: JULIO DE 2015

Casi tres meses después de mi ordalía, tengo tostadora nueva. No porque me la haya comprado, sino porque al parecer el concepto de «servicio técnico» que tienen los muchachos de Orbegozo consiste en tirar a la basura el aparato que les mandas a reparar y sustituírtelo por otro nuevo. Teniendo en cuenta que ese es su procedimiento en 9 de cada 10 casos, resulta hilarante que necesiten doce semanas para gestionar dicho cambio. En ese periodo de supervivencia sin tostadora he aprendido que:

1. Desayunar biscotes acaba cansando.
2. Desayunar Krisprolls (una marca de panecillos suecos sobre la que ya estoy
preparando un informe exhaustivo) cansa algo menos que desayunar biscotes.
3. Las rebanadas de chusco congeladas no saben tan mal si las masticas a conciencia.
4. Los miembros del departamento de atención al cliente de electrodomésticos Miró son
impermeables al insulto telefónico.
5. Orbegozo es una marca sólo recomendable para cacharros de 20 euros o menos, que
puedas chutar directamente al río cuando se estropean y comprarte otro nuevo.
6. El Interceptor Tie es de largo el mejor caza del Imperio Galáctico, y su relación
calidad/precio supera con mucho la de una tostadora Orbegozo. La tostadora
Orbegozo no puede, por ejemplo, hacer giros de 180º a velocidad 4 y además carece de
cañones láser cuádruples.

Porque, en el fondo, la principal enseñanza zen de todo este asunto ya la sabíamos de sobra sin necesidad de un post de 13.000 caracteres que la justificase: para cualquier friki, comer caliente… o, bueno… simplemente comer, es casi siempre menos prioritario que aumentar su colección de tebeos, jueguecitos y moñecos. Al fin y al cabo, como dijo el maestro Qui-Gon Jinn, «tu enfoque determina tu realidad» (uno sabe que está más allá de todo comportamiento racional cuando cae en algo tan desesperado como citar una frase de La amenaza fantasma que le da la razón…).

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Atrapados en el ascensor

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Un tío entra en una farmacia llevando un bebé en brazos:
– “Buenos días, ¿tiene pomada para el culito del bebé?”
– “Sí. ¿Se la envuelvo?”
– “No, no hace falta… si me lo voy a follar aquí mismo…”.

Me encanta este chiste. Siempre me ha hecho reir muchísimo. Me gustan los chistes rápidos, que sacan el mejor partido a la economía de medios y que utilizan el lenguaje de manera certera, como parte de la gracia. En este caso, lo que me parece brillante es el súbito salvajismo de la “punchline”, un cambio de tono tan bestia respecto a las primeras dos frases de diálogo que es prácticamente imposible verlo venir la primera vez que te lo cuentan. ¿Es una burrada amoral y ofensiva? Sin la menor duda. Pero eso tiene poco o nada que ver con su eficacia a la hora de lograr que la audiencia suelte una carcajada por puros reflejos, antes de que le de tiempo a reflexionar y guardar las apariencias. Te pilla tan por sorpresa como un sartenazo en la cara.

El humor no tiene que ser ofensivo para ser divertido, pero del mismo modo puede afirmarse que el humor puede ser divertido precisamente porque es ofensivo, porque traspasa límites (y al hacerlo, nos explica cosas sobre nosotros mismos). Uno de los tebeos más descacharrantes que he leído jamás es Hitler = SS, de Vuillemin y Gourio, que según dicen se burla del holocausto. A mí, en cambio, siempre me pareció que (ya desde el título), lo que hicieron los dos autores fue experimentar usando los tópicos culturales y la cotidianeidad descontextualizada para poner a prueba los límites del humor y la libertad de expresión, cuando ambas nociones entran en conflicto con un “tótem moral” (y en nuestra sociedad sigue sin haber mayor tótem moral que el holocausto judío). En este sentido, Hitler = SS cabe en la misma categoría que películas como Funny Games (salvajada meta-lingüística de Michael Haneke), o ensayos satíricos como Una modesta proposición (donde Jonathan Swift apuntaba que la solución para acabar con la hambruna en Irlanda era que los pobres les vendiesen sus hijos a los terratenientes, para que éstos se los comieran). En realidad Hitler = SS ni siquiera se burlaba de nadie en particular, por la sencilla razón de que trataba de idiotas por igual a todos los personajes que aparecían en sus páginas, ya fuesen judíos o nazis.

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Sea como sea, mi intención hoy no era hablar sobre si el humor tiene límites, un tema que últimamente está muy de moda pero sobre el que no soy capaz de aportar nada más lúcido que lo que se dice, sin ir más lejos, en este acojonante cómic de John Tones y Guitián. No, mi intención con esta entrada de blog es dejar patente mi pereza. La pereza que me ha dado estos días ver a Manuela Carmena echar a los pies de los caballos a Guillermo Zapata, edil de Ganemos Madrid que tuvo que acabar dimitiendo como recién nombrado concejal de cultura de la ciudad, porque hace cuatro años (cuatro-putos-años) se le ocurrió compartir en Twitter un par de chistes a mala gaita. Chiste número 1: “¿Cómo meterías a cinco millones de judíos en un 600? En el cenicero”. Chiste número 2: “Han tenido que cerrar el cementerio de Alcásser para que Irene Villa no vaya a por repuestos”. Lo peor que puedo decir es que ambos chistes son bastante viejos y no demasiado buenos. Yo mismo he contado algunos igual de bestias pero claramente más divertidos (“Mamá, mamá, ¿por qué estamos montando el pesebre de Navidad en septiembre?» «Hija, porque tal como estás de la leucemia no llegas a diciembre ni loca.”). Cuando explico un chiste, sea del color que sea, mi preocupación exclusiva es que el remate sea chisposo, no si tal o cual colectivo puede llegar a molestarse. A la mayoría de cómicos de stand-up que me gustan les ocurre lo mismo.

Pero estaba hablando sobre la pereza, sí. Me dio pereza que Manuela fuese tan cobardica como para establecer comparaciones mochales con Charlie Hebdo, diciendo que se siente “muy distanciada del humor cuando provoca que maten a alguien”. ¿Perdón? Decir que el humor provoca que maten a la gente es igual de gili-tonto que decir que El guardián entre el centeno provocó el asesinato de John Lennon. No, a John Lennon lo mató Mark David Chapman, que era un psicópata; y la masacre de Charlie Hebdo la causaron unos extremistas islámicos con AK-47, no una colección de caricaturas.

Me dio casi la misma pereza que a continuación Guillermo Zapata reculara y se disculpara por su gracieta. Con eso, dejó en mal lugar a todos los que entendemos que contar chistes (aunque sean tan negros como por ejemplo los del dibujante Ivan Brunetti) o disfrazarse de emperador romano en una fiesta de carnaval no tiene nada que ver con enaltecer la pedofilia, el genocidio, la xenofobia, el totalitarismo ni ninguna otra mandanga. Lo que tendría que haber hecho Zapata era demostrar coherencia, clavar los pies en el suelo y cortar de raiz el tema, dejando claro que cualquiera que, a partir de dos chuscadas en Twitter, infiera que eres antisemita o pro-etarra, es que es tonto de baba. Cuando hasta Irene Villa, la “víctima” de uno de los chistes de marras, sale diciendo que se la rempampinfla el asunto, que le preocupan mucho más los ataques contra políticos que ni siquiera han empezado a gobernar, y que de hecho su chascarrillo favorito sobre ella es el que la define como “la mujer explosiva”, sería para que más de uno se tapara.

(Nota mental: la dimisión de Zapata me pareció acertada, pero no por los chistes propiamente dichos sino por haberse revelado como un merluzo. Alguien con tan pocos dedos de frente como para aspirar a un cargo político manteniendo una cuenta de Twitter por la que sus oponentes lo pueden despedazar, demuestra no estar lo bastante maduro como para ser concejal de cultura de Madrid. Selección natural. Un zote menos gestionando fondos públicos. Congratulémonos…)

Al final, las reacciones de Carmena y Zapata son un simple derivado de su falta de experiencia y de la premura en responder LO QUE FUESE ante la presión de la opinión pública para que dieran explicaciones; y eso es lo que me da más pereza de todo. Disculparse por unos chistes es un error, porque con ello están dando por bueno un estándar muy cateto de listón moral para los que vengan detrás; de algún modo legitimizan que PP y PSOE les sigan lanzando durante toda la legislatura este nivel de ataques; y por «nivel» me refiero tanto a la cantidad como a la calidad. Suele hablarse a menudo de los 100 días de confianza que merece todo político nuevo en el cargo. A estos no les van a dejar trabajar tranquilos ni 24 horas. Es tan apabullante como ridículo.

Esta misma semana, los NOTICIONES sobre Podemos han sido que Manuela Carmena ha «renunciado a sus principios» y va a usar el coche oficial en vez del metro para acudir a actos consistoriales a lo largo del día (por lo que se ve, algunos preferirían que en pos de la coherencia extrema perdiese horas de curro haciendo transbordos), que un concejal de Alcobendas está incitando al odio y a la violencia con las letras de las canciones de su banda de punk Kaos Urbano (cuando uno está en política al parecer no puede cantar nada que sea más abrasivo que Georgie Dan), o que Ada Colau y Pablo Iglesias se han quedado atrapados en un ascensor del ayuntamiento de Barcelona, y han pasado el rato hasta que los han sacado de allí haciéndose selfies y soltando coñetas tuiteras (los que dicen que un político debe dar permanente imagen de formalidad no deben estar al tanto de la afición que tenía Abraham Lincoln por hacer bromas para rebajar tensión, incluso en los momentos de mayor crisis…).

Nunca he sido particularmente fan de Pablo Iglesias (físicamente me recuerda de manera inquietante al músico electrónico Aphex Twin, y su discurso mesiánico y completamente desprovisto de humor me resulta más bien cargante), pero cada vez que la rama más encorbatada y cariacontecida de la opinología política me intenta comparar a los cargos de su partido con los protagonistas de la serie de TV The Young Ones, lo único que consigue es acercarme un pasito más a él y los suyos. Porque al fin y al cabo me siento infinitamente más conectado a una freak que practica el activismo político disfrazándose de Super-abeja Maya, que a alguien que se presenta a unas elecciones vendiéndose como la versión 2.0 de Moises.

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Para mí, lo más interesante del actual momento político es algo que parecía impensable hace sólo dos años: que hayan aparecido nuevas caras y nuevas formaciones con opciones de desalojar a los de toda la vida; y como ya dije en una entrada anterior de este mismo blog, no me importa demasiado que esos recién llegados se equivoquen, se contradigan o incluso se vean obligados a matizar sus promesas electorales, una vez comprobado que es mucho más jodido ejecutar un plan que diseñarlo. No me importa nada de eso, porque no albergo la pretensión de que los políticos que me representan sean seres de luz infalibles, llegados hasta nuestra realidad desde una dimensión alternativa. Tengo bastante claro que son personas igual que yo, y que por tanto van a cagarla igual que la cago yo. Muchas veces, además. Ayer mismo compré mantequilla en el supermercado (Central Lechera Asturiana Ligera, con un 50% menos de grasa pero todo el sabor) y al llegar a casa descubrí que tenía otros dos tarros por estrenar en la nevera. Shit happens. Así pues, con que se esfuercen todo lo que puedan tengo suficiente. Al menos de momento.

Pero anda que como luego resulte que las Colaus, las Carmenas y los Pablemos lo hacen bien una vez que empiecen a tomar decisiones… Anda que como resulte que, dentro de sus posibilidades, regeneran el ámbito político, consiguen abrir vías de diálogo en asuntos que parecían estar en dinámicas de no retorno y aplican leyes que, una vez rebajadas las expectativas y aparcado el tremendismo, funcionan (imaginemos la posibilidad; ¡sería de locos!)… Si algo de eso pasa, todo este microanalizar gestos, tweets, entrevistas, chascarrillos, selfies y cambios de coche que domina ahora los medios (a falta de poderles dar cera por cosas serias) va a cundir para publicar una divertidísima antología del disparate; y bueno, si resulta que todos los agoreros acaban teniendo razón y nos vamos de cabeza al barranco, pues habrá que plantearse en serio dedicar fondos públicos a financiar un estudio sobre la existencia de la precognición. Yo qué queréis que os diga.

Porque sea como sea, la sociedad española tampoco puede llegar a estar mucho más dividida y desilusionada de lo que la han dejado los partidos tradicionales. Es difícil que la cosa se denigre aún más (y si ocurre, ya lo dije: cuatro años de legislatura y a la puta calle). En efecto, España vive ahora mismo «atrapada en el ascensor»; y nos hemos tirado generaciones enteras pulsando el botón de alarma, y aquí no ha venido ni Dios a arreglar nada. Ahora falta ver lo que pasará cuando finalmente aparezca un operario que consiga abrir las puertas. Porque dentro del ascensor huele ya mucho a cuco, y hace un calor de la hostia, y la verdad es que nos sentimos todos bastante incómodos. No creo que quede demasiada gente interesada en llegar al piso de destino. Más bien, la mayoría de ocupantes estamos deseando salir de una puñetera vez y subir por las escaleras…

La batalla de Waterloo (XV de XV)

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EPÍLOGO.

El 18 de junio de 1815, casi 200.000 tipos se enfrentaron en Waterloo, una baldosa de apenas 4×4 kilómetros de extensión. Nunca antes, ni después, se han concentrado tantas tropas en un campo de batalla tan pequeño. Los recuentos de bajas más fiables indican que el ejército anglo-aliado sufrió unos 3.500 muertos, un número similar de desaparecidos (la mitad no volvieron a ser vistos jamás) y más de 10.000 heridos (unos 2.000 de los cuales no sobrevivieron). Los prusianos llegaron a los 1.200 muertos, 1.400 desaparecidos y unos 4.400 heridos, cifras aún menos fiables que las de los anglo-aliados, por cuanto los archivos militares prusianos quedaron reducidos a cenizas durante la Segunda Guerra Mundial. Respecto a los franceses, resulta especialmente complicado cuantificar sus pérdidas, ya que el desmantelamiento del ejército imperial provocó que nadie se preocupase por hacer un recuento regimental en los días posteriores al 18. De todos modos, el dato más aproximado lo facilitó la prensa de la época, que hablaba de unos 20.000 muertos y desaparecidos (a lo cual habría que sumar los 20.000 desertores y prisioneros originados tras la refriega).

En el plano puramente estratégico, está claro que la victoria en la campaña de Waterloo fue de largo para Bonaparte, que en apenas tres meses se inventó de la nada un ejército entero, lo desplazó hasta Bélgica sin que se enteraran los aliados (pese a que le estaban vigilando expresamente, los muy tarugos), y les ganó la posición central, colocándose en una situación inigualable para derrotarlos. Sin duda fue uno de los despliegues de tropas más magistrales de su carrera militar (sino el que más). Lamentablemente, las victorias estratégicas y los despliegues magistrales sirven de bien poco si luego no eres capaz de capitalizar toda esa ventaja en el campo de batalla; y Napoleón, por una mezcla de mala suerte, desempeño del enemigo y errores no forzados de sus generales (y de él mismo), no supo hacerlo en Waterloo pese a las numerosas ocasiones que se le presentaron para ello (como hemos ido viendo a lo largo del relato). Recurriendo una vez más a los símiles futbolísticos, podemos decir que los franceses dominaron la posesión del balón y la posición de campo pero fallaron todas sus ocasiones, mientras que los aliados metieron un gol de contraataque y se dedicaron a defender el resultado con uñas y dientes, aplicando el orden y el sentido común.

Todas las generaciones posteriores a la batalla de Waterloo la recordaron como un claro punto de inflexión histórica, “El gozne del siglo XIX”, como diría Víctor Hugo. A Waterloo le siguió casi medio siglo de paz ininterrumpida en Europa (de hecho, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial un siglo después, los únicos conflictos que se produjeron fueron la guerra de Crimea y la Franco-Prusiana de 1870). Sin embargo, también le siguió la decadencia política y económica de un continente que laminó casi por completo las novedosas ideas de libertad y neo-nacionalismo del código napoleónico para volver a la autocracia de siempre, quedando sometido por completo al dominio comercial de Gran Bretaña, que supo sacar tajada de todo el follón y relevar a Francia como primera potencia y nuevo “estado policía del mundo”.

¿Qué hubiera pasado si Napoleón hubiese logrado romper el centro de Wellington y ganado la batalla? Pues depende, porque no es lo mismo hacerlo a las cinco de la tarde que a las ocho de la noche, por ejemplo. Es de suponer que los prusianos, cuyo ejército era en buena parte milicia, habrían huído en estampida al ver retirarse a los anglo-aliados (casi todas las batallas de esa época acababan así: con uno de los contendientes rompiendo moral y saliendo por patas). Sin embargo, si por algún milagro Blücher hubiera logrado mantener a sus tropas en liza, quizás tendría aún una oportunidad, sino de vencer a los franceses, sí de enfangarlos lo suficiente como para que los austriacos (que aunque estaban lejos tambíen venían de camino, con más de 200.000 soldados) se posicionaran y se convirtieran en la siguiente amenaza contra el Emperador. Al fin y al cabo, aunque el ejército francés aún seguiría siendo muy superior en calidad a los enemigos de la Séptima Coalición que le quedaban por batir, estaría desgastado y sin reservas. O quizás no, quizás Napoleón habría derrotado limpiamente a los prusianos al día siguiente, y habría llegado a Bruselas a tiempo para que su Armee du Nord descansara, se reavituallara y cubriera las bajas con nuevos reclutamientos (en cuyo caso, los austriacos se hubieran cagado vivos). Los historiadores llevan dos siglos especulando al respecto y jamás se han puesto de acuerdo. Ahí está la gracia de la batalla de Waterloo.

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Y a nivel más general, ¿qué hubiera ocurrido de mediar una victoria contundente de Napoleón en Mont Saint-Jean? Dejemos que Alessandro Barbero (ya cité hace unos días como imprescindible su libro La batalla), nos dé una lección de historia-ficción: “Las ideas liberales hubieran sido menos marginadas y perseguidas de como ocurrió en realidad en tiempos de la Santa Alianza, y probablemente en Francia no se habría producido la revolución de 1830, pero despues de esa fecha las diferencias se reducirían a simples detalles, como la distinta carrera política de lord Wellington. La hegemonía de Inglaterra en el mundo se habría impuesto de todos modos. Prusia, medio siglo después, propondría igualmente su candidatura a la cabeza de una Alemania unida. Y en cuanto a Francia, es seductor imaginar que antes o después habría subido, de todos modos, al trono Napoleón III, y que más o menos desde 1850 la historia del mundo sería perfectamente idéntica a la que conocemos”. Bueno, como suele decirse, si mi abuela hubiese tenido ruedas habría sido una bicicleta…

Y así acaba, en fin, nuestra historia. Espero que os lo hayáis pasado la mitad de bien leyéndola que yo ordenándola en mi cabeza, revisando mapas y libros y poniéndola por escrito (y pido perdón a Alessandro Barbero, Patrick Rambaud y Arturo Pérez-Reverte, entre otros, por todo lo que les he robado). Para cerrar de forma redonda el asunto, aquí os dejo un “qué fue de ellos” con los tres personajes principales de este drama apasionante:

Blucher1Gebhard Leberecht von Blücher

Tras la batalla, el Príncipe de Wahlstatt y mariscal de Prusia lideró una encendida persecución de los restos de l’Armée francesa hasta París. Allí pasó unos meses ajustando cuentas pendientes (como por ejemplo, hacer dinamitar el puente dedicado a la victoria que Napoleón lograra contra los prusianos en Jena). Tras esto se retiró a su residencia en Silesia, donde se entregó abiertamente a la bebida, el juego, las putas, y demás aficiones que ya le habían costado la expulsión del ejército en su juventud. Murió cuatro años después de Waterloo, a los 76 de edad, por causas indeterminadas, aunque los testimonios de varios de sus sirvientes citan la demencia senil como uno de los factores principales (al parecer, había días en que no quería bajar de su cama mientras repetía la frase “¡El suelo quema!”).

francisco_de_goya_el_duque_de_wellington_poster-r8f873d819aa54d40a257c4f190717e6a_zekja_8byvr_1024Sir Arthur Wellesley, Duque de Wellington

La batalla de Waterloo lo encumbró definitivamente. Fue ascendiendo hasta ser nombrado comandante en jefe del ejército británico (de manera vitalicia), y se convirtió en la cara más popular del partido Tory. En 1828 llegó a ser primer ministro británico. Le tocó gobernar durante una era bastante convulsa, llena de revueltas, y aplicó unas políticas ultraconsevadoras que no fueron bien recibidas. Su popularidad tanto dentro como fuera del partido fue declinando, hasta que pasó a un segundo plano, ocupando cargos tales como ministro de exteriores y jefe de la Cámara de los Lores. En 1846 se retiró de la política. Murió en 1852 de un derrame cerebral, y fue enterrado en un sarcófago de «luxulyanito» (una variedad de granito bastante rara) en la Catedral de St. Paul, protagonizando un funeral de estado a todo trapo (tras él, solo Churchill ha recibido honor semejante). En vida nunca le gustó recordar la batalla de Waterloo, y se opuso firmemente y con menosprecio a cualquier intento de los historiadores por escrutarla y registrarla, llegando al extremo de escribirles personalmente para convencerles de que olvidasen el asunto (“Dejad correr la batalla de Waterloo”, o “Es sin duda alguna uno de los acontecimientos más interesantes de los tiempos modernos, pero no albergo esperanza de leer un relato detallado que sea cierto”). Solía decir a sus allegados, medio en broma medio en serio: «Existen tantas versiones sobre esa contienda, que en ocasiones incluso yo dudo de haber estado allí”.

napoleon-1-dea-gettyNapoleón Bonaparte

Pese a que tras la debacle de Mont Saint-Jean aún mantenía un buen ejército con el que podría haber organizado la defensa de Francia, el Emperador era consciente de que su momento había pasado, perdido el apoyo de los políticos y de buena parte de una población cansada ya de guerrear. Por tanto, tras plantearse huir del país en barco y comprobar que los ingleses mantenían vigilados todos los puertos, abdicó y marchó a Rochefort, en donde capituló ante Frederick Maitland, capitán de la fragata real británica HMS Bellerophon. Fue encarcelado y desterrado a Santa Elena, una pequeña e inhóspita isla en el oceáno atlántico, a casi dos mil kilómetros de la costa africana. Allí se entregó a la jardinería y a dictar sus memorias al historiador Emmanuel de Las Cases, en las que dedicaba severos rapapolvos a sus enemigos, así como a todos aquellos que según él le habían fallado o traicionado a lo largo de los años. Hubo varias iniciativas para rescatarlo, ninguna de las cuales fue más allá de una fase inicial de planeo (incluyendo una bastante psicotrónica, por parte de soldados retirados de la Grande Armée afincados en Texas, que querían usar un submarino y llevarse a Napo a los Estados Unidos para implantar allí una versión remozada del régimen imperial). Su salud menguó rápidamente en aquel clima hostil, y el 5 de mayo de 1821, a la edad de cincuenta y un años, murió finalmente en la cama. Sus últimas palabras fueron una glosa de aquello que más había amado en vida: “France, l’armée, Joséphine…”.

La versión oficial dice que falleció de cirrosis en el píloro o cáncer de estómago, pero investigaciones recientes hechas a muestras de su cabello han encontrado trazas bastante elevadas de arsénico, lo cual indicaría que fue, de hecho, envenenado. ¿Por quien? No se sabe, pero aún en el destierro era una figura mítica, incómoda, y desde luego su muerte y su olvido dejó tranquilos a muchos de sus rivales.

Permaneció enterrado en la isla hasta 1840, cuando a instancias del gobierno francés sus restos fueron repatriados a París y paseados por el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos y la Plaza de la Concordia hasta la Capilla de Saint Jérôme, en un funeral multitudinario y muy sentido, adornado por las notas del Réquiem de Mozart. En 1861, cuando su enorme mausoleo en Les Invalides fue completado, encontró allí descanso definitivo, en el interior de un sarcófago de pórfido. Y a día de hoy allí sigue, contemplado por la eternidad, un hombre cuyas hazañas y miserias bautizaron a toda una época: Napoleón I, Emperador de los franceses.

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